El proceso de emancipación fue una apuesta al futuro. Los actores elaboraron un relato sobre su historia y su destino. Lo hicieron en un contexto de lucha y de cambio. En la historia de doscientos años de república, se construyeron unos relatos del proceso independentista de acuerdo a las expectativas de futuro de los nuevos actores sociales, leyendo de manera muchas veces sesgada o tergiversada el momento histórico de principios del siglo XIX para justificar los presentes históricos. Con distintos ritmos y algunas disidencias, en la actualidad y desde hace mucho tiempo, tenemos un relato de la Independencia ajustado al tipo de sociedad que se ha creado dentro del territorio del Estado nacional heredero de aquel proceso.

En la vieja construcción de una imagen del proceso independentista, por distintas razones, que también se han venido estudiando, se consagró la idea de que la Independencia peruana tiene una fecha, o unas fechas si se quiere, entre el 28 de julio de 1821 y el 9 de diciembre de 1824. Proclamación en Lima primero y capitulación del ejército español y conquista de la emancipación definitiva en el campo de batalla de Ayacucho, finalmente. Más de tres años de una tremenda densidad política. Todo lo que ocurrió anteriormente se encasilló en la denominación de movimientos “precursores”. Solo es proceso hacia la Independencia lo que se supone era decididamente rupturista, y todo aquello que, también se supone, no había roto el vínculo con España era meramente antecedente, no exento de heroísmo, pero viciado de “fidelismo”. Ni una ni otra de esas suposiciones son válidas. Otras burguesías ascendentes, en la formación de otros Estados nacionales en los antiguos dominios españoles de América, se esforzaron más bien por canonizar sus Independencias en los primeros intentos separatistas: los gritos, las patrias, los silogismos, distintas denominaciones o explicaciones que permitían afirmar que todo empezaba en 1809, 1810 y otras tempranas fechas, aunque las definitivas rupturas no se produjeron sino al cumplirse el primer lustro de la tercera década del siglo XIX.

Lo cierto es que la situación de crisis de representación, el escenario de crispación política, el latente reclamo rural indígena contra la servidumbre, los excesivos tributos y los negocios ilícitos de los poderosos locales, los debates doctrinarios informados con las nuevas ideas de las luces, la aparición de espacios de opinión pública, la proliferación de la prensa, la transformación cultural urbana de la plebe, la debilidad política del gobierno que se tornaba más autoritario cuanto más débil era su representatividad, fueron todos complejos procesos que se habían iniciado ya a principios del siglo, y que no se explican solamente por la invasión francesa de España en 1808 y la formación de las Cortes y la promulgación de la Constitución de 1812. Esa crisis hispana vino a regar el terreno fértil de la coyuntura crítica andina. Tiene el Cuzco, junto con La Paz en alguna medida, el blasón de haber mostrado atisbos de lo que se preparaba cuando se denunció la conspiración de 1805. Todo podía haber pasado desde entonces, desde la continuidad colonial reformada, pasando por una monarquía de nuevo tipo, hasta inclusive la definitiva independencia y la formación de repúblicas, como al final vino a ocurrir.

El relato de la proclamación de la Independencia de 1821 se ha hecho viejo. La génesis de la Independencia empezó en 1805. Fue además un proceso de vasos comunicantes entre varios espacios sociales y políticos, tanto en América como en España.

Por eso, el relato de la proclamación de la Independencia de 1821 se ha hecho viejo. La génesis de la Independencia empezó en 1805. Fue además un proceso de vasos comunicantes entre varios espacios sociales y políticos, tanto en América como en España. Una guerra civil se declaró en los Andes y la política se prolongó en la guerra. Algunos historiadores han resaltado la figura del virrey Abascal como artífice de la sujeción peruana a la corona y la conversión del Perú en el último baluarte de la resistencia virreinal. Los liberales andinos —españoles, criollos, mestizos e indígenas— del siglo XIX, que se enfrentaron con él y fueron perseguidos, proscritos, engrillados, desterrados y ejecutados, reclamaban a la regencia del reino y a las Cortes que el autoritarismo del virrey acabaría con el dominio de España sobre el antiguo imperio andino, y así ocurrió.

Los albores del siglo XIX fueron también los de un nuevo sistema político cuya institucionalidad tomaría el rostro de los Estados nacionales y de un nuevo mercado mundial que dejaba el mercantilismo para revolucionar los sistemas productivos hacia el capitalismo. Los actores sociales miraban el futuro como novedad. No era esa una época conservadora, y las miradas hacia atrás, hacia la historia, se hacían para leerla con nuevos criterios de futuro, explicando y justificando las propuestas que se hacían para cambiar las cosas. La inestabilidad que eso creaba fue la base de una situación revolucionaria, que no reconocía fronteras. En la América hispana, se construyó un relato de la vejación colonial, se buscaron raíces en el pretérito mundo precolonial, se explicaron los males de la sociedad en la tiranía, y esta tuvo el rostro del rey. De lejano padre benefactor, el soberano pasó a ser el cercano verdugo al que representaban unos tiranos locales que se comportaban como sanguijuelas egoístas que no patrocinaban el bien público.

Ya no es un reclamo historiográfico el informar y pensar el proceso de las tres primeras décadas del siglo XIX. Los numerosos y estupendos estudios, generales y monográficos, que ahora circulan impresos y en el espacio virtual de la web, han dado una nueva cara a ese proceso. Los centros académicos de América y Europa producen tesis, espacios de reflexión, programas editoriales y proyectos de investigación que cada vez se interrelacionan más. El problema ya no es que falte producción historiográfica sobre esa coyuntura, más bien hay tal abundancia de producciones literarias y científicas que se tiene que separar el grano de la paja. Ahora toca que ese aluvión de lecturas se vuelque sobre la enseñanza de la historia y sobre la formación del magisterio, pero, más importante aún, que se transforme en un nuevo relato asumido por voces colectivas que lo hagan suyo. Es una tarea política y cultural.

En lo que hoy es el Perú se sucedieron procesos políticos de rebeldía en Tacna, Huánuco, Huamanga, Arequipa y en la propia Lima. El que no se haya repensado en conjunto estos procesos no se debe a una falta de interés de los investigadores.

Esta tarea desde luego tiene una implicancia académica, que incluye una revisión desde las “provincias” del proceso independentista. Los espacios andinos se mostraron muy activos desde principios del siglo XIX: la circulación de ideas, de inquietudes y de proposiciones llegó a todos los confines. Las ideas circulaban en periódicos, panfletos impresos y manuscritos que corrían de mano en mano y se replicaban por amanuenses apasionados que los atesoraban con riesgo de su libertad y de su vida. Las tertulias dejaron los salones y se prodigaban por las fondas, las chicherías, los portales. El habla popular se convirtió en noticia y en temor. Estallaron revueltas en el norte y en el sur. Cada una de estas conspiraciones, todos los alzamientos, hasta la gran revolución del Cuzco de 1814, merecen una centralidad en el relato que no han tenido hasta ahora. Alzamientos y conspiraciones que no cuajaron, pero que dejaron presos y víctimas, recorrieron los Andes desde Quito hasta Cochabamba, para pensar el proceso más allá de las fronteras que luego se establecieron entre los pueblos. En lo que hoy es el Perú se sucedieron procesos políticos de rebeldía en Tacna, Huánuco, Huamanga, Arequipa y en la propia Lima. El que no se haya repensado en conjunto estos procesos no se debe a una falta de interés de los investigadores; más bien hay más y mejores estudios sobre todos estos casos y de muchos personajes. No es un asunto académico. Una nueva conceptualización del proceso, un cambio del arco temporal, una mejor lectura de las coyunturas, una visión amplia y nada “nacional” de los procesos, requieren de una voluntad cultural y política. Las trampas del discurso nacional decimonónico son todavía muy grandes. El siglo XXI alumbrará nuevas formas de representación y de gobernanza; los Estados nacionales, creados al calor de marchas militares, héroes de cartón, fechas inmarcesibles, darán paso a formas no estatales, más inclusivas, más globales, más sustentables. Como en los inicios del siglo XIX, las personas, los entonces nuevos ciudadanos y los ahora ciudadanos globales lucharon y luchan por hacer cumplir leyes sancionadas a favor de las mayorías, por representaciones directas y reales, por igualdades consagradas y no respetadas.

La promesa y la tarea del bicentenario es volver a pensar en futuro, cambiando los relatos de la Independencia, rescatando los valores de la inclusión, la participación de todas las regiones del espacio nacional creado, del republicanismo; asimismo, retomando los retos de la representatividad, de la justicia contra la tiranía y las grandes fracturas sociales, culturales y étnicas. El contexto será también de luchas y cambio.

El relato necesita de distintas formas de comunicación, desde los escritos académicos hasta las representaciones artísticas, de la plástica, de la monumentalidad, de la memoria. Esa tarea es el reclamo que nos hace el bicentenario; tenemos tiempo ya que nuestros antecesores nos dieron un “nacimiento” republicano tardío. Podemos aprovecharlo o perder otra vez la oportunidad de cumplir con las promesas de la vida republicana, de las primeras repúblicas que el mundo conoció. No nos faltan materiales para reflexionar, ni nos faltan reflexiones. El camino hacia una mejor comprensión de la historia y que esta se condiga con el reclamo de una mayor justicia social y progreso material equitativo puede ser largo, pero es necesario transitarlo. Para ello los nuevos actores sociales tienen que volver a pensar en futuro, reconociendo los caminos por los que el mundo comienza a transitar. Mirando el futuro con nuevas propuestas, podemos releer la historia para explicarlas y justificarlas. Nuevamente, no es esta una época conservadora. Los que quieren conservar los privilegios y los sistemas que han llevado a problemas que ahora explotan son los que los nuevos protagonistas del futuro tienen que echar a un lado, como lo hicieron los actores de la nueva libertad americana en el siglo XIX.