La danza hostil

Coyunturas críticas, escalas espacio-temporales y relaciones porosas en la historia de las relaciones centro-periferia en Perú y Bolivia.

Adrián Lerner

Este libro de Alberto Vergara, basado en su tesis doctoral en ciencia política por la Universidad de Montreal, abarca sesenta años de historia política comparada en dos contextos peculiarmente inestables: Perú y Bolivia durante la segunda mitad del siglo veinte. La pregunta principal gira en torno a los mecanismos que causan la presencia o ausencia de un “clivaje político territorial entre centro y periferia”; es decir, de “una división política sostenida en el tiempo en la que colectividades de individuos se oponen a partir de consideraciones territoriales”, que “guían la acción política de los actores y se materializan en instituciones” (Vergara 2012:23). Específicamente, Vergara se centra en la trayectoria de las relaciones entre los Estados centrales peruano y boliviano y las élites políticas de las que considera sus principales regiones: en el Perú, el Sur Andino, en especial los departamentos de Cuzco, Arequipa y Puno; en Bolivia, el Oriente, en particular el departamento y la ciudad de Santa Cruz, pero también en determinadas circunstancias otros departamentos de la llamada “Media Luna”. El argumento es que una trayectoria inversa caracterizó la política peruana y la boliviana a partir de 1950. En Bolivia, es posible rastrear hasta la Revolución Nacional de 1952 los orígenes de la activación efectiva de un clivaje de este tipo, antes inexistente, mientras que, en Perú, a lo largo del período, se debilitaron las élites periféricas surandinas hasta el punto de volverse incapaces de aprovechar políticamente las estructuras, coyunturas, y herencias políticas regionalistas que existían para desafiar al poder central.

El contraste entre la emergencia del conflicto regional boliviano y el centralismo peruano no había sido explorado sistemáticamente mediante métodos histórico-comparativos.

Esta constatación puede parecer evidente a la luz del presente, pero se trata en realidad de un aporte valioso en el marco del análisis histórico comparativo propuesto por el autor. El contraste entre la emergencia del conflicto regional boliviano y el centralismo peruano como elementos clave en la vida política contemporánea de estos países no había sido explorado sistemáticamente mediante métodos histórico-comparativos. El rastreo de estos procesos, basado en una amplia revisión bibliográfica, en más de setenta entrevistas y en la elaboración de algunos datos y cuadros propios, brinda una perspectiva novedosa sobre momentos esenciales de la historia moderna de estas dos naciones. Algunos de ellos, por lo demás, habían sido hasta el momento poco estudiados en función de la temática centro-periferia; procesos políticos de la talla de las “democratizaciones” de la postguerra o las dictaduras militares de Hugo Banzer o Juan Velasco han sido todavía abordados solo excepcionalmente en relación con procesos históricos mayores por quienes han publicado acerca de la historia política de estos dos países. 1

Así, por ejemplo, el primer capítulo empírico del libro (Capítulo 2) presenta a las políticas agrarias y fiscales de la Revolución Nacional Boliviana como impulsoras del status excepcional del Oriente, del inicio de la explosión económica y demográfica de Santa Cruz, y de “la emergencia del strongman oriental” (112) que décadas más adelante obtuvo un papel hegemónico capaz de desafiar al Estado desde esa región. En Perú, mientras tanto, en el marco de un sistema democrático restringido (en el que no votaban “los analfabetos”, en gran medida la población indígena concentrada en el Sur Andino), el APRA y Acción Popular, los partidos que Vergara considera representantes de las élites antioligárquicas, no lograron imponerse en el Estado sobre una oligarquía debilitada para instaurar una verdadera democracia social. El argumento del libro asocia convincentemente estos fracasos con los de las élites regionales del Norte y Sur del Perú, respectivamente, y ve en ellos el inicio de una trayectoria centralista.

El Capítulo 3 analiza las dictaduras militares de Banzer y Velasco en la década de 1970 como momentos en los que se reforzaron las tendencias esbozadas en el capítulo anterior. El gobierno represivo del general cruceño Banzer mantuvo el pacto revolucionario entre militares y campesinos en Bolivia occidental, pero propició con sus medidas económicas y políticas el crecimiento desmedido de Santa Cruz, cuyas élites lograron utilizar para comenzar a influir, por primera vez, en políticas nacionales. El gobierno revolucionario de Velasco, por su parte, con su “centralismo tecnocrático” (198) descalabró el poder económico y los espacios políticos de las élites periféricas oligárquicas y antioligárquicas, en un proceso que reforzó la debilidad del Sur Andino frente a Lima, pero que, al no crear instituciones efectivas, logró poco más que destruir el “antiguo régimen” y abrir un resquicio para la creación de una nueva “élite marginal”, radicalizada en las aulas universitarias y escolares, cuyo mayor representante habría de ser el Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso.

En el último capítulo empírico (Capítulo 4), Vergara contrasta los reajustes políticos y los procesos de descentralización que caracterizaron la “apertura” boliviana y la “clausura” peruana a fines del siglo veinte, en contextos en que los partidos políticos tradicionales colapsaron y los gobernantes nacionales hicieron esfuerzos descentralistas en aras de la gobernabilidad. En Bolivia, esto, unido al crecimiento económico y demográfico y al fermento ideológico de Santa Cruz pero ahora también de El Alto y de los sectores cocaleros de Cochabamba, generó oportunidades políticas que fueron aprovechadas por dos élites periféricas al tradicional poder central paceño, capaces de promover sus propios proyectos estatales: las élites agroexportadoras y del gas cruceñas, por un lado, y las élites marginales indígenas e indigenistas vinculadas a El Alto.

En el Perú, el período equivalente estuvo marcado por la guerra entre el Estado y Sendero Luminoso. Este contexto, en el que el país se encontraba sumido en una profunda crisis, sucesivos gobiernos recurrieron al poder militar para gobernar el interior: nuevamente, las élites regionales quedaron aplastadas por los militares en “enclaves autoritarios subnacionales” (291), mientras que las élites marginales combatían a todos en una cruenta guerra civil centrada en buena medida en el Sur Andino peruano. Entonces, todos los proyectos de descentralización se encontraron ante una carencia total de iniciativa de las élites regionales, mientras que los proyectos centralistas como el autoritario de Alberto Fujimori casi no encontraron resistencia. Las conclusiones, en última instancia, ubican el estudio dentro de categorías clásicas de las ciencias sociales: Bolivia sería un caso de “Estado débil”, rebasado por una “sociedad fuerte” en la línea de los estudios de Joel Migdal; Perú, un caso de Estado capaz de imponerse al antiguo régimen y a la periferia, de implementar una “igualdad de condiciones” moderna en el sentido Tocquevilliano, pero no de abrirse a nuevas élites capaces de participar efectivamente en el funcionamiento del nuevo orden político, de gobernarse: “una democracia tiránica” (328).

Vergara ubica su estudio firmemente del lado las “políticas en el tiempo”, en contra de la idea de las “coyunturas críticas” y la creación de trayectorias determinadas por ellas en el largo plazo.

Aunque este breve recuento no hace honor a la complejidad argumental ni a la densidad de la “descripción analítica” (24) del libro, planteo aquí algunas interrogantes y dudas. Las primeras tiene que ver con los cortes cronológicos y con las escalas espaciales empleados por Vergara. 2 En primer lugar, la decisión de recurrir al análisis histórico comparado es admirable y cada vez menos común en las ciencias sociales latinoamericanas actuales. La carencia de estudios de este tipo, no obstante, es explicable, entre otros factores, por las dificultades que entraña. 3 Vergara ubica su estudio firmemente del lado las “políticas en el tiempo” de Pierson, en contra de la idea de las “coyunturas críticas” y la creación de trayectorias determinadas por ellas en el largo plazo, al modo de los trabajos clásicos de los Collier para América Latina. Como muestran las divisiones del libro, sin embargo, la continuidad en el tiempo es inmanejable empíricamente sin cortes y selecciones que permiten seleccionar coyunturas clave (es el caso de este libro) o representativas y estudiarlas con cierto detalle. Ello se hace aún más crucial cuando se trata de hacer comparaciones.

El libro muestra de forma excelente tanto los efectos agregados de sucesivos procesos sociopolíticos como el papel de la contingencia histórica, impulsados por decisiones políticas, pero también por tendencias estructurales. Pese a ello, el propio análisis de Vergara está, cuanto menos, cerca de revelar la existencia de “coyunturas críticas” en los dos casos estudiados. Estos tienen que ver con el que acaso fue el fenómeno político fundamental del siglo veinte latinoamericano: el fin del “Antiguo Régimen” excluyente y oligárquico. En el libro, estas no coinciden como episodios comparados en el mismo capítulo de las relaciones centro-periferia. Dado lo radical del cambio que impulsaron en las relaciones Estado-sociedad, lo diferentes que fueron los casos de cada país, y las tendencias y las consecuencias no deseadas instauradas por la Revolución Nacional en Bolivia (1952-1951) y la “primera fase” del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas en Perú (1968-1975), se hace difícil pensar que estos períodos tuvieran el mismo peso que otros en la trayectoria del clivaje territorial. La metáfora de este como un “acordeón” que se tensa y relaja es aquí de utilidad limitada, pues se trata de momentos en los que, si bien no dentro de un vacío y sí dentro de condiciones específicas, el elemento medular fue el cambio.

Entonces, las estructuras que Vergara conceptualiza como los trasfondos que limitan y condicionan las oportunidades políticas y la actuación de las élites también se transformaron, y de modo abrupto. Por ejemplo, reformas agrarias tan ambiciosas y políticamente cargadas como las de Perú y Bolivia tuvieron la fuerza de un cataclismo capaz de alterarlo casi todo en poco menos de una década. No es casualidad, por lo tanto, que, en lo referente a la creación de un clivaje territorial centro-periferia, el autor encuentre más de una vez en los capítulos siguientes continuidades aparentemente sorprendentes (que constituyen por lo demás algunas de las partes más sugerentes del libro) entre las políticas orientales del MNR y de Banzer, o entre el centralismo autoritario y el control militar de las periferias de Velasco y los de Fujimori (y los de los dos gobiernos “civiles” que lo precedieron). Sucede que 1952 y 1968 sacudieron las estructuras y las formas de pensar y organizar lo político. El determinismo de la perspectiva de las “coyunturas críticas” puede ser asfixiante por aparentemente ahistórico, pero la propia “descripción analítica” de Vergara revela su potencial utilidad para pensar los cambios de la política en el tiempo.

En segundo lugar, si se utilizan escalas espaciales y temporales más amplias que las empleadas en el libro, la propia investigación de Vergara sugiere preguntas potencialmente importantes, que no necesariamente merman sus conclusiones, pero cuya inclusión podría enriquecer mucho el análisis si se utiliza de modo complementario. La clave aquí está en las restricciones autoimpuestas por los límites temporales y geográficos del libro, y por su relación con los criterios para determinar “centros”, “periferias” y ejes económicos. Las trayectorias trazadas por La danza hostil señalan el progresivo debilitamiento del poder del Sur Andino peruano, que giraba en torno del eje Cuzco-Arequipa-Puno, así como del de La Paz y el Occidente boliviano, cuyo eje económico La Paz-Oruro-Potosí era el principal de Bolivia. 4

Ahora bien, vistos desde una perspectiva que, por un lado, rebasa largamente el espectro temporal del libro, y que, por el otro, sobrepasa las demarcaciones espaciales impuestas por las fronteras de los Estados nacionales peruano y boliviano en tanto categorías analíticas, es posible hablar de un eje histórico vital (en lo económico, político, cultural) que iba desde Cuzco hasta la Paz, que incluía Arequipa, Puno, Oruro, Potosí y otras vastas regiones, y que constituyó el corazón de los Andes Centrales durante algo menos de cuatro siglos, durante los cuales batió al ritmo de las mulas y arrieros que lo recorrían: el llamado “espacio peruano” del sistema colonial entre el siglo dieciséis y mediados del siglo dieciocho, el mundo que estalló con las insurrecciones andinas dieciochescas, el que intentó unirse en tiempos la Confederación Perú-Boliviana a mediados del diecinueve, el del “boom” lanar de la era de las exportaciones, y el del gran núcleo indígena de las naciones peruana y boliviana. El propio autor desentraña parte de esta historia común al inicio del libro, pero en adelante esta visión conjunta desaparece. Sería posible, entonces, pensar en el proceso estudiado por Vergara como un episodio decisivo en la consolidación de un largo desplazamiento del eje Andino tradicional hacia nuevos centros. Planteado así el asunto, la geografía política de la segunda mitad del siglo veinte podría adquirir tonos muy distintos, y podría ser necesario revisar la importancia de una serie de variables culturales y económicas, entre otras (por poner algunos ejemplos más bien evidentes, la circulación de los productos que constituyeron el mercado interno andino colonial o el valor dado a diversas manifestaciones culturales indígenas).

Vergara hace un notable trabajo teórico y empírico para señalar que los “danzantes hostiles” del título, Estados y sociedades, son mutuamente constitutivos.

Un último asunto cuya discusión me parece importante privilegiar aquí es el de los alcances de la idea de “porosidad” de las relaciones entre dos variables que desempeñan papeles cruciales en el libro: la política y los elementos estructurales. Vergara hace un notable trabajo teórico y empírico para señalar que los “danzantes hostiles” del título, Estados y sociedades, son mutuamente constitutivos. No queda del todo claro si es que propone algo similar para las relaciones entre, por un lado, “la estructura territorial de activos” (es decir, lo que llama “las estructuras”: la repartición geográfica de recursos como población y recursos explotables) y, por otro lado, la política. La activación del clivaje territorial sí se presenta explícitamente como condicionada por las estructuras. En ocasiones, por ejemplo en el caso de los efectos de las políticas revolucionarias en la explosión de Santa Cruz y el oriente boliviano, se puede apreciar también el influjo directo de la política sobre las estructuras. Pero este tipo de interrelación está mucho menos trabajado en otros contextos. Un ejemplo clave: ¿Fue el crecimiento de ciudades intermedias y la ausencia de un polo urbano comparable a Lima (un aspecto decisivo y bastante original del argumento del libro) una variable independiente o tuvieron algún papel sobre él las élites? No parece casual que las secciones dedicadas a los elementos estructurales ocupen apenas cuatro o cinco páginas al final de cada capítulo, pero en ciertas ocasiones, como en el caso ya mencionado de Santa Cruz, el autor deja claro que estos factores merecerían estar mejor integrados a las complejidades de la narrativa mayor del libro.

En términos generales, y más allá de estas dudas, el libro de Vergara tiene méritos que lo hacen de lectura indispensable para los científicos sociales estudiosos de Perú y Bolivia en el siglo veinte. El mérito mayor consiste en abarcar mucho de modo acertado y con una prosa característicamente certera y mordaz, pero sin dejar de lado la complejidad analítica que demanda un proyecto ambicioso como el de La danza hostil. Para ello, el libro se despliega dentro de un marco teórico extraordinariamente ecléctico, capaz de combinar una variedad inusualmente rica de vertientes empíricas y de herramientas conceptuales. Lo mismo puede decirse, ciertamente, de su revisión de fuentes secundarias. Por lo demás, este libro generará muchas más, y mejores, preguntas y cuestionamientos que los planteados arriba, que sin duda colegas de diversas disciplinas se encargarán de hacer. Baste por ahora decir que es común oír en la mía, la historia, reclamar que otros científicos sociales han acaparado temas y espacios que nos corresponderían. Este tipo de trabajos, justamente, muestran que se trata de una disyuntiva absurda. Las condiciones para un diálogo fructífero están servidas, pero, Vergara dixit, hace falta más de uno para bailar, así la danza sea hostil.

Contradanza

Mauricio Zavaleta

Para Alberto Vergara el ritmo es importante. En su libro, el autor nos propone entender las relaciones entre centro y periferia como un acordeón que pueden pasar por periodos de expansión o retraimiento. En el tiempo, el centro y la periferia danzarán de manera hostil (como en el caso Boliviano a inicios del siglo XXI) o la periferia se dejará llevar por el centro en una danza sosegada (como el caso peruano durante el mismo periodo).

Es un libro que se inscribe en una interpretación del cambio político inaugurado por Clases, Estado y Nación de Julio Cotler.

¿A qué se debe esta divergencia? ¿Por qué Bolivia experimentó el surgimiento de un clivaje territorial en los 2000 y el Perú no? Puesto en términos teóricos, ¿por qué en algunos contextos, centro y periferia se enfrentan en disputas políticas? ¿A qué factores se debe su emergencia? Al responder esta pregunta, Vergara ha compuesto un libro importante. Desde la sociología histórica comparada, el autor presta atención a las trayectorias que irán cambiando de manera paulatina las relaciones entre Estado central y sociedades periféricas. Una serie de procesos –ninguno de ellos crítico o particularmente determinante– que en el largo plazo configuran escenarios divergentes. Es un libro que, visto desde las ciencias sociales peruanas, se inscribe en una interpretación del cambio político inaugurado por Clases, Estado y Nación de Julio Cotler (Lima: IEP, 1978).

Así, Vergara nos presenta al inicio de la narración (los años cincuenta) una periferia peruana poblada por élites políticas con capacidad de influir en el Estado central gracias a mecanismos informales o su participación a través partidos políticos, mientras que en Bolivia la periferia es prácticamente inexistente. Sin embargo, en el transcurso de poco más de cincuenta años, el escenario se invierte: en el Perú la periferia será vaciada de contenido político mientras que en Bolivia el conflicto territorial se convierte en el eje central de la política nacional.

El empequeñecimiento y extinción de las élites periféricas en el Perú y su fortalecimiento en Bolivia permiten al autor desarrollar un marco teórico que acaso es el aporte más importante del libro. El modelo propuesto se centra en dos aspectos fundamentales: la existencia de élites periféricas con capacidad de “influir frecuente y sustancialmente en la política nacional o regional” (72) y lo que denomina “estructura territorial de activos”, concepto que engloba la distribución de población y la riqueza sobre el territorio.

El autor nos propone que las élites fuertes son cruciales para la formación de poderes regionales que puedan entrar en disputa con el centro. Y su fortaleza estará vinculada a su “capacidad para producir dos activos políticos fundamentales: organizaciones y discursos” (73). Es decir, la emergencia de partidos u organizaciones de la sociedad civil que les representen –como la Sociedad Nacional Agraria o Acción Popular para el Perú de los sesenta y el Movimiento al Socialismo y el Comité Cívico Pro Santa Cruz en la Bolivia de los 2000– y la articulación de un discurso simbólico que apele a una supuesta identidad diferenciada o división programática con las políticas del centro.

Mientras una región o territorio concentre mayor número de población y riqueza, tendrá mayores posibilidades de desafiar al centro.

En segundo término, Vergara nos propone que las elites actúan “en relación a unas restricciones vinculadas a la manera en que las riquezas y la población están distribuidas en el territorio nacional” (81) Lo cual “favorece o dificulta” el enfrentamiento con el centro político (o la capacidad de aspirar a ser un nuevo centro). En simple, mientras una región o territorio concentre mayor número de población y riqueza, tendrá mayores posibilidades de desafiar al centro. Un punto fundamental –aunque relativamente inexplorado en la narrativa posterior– es la importancia de la concentración demográfica: la emergencia de una ciudad como polo “desde el cual hacer política” (83).

La combinación de ambas dimensiones permite establecer un continuo de posibilidades. Si la estructura territorial de activos es alta y se desarrollan élites fuertes, es “altamente probable” que se genere un clivaje (Bolivia en los 2000) mientras que si ambas dimensiones son bajas entonces el conflicto será inexistente (Bolivia en los 50’). En caso que las dimensiones sean intermedias, los conflictos se limitarán a enfrentamientos puntuales entre centro y periferia, como en el Perú contemporáneo.

Si bien Vergara es explícito en afirmar que no busca construir una teoría generalizable sobre la formación de clivajes, considero que el modelo tiene un rango de generalización mayor de lo que el propio autor estima, sobre todo en el contexto Latinoamericano, donde el Estado no es un tercero imparcial y está constantemente influenciado por la sociedad. Sin embargo, creo importante poner a discusión un aspecto importante que si bien está desarrollado en la narrativa del libro, no se problematiza en el capítulo teórico: la formación del conflicto. En el apartado sobre “lecturas alternativas” Vergara discute brevemente con las explicaciones centradas en el papel de las reformas de libre mercado en la disputa territorial boliviana de los años recientes (así como las lecturas “étnicas”), las cuales no rechaza sino complementa en atención que “el aspecto territorial tiene un peso propio ante las dinámica étnicas y económicas” (66).

Pero posteriormente el lector no encuentra cómo se complementan. Por ejemplo ¿si una región cuenta con una alta estructura territorial de activos y élites fuertes se enfrentará –casi por inercia– al centro político? ¿No será necesaria la existencia de una disputa en torno a las políticas económicas; una superposición entre territorialidad e intereses económicos como los estudiados por el politólogo Kent Eaton en Bolivia y Ecuador o los trabajos seminales de Baltazar Caravedo sobre las revoluciones arequipeñas? Naturalmente, los motivos de disputa no solo pueden presentarse en materia estrictamente económica. El libro presta gran importancia a la apertura del régimen como eje de la contienda entre élites durante mediados del siglo XX. Conflicto que se diluye luego de la Revolución Nacional en Bolivia y el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas en el Perú.

En ese sentido, las variables del modelo acaso determinen la escala o grado de conflictividad que puede ser alcanzado –como ilustra el continuo propuesto por al autor (ver página 88)– pero no necesariamente los impulsos que llevarán a centro y periferia a una contienda. Por ejemplo, pareciera improbable que la costa norte peruana (poblada y relativamente próspera) se enfrente a Lima a menos que la política económica cambie de manera profunda, con afectaciones para el sector agro-exportador.

El libro describe los factores que habrían favorecido al empoderamiento de ciertos tipos de élites y la destrucción de otras. Pero presta menor atención a la formación de organizaciones y discursos, los elementos clave para la construcción de élites poderosas.

El contra fáctico también nos interroga sobre las relaciones entre ambas variables (élites y estructura territorial). Queda claro que élites que dirijan territorios más ricos y poblados tendrán mayor capacidad de enfrentar al centro político, pero ¿el aumento de la estructura territorial de activos genera élites políticas? El libro es muy extenso y claro en describir las transformaciones territoriales (económicas y demográficas) experimentadas en ambos países así como cambios institucionales que habrían favorecido al empoderamiento de ciertos tipos de élites y la destrucción de otras. Pero presta menor atención a la formación (endógena) de organizaciones y discursos, los elementos clave para la construcción de élites poderosas.

Por último, quiero referirme a una inquietud que despertó la lectura del libro. Acaso pueda ser parte de la extensa agenda de investigación que ha abierto. Parte importante de la narrativa está enfocada a describir la relación entre las políticas que – con intención o no – brindaron tierra fértil para el surgimiento de lo que el autor conceptualiza como la élite periférico-marginal (en ambos países) y la élite cruceña (los strongmen) surgida solo en Bolivia. ¿Por qué no surgió está élite oriental en el Perú o, en otras palabras ¿por qué fracasó la marcha hacia el oriente peruana, iniciada durante el primer gobierno de Fernando Belaunde (145 -146)? ¿Acaso el crecimiento de la minería y la pesca el quinquenio siguiente restaron los incentivos del Estado para dinamizar la amazonía? Es una historia que queda por contar.

Finalmente, no quiero terminar sin mencionar como una de las virtudes del libro el impecable trabajo que permite reconstruir las trayectorias estudiadas. Es preciso destacar que Vergara no solo logra componer un trabajo coherente sobre la base de información primaria (entrevistas) y sobre todo secundaria, sino que –vinculado a esto último- discute con los autores citados con honestidad pero a la luz de su propia propuesta teórica, lo cual enriquece notablemente la lectura. En conjunto, La danza hostil es un libro completo que combina innovación teórica con una minuciosa narración histórica, y que, además abre puentes de discusión entre las diferentes disciplinas de las ciencias sociales. Algo necesario, urgente.

Respuesta a las reseñas de Adrián Lerner y Mauricio Zavaleta

Alberto Vergara

Cuando el director de Argumentos me contó que Adrián Lerner y Mauricio Zavaleta habían tenido la generosidad espontánea y simultánea de escribir un comentario sobre mi libro La danza hostil, tuve una inmediata doble impresión. De un lado, el resquemor natural de ser evaluado por dos excelentes profesionales —de los mejores de su generación—. Del otro, la satisfacción de descubrir que un libro de intenciones pluridisciplinarias generaba el comentario de un historiador, Lerner, y de un politólogo, Zavaleta; que el libro conseguía despertar la conversación entre diversas disciplinas.

Ambos comentaristas son generosos con el libro y agradezco sinceramente sus palabras. Paso directamente a las críticas que dirigen al trabajo.

Con sus propios acentos disciplinarios, Lerner y Zavaleta parecieran reclamar posturas teóricas más definitivas o drásticas en ciertas proposiciones de La danza hostil. Lerner sugiere, por ejemplo, que tanto la Revolución boliviana del 52 como el gobierno de Velasco en el Perú constituyen “coyunturas críticas” en cada país; que no son, como defiendo en el libro, dos episodios en una trayectoria de cambio gradual, sino que encarnan “el cambio radical”. Zavaleta, por su parte, recrimina que en La danza hostil me resista a plantear un modelo teórico generalizable, cuando, según él, tenía espacio para dicha teorización. Al leer estas críticas pensaba, ¿nuestro desacuerdo proviene de cuestiones empíricas o teóricas? Creo que en lo fundamental es una distancia teórica —y acaso epistemológica—. Ambos comentarios, en definitiva, reclaman que la realidad hunda el ancla en tierra firme y mi argumento evite así zozobrar en el mar, tan vasto como incierto, de la historia.

Siempre he sido escéptico de los marcos teóricos en clave de “coyunturas críticas”, donde la historia queda esencialmente definida por un momento plástico y abierto que contiene y propulsa un futuro bastante determinado.

Siempre he sido escéptico de los marcos teóricos en clave de “coyunturas críticas”, donde la historia queda esencialmente definida por un momento plástico y abierto que contiene y propulsa un futuro bastante determinado. No niego la existencia de momentos así de definitorios, episodios que marcan un antes y un después, que establecen equilibrios y restricciones de largo plazo ante los cuales los actores políticos son tremendamente débiles. Pero creo que son escasos. Tiendo a pensar, más bien, que lo usual es el cambio gradual, indeterminado. Que hasta la Revolución francesa, como enseñó Tocqueville, es menos un corte drástico en la historia que un momento en que se aceleraron los procesos de cambio de larga data. Que la historia avanza, para utilizar una frase de las abuelas, sin prisa pero sin pausa.

Así, el 52 boliviano y el 68 peruano son episodios cruciales (por eso anudan parte de la comparación del libro), pero no veo que la historia posterior esté compuesta solamente de legados y reacciones a dichos eventos. Banzer decide dar continuidad a varias herencias de la revolución (en especial el trato diferenciado hacia el oriente boliviano), al mismo tiempo que resuelve eliminar varios de los legados del 52. Entre 1964 y 1982, los militares bolivianos, el actor dominante del periodo, luchan entre ellos y contra otras fuerzas en medio de gran incertidumbre. Lo que consiguen (y lo que fracasan en conseguir) no está necesariamente atado a la revolución. Y algo similar se puede argumentar de la trayectoria posterior a Velasco. El futuro no está contenido en esas coyunturas. Aun así, reconozco que podría haber limado y/o escondido las aristas incómodas de la historia y haber incrustado el argumento en dicha perspectiva más determinista. Sin embargo, me faltan simpatías por dicha aproximación teórica, además de la convicción de tener la masa empírica necesaria para defenderla.

El libro desarrolla los elementos teóricos para un marco interpretativo de los conflictos territoriales. No tuve la convicción de haber encontrado el “modelo” del conflicto territorial.

Zavaleta, por su parte, reclama un modelo que fije los elementos de la ecuación. Mis reparos son similares a los precedentes. El libro analiza sesenta años de historia en dos países. No hay ahí material suficiente para construir un modelo de pretensión universal. Al igual que con las interpretaciones en clave de “coyuntura crítica”, también podría haber optado por defender uno con ese ímpetu, pero he preferido, esta vez, desairar los cantos de sirena del platonismo. El libro desarrolla los elementos teóricos para un marco interpretativo de los conflictos territoriales. No tuve la convicción de haber encontrado el “modelo” del conflicto territorial, lo cual se vincula con un segundo punto subrayado por Zavaleta: el neoliberalismo como mecanismo que puede desencadenar y vincular mis variables para explicar lo que produce el conflicto (esto también lo evoca Lerner de manera distinta). Aquí estoy de acuerdo con Zavaleta: se podría haber especificado más nítidamente ese mecanismo causal. Aun así eso supone obviar que las tensiones territoriales anteceden al neoliberalismo en América Latina y que, si bien en Bolivia pudo haber jugado un papel en azuzar el conflicto, eso no ocurrió en el Perú, lo cual sugiere que su papel como mecanismo que dispara el conflicto depende menos del gatillo neoliberal que de su relación con una serie de elementos contextuales. Pero estoy de acuerdo con Zavaleta en que el libro podría ser más preciso en cómo y qué desencadena el conflicto; más preciso en especificar “los impulsos” que llevan a la contienda —más allá de las condiciones que la hacen más o menos probable—.

Una de las tesis centrales del texto es que los actores políticos no solo están restringidos por instituciones y estructuras sociales, como suelen privilegiar los análisis de ciencias sociales, sino que existen restricciones demográficas y geográficas que también les imponen límites. Adrián Lerner plantea, entonces, una pregunta fundamental para la cual no tengo una respuesta clara y definitiva: ¿son estas estructuras territoriales independientes de los actores políticos? Pienso que visto a corto plazo, los actores no tienen mayor relevancia sobre las grandes estructuras territoriales. Pero al hacer un rastreo histórico como el realizado en La danza hostil, se encuentra que la acumulación de decisiones por parte de los actores puede tener consecuencias sobre algunas condiciones territoriales. Muchas veces consecuencias inesperadas, pero consecuencias al fin. Obviamente, a corto plazo un político no puede alterar los grandes trazos de la composición demográfica y económica del país; a largo plazo en cambio, podemos rastrear la doble imbricación de territorio sobre actores y viceversa.

En La danza hostil se encuentra que la acumulación de decisiones por parte de los actores puede tener consecuencias sobre algunas condiciones territoriales. Muchas veces consecuencias inesperadas, pero consecuencias al fin.

Asediando preocupaciones similares alrededor del territorio y a largo plazo, Adrián Lerner plantea con saludable escepticismo la cuestión de tratar al altiplano boliviano como “centro” de aquel país y al sur peruano como “periferia” del nuestro: ¿hasta qué punto esto disloca la unidad histórica de un área que vinculaba el Cusco y Potosí, Arequipa y La Paz? ¿Por qué observar ambos espacios como dos casos independientes y no como una unidad histórica? Sin duda, el historiador Lerner tiene unos poderosos lentes para ver a largo plazo que yo carezco. Lo que puedo decir es que, efectivamente, podría plantearse un libro de historia política de mucho más largo alcance que el mío y observar detenidamente aquellos siglos XVI-XVIII que evoca Lerner y sus secuelas sobre nuestra época. No obstante, habría que tener en mente al menos dos cuestiones. En primer lugar, la precaución de no exagerar la unidad política de ese gran espacio andino antes de la República. Como lo recuerda Charles Walker en medio de la revuelta de Túpac Amaru, son distancias políticas y culturales las que complotaron contra un frente común, rebelde e indígena en los dos lados del Titicaca. Pero, sobre todo, me animo a sugerir, en segundo lugar, que dicho espacio altiplánico se ha distanciado de gran manera desde la Independencia. Si es innegable que los lazos culturales y económicos han perdurado (¡cuánto del vocabulario de mi abuelo puneño se me aparece mucho más vivamente cuando estoy en La Paz que en Lima!), la política y las instituciones (coloniales primero y republicanas luego), también han erosionado gradualmente esa unidad. Así, el debilitado centro boliviano de fin del siglo XX, ha readquirido una preeminencia con Evo Morales y el MAS (Movimiento al Socialismo) que no habríamos sospechado hace una década. El sur peruano, empobrecido por la bancarrota del negocio lanero en la primera mitad del siglo XX, tenía una representación política importante en nuestro país. Dudo, entonces, que las condiciones contemporáneas de ambos espacios puedan explicarse como la prolongación de ciertas articulaciones comunes originadas en la época virreinal. En fin, tal vez haya un historiador que quiera auscultar esas hipótesis en el futuro.

Otra investigación por hacerse tras la lectura de estas reseñas es una planteada por Mauricio Zavaleta: ¿por qué la “marcha hacia el oriente” boliviano generó el despegue de Santa Cruz, mientras que la marcha hacia el oriente del primer belaundismo no consiguió nada semejante? No he respondido explícitamente a la pregunta en La danza hostil, pero creo que el investigador que decidiese explorarla podría extraer del libro una primera hipótesis: mientras que en Bolivia las décadas de dominio militar (1964-1982) deciden dar continuidad a las políticas de desarrollo oriental del régimen revolucionario (1952-1964), en el Perú el régimen tecnocrático y centralista de Velasco interrumpe el corto proyecto descentralista de Belaunde (1963-1968). Sin embargo, efectivamente, hay espacio para esa investigación histórica en clave de ciencia política.

Por último, quiero subrayar lo que Zavaleta y Lerner hacen y defienden en sus reseñas: las disciplinas pueden dialogar entre ellas. ¿Pueden danzar? Si es así, este es un episodio feliz de danza conjunta. Una que, felizmente, no es ni el zalamero minué entre colegas de disciplina, ni el pogo ejecutado por los centinelas de la jurisdicción disciplinaria.

 


  1. Me refiero aquí a trabajos ya publicados. En departamentos académicos de universidades de los dos países estudiados y en los de instituciones extranjeras se han realizado y se preparan buen número de tesis que serán seguramente publicadas en años venideros e iluminarán aspectos importantes de las historias políticas boliviana y peruana. Evidentemente, hay excepciones, pero no deja de ser cierto que la historiografía publicada acerca de la política durante la segunda mitad del siglo veinte en Perú y Bolivia es aún incipiente.
  2. No me voy a centrar aquí en la pertinencia de incluir o excluir ciertas coyunturas históricas. Se trata de una discusión potencialmente valiosa, pero que rebasaría por mucho el espacio permitido para esta reseña.
  3. Tampoco voy a insistir en distinciones disciplinarias tradicionales, en la línea de los historiadores que por décadas han reclamado a otros científicos sociales “ir al archivo”, ni en las que se centran en disquisiciones empíricas acerca de asuntos como el verdadero carácter antioligárquico, excluyente o marginal de un liderazgo político en determinado momento, lo que malograría el sentido de un “tipo ideal” weberiano, y remitiría en última instancia a debates historiográficos que, en muchos casos, distan mucho de aproximarse a consensos estables.
  4. El surgimiento de “élites marginales” que se convirtieron en dominantes de la mano de Evo Morales y el MAS en El Alto y Cochambamba sin duda relativiza el alcance de este proceso, pero en modo alguno pone en duda que haya tenido lugar.