La versión dominante

El sentido común respecto al conflicto armado interno en el Perú se organiza como una historia de vencedores y vencidos, héroes y villanos. De acuerdo con esta versión —que ha sido célebremente calificada como una memoria de salvación 1—, el Perú sufrió una agresión inexplicable, y se salvó de la completa destrucción gracias a la acción de las fuerzas armadas y de actores políticos que no vacilaron en ignorar los formalismos de la democracia para asegurar la victoria.

La pertenencia, probada o incluso alegada, al grupo demonizado anula el estatus jurídico de víctima, con la consecuencia de que reconstruir historias de la violencia puede afectar el derecho de los familiares a la reparación.

La “salvación” en esta narrativa no está exenta de ribetes sagrados: un lado es sacralizado y el otro es demonizado. De un lado queda el heroísmo y el sacrificio; del otro, la traición y la falta de humanidad. Y, como en las narrativas sagradas, hay víctimas propiciatorias.

La principal aporía del sentido común es que, al construirse en términos binarios, identificando dos bandos, ignora una segunda posible distinción: aquella entre quienes se combatieron unos a otros y los que no combatieron, reservando la asignación de juicios morales (como heroísmo o traición) solo para la primera categoría. Las víctimas del conflicto, que provienen mayoritariamente de la población civil, son empujadas a una definición de pureza o “inocencia” marcada por la pasividad y la falta de agencia propia.

Cuando realidades incómodas dislocan la narrativa sagrada son tratadas en consecuencia: como herejías. La versión dominante se protege, y no solo a través de su hegemonía cultural. Existe, además, un acuerdo político tácito y mecanismos legales. El acuerdo político es tan amplio que incluso quienes tendrían que ser disidentes, como los exsenderistas agrupados en el Movadef, acatan las formas, cambian la terminología y copian las estrategias de minimización de lo incómodo, disfrazando los crímenes de Sendero bajo eufemismos.

Existen, por último, mecanismos legales de protección de la “memoria de salvación”: la legislación peruana no ha llegado a incluir formalmente mecanismos de censura —como una pretendida ley “contra el negacionismo”—, pero tiene elementos que generan autocensura, como la Ley de Apología, 2 que se ha invocado repetidas veces para amedrentar reflexiones sobre la época de la violencia armada. También otros instrumentos legales, en forma insospechada, generan silencio: es el caso de la Ley de Reparaciones —que niega el carácter de víctimas de violaciones de derechos humanos a quienes, no obstante haber sido objeto de graves abusos, hubiesen sido miembros de “organizaciones subversivas” 3—. La pertenencia, probada o incluso alegada, al grupo demonizado anula el estatus jurídico de víctima, con la consecuencia de que reconstruir historias de la violencia puede afectar el derecho de los familiares a la reparación.

La sistemática supresión de las narrativas que no calzan genera una lista creciente de versiones sumergidas: sub-versiones, en el mejor sentido de la palabra. Entre esas sub-versiones, algunas de las más intratables incluyen los crímenes cometidos por los vencedores, incluyendo la innegable evidencia de matanza de poblaciones civiles, la victimización de los vencidos a través de la tortura o la ejecución arbitraria y el rol incómodo de quienes no calzan fácilmente en las dicotomías de la versión dominante: las autodefensas campesinas, los niños soldados, los familiares de senderistas o emerretistas.

En ese escenario, los testimonios de quienes pagaron el costo humano de las estrategias de los actores armados constituyen un material tóxico para el discurso dominante. Las voces que han llegado a construir casos en instancias judiciales, los testimonios recogidos por la CVR, los testimonios de parte, el arte comprometido con la memoria son disonancias y disidencias respecto al discurso dominante. En esa constelación de sub-versiones se encuentra Los rendidos. Sobre el don de perdonar, de José Carlos Agüero, una extraordinaria colección de reflexiones autobiográficas recientemente publicada por el IEP. 4

Dos enfoques en tensión

La hegemonía de esta memoria ortodoxa y oficial amordaza al discurso público, dificulta el análisis histórico serio y tiene consecuencias fatales para los derechos de las víctimas. En el tratamiento de este escenario han surgido dos escuelas de pensamiento, que Agüero conoce bien, por su formación de activista e historiador. Una se deriva del enfoque legal de los derechos humanos y la otra del enfoque cultural de los “estudios sobre la memoria”. Ambas proponen lecturas distintas del proceso histórico, se relacionan en forma distinta con los artefactos de memoria y responden a diferentes demandas sociales e institucionales.

A grandes rasgos, el proyecto de los derechos humanos enfrenta la narrativa del conflicto con el objetivo de luchar contra la impunidad. En el aparente caos del enfrentamiento, el discurso —y el movimiento de derechos humanos— identifica patrones de actuación, estrategias criminales y, en consecuencia, reordena el escenario alrededor de su propia dicotomía: perpetradores y víctimas, a partir de la cual exige responsabilidades y demanda derechos. En esta lógica, la atribución de la categoría de “víctima” responde a categorías jurídicas 5 y no hagiográficas: la víctima es la persona cuyos derechos fundamentales han sido afectados. La función de la lucha contra la impunidad es el restablecimiento de esos derechos, lo que —implícitamente— implicaría la superación de la condición de víctima, que no es nunca más que un estatus transitorio.

De otro lado, los estudios de memoria ven la historia del conflicto como una constelación de narrativas y sistemas de valores sintomáticos de nuestra realidad social. El objetivo de estos estudios es hacer una metanarrativa que parta de la ruptura de sentidos que fue la violencia armada y reconozca los distintos esfuerzos sociales por reconstruir tales sentidos a través de discursos que pueden ser aislados y analizados. En esta lógica se reconoce que la victimidad no es meramente un estatus jurídico contingente, sino una posición narrativa, una identidad, a veces adscrita por otros, a veces construida por los mismos agentes. En el mismo sentido, la noción de “perpetrador” resulta de interés secundario, porque se disuelve en el interés por identificar agencias y narrativas que —en principio— tienen las mismas pretensiones de validez.

Agüero reserva su segunda crítica al movimiento de derechos humanos peruano por poner entre paréntesis principios fundamentales de su propio paradigma, con el fin de navegar el escenario político. Defendieron solamente inocentes, es la acusación principal, pese a que todos tienen derecho a ser defendidos.

Estas escuelas, o enfoques, ya estaban presentes cuando se escribió el Informe final de la CVR, y son, en parte, la razón de su naturaleza ecléctica y sus tensiones. Por un lado, el Informe persigue la objetividad de las categorías jurídicas; por otro, intenta mostrar la riqueza y los matices de las historias locales y las estrategias de los participantes. Hoy siguen presentes, pero, más de una década después del Informe final, se han consolidado en formulaciones institucionales diferentes y oscilan entre momentos de tensión y cooperación. En Los rendidos, Agüero hace una atenta crítica de ambos paradigmas.

En efecto, Los rendidos escapa a algunas convenciones del género autobiográfico porque el autor no se muestra en un rol ejemplar o representativo, ni en una narrativa lineal. El examen del estigma y la vergüenza ocurre a lo largo de una estructura dramatúrgica, con secciones dedicadas a personajes y posiciones en vez de una estructura lineal organizada a través de eventos sucesivos.

Una preocupación central del narrador es el permanente cercioramiento de su perspectiva moral y de las recepciones posibles de su relato: ¿es un artefacto de memoria?, ¿un alegato de derechos?, ¿una reflexión moral? A lo largo del texto, Agüero construye una voz narrativa que se mueve a lo largo de un espectro de reacciones emocionales, del dolor a la cólera, gatilladas por personajes y situaciones que reflejan los dos paradigmas en cuestión. A ambos los cuestiona, los ve incapaces de escapar de sus aporías, pagados de sí y de sus esquemas, en los cuales adivina un sentimiento de superioridad moral que él, un estigmatizado, puede percibir sin mucho esfuerzo.

Contradicciones del paradigma de derechos humanos

Al movimiento de derechos humanos, Agüero le plantea dos críticas: una estructural y una coyuntural. La estructural es que las categorías jurídicas son un aparato estéril, intocado por la vida, y que el deslumbramiento del profesional con las herramientas del derecho lo convierten en un tecnócrata, un especialista atrapado en un paradigma y, por ello, insensible a las emociones y las memorias individuales.

Esta es una acusación certera. El derecho puede verse a sí mismo como un aparato positivo, supuestamente objetivo y separado de sus orígenes políticos e históricos. Más aún, agrego —y no como descargo— que su carácter ideal puede abstraer el dolor concreto para que el activista le dé sentido y eficacia a su acción en medio de la catástrofe. 6

Agüero reserva su segunda crítica al movimiento de derechos humanos peruano por poner entre paréntesis principios fundamentales de su propio paradigma, con el fin de navegar el escenario político. Defendieron solamente inocentes, es la acusación principal, pese a que todos tienen derecho a ser defendidos.

Este cargo merece tres atingencias. En primer lugar, como el mismo Agüero reconoce, en determinadas situaciones, como el desastre causado por los jueces sin rostro de Fujimori, probablemente había un imperativo humanitario para servirse de la categoría de “inocencia” con el fin de hacer lo posible y por quienes se pudiera. La segunda es que la política de acción de las ONG siempre fue más compleja, y la limitación identificada por Agüero existía solamente para la representación legal en busca de la liberación de detenidos. Esto es, las ONG de derechos humanos no negaban apoyo legal inmediato a nadie, pero una vez que la persona ya no corría riesgo inminente, las afiliaciones emergían implícitamente, puesto que un organismo generado de Sendero Luminoso, la Asociación de Abogados Democráticos, asumía la defensa —y la búsqueda de libertad— de algunos detenidos. La tercera es que la crítica omite los múltiples casos en que los defensores de derechos humanos han asumido causas impopulares y se han puesto del lado de víctimas y familiares a quienes se estigmatiza como miembros de organizaciones armadas.

La acusación, sin embargo, más allá de estas atingencias, tiene un elemento certero: el sentido común conservador no concibe que la categoría de “víctima” no coincida con la de “inocente”, y, si el movimiento no emprende la tarea de explicar esa distinción, queda atrapado dentro de la versión dominante y termina haciendo concesiones fundamentales. La peor deriva, en este sentido, ha sido la aplicación de las exclusiones previstas por la ley de reparaciones, que ha resultado en un procedimiento complejo y oneroso en el Registro Único de Víctimas, 7 donde el cruce de información puede resultar en que simples imputaciones no judiciales obstaculicen los expedientes de los beneficiarios.

Contradicciones del paradigma de la memoria

Visto que Agüero ha sido un activo participante del Grupo Memoria y un contribuyente al marco conceptual del Lugar de la Memoria, podría esperarse una visión más clemente hacia el segundo paradigma. No ocurre así. Agüero, después de todo, viene del activismo de derechos humanos, y no oculta su impaciencia ante varias debilidades de la escuela de la memoria.

En primer lugar, los estudios de memoria no son ajenos a la táctica defensiva de hacerle concesiones al sentido común dominante y, por lo tanto, suavizar las aristas de la memoria incómoda. Agüero hace una dura crítica a la forma en que el mundo académico limeño recibió el texto de Lurgio Gavilán. 8 Un antiguo senderista relata los hechos de su militancia armada, pero tiene la eximente social de ser una voz exotizada: fue un niño cuando ocurrieron los hechos, viene del campo ayacuchano, aduce ingenuidad, usa el humor para desactivar eventos difíciles. Difícilmente puede verse a la ciudad letrada dando una similar recepción a las memorias de un senderista que reivindicase su rol. 9

Cabe hacer aquí una crítica concurrente, y en la que Agüero, en su rol de coautor del marco teórico del Lugar de la Memoria (LUM), es el blanco de la crítica de su voz narrativa. En efecto, el LUM se plantea a sí mismo como un espacio que no persigue la conmemoración como reparación de las víctimas, pues esto haría de la memoria un ritual ejemplarizante, sino como diálogo en busca de la comprensión crítica. 10

Pero ¿lo es, realmente?, ¿y hasta qué punto? Como es obvio, las distintas memorias del conflicto no existen en un pie de igualdad, que haga posible el simplemente “ponerlas ahí”. El efecto de proclamar la igualdad de las memorias cuando una de ellas es dominante es afianzar la dominancia. Los estudiosos de la memoria, que han trabajado la memoria de las víctimas, tienden puentes a miradas que vienen de las fuerzas armadas y narran el conflicto, 11 pero que aún encuentran imposible ceder un punto ético fundamental: la admisión de responsabilidades.

Es inimaginable que la deferencia mostrada a esta postura, suavizada en las formas pero no en el fondo, pudiera extenderse también al Movadef, que ha hecho la misma operación eufemística. Las fuerzas armadas peruanas están muy lejos del reconocimiento de responsabilidades que han hecho sus pares argentinos y chilenos, y es incierto que los puentes que se le han tendido hasta ahora lleven a ese resultado.

El narrador de Los rendidos reconoce que la conmemoración no es meramente un diálogo entre voces supuestamente paritarias. Sugiere, brevemente, pasajeramente, que la conmemoración debería ser un acto de respeto, lo que indica algo más que la reflexión intelectual ante un artefacto y apunta, más bien, a la fundación de un punto de referencia humano, un acto a contracorriente del cinismo de una sociedad conservadora.

El tecnocratismo y academicismo de los distintos paradigmas son formas de un fenómeno para el
que Agüero reserva sus mayores objeciones: la arrogancia moral, la superioridad de un modelo
que lo explica todo y desde el cual se pueden hacer juicios de valor sobre la vida de otros.

Agüero, por último, critica la incapacidad del paradigma de los estudios de memoria de comprender el sentido democratizador del enfoque de derechos humanos. En efecto, en su agnosticismo frente a la lucha contra la impunidad, el paradigma culturalista se olvida de que la utilización del concepto de víctima por parte de los excluidos es también la apropiación de un lenguaje de derechos y un instrumento para la construcción de ciudadanía. Adoptar la condición de víctima es, para muchos, una forma concreta, débil pero legítima, de agencia; una reivindicación radical desde una posición de exclusión radical.

Si el paradigma de los derechos humanos corre el riesgo de caer en la tecnocracia, el paradigma culturalista corre el riesgo de perderse en el academicismo.

En busca de un nuevo lugar de enunciación

El tecnocratismo y academicismo de los distintos paradigmas son formas de un fenómeno para el que Agüero reserva sus mayores objeciones: la arrogancia moral, la superioridad de un modelo que lo explica todo y desde el cual se pueden hacer juicios de valor sobre la vida de otros. Uno sospecha que esa actitud evoca en el autor la superioridad autoproclamada por los agentes de la guerra. El libro claramente muestra su insatisfacción con la disputa de las disciplinas y busca afirmar en la experiencia, en el decir concreto del superviviente, un lugar de enunciación distinto y, tal vez, una mejor división del trabajo de la memoria.

Y ¿cuál es el lugar desde el que enuncia Agüero? El de la estigmatización. El “rendido” es aquel que ha participado en una guerra sin haber sido combatiente, el derrotado en virtud de una afiliación que otros le adscriben, aquel de quien se espera que asuma una vergüenza sin causa y que llega a convencerse de su propia culpa. Por eso, y aunque Agüero tiene una relación conflictiva con el concepto de “víctima”, lo reivindica: asumirse victimizado por el estigma es su forma de afirmar su derecho a contar su historia, afirmar su ciudadanía y su capacidad de perdonar a otros.

Esta búsqueda es persistente en el libro: ¿por qué es una víctima el hijo de los senderistas asesinados? ¿Quién lo hizo víctima? Agüero lucha con la sospecha de si fueron las opciones de sus propios padres las que convirtieron el sacrificio de su infancia en un costo necesario. A pesar del carácter fragmentario de estas reflexiones, se intuye que la respuesta necesita de una distinción fundamental entre las experiencias de sus padres.

El contraste entre el padre y la madre, se intuye, tiene mucho que ver con una división tradicional de roles de género: el padre marcha entre las huestes de la imaginación senderista, hacia una tragedia pública, de dimensiones nacionales; la madre lucha por la sobrevivencia de sus hijos y es, en la práctica, parte de una amplia periferia que será ultimada en forma anónima. Todo el Perú escuchó los cañonazos de El Frontón —Lima, literalmente—; todo el país supo lo que ocurrió y reaccionó de una u otra forma. Las muertes de víctimas de escuadrones de la muerte, de cuerpos abandonados en las playas, se volvieron titulares banales, una atrocidad normalizada. Como resultado, el padre que muere en la matanza es una imagen; la madre asesinada anónimamente, la que conlleva las luchas de cada día para sobrevivir, es una presencia.

Hay una dificultad adicional para adoptar una posición frente al padre. Sorprendentemente, en un país donde la demonización de Sendero es uniforme, la masacre de presos senderistas es un baldón imborrable para los perpetradores y, en particular, para Alan García. Esto es paradójico porque el mismo país que condena a García por la matanza de 1986 ignora una matanza similar, cometida por Fujimori en 1992, o justifica la ejecución de rendidos del MRTA en 1997. Pero esa anomalía hace de la búsqueda de una imagen del padre, asesinado en El Frontón, un campo minado, para Agüero y para todos nosotros. La masacre de los penales es un tema en el que la discusión pública es mucho más posible que en otros casos; para todos los que opinen, esto es, menos para Agüero, porque está directamente vinculado a su historia.

¿Fue el padre un héroe dadas las circunstancias de su muerte? ¿La muerte injusta reivindica a la víctima, independientemente de su pasado? ¿Fue una víctima de la decisión de su propio partido? ¿Fue un perpetrador? Esta es un área dolorosa y personal donde los demás probablemente deberíamos aprender a callar, guardando respeto ante la búsqueda personal del autor. Pero es, a la vez, uno de los pocos episodios del conflicto sobre los que —aparentemente— se puede hablar, y en el que es inevitable asumir una posición crítica ante los conceptos que se utilizan en el debate, empezando por el de “heroísmo”, que, como hemos visto, está reservado en el discurso dominante solo a los combatientes.

El sentido de la crítica

Las contradicciones de la voz narrativa y de la experiencia del propio autor, como participante de ambas escuelas que caen bajo la crítica, genera una permanente tensión en la lectura y una ambición de resolución. Esto ocurre en el texto, en forma de afirmaciones y contraafirmaciones yuxtapuestas, a través de las cuales se critica y se empatiza sin solución de continuidad.

La contradicción es, en realidad, un ejercicio de prudencia, de juicios equitativos y de afirmaciones sin pretensiones de generalidad. Que Agüero, luego de experiencias extraordinariamente violentas y dolorosas, haya optado por soluciones de encuentro es una notable y enriquecedora muestra de resiliencia y generosidad.

La postura de quien ha vivido y sufrido la historia no puede sino criticar a las escuelas de pensamiento. La experiencia del estigmatizado no está incluida ni en la versión dominante, ni puede ser completamente comprendida con los principales esquemas analíticos en competencia. La voz del estigmatizado en Los rendidos no es ni un caso, ni un objeto de estudio. Es una interpelación.

En el Perú coexisten la lucha contra la impunidad y la conmemoración, y se mueven en el mismo espacio el movimiento de derechos humanos y los estudiosos de la memoria. El reconocimiento de las críticas de Agüero plantea, en principio, algunas áreas de cercanía y cooperación.

Los espacios de memoria, desde el oficial LUM hasta las decenas de iniciativas que han surgido independientemente, a escala local, o desde la sociedad civil, en todo el país, no pueden existir como si todo hubiera terminado, porque algunas consecuencias de la violencia, como la impunidad y la debilidad del estado de derecho, amenazan existencialmente a los ejercicios de memoria. Mientras menos se avance en la lucha contra la impunidad, menos espacios habrá para cuestionar la versión dominante. En concreto, los estudios de memoria se vuelven un mero ejercicio académico sin la lucha contra la impunidad.

Del otro lado, el movimiento de derechos humanos no solo combate la falta de castigo, sino el olvido. Su instrumento no es exclusivamente el litigio, aunque a veces parece que así fuera. El litigio contra los perpetradores, la búsqueda de los desaparecidos, la lucha por las reparaciones, cobran sentido como actividades de reconocimiento, como discursos de afirmación y reivindicación de ciertas memorias negadas.

La lectura de Los rendidos puede motivar estos hondos encuentros. Debe hacerlo.


  1. Carlos Iván Degregori (2009). “Espacios de memoria, batallas por la memoria”. Revista Argumentos, año 3, n.º 4, Setiembre. Disponible en: http://revistaargumentos.iep.org.pe/articulos/espacios-de-memoria-batallas-por-la-memoria/
  2. Decreto Ley 25475, del 5 de mayo de 1992, art. 7º.
  3. Congreso de la República del Perú, Ley 28592, del 20 de julio de 2005, que crea el Plan Integral de Reparaciones. Art. 4º: “No son consideradas víctimas y por ende no son beneficiarios de los programas a que se refiere la presente Ley, los miembros de organizaciones subversivas (…)”.
  4. Agüero, José Carlos (2015). Los rendidos. Sobre el don de perdonar. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
  5. United Nations General Assembly. “Basic Principles and Guidelines on the Right to a Remedy and Reparation for Victims of Gross Violations of International Human Rights Law and Serious Violations of International Humanitarian Law”. Res. 60/147, 2005.
  6. Lo pienso dando una mirada a la experiencia de quienes trabajan en el campo de los derechos humanos y en la propia experiencia de quienes organizamos las audiencias públicas de la CVR. Aquella fue una ruta de endurecimiento: los trabajadores de la Comisión experimentamos todas las fases, desde la victimización vicaria, donde la empatía por los relatos escuchados resultaba en una fragilidad emocional profunda y casi incapacitante, hasta la adopción de una postura aséptica, facilitada por las categorías del derecho. El riesgo es, por supuesto, que el instrumento del derecho se convierta en una máscara social y que el rol se apodere de la persona.
  7. Ver Consejo de Reparaciones. “Reglamento de inscripción en el Registro Único de Víctimas de la Violencia a cargo del Consejo de Reparaciones.” Art. 40º.
  8. Gavilán, Lurgio (2012). Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
  9. Los principales líderes de Sendero Luminoso y el MRTA han publicado libros en los que hacen alegatos legales o políticos sobre su situación actual, así como reflexiones autobiográficas. Un reciente caso es Memorias desde némesis, de Abimael Guzmán y Elena Yparraguirre, publicado electrónicamente. Disponible en  <http://www.scribd.com/doc/220157963/Memorias-desde-Nemesis#scribd>, consultado en mayo de 2015.
  10. Agüero José Carlos y Ponciano del Pino (2014). Cada uno, un lugar de memoria. Fundamentos conceptuales del Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social. Lima: LUM.
  11. Ver Comisión Permanente de Historia del Ejército Peruano (2010). En honor a la verdad. Lima.