A pesar de su título, tan solo veinte de las 133 páginas de La revolución constructiva del aprismo. Teorí@ y pr@ctica de l@ Modernidad (Lima 2008), de Alan García Pérez, están dedicadas al futuro: a presentar las “siete modernizaciones” que se propone concretar en su segundo quinquenio presidencial. A una exploración del alma partidaria —que se resuelve en un intento de compaginación del actual curso pro-mercado del régimen con el pasado radical del partido gobernante— está dedicado el grueso del texto; a esclarecer qué significa ser aprista en una era pragmática, post-ideológica —en que “el pueblo quiere resultados y no gritos o ideologías”— y frente a la ingrata memoria de una primera experiencia de gobierno en que —como reconoce el propio García— un exceso de “ideologismo” condujo a cometer “graves errores” de apreciación. Siendo como es la historia del APRA, en una revisión de la vida y obra de su líder histórico deriva, inevitablemente, la búsqueda de respuestas.

Haya el visionario, el combatiente

El texto de García Pérez puede compararse con el de Luis Alberto Sánchez, Haya de la Torre o El Político. Crónica de una vida sin tregua (Santiago de Chile: Editorial Ercilla, 1934) con el fin de ubicarlo en la larga historia del movimiento aprista. Dos momentos distintos, en perspectiva, en la construcción del mito hayista.

Los grandes momentos descentralizadores en nuestro país han sido por ello las coyunturas de depresión de la economía de exportación (los años posteriores a la independencia o de la posguerra con Chile, por ejemplo), cuando la falta de divisas del extranjero nos obligó a mirar hacia adentro y a vivir de los recursos de la economía interna. El proceso de descentralización iniciado durante el gobierno de Toledo podría aparecer como una novedad en esta materia. Pero considero que no alcanza a traicionar totalmente el patrón.

La figura de un individuo que, debiendo haber sido “hombre de sociedad, diputado, catedrático, político, músico, escritor o ministro”, optó por “su terco y voluntarioso destino de político nuevo, con su cortejo de persecuciones y dolores” emerge de las páginas de Sánchez. Su entrega y su heroísmo eran los valores a destacar en tiempos en que pugnaba el PAP por sobrevivir. Superiores a cualquier acusación de haber renunciado a los objetivos insurreccionales primigenios —para abrazar la vía electoral— eran, según Sánchez, sus logros políticos: haber logrado traducir el dolor en acción y la persecución en razón de vida, coadyuvando a forjar así el alma “indestructible” del primer gran partido popular de la historia del Perú. De la sucia política oligárquica, como su superación moral e intelectual, por el sendero abierto por Manuel González Prada, surgía este hombre sin igual que había sido aclamado en la Universidad de Oxford, que leía las “Lecciones sobre la Historia Universal” de Hegel bajo la mortecina luz de las mazmorras de la dictadura sanchecerrista y en cuya defensa se movilizaban luminarias tales como Albert Einstein, Romain Rolland o Miguel de Unamuno. Mezcla singular, en suma, de visionario y combatiente, ejemplo vivo de un movimiento cuyos jóvenes militantes iban a la muerte con su nombre en los labios. Como esos jóvenes trujillanos que, camino al cadalso, observan un lema partidario inscrito en un muro vecino a la ciudadela de Chan Chan. “Miren ese letrero, compañeros,” grita entusiasta uno de ellos, “eso lo pintó el Jefe con sus propias manos. A él lo matarán como a nosotros. Pero él no pide clemencia. Él sabe morir. Hay que ser valientes, compañeros. Seamos dignos del APRA y del Jefe. Solo el Aprismo salvará al Perú”.

El cambio en el discurso y las primeras disidencias

Eventualmente, sin embargo, el mito del Jefe combativo sería puesto en cuestión. En 1945, el retorno a la legalidad demandaba adecuar al partido a los requerimientos de un gobierno de coalición; domeñar, por ende, el ímpetu radical original. En ese contexto, como ha observado Peter Klaren, el estilo de conducción de los años de la persecución —de agitar el espíritu radical en el frente interno mientras, hacia fuera, se efectuaban importantes concesiones político-ideológicas— se convertiría en una desventaja. Sin una propuesta clara, bajo nuevas y múltiples presiones, se acentuó entonces la ambigüedad, hasta convertirse en un patrón táctico, consistente en “estimular al ala militante” del aprismo para luego “ponerse de lado de los moderados”, que el 3 de octubre de 1948 habría de llegar a su punto crítico. Entonces, un levantamiento impulsado por el ala insurreccionalista del PAP fue desconocido por la dirección. Decenas de “defensistas” apristas dejaron sus vidas en las calles del Callao. El golpe de Odría vendría tres semanas después. Y, con ello, una nueva era de clandestinidad que se prolongaría hasta el inicio de la “convivencia apro-pradista” en 1956.

Bajo la influencia de movimientos como el peronismo y las revoluciones boliviana y guatemalteca, se atrevieron los desterrados a discutir la palabra del Jefe. Una larga lista de connotados militantes —de Ciro Alegría a Eduardo Enríquez (el primer secretario general del “partido del pueblo”), pasando por Magda Portal—, más aun, optaron por la ruptura. La ausencia misma de Haya, encerrado por cinco años en la embajada colombiana en Lima, marcó una diferencia fundamental con la “primera clandestinidad” en que su presencia en la trinchera de lucha le había conferido una aureola heroica. Su drástica revisión del “antiimperialismo” primigenio, su adhesión a la “doctrina Truman” en plena guerra fría y su fascinación con el modelo capitalista escandinavo alentaron la rebeldía juvenil dentro del PAP. Las alianzas con Prado y posteriormente con Odría, y las guerrillas del 65 encabezadas por un ex–militante aprista como Luis de la Puente Uceda estimularon aún más la crisis de fe.

Haya según García, el pensador incomprendido hasta por sus propios compañeros

El autor-mandatario nos invita a dirigir la atención no a los inescrutables acontecimientos políticos —en cuyo tratamiento había encontrado Sánchez la excepcionalidad del personaje— sino a “los nuevos conceptos creados por Haya de la Torre en un proceso dialéctico de muchos años, a través de miles de páginas, discursos y capítulos de sus libros”.

Alan pareciera querer rescatar a Víctor Raúl de estas vicisitudes políticas, entronizándolo para ello como pensador y liberándolo, de tal suerte, de las amargas contingencias de una trayectoria política que lo convirtieron en una figura tan afamada como controversial. El autor-mandatario nos invita a dirigir la atención no a los inescrutables acontecimientos políticos —en cuyo tratamiento había encontrado Sánchez la excepcionalidad del personaje— sino a “los nuevos conceptos creados por Haya de la Torre en un proceso dialéctico de muchos años, a través de miles de páginas, discursos y capítulos de sus libros”. Si, en Sánchez, la palabra escrita era más bien un instrumento de combate, esta es concebida como la sustancia misma del legado hayista en el texto de García. De aquella obra, la superación del “determinismo histórico” marxista habría sido el núcleo central: elemento fundacional de un pensamiento que “nunca se congeló, ni en el origen ni en el tiempo”. El aprismo —nos recuerda el mandatario citando a su maestro— “no es un dogmatismo cerrado o arbitrario sino una línea de acción al infinito”.

 No son el desdén o las distorsiones de los adversarios, sin embargo, el peor enemigo del hayismo, sino el olvido y la incomprensión de los propios apristas. No entendieron, sostiene García, el sentido de su obra de “filósofo social del cambio”. Muy pocos —añade— “fueron conscientes o lo siguieron” en ese esfuerzo conceptual; “más fácil y excitante era repetir los conceptos de 1926 sin un esfuerzo dialéctico de transformación”. Pensaron que su planteamiento de un “interamericanismo sin imperio” o su “plan para la afirmación de la democracia en las Américas” eran “planteamientos tácticos” o meras “concesiones momentáneas”. Optaron por ello por “ignorar por completo la existencia de esas tesis”. Lectores de un solo texto —El Antiimperialismo y el APRA—, habían congelado al aprismo, mientras el pensamiento de Haya se desarrollaba abriendo nuevos caminos; condenándole, de tal suerte, a la mayor “soledad”, cayendo, como consecuencia, en “una gran confusión entre aprismo y extremismo, entre democracia social y capitalismo, entre nacionalización y estatismo”. Desorientados, terminarían algunos de ellos intentando construir “una línea divergente” al interior del PAP, visión que se traduciría en “el estallido y fracaso de la revolución de octubre de 1948,” en el “guevarismo” de los años 60 o en el velasquismo de los 70. Son los mismos —anota Alan— que “sin comprender cabalmente a Haya”, sostienen hoy que “el APRA se ha derechizado”.

El propio García y su generación serían víctimas de ese “grave error de interpretación” que traería como consecuencia, “adoptar como si fueran apristas” muchas de las “estatizaciones” velasquistas, en una “confusión que se expresó después, durante el gobierno aprista de 1985-1990”.

Evitar confusiones tales, precisamente, es el objetivo de La revolución constructiva del aprismo. Un “estudio probado y textual” —subraya su autor— sobre las “diferentes etapas en la construcción del aprismo”, demostración rotunda de que fue Haya un “genio dialéctico, intuitivo y realista” que logró comprender como nadie los profundos cambios que desde 1930 se produjeron en el Perú y el mundo.

El nuevo canon y las siete modernizaciones

El nuevo canon del aprismo queda así establecido: quien “estudie en profundidad y detalle,” en “su orden científico e histórico”, comprobará “la capacidad creativa del gran conductor y comprenderá el sentido y el designio de sus preocupaciones por la construcción de la democracia social, de la justicia y del desarrollo social”. Quien, por ende, no lo entendiese así — limitándose a “repetir una frase o un solo momento de su camino” — “traicionaría” la “esencia misma del aprismo.” Porque ser aprista en el Perú de hoy es “tener orgullo del pensamiento de Haya de la Torre” y “comprender integralmente” las “diferentes etapas” de su pensamiento esforzándose por continuar su acertada interpretación de los cambios del mundo. Ser aprista, más aun, es no caer en el “complejo” de buscar la “aprobación comunista” para sentir que no somos derechistas.

¿Existe dentro del APRA una lectura alternativa del legado hayista que amerite tal preocupación? ¿Cuántos en el viejo partido comparten, por ejemplo, la visión —expuesta por Armando Villanueva del Campo en un discurso en el Aula Magna, en enero del 2007— según la cual no es el actual un gobierno propiamente aprista sino uno de coalición, preámbulo, realista e inevitable, de una futura administración de izquierda democrática […]?

Así leída la trayectoria aprista, cae por su propio peso el argumento sobre el momento actual: confrontadas a la nueva realidad del siglo XXI, “todas las tesis y la doctrina de Haya de la Torre” están presentes en las siete modernizaciones propuestas por la administración García: (a) afirmación de la democracia, (b) consolidación del papel regulador y control del Estado reivindicando al Estado Antiimperialista, (c) promoción de la descentralización, (d) erradicación de la miseria y del analfabetismo, (e) impulso de la educación y el empleo vía la inversión y la transferencia tecnológica, (f) modernización en el área de la salud y (g) modernización en la administración de la justicia y la seguridad ciudadana.

No son meras medidas administrativas. Su viabilidad depende de un crucial factor subjetivo. De la exigencia, es decir, de “revolucionar el mundo emocional y reivindicativo que está detrás de todos los que ansían la justicia”; de superar “concepciones fatalistas” y ese “pensamiento mágico”, ese “temor mitológico y panteísta” que, por ejemplo, lleva a decir que la selva “debe ser de nadie, mientras los madereros ilegales y los cocaleros destruyen el medio ambiente, sin pagar impuestos y sin crear empleo formal”.

Sus partidarios, más que el ciudadano común, aparecen como destinatarios de La revolución constructiva del aprismo. El destino de la más duradera identidad de la precaria historia política peruana es puesto en debate por el texto presidencial. Sus múltiples referencias a los “complejos” partidarios que le impiden apropiarse de lo esencial del aprismo lo sugieren así.

¿Existe dentro del APRA una lectura alternativa del legado hayista que amerite tal preocupación? ¿Cuántos en el viejo partido comparten, por ejemplo, la visión —expuesta por Armando Villanueva del Campo en un discurso en el Aula Magna, en enero del 2007— según la cual no es el actual un gobierno propiamente aprista sino uno de coalición, preámbulo, realista e inevitable, de una futura administración de izquierda democrática, o los debates sobre aprismo y neoliberalismo que tienen lugar en la blogósfera aprista y filoaprista? O es el caso más bien, como ha observado recientemente Julio Cotler, que “el Apra es Alan” y, fuera de eso, simplemente “no hay nada más”.