Los ideales liberales a inicios de la República

De los primeros liberales peruanos se sabe poco. Hasta hace no muchos años, había una idea más o menos extendida de que, como en otros países latinoamericanos, sus propuestas eran una suerte de simples copias, poco o nada adaptadas de las de los pensadores franceses, norteamericanos o españoles. En realidad, el liberalismo peruano de inicios de la República mostró, como veremos, soluciones originales, por ejemplo, en lo que respecta a la ciudadanía (Del Águila 2013). Además de la defensa de libertades individuales, los liberales mostraron una firme convicción “anticentralista” y una relativamente amplia inclusión ciudadana. Sus ideales constituyeron la promesa fundacional de nuestra república, algo olvidada:

La primera generación liberal, representada por Mariátegui, Sánchez Carrión, Luna Pizarro, Arce y González Vigil, sostuvo el debate a favor de la libertad y en contra de la tesis del gobierno fuerte […]. Basta recordar aquí que a esa brillante generación se debieron las constituciones de 1823, 1828 y 1834, así como el marcado tinte federalista de nuestra política. (Ferrero 1958: 22)

Sobre esta cita de Raúl Ferrero, podríamos hacer un matiz: más que federalistas (que los hubo), cabría hablar, en general, de descentralistas. 1

Ubicarnos en esos años, cuando las primeras constituciones, es entender un poco su espíritu. En 1823, la mayoría de departamentos de la sierra seguían ocupados por las fuerzas realistas. Los “representantes” de dichos departamentos a la constituyente de ese año fueron vecinos residentes en Lima —y ni siquiera así Puno pudo tener representación—. La precariedad política era evidente.

Lima, por lo demás, solo tenía adjudicado el 10% de los representantes (8 titulares). Los departamentos con mayor población, Trujillo, Cusco y Arequipa, eran los que tenían más diputados (15, 14 y 9, respectivamente). 2 Luego se agregaría Puno, que también tendría más representantes que la capital. Los diputados, además, se elegían por provincial.

Recién en 1824, esa otra mitad de departamentos se integran formalmente a la nueva república. Y aun así, los liberales sabían que la legitimidad del nuevo orden debía construirse. Había además distritos rurales que solo varios años después reconocerían la legitimidad del poder central (véase el caso de los iquichanos, que no lo harían hasta 1839 3). La difícil geografía tampoco ayudaba a la integración territorial.

Los liberales aspiraban a la unidad republicana, pero evitando el centralismo. En regiones como Arequipa, tierra de importantes pensadores liberales, se buscaba mantener un núcleo de poder hegemónico alternativo a la capital en el sur andino.

Los liberales aspiraban a la unidad republicana, pero evitando el centralismo. En regiones como Arequipa, tierra de importantes pensadores liberales, se buscaba mantener un núcleo de poder hegemónico alternativo a la capital en el sur andino.

En los debates de 1828 estuvieron presentes constituyentes de los diversos departamentos, incluso algunos con apellido quechua, como José Domingo Choquehuanca e Ignacio Quispe Ninavilca. Este último, guerrillero que luchó por la independencia y constituyó una suerte de ala radical en el Congreso, fue contrario a que se reconociera la nacionalidad peruana a los limeños descendientes de españoles que no apoyaron la causa patriota. El debate derivó en enfrentamiento, y fue finalmente perseguido, quedando su nombre en el olvido.

Ya desde 1823, se aceptaba que los electores de las parroquias pudieran ser analfabetos, pues se buscaba alcanzar la elección de representantes de todas las provincias. La comunidad política debía construirse también atendiendo a la representación de sus “cuerpos sociales”, que constituían algo así como lo que hoy se denomina la sociedad civil organizada. La prédica liberal fue adaptada a la concepción corporativa predominante, no solo por una suerte de “rezago” colonial, sino porque era vista como la mejor manera de incorporar a la heterogeneidad de la población que de otro modo hubiera sido dejada de lado. Tal es el caso de los indígenas. Bastaba con instaurar el criterio de letrado para dejarlos fuera. Tampoco se aceptó el requisito de renta, que hubiera significado una ventaja importante de la población costeña sobre la de la sierra.

Los liberales intentaron instaurar un sufragio universal masculino, pero en todos los casos sin poder mantenerlo por mucho tiempo (en 1828, 1855 y 1867). Lo que sí lograron fue consensuar otro tipo de opción: requisitos alternativos de acceso al sufragio (en la ley electoral de 1834 y en las constituciones de 1856 y 1860), consistente por lo demás con aquella lógica corporativa de la sociedad. Además, a lo largo de la década de 1840 (mientras estuvo en vigencia la Constitución conservadora de 1839), se aprobaron leyes que exceptuaban a los indígenas (que vivían en parroquias sin escuelas, es decir, la gran mayoría) del requisito de saber leer y escribir (Del Águila 2013); una suerte de versión decimonónica de lo que actualmente se denomina mecanismos de discriminación positiva; algo propio del liberalismo peruano.

El liberalismo de los primeros años, fiel a la utopía republicana, libertaria, inclusiva (para su época) y descentralista, se fue transformando. Pasó por varios tránsitos, hasta que, a mediados de siglo, con la derrota del regionalismo arequipeño a favor de la hegemonía limeña (Chambers 2003: 52), en el contexto la recomposición de la élite de la capital y del Estado, y el predominio del positivismo, el discurso se tornó más económico y progresista. Los liberales utópicos de los primeros años y los “románticos” de la década de 1840 y 1850 quedarían atrás.

Ahora bien, no por lo expresado esos liberales podrían ser catalogados como indigenistas, ni mucho menos. Su preocupación era la legitimidad política y los equilibrios regionales, así como las libertades individuales.

Así se llega al final del siglo XIX, ya con un discurso oficial bien distinto. En aras del orden y el progreso, había que cortar la fragmentación política y cerrar el paso al votante “ignorante”, esa población indígena que constituía el electorado mayoritario. También se decidió crear un órgano central electoral, la Junta Electoral Nacional, con lo cual se buscaba frenar el fraude (aunque lo que hizo fue centralizarlo en beneficio de un solo partido).

El siglo XX: centralismo y desenraizamiento político

A fines del siglo XIX e inicios del XX, la tendencia predominante en América Latina era ampliar el universo de electores. Sin embargo, Perú recorrería el camino inverso: lo restringiría recién a fines del XIX (junto con Brasil, que acababa de declarar la república), al establecer la condición general de letrado.

A fines del siglo XIX e inicios del XX, la tendencia predominante en América Latina era ampliar el universo de electores. Sin embargo, Perú recorrería el camino inverso.

Con ello, en 1899, el derecho al sufragio pasó a ser el privilegio de poco más del 3% de la población, sufragando apenas el 1,7% (Del Águila 2013: 256). Más importante aún, Lima sobre todo, pero en general la costa, pasaba a tener mucho más peso electoral. Los padrones electorales de algunos departamentos, en contraparte, quedaron reducidos a una mínima expresión, a pesar de tener una importante población. Era el caso de departamentos de la sierra y la selva. Lo mismo sucedía con las zonas rurales, así como con las poblaciones indígenas. Los cortes étnico y geográfico se superponían convenientemente.

Así, en 1931, mientras el 13% de la población de Lima tenía derecho al sufragio, en Madre de Dios apenas se reconocía la calidad de tal al 1,6%, y en Apurímac al 2,6% (Del Águila 2012: 24-25). De este modo, Lima pasó a concentrar el 26% del padrón electoral nacional (Del Águila 2012: 31), muy lejos de Junín (9%) y La Libertad (8%).

Se podría suponer que, conforme se extendía la educación formal en las siguientes décadas, ese desequilibrio se habría revertido. Pero no solo no ocurrió, sino que esa brecha se amplió aún más. Así, para 1963, Lima representaba el 39% del electorado, y la distancia con el segundo departamento, La Libertad (6%), se hizo mayor. La concentración territorial del electorado estuvo acompañada por el aumento de las brechas económicas entre costa y sierra (por la baja productividad de esta última, la decadencia de sus haciendas, el incremento de la migración a la costa y ciudades, etc.).

El centralismo político fue en paralelo y reforzó el centralismo económico. Es así que los gobiernos de Leguía y Odría consolidaron “el centralismo del modelo, concentrando las actividades en la costa, pero sobre todo en Lima. Los gobiernos […] en las décadas del treinta y cuarenta no debilitaron ese centralismo de modo alguno” (Contreras, Paredes y Thorp 2010: 146).

Mientras en otros países latinoamericanos la ampliación del sufragio durante el siglo XX contribuyó al enraizamiento popular de los partidos tradicionales o históricos, varios de ellos de corte nacional populista, en Perú el sesgo geográfico, étnico y social del electorado limitaba severamente a los actores en la política oficial. Así, los partidos, no es difícil suponer, no tuvieron alcance nacional. Finalmente, no lo necesitaban. Incluso el APRA, el partido histórico, no llegó conformar un fuerte apoyo popular en el trapecio andino y la Amazonía. En los años noventa, Fujimori ahondaría los problemas estructurales del sistema de partidos.

El fin del siglo XX llegaría entonces con un universo electoral transformado, partidos con pobre o escaso enraizamiento a lo largo del territorio nacional y una reglamentación política centralista.

Hacia la década de 1980, se habían dado profundas transformaciones en el país. En la Constituyente de 1979, se aprobó eliminar la restricción a los analfabetos a ejercer el derecho al sufragio (el Perú fue el penúltimo país en América Latina en hacerlo). Ahora bien, el incremento de nuevos electores fue bastante mayor que el porcentaje de analfabetos entonces existentes. Por ejemplo, hacia 1981, en Apurímac había 52% de analfabetos y en Huancavelica, 44,2% (INEI 1997). El incremento de la población electoral, entre 1978 y 1980, fue en Apurímac de 146,2% y en Huancavelica de 131,6%. Para 1993, el aumento desde 1978 habría sido de 342,12% y 304,58%, respectivamente (Del Águila 2009: 52). Ello nos muestra que el electorado que por décadas se mantenía al margen no era solo analfabeto. Por una suerte de desinterés recíproco, tanto Estado como la población rural se desentendieron. Así, para la década de 1990, el electorado era otro. Se trata de un nuevo perfil, de zonas más disgregadas (y rurales) en buena medida, pero en general propia de ciudadanos ajenos a los partidos nacionales. 4

Ahora bien, en paralelo a la ampliación del sufragio, se compensó la medida con otra más bien centralista en relación con la representación: el Senado, por primera vez en la historia, pasaba a ser elegido por distrito único. Hacia 1990, el 66% de los senadores elegidos eran de origen limeño o residentes en esa ciudad. Entre 1963 y 1968, el promedio apenas era del 20% (Pease 1999: 87).

El fin del siglo XX llegaría entonces con un universo electoral transformado, partidos con pobre o escaso enraizamiento a lo largo del territorio nacional y una reglamentación política centralista.

Las elecciones de 2006 y 2011 mostrarían cómo los outsiders terminaron siendo apoyados más decididamente por aquellos nuevos electores, dividiendo en dos el mapa nacional.

Representación política, descentralización y conectividad

La llamada crisis de los partidos tiene que ver no solo con procesos locales, sino también con cambios globales, por ejemplo, respecto de las formas de relacionamiento político, en buena medida por efecto de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías. En este contexto, cada país presenta sus particularidades.

En un artículo reciente 5, explicaba cómo la legislación sobre partidos políticos no ha ayudado a mejorar el enraizamiento de los partidos en las regiones. La Ley de Partidos Políticos, aprobada en 2003, partió de identificar el problema como un fenómeno reciente, debido sobre todo a las reformas del fujimorismo y no tanto a las carencias históricas de los partidos. Diseñada con ese diagnóstico y en el contexto global mencionado, la ley apuntaba más bien a frenar la aparición de nuevos políticos sin discursos programáticos, algunos asociados directamente al poder de los medios (caso de Belmont, por ejemplo). Pero también restringió iniciativas regionales o macrorregionales. En 2002, se había iniciado la descentralización, y la Ley de Partidos Políticos, se argumentaba, buscaba evitar la fragmentación política. Desde los partidos nacionales, a través de su representación en el Congreso, eso se traducía en barreras altas para el acceso al sistema de partidos nacionales.

El resultado ha sido una política peruana con dos escenarios paralelos y separados: los regionales (donde los partidos tienen mucho menos presencia que los movimientos regionales) y el nacional (donde los movimientos regionales no pueden competir formalmente). Ciertamente, el escenario regional, en el que la regulación partidaria es más laxa, puede no ser menos centralista (por ejemplo, en Arequipa). La mayor interacción ciudadana también se expresa en fuertes redes clientelares. En ambos niveles, los modelos empresa de partidos ganan terreno (y son en muchos casos empresas familiares).

La sensación de desconexión entre lo nacional y lo regional se ha consolidado. Como señala Patricia Zárate, hacia 2003, en las regiones “la gente se considera ‘descentralista’” (Zárate 2003: 49), distante de los actores nacionales.

Con los años, esa desconexión se ha acentuado. Sin embargo, en 2011, el Congreso aprobó la elevación del requisito de firmas de inscripción de partidos, siendo actualmente el más estricto de Sudamérica (3% de los votos emitidos en la elección anterior). Además, se exige presencia partidaria, a través de comités y militantes, en dos tercios de los departamentos del país.

Promover partidos que realmente representen a los ciudadanos empieza por tener una legislación realista, y no, como ahora, normas que terminan incentivando la ilegalidad (la falsificación de firmas es una práctica algo común en el medio; además, con una vigilancia efectiva, podría verse que muchos comités partidarios no existen o están permanentemente desactivados, salvo en elecciones). Lo que es peor, esas normas tan restrictivas terminan significando una barrera al ingreso a la política oficial de nuevos movimientos, sobre todo macrorregionales. En otros países de Sudamérica, por ejemplo Argentina, los partidos nacionales son expresión de voluntades aglutinadas en pocas regiones (en ese país basta con demostrar afiliados en 5 de 24 distritos). En el Perú, parece arraigado el consenso centralista de que opciones políticas macrorregionales no debieran constituir partidos nacionales. Sin embargo, con la legislación actual, terminan filtrándose iniciativas surgidas en Lima, carentes de sustento popular, y que acaban ocupando curules en el Congreso.

Un punto final, más allá de lo formal, es el problema la conectividad, algo esencial para la integración económica y en general para el desarrollo, así como para la política.

Las redes sociales están jugando un rol importante en la política actual, articulador, en nuestro contexto de heterogeneidad y fragmentación territorial, un problema que ha marcado la historia de nuestra república. En la Amazonía, además, donde las limitaciones geográficas son tan fuertes, las nuevas tecnologías no solo constituyen una ayuda, sino que tienen una enorme utilidad. Richard Webb ha dado cuenta del impacto de las nuevas tecnologías en lo que ha denominado el “despegue rural” (2013). Mejorar la conectividad a través de esas nuevas tecnologías puede ayudar a una integración política, trasladando los intereses de la población rural y articulándola a grupos políticos (nacionales, regionales o de carácter étnico).

En suma, la promesa republicana de nuestros liberales, un país unitario pero descentralista, con inclusión y representación efectiva de nuestros pueblos, sus provincias y cuerpos sociales, si bien no es exactamente traducible al presente, sí debiera serlo el espíritu de ese anhelo. El siglo XX, marcado por el centralismo, parece habernos llevado en sentido inverso. Actualmente, sin duda, el ideal liberal republicano representa una promesa pendiente.


  1. La Constitución de 1828, esencialmente liberal, establece el carácter unitario del país, pero aprueba juntas departamentales. Por otro lado, baste comentar que, de los personajes mencionados, solo Mariátegui era limeño.
  2. Archivo Digital de la Legislación en el Perú, “Reglamento de elección de diputados, 4 de abril de 1822”.
  3. Ver Bonilla 2001 y Méndez 1991.
  4. Resulta ilustrativo el resultado de un trabajo de Carlos Torres (2011) sobre la preferencia de un “gobierno democrático” en el país (2002-2006). Los que muestran menos preferencia son diversos grupos en zonas rurales: los que no tiene educación formal y se sienten “más orgullosos de pertenecer” a su etnia o raza, así como los que tienen menos confianza en los gobiernos y no perciben respeto a los derechos políticos de las personas.
  5. Publicado en el portal Noticias Ser, el 08 de Julio del 2015: http://www.noticiasser.pe/08/07/2015/campo-abierto/altos-requisitos-sin-nuevos-partidos-%C2%BFmejor-democracia

Referencias Bibliográficas

Bonilla, Heraclio (2001). “La oposición de los campesinos indios a la república. Iquicha, 1827”. En Heraclio Bonilla (ed.), Metáfora y realidad de la independencia en el Perú. Lima: IEP.

Chambers, Sarah (2003). De súbditos a ciudadanos. Honor, género y política en Arequipa. Lima, PUCP, UP, IEP.

Contreras, Carlos, Maritza Paredes y Rosemary Thorp (2010). “El enraizamiento de la desigualdad regional y sus consecuencias para las desigualdades de grupo. De la década de 1890 a la de 1960”. En Rosemary Thorp y Maritza Paredes (eds.), La etnicidad y la persistencia de la desigualdad. Lima: IEP.

Del Águila, Alicia (2009). “El otro desborde popular: el voto analfabeto, los nuevos ciudadanos y la ‘crisis’ del sistema de partidos peruanos”. Elecciones, vol. 8, n.°9.

_____________ (2012). “Historia del sufragio en el Perú, s. XIX-XX: una lectura desde la ciudadanía y la participación indígena”. En Alicia del Águila y Milagros Suito (eds.), Participación electoral indígena y cuota nativa en el Perú. Lima: IDEA.

_________ (2013). La ciudadanía corporativa. Política, constituciones y sufragio en el Perú (1821-1896). Lima: IEP.

__________ (2015). “Altos requisitos (sin nuevos partidos) = ¿mejor democracia?”. En Noticias Ser, disponible en http://www.noticiasser.pe/08/07/2015/campo-abierto/altos-requisitos-sin-nuevos-partidos-%C2%BFmejor-democracia.

Ferrero, Raúl (1958). El liberalismo peruano. Contribución a una historia de las ideas. Lima: Tipografía Peruana.

Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) (1997). El analfabetismo en el Perú. Disponible en http://proyectos.inei.gob.pe/web/biblioineipub/bancopub/Est/Lib0024/5.htm

Méndez, Cecilia (1991). “Los campesinos, la Independencia y la iniciación de la república. El caso de los iquichanos realistas: Ayacucho 1825-1828”. En Henrique Urbano (comp.), Poder y violencia en los Andes. Cuzco: Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de Las Casas.

Pease, Henry (1999). Electores, partidos y representantes. Sistema electoral, sistema de partidos y sistema de gobierno en el Perú. Lima: PUCP.

Torres, Carlos (2011). “Las bases sociales y políticas del apoyo a la democracia en el Perú”. En Carlos Meléndez y Alberto Vergara (eds.), La iniciación de la política. El Perú político en perspectiva comparada. Lima: PUCP.

Villanueva, Carmen (1995). Francisco Javier de Luna Pizarro. Lima: PUCP.

Webb, Richard (2013). Conexión y despegue rural. Lima: USMP.

Zárate, Patricia (2003). La democracia lejos de Lima. Descentralización y política en el departamento de San Martín. Lima: IEP.