No cabe duda que la institucionalidad política peruana necesita una reforma integral, y no solo electoral. Pero al mismo tiempo existen mil dudas sobre cómo llevar adelante este proceso. ¿Se trata de modificar los reglamentos que han creado laberintos sobrerregulados de tramitología electoral que atormentan a los políticos? ¿O –como dice el propio presidente del Jurado Nacional de Elecciones (JNE) – estamos ante una Ley de Partidos Políticos (LPP) caduca? ¿Quizás la única salida –como he insistido tercamente– sea un “shock institucional” que atraviese los andamiajes legales de la descentralización, la participación ciudadana y la rendición de cuentas? ¿O tal vez los más radicales estén en lo cierto cuando piden en las plazas una asamblea constituyente? Hay tantos caminos posibles, que la posibilidad de equivocarse es muy grande. Por lo tanto, lo más probable es que la reforma política que emprenda el próximo gobierno –Ejecutivo, Legislativo y “Sociedad Civil” –no sea exitosa. El reto es que, a pesar de ello, el resultado sea lo menos mediocre posible, considerando la ignorancia que nos empantana y la limitación académica y política de quienes van a conducir este proceso.
¿Quizás la única salida –como he insistido tercamente– sea un “shock institucional” que atraviese los andamiajes legales de la descentralización, la participación ciudadana y la rendición de cuentas? ¿O tal vez los más radicales estén en lo cierto cuando piden en las plazas una asamblea constituyente?
El pecado original
Lo que mal empieza, mal acaba. La caída del fujimorismo dio la oportunidad para reconstruir la institucionalidad política corroída por el autoritarismo del régimen saliente. El nuevo pacto político, sellado por partidos personalistas y emergentes como Perú Posible y Somos Perú y por partidos tradicionales que retornaban a la arena política como el APRA, PPC y AP, fijó un paquete de reformas políticas mínimas para recuperar la competencia política y democratizar el proceso de toma de decisiones a partir de mecanismos de participación ciudadana. En ese contexto, la “sociedad civil organizada” –entiéndase las ONG– jugaron un papel clave como facilitadores del proceso y como “materia gris” de un sentido común participativo que fungió de “ideología” de dichas reformas. Así se gestó un paquete de nuevas regulaciones que normaban la política partidaria (Ley de Partidos Políticos), su asentamiento en el interior del país (elección popular de cargos regionales), la participación de la sociedad civil regional en los procesos de toma de decisiones regionales (por ejemplo, la elección de Consejos de Coordinación Regional y Ley de Presupuesto Participativo), entre otros. Es decir, se incorporó todas las sugerencias que el sector no gubernamental y la élite académica ligada a este había profesado como combo democratizador en oposición al autoritarismo fujimorista.
En quince años de vigencia –promedio–de aquel paquete reformador (2001-2016), el balance es desolador. A pesar del apoyo político con el que contaron las medidas –específicamente el gobierno de Alejandro Toledo y el foro pluripartidario del Acuerdo Nacional– estas no pudieron cambiar el rumbo de la fragmentación y debilidad de la política partidaria en el país, el bajo nivel de involucramiento ciudadano ni la política personalista y antiinstitucional que se había expandido, especialmente, hacia el interior del país (ver, por ejemplo, la vigencia de movimientos regionales). No existen los elementos para decir que la reforma fue contraproducente, pero al menos sí inocua para alterar el camino de debacle de la institucionalidad partidaria posterior al colapso sistémico. En tres gobiernos democráticos sucesivos, no se ha podido reconstruir la institucionalidad política devastada en los noventas. Paradójicamente, el próximo gobierno –de mayoría legislativa fujimorista- tendrá la responsabilidad política de liderar un proceso de reforma política que resuelva las deficiencias estructurales agudizadas por la primera generación del fujimorismo.
Reforma sin premisas
No se puede cambiar una realidad a partir de modificaciones legales. Las leyes van a tener, normalmente, un efecto parcial en afectar los comportamientos de ciudadanos y políticos si es que, en el mejor de los casos, se fundan en diagnósticos empíricos antes que en el voluntarismo de activistas. La principal lección que podemos obtener de los últimos años de “reformología” es el pequeño horizonte del voluntarismo. Para emprender, entonces, el camino de la reforma política se hace latente la puntualización de premisas a partir de las cuales se planteen los cambios institucionales y no como ejercicio de wishful thinking apelando a un pasado mítico en el que los peruanos militaban en partidos. Aunque no es objeto del presente texto emprender un diagnóstico completo al respecto, se puede al menos esbozar las principales premisas.
La política peruana se describe mejor como un escenario poscolapso partidario. No se debe plantear la reforma como si existiese un sistema de partidos políticos. Estamos frente a organizaciones informales antes que estructuras enraizadas en la sociedad.
En primer lugar, la política peruana se describe mejor como un escenario poscolapso partidario. No se debe plantear la reforma como si existiese un sistema de partidos políticos, sino experiencias contadas de institucionalización partidaria –Fuerza Popular–, partidos que emergen sobre la base de sustitutos partidarios –Alianza para el Progreso– y partidos tradicionales sobrevivientes del colapso –Apra, PPC, AP–. Estamos frente a organizaciones informales antes que estructuras enraizadas en la sociedad. En segundo lugar, la desafección política es predominante entre la ciudadanía. A nivel individual, se ha desarrollado una suerte de ethos de rechazo estatal que distancia a los ciudadanos del Estado y de la política. Por lo tanto, la relación con la esfera partidaria y la oferta electoral no se establece en términos positivos, sino de rechazo. Antes que militantes propartidos, tenemos “antis”, cuya identidad negativa es el principal canal de expresión política. En tercer lugar, el creciente nivel de informalidad en la política constituye una capa porosa que es aprovechada por poderes ilegales que penetran las dinámicas partidarias y electorales, tergiversando los objetivos políticos de estas organizaciones. Por lo tanto, cualquier intento de reforma institucional debe considerar al menos estas premisas que sinceren el voluntarismo y marque el horizonte de objetivos a seguir. Que quede claro que se trata de premisas, no de diagnósticos situacionales superficiales. La utilidad de las premisas es metodológica, no justificatoria.
Reforma, ¿para qué?
Pasemos del recuento histórico a la acción. El primer paso para llevar adelante una reforma política es definir claramente cuál es el objetivo a alcanzar. Y este paso fundamental está ausente en el debate actual. Hagamos un ejercicio especulativo. ¿Cuál es el objetivo? ¿Mejorar la representación política y la transformación de votos en escaños? Si ese fuera el norte, habría que recomenzar por redibujar los distritos electorales porque las jurisdicciones políticas vigentes han sido desbordadas por las dinámicas sociales y económicas del país. ¿O acaso el objetivo es recobrar la legitimidad puesta en duda en el actual proceso electoral? Si ese fuera el caso, las modificaciones legales deberían abordar la distribución de competencia de las autoridades electorales y los procedimientos para resolver demandas y tachas impuestas durante el propio proceso. Pero quizás, más importante sea constituir un Código Electoral que organice y articule los más de treinta instrumentos legales que rigen los comicios en la actualidad. Para otros, tal vez, la prioridad es evitar la penetración de poderes ilegales en la vida partidaria formal, por lo que se requeriría una reforma destinada al fortalecimiento de las organizaciones políticas y mecanismos de control y fiscalización. Como se puede apreciar, la definición del norte de la reforma es fundamental, porque priorizará la forma y alcance de las iniciativas legales que se vayan a plantear.
Las iniciativas de “especialistas” en la materia que pululan a diestra y siniestra no han pasado por el rigor de la explicación de sus propósitos. La omisión de este paso desordena el debate, con resultados contraproducentes. La precipitación de propuestas en torno a falsos dilemas –¿lista abierta o lista cerrada para elección parlamentaria? ¿unicameralidad o bicamericalidad? ¿financimiento público o privado para partidos políticos?–¬ solo sirve como ejercicio de café o de programa de cable, esto no amerita ninguna rigurosidad metodológica y grafica la incontinencia intelectualoide 1 de activos “promotores” de la reforma política. La discusión sobre la reforma que se salta la definición de sus objetivos máximos resulta poco seria y, lamentablemente, ha sido el tipo de deliberación que ha predominado con el apoyo de medios de comunicación, cooperación internacional y un sector de la academia. Si no se detiene esta inercia de producción “reformóloga”, los resultados continuarán siendo tan mediocres como lo han sido hasta ahora.
La última oportunidad
El proceso de elaboración de una reforma cualquiera no es limpio. El resultado final, que será aprobado por el legislativo, guarda normalmente una distancia considerable con su diseño original. El tránsito entre su gestación intelectual y el output está abarrotado de imponderables, por eso hay que asumir una suerte de “margen de error” que tendrán las nuevas normas. La reforma política perfecta no existe, pero en el Perú, la imperfección parece la norma dadas las propias consideraciones institucionales de las que partimos. En términos de path dependence, se ha avanzado tanto en el camino “errado”, que retomar el camino del desarrollo de instituciones políticas eficaces implica altos costos y un nuevo aprendizaje que los actores tardarán en asimilar. No solo se ha perdido quince años, sino que se ha avanzado por el camino incorrecto. Enmendar y encontrar el destino adecuado de desarrollo institucional es más complicado, en comparación a la coyuntura “transicional” del 2001.
A pesar del hiperrealismo indicado, actualmente se reúnen las condiciones para llevar adelante un proceso de reforma política (aun con las limitaciones señaladas). Voy a mencionar al menos tres elementos que coadyuvan a este propósito: el timing político adecuado, el sentido común de su necesidad y la vocación para constituir una coalición política que la sostenga. En primer lugar, los primeros años de un gobierno son los más propicios para una reformulación sistemática. Lejos de coyunturas electorales y disfrutando de la tolerancia que otorga luna circunstancial “luna de miel”, Ejecutivo y Legislativo en sus dos primeros años cuentan con la potestad, legitimidad y beneplácito popular para encargarse de un menester oneroso, distante para las grandes mayorías, pero urgente para la situación que se afronta.
Si de algo ha servido el desastre institucional en el que transitamos es para tomar consciencia de la urgencia de una reforma política de fondo.
En segundo lugar, si de algo ha servido el desastre institucional en el que transitamos es para tomar consciencia de la urgencia de una reforma política de fondo. El hiato entre crecimiento económico y desarrollo institucional-político que se ha ido pronunciando cada vez más, no había logrado tocar las sensibilidades de los poderes fácticos influyentes en la producción de la agenda pública, incluyendo sectores empresariales y medios de comunicación. Considero que luego del irregular proceso electoral que estamos finalizando, no cabe duda de la urgencia de la medida. Precisamente, la relevancia que cobra esta agenda ha generado un tercer elemento clave para su factibilidad: representaciones políticas de distinto tinte –ya sea de izquierda o derecha- han manifestado su intención de legislar en la materia. Aunque con diferentes glosarios –“reforma”, “cambio constitucional”, “asamblea constituyente”–, existe un consenso mínimo pero fundamental que podría alimentar coaliciones políticas multipartidarias si se sabe detectar una agenda común y si se plantea los escenarios adecuados para ello (no solo el parlamentario sino uno de mayor pluralismo como el Acuerdo Nacional).
Paralelamente, se erigen dos considerables obstáculos que hacen dudar del éxito de cualquier iniciativa seria de reforma: la ausencia de un consenso específico sobre los puntos a reformar y las limitadas capacidades de la tecnocracia política nacional para asumir la responsabilidad del reto. En primer lugar, si bien existe un sentido común sobre la necesidad y urgencia de la reforma política, no existen consensos puntuales sobre qué, cómo y para qué reformar. En ese sentido, la “reforma política” puede convertirse en un cajón de sastre donde se cuelen aspectos institucionales relevantes, pero que no necesariamente forman parte del paquete reformista institucional en estricto sentido (por ejemplo, sector justicia, descentralización, etc.). O en todo caso, se amerita una definición más precisa sobre lo que se entiende por reforma “política” en confrontación con otras reformas “menores” como puede ser la “electoral” o la de una ley en particular (como la LPP). Si no hay un acuerdo mínimo sobre las fronteras de la reforma política, el timing y la voluntad adecuados perderán su virtud.
El segundo obstáculo significativo es la limitada capacidad de recursos humanos para llevar adelante esta tarea. Los tecnócratas políticos (o “reformólogos”) que invaden la prensa y dominan el debate público sobre el tema tienen como denominador común haber sido activos partícipes de los cambios institucionales fallidos y mantienen precisamente los estilos profesionales que se requieren superar: falta de rigor metodológico, propuestas guiadas de prejuicios, poca seriedad en la formulación de iniciativas. Se caracterizan por “importar” modelos de reforma aplicados en otros contextos, sin el mínimo requerido de la verificación previa adaptación. El estilo de replicar el best-practice y presentarlo como solución (por ejemplo, “ventanilla única” para la identificación de candidatos que tienen problemas con la justicia), claramente ha mostrado sus deficiencias.
El problema es mayor porque se requiere capacidades interdisciplinarias –constitucionalistas, politólogos, economistas– que no abundan en el medio peruano. Lo más probable es que quienes fallaron en los últimos quince años sigan siendo los protagonistas de la reforma política, reproduciendo el camino “errado” por donde se ha transitado. Los principales partidos políticos –que deberían ser los principales involucrados en esta tarea- también carecen de cuadros técnicos con experiencia y conocimientos especializados. ¿Quién es el especialista en reforma política de Fuerza Popular o de Peruanos por el Kambio? ¿Qué van a debatir sobre la materia más allá de generalidades? En el mejor de los casos, cuentan con políticos experimentados –fundamentales para el proceso– pero que no han desarrollado la sistematización, metodología y reflexión que se requiere para librar los cambios de regulaciones de los sesgos y conveniencias partidistas.
Conclusiones
Creo que a pesar de los factores a favor de tamaña tarea política, lo más probable es que el resultado sea decepcionante.
El análisis inicial que he propuesto sobre las consideraciones para una reforma política arroja un balance negativo. Creo que a pesar de los factores a favor de tamaña tarea política, lo más probable es que el resultado sea decepcionante. Aunque existen las condiciones para una reforma política más profunda que sus antecesores, no se reúnen los recursos políticos y técnicos ni los actores políticos (incluyendo activistas no-gubernamentales y “reformólogos”) maduros para formular un diseño a la altura del desafío. La dinámica de la elaboración de modificaciones en materia de regulaciones políticas (autoridades electorales sin creatividad, Parlamento que prioriza intereses partidistas, “reformólogos” sin talento) es más fácil de replicar, lo cual obstaculiza la posibilidad de innovación. Ante una academia tímida y una cooperación internacional que no arriesga a salirse de los patrones conocidos, solo queda el sector privado como un actor que puede inyectar alguna novedad a este proceso (aunque ello traiga sus propios sesgos). A pesar del timing tan propicio, se reúnen las condiciones para otra oportunidad perdida.
N.E: Artículo recibido el 24 de abril de 2016.
- A modo de ejemplo, desde Agosto del 2015 a Mayo del 2016, el secretario general de la Asociación Civil Transparencia Gerardo Távara ha presentado 11 propuestas de reforma política, es decir un promedio de una reforma distinta cada 26 días. Tal nivel de proliferación individual, se distingue de la iniciativa propuesta por los asociados de dicha organización, que en base a un trabajo de gabinete, apelando a especialistas en diversas ramas, confeccionó un documento con 32 propuestas de reformas institucionales. ↩
Excelente articulo..!!!