Cuando la desigualdad de ingresos, de riqueza y de capacidades humanas es grande y persistente, se generan condiciones propicias para su aprovechamiento al servicio de fines políticos particulares y, sobre todo, para mantener el statu quo social. El detonante para que esto suceda es la pérdida de valores morales y del significado ético sobre el uso de los bienes públicos, el sentido de la equidad y sobre los recursos del estado. Esto es lo que va ocurriendo en el Perú de los últimos años; el peligro es que podríamos estar convirtiéndonos en un país donde el “todo vale”, lo que nos llevará a ser un país que no vale.

Introducción

Cuando la desigualdad de ingresos es alta, digamos con un índice Gini 1 de desigualdad mayor a 0,55, y está acompañada por altos niveles de pobreza, la solución política pasa por las políticas redistributivas, es decir, cobrar más impuestos a los ricos y entregar bienes y servicios gratuitos a los pobres. Esto es en general lo que prometen todos los candidatos a la hora de las elecciones. El asunto es que si el gasto público no modifica los activos de los pobres y sus capacidades humanas, y no existe un buen sistema de seguridad social, el círculo vicioso de la inequidad se puede repetir de manera indefinida, y permite legitimar a los políticos, dar la sensación que el Estado cumple con su papel, y, sin embargo, se sigue manteniendo la desigualdad.

La única manera de conmover la desigualdad es atacando sus orígenes más profundos: la desigualdad de activos entre las personas, la desigualdad de las capacidades humanas para trabajar o emprender, y el modelo económico que no genera igualdad de oportunidades para todos.

El origen está en los determinantes de la desigualdad, en la capacidad redistributiva del Estado y en el tipo de sistema político vigente que se establece para promover la justicia social y la equidad, en otras palabras, en cómo está distribuido el poder económico y político. Es obvio que si no cambian los orígenes de la desigualdad no hay por qué esperar que cambie su distribución. La única manera de conmover la desigualdad es atacando sus orígenes más profundos: la desigualdad de activos entre las personas, la desigualdad de las capacidades humanas para trabajar o emprender, y el modelo económico que no genera igualdad de oportunidades para todos. El tema es que para hacer cambios en los determinantes de la desigualdad se requiere de un sistema político y un Estado capaz de llevar a cabo reformas y políticas duraderas, con metas de largo plazo que sean pasibles de fiscalización social. El problema es que los políticos y los gobiernos tienen horizontes temporales más cortos y comportamientos que está en función de sus intereses para llegar al poder o de permanecer en él, y, como consecuencia, tratan de adaptar las metas del Estado a sus intereses políticos. El resultado es que la lucha contra la inequidad se convierte en un mecanismo para aspirar o permanecer en el poder, para lo cual las desigualdades se deben reproducir. Una situación perversa, a la cual se aproxima el Perú, si ya no está envuelto en ella.

Las causas de la desigualdad y las maneras de reducirla

La primera causa se refiere a la desigual distribución de la propiedad del capital físico, de los recursos naturales o de los recursos del Estado. Este es el más clásico de los orígenes, que ha llevado a plantear políticas o reformas redistributivas a través del cambio de la propiedad y de su usufructo. Este camino no ha tenido éxito per se casi en ningún lugar. En el Perú, el gobierno militar de Juan Velasco (1968-1975) intentó cambiar las desigualdades sociales mediante un conjunto de reformas de la propiedad —agraria, industrial, minera, y servicios—, pero al cabo de varios años la desigualdad casi no varió.

La segunda es la desigualdad del así llamado “capital humano” por los economistas neoclásicos, que en una aproximación mucho más interesante es la desigualdad del desarrollo humano, es decir, de las capacidades y derechos de las personas, que por distintas razones son diferentes, y no permiten que mejoren sus vidas tanto como quisieran. El desarrollo humano no solo incluye la educación, la salud, las calificaciones y talentos de las personas, sino que además asume que las estas sean capaces de usar sus capacidades para trabajar, crear y emprender y para abogar por sus derechos de tener mejores oportunidades, es decir, contiene un factor movilizador activo que puede influir en el cambio de su situación y de su entorno.

La desigualdad en el desarrollo humano es el fruto de las condiciones socioeconómicas en las que nacen las personas, de sus posibilidades de tener una buena alimentación, salud, educación y un sistema de seguridad social. Uno de los mayores medios para la reducción de estas desigualdades se da a través del incremento de las calificaciones de las personas, ya sea a través de la educación formal o informal o por medio de la experiencia laboral, pero que solo lleva al progreso humano si dichas capacidades se cristalizan a través de empleos decentes (formales, bien pagados y con buenas condiciones de trabajo) o de emprendimientos de todo tipo. Por ello, no basta con mejorar la educación, es imprescindible generar simultáneamente la demanda para esta fuerza de trabajo mejor calificada y con mayores capacidades, es decir, hay que ampliar las oportunidades para el desarrollo humano. Esto nos lleva al tercer elemento que define la desigualdad: el modelo económico.

El modelo económico, definido como un sistema de funcionamiento económico basado en ciertas actividades dinámicas que sostienen el crecimiento, es el que organiza la interacción de los sectores productivos, y, para hacerlo, demanda de cierto tipo de trabajadores con ciertas calificaciones y destrezas. El modelo industrialista —con sus tres revoluciones industriales y el concomitante desarrollo de servicios— ha demostrado ser el mayor generador de demanda de fuerza de trabajo calificada, y, en consecuencia, ha logrado altas productividades, pagando altos sueldos y salarios, razones por las cuales los países industrializados son menos desiguales. Empero, aun en estos países las desigualdades se dan por las razones explicadas por Piketty; 2 por ello la intervención redistributiva del Estado es necesaria, con el fin de reducir las desigualdades de oportunidades para el desarrollo humano.

El Perú ha transitado por dos modelos económicos en los últimos sesenta años, el primario-exportador y semiindustrial dependiente (Pesid) hasta los años ochenta y el modelo primario-exportador y de servicios (Peser) desde los años noventa del siglo pasado hasta hoy. Estos modelos han variado en torno a la exportación primaria (minerales, petróleo, gas y agricultura), y no han logrado generar un sector industrial transformador o algunos segmentos importantes de la manufactura que no sean dependientes de la importación de materias primas y tecnología. Mientras los sectores de alta productividad —electricidad, petróleo, minería y siderurgia— sean poco demandantes de mano de obra, debido a sus tecnologías intensivas en el uso de capital, y paralelamente existan otros sectores —agricultura, manufactura y servicios— de baja productividad y que dan empleo poco o nada calificado a la mayoría de la población con bajos sueldos y salarios, la desigualdad es un resultado esperable del modelo. Esto es lo que sucede en el Perú, con la característica adicional de que estos modelos no tienen mecanismos endógenos para transformarse, en la medida que las capacidades de las personas —educación, experiencia, talentos y relaciones sociales— son limitadas para modificar sus condiciones de trabajo, sus producciones y su entorno socioeconómico.

Esta es la doble trampa que genera la desigualdad: por un lado no se puede cobrar impuestos directos excesivamente, pues se reduce el ahorro y la inversión, pero tampoco se puede incrementar los impuestos indirectos, pues aumenta la pobreza.

El modelo económico primario-exportador y de servicios genera una demanda de trabajo muy calificada, pero relativamente pequeña, en los sectores de alta densidad de capital físico o financiero, y contrariamente, en los otros sectores de baja dotación de capital —agricultura tradicional, minería artesanal, pequeña manufactura y servicios diversos— las productividades y los ingresos son bajos, lo que da como resultado una gran brecha de productividad y de ingresos, es decir, la desigualdad en la distribución del ingreso es el resultado de las desigualdades productivas, las cuales se han mantenido en los últimos sesenta años. Además, el Estado peruano no tiene los suficientes recursos para reducir estas brechas de productividad y de ingresos, entre otras razones por la misma desigualdad de ingresos y de los niveles de pobreza existentes, pues lo que se puede cobrar de impuestos a los ricos y a los sectores capitalistas no alcanza para cerrar las brechas sociales, pero tampoco se puede cobrar muy altos impuestos sobre las rentas y las ganancias porque se amenaza la continuidad de la inversión y del proceso de acumulación del capital.

Esta es la doble trampa que genera la desigualdad: por un lado no se puede cobrar impuestos directos excesivamente, pues se reduce el ahorro y la inversión, pero tampoco se puede incrementar los impuestos indirectos, pues aumenta la pobreza. Solo un altísimo crecimiento de todos los sectores —más del 7% al año— podría romper esta trampa. Cuando esto no sucede, el Estado puede aspirar a mantener la desigualdad prevalente y quizás a una lenta reducción en el tiempo, para lo cual se requeriría varios gobiernos que mantengan políticas redistributivas. Es aquí donde aparece la política y la ética como factores que podrían hacer que ocurra un proceso de crecimiento con redistribución.

En el Perú, la redistribución de activos físicos y de capital durante el régimen militar no funcionó porque los beneficiarios que recibieron estos activos no tenían las suficientes capacidades educativas, laborales y de libre determinación para aprovecharlos y potenciarlos, y porque se mantuvo un modelo económico que tampoco necesitaba de más fuerza de trabajo calificada. Además, mientras la redistribución de la propiedad se hace en corto tiempo, el cambio del modelo económico demora más; en cambio, la redistribución de capacidades humanas toma mucho más tiempo por los bajos niveles educativos que se tienen y por la larga extensión de los periodos educativos. Es evidente que el rol de la política y del Estado para conmover estas estructuras es crucial; además, se hace necesario un Estado con una institucionalidad capaz de ejecutar políticas y programas específicos de manera permanente y sin sobresaltos.

La desigualdad es funcional a la política en sistemas políticos débiles

Las altas desigualdades permanentes, como la del Perú, no solo se deben a factores estructurales como la estructura de la propiedad, el modelo económico o la lenta adquisición de capacidades generales y laborales de las personas, se deben también a que, desde el Estado, no se logra romper con las trampas de la desigualdad. Nuestra hipótesis es que esta desigualdad puede ser funcional al sistema político cuando no hay un sistema de control efectivo del comportamiento de los gobernantes. Este sistema tiene dos componentes, uno institucional y el otro moral.

La vigilancia de los gobernantes de Estados modernos se basa en el contrapeso entre los poderes del Estado, donde el ejecutivo es vigilado por el Congreso y ambos son vigilados por el Poder Judicial, a través de un ordenamiento jurídico y una organización institucional instrumental, todo lo cual parece tener el Perú. Sin embargo, la clave para que este complejo sistema funcione es que las autoridades y los funcionarios del Estado se comporten sobre la base de un código ético y una moral ciudadana que los hagan cumplir sus funciones, que ejecuten fielmente lo que dicen las normas y utilicen los recursos del Estado de manera proba, es decir, que tengan una moral pública que no solo les otorgue legitimidad y reputación, sino que además generen una cultura cívica que promueva oportunidades para todos de manera abierta y democrática, y aliente con el ejemplo comportamientos éticos. Esto no existe en el Perú.

¿Cuáles son las razones de esta situación? En primer lugar, la debilidad del Estado peruano, en la medida que sus instituciones no pueden cumplir con sus funciones a cabalidad, porque los que toman las decisiones —los gobernantes elegidos— están intersados por su popularidad y sobrevivencia política antes que por las metas del Estado e incluso por las metas de sus propios planes de gobierno, y los que ejecutan las decisiones —los funcionarios y empleados públicos— están preocupados por aprovecharse de cualquier oportunidad o resquicio que les da la administración pública para mejorar sus bajos ingresos, salvo, obviamente, honrosas excepciones. Es decir, tanto gobernantes como funcionarios tratan de maximizar sus ingresos particulares a partir de los recursos del Estado cuando se ha perdido el control de los contrapesos de poderes y los mecanismos institucionales y políticos de fiscalización.

Para entender este fenómeno necesitamos más bien la microeconomía antes que la ciencia política. En otros términos, dada una desigual distribución de los ingresos y bajos sueldos estatales, en promedio, cualquier oportunidad de aprovechar y utilizar el poder para generar ingresos adicionales a partir de los recursos públicos y del Estado será utilizada, más aún cuando la honradez, la veracidad y la confianza como principios morales han prácticamente desaparecido, entre otras razones porque las prácticas inmorales se han generalizado y se han convertido en una suerte de “nueva moral”.

En un país donde la mayor parte de las personas no tienen grandes capacidades generales y laborales, donde la demanda por trabajo es insuficiente y donde el Estado tiene recursos limitados, las posibilidades de redistribución se reducen a las políticas sociales y a las posibilidades de incorporarse al Estado por cualquier medio: político o laboral, pues se sabe que el Estado tiene recursos, que se ha descentralizado y que los gobiernos central, regionales y locales tienen presupuestos; entonces, la tentación del “asalto al Estado”, visto como un botín capaz de generar nuevas fuentes de ingreso —en general ilegales e incluso delincuenciales— se convierte en la única otra vía de redistribución, para lo cual simplemente hay que adscribirse a la nueva moral del “todo vale”, del “Pepe el vivo”, de “he robado poco”, que hemos heredado de la época del fujimorato y del maestro del uso de los recursos del Estado para provecho personal: Vladimiro Montesinos.

Este círculo vicioso empeora por la falta de moral de los gobernantes, que al hacer uso de los recursos públicos, tratando de paliar la desigualdad, se aprovechan de parte de estos recursos para fines propios mediante distintos mecanismos de corrupción. Aquí, adicionalmente, se opera un proceso que genera una nueva capa social: los políticos y funcionarios públicos que se enriquecen apropiándose de parte de los impuestos pagados por todos, que tratarán de estar vinculados al Estado de una u otra forma no solo para seguir medrando, sino para protegerse de los débiles mecanismos de fiscalización —Contraloría, Poder Judicial y Congreso—, que a menudo están atravesados también por la inmoralidad y la corrupción.

De otra parte, los bajos niveles de desarrollo humano y la pobreza de la mayoría de la población constituyen el entorno social que facilita estos comportamientos, pues, por un lado, en situaciones de falta de mayores oportunidades laborales, educativas o de negocio, cualquier ayuda es bienvenida, es decir, los programas sociales se hacen imprescindibles en situaciones de carencia, donde se optará por recibir bienes y servicios básicos, aunque se renuncie a principios éticos. De ello aprovechan los políticos y los funcionarios. Por otro, lado, en situaciones de pobreza y exclusión social no es fácil hacer valer los derechos y de hacer agencia para ser escuchado, menos cuando el Estado acusa serios niveles de corrupción. En esta perspectiva, se puede entender la serie de movimientos puntuales de protesta en minas, toma de carreteras y huelgas de hambre como intentos de hacer agencia frente al Estado que acabamos de describir tampoco están exentos de prácticas inmorales e ilegales.

¿Qué hacer?

Lo ideal es variar el modelo económico para que pueda generar mayor demanda de trabajadores calificados, y esto solo se puede hacer impulsando nuevos sectores en la industria y los servicios

Cómo romper el círculo vicioso de la desigualdad y su uso político. No cabe duda de que hay pocas posibilidades de resolver el problema. Lo ideal es variar el modelo económico para que pueda generar mayor demanda de trabajadores calificados, y esto solo se puede hacer impulsando nuevos sectores en la industria y los servicios, lo que debería llevar a una política de desarrollo humano (educación laboral, salud integral e infraestructura básica) y a una política sectorial de incentivo a aquellos sectores generadores de empleo calificado y bien remunerado que podría reducir la pobreza y las desigualdades, de tal manera que estas no sean utilizadas como promesas políticas. Esta sería una política de largo plazo, que a la larga podría incrementar los recursos del Estado, lo que permitiría entrar en un círculo virtuoso de desarrollo humano.

El problema es qué se hace con la “nueva moral” enquistada en el sistema político actual, como resultado perverso de las desigualdades y la pobreza, acompañada de la casi desaparición de doctrinas políticas con componentes éticos. Aquí nos parece que hay poco que hacer, porque se ha entrado en un círculo pernicioso del cual es difícil salir. Habría que refundar la política y los partidos políticos que reestablezcan el accionar político a partir de doctrinas y que eliminen la idea de participación política como un medio para medrar de los recursos de los gobiernos locales, regionales o del Gobierno central y una gran campaña por la participación política con ética. La crisis moral heredada del fujimorato y desarrollada posteriormente por los distintos gobiernos es el principal enemigo del crecimiento con redistribución y del funcionamiento del Estado peruano.

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* Profesor de Economía de la PUCP – Ex Director del IEP


  1. Este coeficiente, inventado por el ideólogo y estadístico italiano Corrado Gini (1912), oscila entre 0, que significa igualdad perfecta, y 1, que es la desigualdad total.
  2. Piketty, Thomas (2014). Capital in the Twenty-First Century. Cambridge: President and Fellows of Harvard College. Para el autor, la principal causa de desigualdad en el capitalismo es que la tasa de crecimiento de las ganancias es siempre superior a la tasa de crecimiento de la producción.