Hacia finales de los 80, durante el período de “desmontaje” de la reforma educativa del gobierno de Velasco, distintos actores de la escena política y académica visibilizan la crisis educativa en el país. Es en este contexto que el diagnóstico general de la educación de 19931, elaborado por un conjunto de expertos y funcionarios del Ministerio de Educación, con el acompañamiento de la cooperación internacional, confirma la crisis educativa. El panorama presentado en el diagnóstico destacaba la inexistencia de un programa nacional de educación y exponía como algunas de las razones que explicarían esta situación el mal desempeño de los docentes, la poca pertinencia curricular, los inadecuados textos escolares, la ineficiente gestión del sector, la falta de equipamiento escolar y la precaria infraestructura de las escuelas.

Ante esta evidencia y sin preguntarse por el porqué de estos problemas, el gobierno de Fujimori responde con la puesta en marcha de un conjunto de acciones que enfrentan puntualmente y, muchas veces de manera desarticulada, los problemas educativos identificados. Estas acciones, enmarcadas en una noción de calidad2 basada en el mejoramiento de los insumos del sistema educativo (material educativo, currículo, capacitación docente, etc.), no tuvieron los resultados esperados, tal como posteriormente lo demostraran las evaluaciones nacionales de rendimiento estudiantil.

Cabe preguntarse entonces el porqué del fracaso. ¿Es posible que las causas identificadas en el diagnóstico del 93 no hayan sido las más importantes o que las soluciones propuestas no tuvieran en cuenta los puntos de partida y la compleja y diversa realidad de la sociedad peruana? Sí, es posible y, lamentablemente, la duda nos seguirá acompañando, pues nada de lo realizado en esta época fue evaluado suficientemente.

[…] propongo considerar que la educación es —además de un proceso pedagógico de enseñanza y de aprendizaje— un proyecto político-cultural de las élites que reconocieron en los proyectos de formación de la sociedad los mecanismos para viabilizar sus objetivos e intereses.

Esta situación me lleva a proponer una discusión sobre un aspecto que puede darnos luces para comprender esta perdurable crisis educativa: la ausencia de orientación político-cultural en las propuestas de mejora de la educación, entendiendo esto como el proyecto de país pensado desde las élites de poder (la mayoría de veces gobernantes), que marca el derrotero educativo. Desde esta perspectiva, propongo considerar que la educación es —además de un proceso pedagógico de enseñanza y de aprendizaje— un proyecto político-cultural de las élites que reconocieron en los proyectos de formación de la sociedad los mecanismos para viabilizar sus objetivos e intereses.

En efecto, las discusiones de los 90 sobre los problemas de la calidad educativa peruana, sus causas y sus soluciones estuvieron confinadas al ámbito educativo-pedagógico, en el marco de un modelo tecnocrático y eficientista. En tal sentido, la ausencia de un proyecto político-cultural, durante los diez años del gobierno de Fujimori, generó una educación sin un horizonte particularmente definido y sin orientaciones programáticas claras; una educación “vacía” en relación con los cambios sociales y culturales que se producían en el país.

Sin embargo, esto no fue siempre así. En algunos períodos de la historia peruana es evidente que la relación entre la educación y los proyectos político-culturales fue más explícita. Examinemos, a modo de ejemplo, tres hitos en nuestra historia republicana3.

Mirando hacia atrás

En el Perú de principios del siglo XX, las élites políticas, gobernantes e intelectuales hegemónicas en la escena nacional apuestan por el ingreso a la modernidad y la educación fue una de sus más potentes herramientas para poner en marcha este proyecto. La educación “para la modernidad” se centró en la tarea de formar a la población para acceder al progreso económico, al avance científico y a la construcción de una nación homogénea. La educación era concebida básicamente en su dimensión cultural, por ello es que se debía “impartir cultura” entendiendo por ella solo el saber y la cultura occidental4.

Durante esta época, el debate educativo entre Alejandro Deustua y Manuel Villarán, a pesar de sus discrepancias, se movía en los límites del proyecto civilista de Pardo. Ya sea apostando por una educación de la élite o educando para el progreso técnico, las reformas educativas debían servir para convertir al país en un Estado próspero y “culto”, condiciones ineludibles para el progreso moderno.

A mediados del siglo XX, las élites identifican la necesidad de que sus más postergados ciudadanos “asciendan” socialmente, con la finalidad de contribuir con el desarrollo económico del país, a partir de la apuesta por la educación y por una economía abierta a las exportaciones, que otorgaba gran importancia a la inmigración europea y buscaba controlar las manifestaciones sociales sobre una desigualdad que se hacía cada vez más visible.

En esta época, el proyecto odriísta de protagonismo del Estado, desarrollo económico e integración social, plasmado en una política social pragmática, fue la base para que se promoviera la expansión educativa y se “modernizaran” los contenidos curriculares. Impulsar la economía del país, a partir de exportaciones, necesitaba de más gente “educada” y universitaria.

Finalmente, durante la década del 70, el gobierno del General Velasco Alvarado instaló una reforma educativa “a medida” para echar a andar un proyecto de país. Las múltiples políticas económicas que contribuirían a la industrialización por sustitución de importaciones o la estrategia de estimulación de la movilización social para el control de los movimientos sociales opositores necesitaban de una educación que estimulara la crítica conectada con la realidad, preparara a los jóvenes para el trabajo técnico y, claro, “encendiera la peruanidad” en los estudiantes, a partir de la valoración de lo andino y la autoafirmación de la nación peruana.

Es entonces que se diseñó un nuevo sistema educativo con modificaciones curriculares, elaboración de material educativo, capacitación de docentes, nuevos espacios de gestión y cambios en los niveles educativos que, aunque enfrentó el reclamo de un magisterio que no fue involucrado y tuvo problemas de concreción, cumplió con su función difusora del proyecto político-cultural del gobierno revolucionario de la fuerza armada.

De vuelta al presente

Sobre la base de lo revisado, ¿podría afirmarse que las actuales medidas de política educativa constituyen la puesta en práctica de un proyecto educativo que responda a los cambios sociales, políticos, económicos y culturales del país, de los últimos 20 años o se trata tan solo de una continuación de la educación “vacía” de los 90?

El gobierno de Alan García opta por políticas educativas que buscan dar soluciones básicamente eficientistas a problemas que, como los identificados en los 90, parecieran desconocer la dimensión política y cultural de la educación.

Las respuestas no son del todo claras. Las actuales medidas de política del sector educación parecen estar enmarcadas en un enfoque tecnocrático y estar concebidas para solucionar solo los problemas técnico-pedagógicos del sector. El gobierno de Alan García opta por políticas educativas que buscan dar soluciones básicamente eficientistas a problemas que, como los identificados en los 90, parecieran desconocer la dimensión política y cultural de la educación. Ejemplos de ello son la progresiva desactivación de la Educación Intercultural Bilingüe, que nos acerca a la homogenización, o la errática e impuesta política docente, que reconoce a los profesores solo como insumos de un sistema5.

La historia nos ha enseñado que la educación necesita de un proyecto político-cultural para avanzar hacia objetivos claros, pero nos deja también la idea de que este proyecto tiene que ser construido sobre la base de consensos y no solo a partir de los intereses de la elites políticas o de un pequeño grupo de especialistas.

En el país, la existencia del Proyecto Educativo Nacional6, importante por su función orientadora y su capacidad de movilización ciudadana alrededor de la necesidad de una transformación educativa, podría constituirse en el punto de partida para la construcción consensuada de este proyecto político-cultural que oriente las políticas educativas. Pese a ello, el gobierno actual da la espalda a dicho Proyecto y lo considera, principalmente, como el marco general en donde puede ubicar sus medidas de política.

La educación actual necesita incorporar el significado de vivir en un mundo global sin que se pierda la esencia de lo local, reconocer que nuestro crecimiento económico es desigual y que aún quedan históricas discordias por resolver.

Termino preguntándome si es posible que nuestra educación salga de esta crisis sin un explícito y consensuado proyecto político-cultural que la oriente.