La expansión actual de las industrias extractivas se enmarca en un modelo impulsado desde el gobierno, donde la promoción de la inversión es considerada el factor más importante para el desarrollo del país, y en función del cual este define su agenda económica y política. Parte de esta agenda es el marco normativo que busca promover y garantizar estas inversiones, muchas de las cuales involucran el territorio de comunidades campesinas. En este contexto, las organizaciones rurales son uno de los actores centrales en el ámbito de las negociaciones entre las industrias extractivas y la población. Esta situación nos plantea la importancia de analizar el rol de las comunidades cuando se redefinen los usos de los recursos y cambia la mirada que se tiene del territorio y del papel que juega lo rural en el desarrollo regional y nacional. 1

Por lo anterior, sostenemos que los procesos que se dan en los territorios rurales con presencia de actividad minera deben ser analizados tomando en cuenta tanto las dinámicas locales como una dimensión más amplia, que incluya el marco institucional definido por el Estado y las políticas corporativas de las trasnacionales. En este artículo nos interesa discutir dos temas. El primero se refiere a la situación de las comunidades que, en muchos casos, presentan una condición de fragilidad institucional y fragmentación política interna. Ante ello, podría considerarse válido el argumento según el cual, la dificultad para implementar de manera exitosa los mecanismos de negociación con las comunidades, se debe a la realidad local. Esta explicación nos parece insuficiente: es importante tomar en cuenta que las empresas, conociendo esta realidad, persiguen igualmente que los mecanismos funcionen en los ritmos que ellas deciden, en función del proceso de inversión y de los plazos acordados con el Estado. El segundo tema es que, en este contexto, la intervención de empresas mineras es un factor que altera y/o acelera procesos de cambio a nivel local, al entrar a tallar nuevos intereses, ofrecimientos y expectativas, y al generarse mayor incertidumbre sobre el futuro del uso de la tierra y otros recursos de la comunidad.

Ilustraremos la problemática expuesta a partir de un caso: el proceso que se viene dando en la comunidad campesina de Michiquillay, en Cajamarca, en el marco de la negociación del “Acuerdo Social” con la empresa minera Anglo American (AA). El “Acuerdo Social” fue aprobado por la comunidad en junio del año pasado para que AA inicie su fase de exploración. La comunidad campesina de Michiquillay, que es área de influencia directa de tres proyectos mineros, tiene una Junta Directiva Comunal y ocho sectores con representantes propios. Este caso nos permite dar cuenta de algunas tensiones que se generan cuando la comunidad y los comuneros se convierten en actores de un proceso que no se juega solo en su territorio sino también en la escala nacional y global.

Cabe señalar que las distintas formas de organización que toman en la práctica las comunidades campesinas, nos plantean el reto de comprender cada contexto local ante el riesgo de imaginar comunidades que funcionan tal como plantean las definiciones de comunidades campesinas construidas, fundamentalmente, en base a comunidades de la sierra centro y sur del país. 2 Este imaginario puede conllevar a la utilización de mecanismos o instrumentos de negociación por parte del Estado y las empresas, que suponen la existencia de una organización representativa del conjunto de comuneros que controla los recursos del colectivo. En esta visión se diluyen los diversos intereses y posturas que existen entre los diferentes grupos de comuneros.

La comunidad campesina de Michiquillay y la consulta para el “Acuerdo Social”

Cajamarca es uno de los departamentos con mayor inversión minera del país. En el ámbito de la comunidad campesina de Michiquillay, en el distrito de La Encañada, convergen las concesiones de tres empresas mineras: Minera Yanacocha (MYSA), Lumina Cooper y, recientemente, Anglo American (AA). Anteriormente, la comunidad estaba dividida en dos anexos: Michiquillay y Quinuamayo, con sus respectivos caseríos, y existía un solo órgano de gobierno: la Junta Directiva Comunal. Hace tres años, la comunidad se dividió en ocho sectores y se conformó igual número de Comités de Administración Local con sus respectivos presidentes, encargados de canalizar la comunicación entre cada sector y la Junta Central, además de gestionar los recursos provenientes de las negociaciones con las empresas, como los fondos de proyectos y los cupos para los trabajos rotativos.

Si bien sucede que los anexos de varias comunidades buscan independizarse con el tiempo, en este caso, la división de sectores coincide con la entrada del proyecto Deborah (MYSA) al ámbito comunal. La mayoría de comuneros entrevistados sostiene que esta división se dio, principalmente, porque cada caserío buscaba acceder a sus propios cupos de trabajo y a proyectos ofrecidos por la empresa. La formación de sectores y la presencia de los proyectos mineros han generado un cambio en el peso de los anexos al interior de la comunidad de Michiquillay. En este nuevo contexto, el sector de Quinuamayo Bajo ha adquirido un mayor protagonismo en la vida política comunal —de donde proviene el actual presidente y uno de los más favorables a la inversión minera— frente al sector Michiquillay —considerado por sus habitantes como la comunidad madre—, en donde se encuentra la concesión de AA y donde se centra la oposición a la actual Junta Directiva. Si bien este grupo de comuneros no está en contra de la explotación minera, es quien ha liderado las opiniones críticas frente a las condiciones de negociación del “Acuerdo Social”.

La empresa propuso la figura del “Acuerdo Social”, como mecanismo para obtener el permiso para realizar sus actividades en territorio comunal […] El “Acuerdo Social” se refiere a un permiso para que la empresa tenga derecho de paso y uso de todo el terreno comunal […] sujeta a una contraprestación para la comunidad.

Luego de un proceso de licitación que había generado fuertes tensiones entre grupos de la comunidad y ProInversión, en abril de 2007 la empresa minera AA ganó la concesión del proyecto Michiquillay. La empresa propuso la figura del “Acuerdo Social”, como mecanismo para obtener el permiso para realizar sus actividades en territorio comunal, que debía darse antes de vencer el plazo fijado en el contrato de concesión con ProInversión. Cabe señalar que la figura propuesta por AA es distinta al acuerdo previo establecido, hasta ese momento, en la Ley 26505 que exigía la aprobación de los dos tercios (66.6%) de los comuneros para autorizar transacciones de tierras. El “Acuerdo Social” se refiere a un permiso para que la empresa tenga derecho de paso y uso de todo el terreno comunal (uso de agua para actividades de exploración, construcción de caminos, plataformas, etcétera), sujeta a una contraprestación para la comunidad.

Para la consulta sobre el “Acuerdo Social”, la empresa sugirió a la Junta Directiva que conformara un equipo técnico compuesto por profesionales de la comunidad, para recoger las propuestas de los ocho sectores y elaborara el documento a partir del cual se negociarían los puntos del “Acuerdo Social”. La empresa, a su vez, presentaría un documento con su propuesta. La negociación entre la propuesta de la comunidad y la de la empresa se realizó en sesiones de trabajo en las que participaron representantes de esta última, el equipo técnico y miembros de la Junta Directiva. Como resultado de la negociación, se aprobó el documento final del contrato en el que se establecieron las condiciones del “Acuerdo Social”. Dicho documento, sin embargo, no fue difundido y consultado entre los sectores de la comunidad antes de la asamblea del 24 de mayo del mismo año, donde se realizaría la votación para aprobar el ‘Acuerdo Social’. Esta asamblea fue suspendida por generarse obser¬vaciones y desorden entre los asistentes. Según los comuneros entrevistados, el desconocimiento del contrato final fue una de las razones que explican la situación generada; otra de las razones fue el problema del padrón comunal que, al no encontrarse saneado y actualizado, y al haberse presentado a la votación comuneros retornantes, no permitía tener claridad sobre quiénes podían votar. Frente a ello, se decidió suspender la asamblea y se acordó que el acuerdo escrito debía ser consultado con los ocho sectores antes de una nueva votación.

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Imagen 1: Afiche de la consulta

El tiempo entre la asamblea del 24 de mayo y la nueva votación dejó solo nueve días para volver a discutir los puntos del contrato y consultarlos a los ocho sectores. Así, el 3 de junio se pasó directamente a votar por la aprobación del “Acuerdo Social”; votaron 1,168 de los aproximadamente 2,230 comuneros. Ganó el  con 736 (63%) votos, frente al No que alcanzó 432 votos. El plazo señalado en el contrato entre la empresa y ProInversión para que esta confirmara el inicio de su exploración vencía el 5 de junio.

Más allá del “Acuerdo Social”

Luego de la consulta, un grupo de comuneros —principalmente del sector de Michiquillay y Quinuamayo Alto— cuestionó la validez de los resultados y manifestó su desacuerdo con las condiciones del contrato. Inclusive criticó al equipo técnico debido a que, según sus testimonios, no había recogido los puntos que ellos querían incluir en el Acuerdo. Finalmente, ambos sectores no presentaron el acta con sus propuestas, como señal de protesta. Señalaron que tampoco estuvieron de acuerdo con la manera apresurada con la que se llevó a cabo la consulta, ya que opinaban que impidió que el documento final del contrato fuera debidamente discutido en Asamblea Comunal. Por último, tampoco reconocieron la consulta como legítima dado que, según ellos, el día que esta se llevó a cabo, no todos los comuneros pudieron votar debido a que el padrón comunal no estaba actualizado. En este contexto, el padrón adquirió un peso central y fue el centro de disputas y acusaciones entre dirigentes y ex dirigentes sobre su uso y manipulación. De acuerdo a las autoridades y comuneros entrevistados, la discusión puso sobre el tapete el debate sobre los “tipos de comuneros” (migrantes, retornantes, posesionarios nuevos, otros) que debía incluirse en el padrón y, por lo tanto, sobre quiénes tenían derecho a decidir en la comunidad, evidenciándose así un desfase con la normativa nacional que solo distingue entre comuneros calificados y no calificados.

Mientras que para AA el “Acuerdo Social” es un contrato por lo que tiene un peso central y resulta ser determinante, para los comuneros, este parece ser el punto de partida para una negociación permanente que podría variar en sus condiciones, según el contexto.

Por otro lado, se puede señalar que, mientras que para AA el “Acuerdo Social” es un contrato —por lo que tiene un peso central y resulta ser determinante—, para los comuneros, este parece ser el punto de partida para una negociación permanente que podría variar en sus condiciones, según el contexto. Dentro de la comunidad, hay quienes señalan haber votado por el Sí y no conocer el contenido del “Acuerdo”; asimismo, hay un grupo de comuneros que también afirma desconocer el contenido del mismo y no haber participado de la consulta, pero que, a pesar de ello, aprueban la presencia de la empresa: “ …queremos la mina porque nos traerá beneficios, pero yo no conozco ese documento del “Acuerdo”, y varios ni hemos ido a votar porque vino gente de fuera” (comunero del sector Michiquillay). Lo anterior nos plantea la importancia de abrir un debate respecto a la legitimidad del proceso del “Acuerdo Social”, que es presentado como un instrumento de negociación, producto del consentimiento de toda la comunidad.

De acuerdo a los comuneros y directivos entrevistados de la Junta Comunal y de los sectores Michiquillay, Quinuamayo Bajo y Quinuamayo Alto, poco antes de la fecha de la consulta, AA otorgó cien puestos rotativos de Mano de Obra No Calificada (MONC) para la comunidad, y ofreció que, de producirse el “Acuerdo”, otorgaría cien puestos más. Este ejemplo sugiere otro tema importante: el tipo de relaciones que se van construyendo entre empresa y comunidad. Las relaciones de clientelismo pueden generar a mediano o largo plazo, una negociación de beneficios que termine siendo poco estratégica para la población y, de otro lado, poco provechosa para la empresa por verse atada de manos a ceder ante exigencias muy puntuales y dispersas de cada sector. No es extraño encontrar respuestas en las entrevistas como “…nosotros dejamos que la empresa esté acá mientras nos den trabajo si no, los sacamos…” (comunero de Quinuamayo Alto), lo cual sugiere la fragilidad del “Acuerdo” en la percepción de los comuneros.

Algunas implicancias del “Acuerdo Social” sobre la organización comunal

El “Acuerdo Social” contempla, además, la creación de diversos comités dentro de la comunidad: 1) un Comité de Mediación que tendría vigencia mientras dure el “Acuerdo”, como mecanismo para establecer cualquier disputa y resolver controversias —aunque la comunidad decidió después que eso funcionara a través de la Asamblea—; 2) un Comité de Trabajo Laboral y Adquisición de Bienes y Servicios, cuya función es evaluar a los comuneros presentados por la comunidad para acceder a puestos de trabajo; 3) un Comité para la Negociación de la Contraprestación, para acordar los precios y mecanismos de la transferencia de terrenos; 4) un Comité para evaluar los mecanismos de reubicación de familias comuneras —que aún no entra en funcionamiento—; y 5) un Comité de Monitoreo Ambiental, conformado por dos personas de cada sector de la comunidad a las que la empresa les paga. Frente a esto, además, la comunidad decidió crear un comité del medio ambiente paralelo para supervisar a los monitores contratados por AA, debido a que perciben que estos, a pesar de ser comuneros, han pasado a servir a los intereses de la empresa.

Estos comités ad hoc, creados para negociar con la empresa, se han convertido en espacios de disputa del poder dentro de la comunidad, ya sea debido a las posibilidades de acceder a empleos remunerados —a través de la distribución de los cupos para el MONC, de los contratos con empresas comunales o de los puestos remunerados en el caso del Comité de Monitoreo— o frente a la posibilidad de posicionarse en la comunidad y luego acceder a otros cargos políticos dentro de ella o del municipio.

La comunidad, a través de la Junta Comunal, debe asumir la función de negociar y discutir el destino de enormes recursos en un escenario local donde los nuevos incentivos ya han generado cambios en las dinámicas políticas y en la distribución del poder

A lo anterior se suma la creación del Fondo Social para manejar el monto de US$ 200 millones para las comunidades de Michiquillay (75%) y La Encañada (25%). En este contexto, la comunidad, a través de la Junta Comunal, debe asumir la función de negociar y discutir el destino de enormes recursos en un escenario local donde los nuevos incentivos ya han generado cambios en las dinámicas políticas y en la distribución del poder: la variación del peso relativo de los sectores de la comunidad, la aparición de nuevas listas electorales (es la primera vez que se presentan cuatro listas) y la formación de nuevos comités. Así, se aceleran procesos de fragmentación espacial y política —por la creación de diversas instancias de toma de decisión sobre nuevos recursos (puestos de trabajo, proyectos, otros)—, al mismo tiempo que se dinamiza la política local y que se requiere una mayor capacidad de representación y de gestión por parte de la Junta Directiva para la negociación de fondos colectivos, como el Fondo Social.

La institucionalidad comunal y la presencia de un actor global

Más allá de posiciones ideológicas o de buscar atribuir niveles de responsabilidad a uno u otro actor, lo cierto es que se están generando procesos de cambio y no es estratégico negarlos. Hay más bien que conocerlos y reconocerlos, así como reconocer, también, que la presencia de cualquier empresa minera —más allá del tipo de comportamiento que tenga—, tiene mucho que ver en estas transformaciones. Queremos resaltar la im¬portancia de reflexionar sobre lo que sucede cuando, en un contexto de débil ins¬titucionalidad, ingresa un actor globalizado con intereses propios. El problema, entonces, no es solo la ausencia del Estado o la fragmentación local, sino que no haya un desarrollo institucional que incluya: un conocimiento compartido sobre precios de la tierra en contextos mineros, acceso a información, un Estado que se responsabilice por que existan condiciones adecuadas para la negociación, y un mayor debate y desarrollo de la esfera pública. La intervención de un actor globalizado hace más explícita esta realidad.

Un tema importante que nos muestra el caso de Michiquillay es la falta de instrumentos claros que regulen las relaciones y negociaciones entre empresas y comunidades, puesto que el Estado —en particular el Ejecutivo y el sector minero—, asume que se trata de una negociación entre privados.

Un tema importante que nos muestra el caso de Michiquillay es la falta de instrumentos claros que regulen las relaciones y negociaciones entre empresas y comunidades, puesto que el Estado —en particular el Ejecutivo y el sector minero—, asume que se trata de una negociación entre privados (Alayza 2007). Esta postura, más que implicar una falta de presencia del Estado, evidencia la opción que este adopta, sin considerar la asimetría de poder entre las partes. Al mismo tiempo, sin embargo, el Estado impone condiciones que pueden generar mayor presión en los ámbitos de negociación, como sucedió con los términos del contrato de ProInversión, en los que se enmarcaban los plazos de la consulta.

 Por otro lado, la falta de información resulta más evidente cuando la misma población, en este caso los comuneros, señalan que no cuentan con los criterios necesarios para valorizar sus parcelas y negociar adecuadamente la contraprestación de tierras, lo cual genera incertidumbre. Por ejemplo, los comuneros entrevistados señalaron que, dado que AA les explicó el contexto del mercado de capitales y la crisis internacional, aceptaron finalmente una suma mucho menor a lo que ellos habían imaginado; en parte, por no tener parámetros para negociar el precio, en parte, por temor a que la empresa se retirrara de la zona y con ello perderían también los recursos del Fondo Social y los puestos de trabajo.El problema, entonces, no es solo cómo se establece el valor de las parcelas, sino que se trata de un problema sobre el significado y uso de la tierra en un contexto donde estos valores son alterados por usos alternativos y por el ingreso de capital financiero.

En este contexto, las reglas del juego se definen en diferentes ámbitos: el de la comunidad, el del Estado —cuya postura define su tipo de ‘presencia’—, y el de las políticas de la empresa y su aplicación. Es en la interacción de estos donde se configuran las formas de tomar decisiones sobre el territorio. Sin embargo, las implicancias de estas decisiones no son las mismas para todos; para las familias comuneras lo que está en juego es la redefinición de sus estrategias de vida: posibilidades de trabajo, mayores o menores ingresos, posibilidades de contaminación que afecten las capacidades productivas de la tierra y el agua, cambios en las relaciones sociales al interior de la comunidad, entre otros. Ante ello, resulta indispensable que las negociaciones entre poblaciones rurales y empresas se den en un marco de trasparencia, donde haya un Estado que garantice que ambas partes conozcan los intereses en juego y tengan un margen de decisión.


* Antropólogas, investigadoras del Centro Peruano de Estudios Sociales-CEPES. Este artículo utiliza información de campo recogida para el programa de investigación de la Universidad de Manchester “Territorios, conflictos y desarrollo en los Andes” http://www.sed.manchester.ac.uk/research/andes/. Agradecemos los comentarios de Anthony Bebbington, Alejandro Diez y Fernando Eguren.

  1. Anthony Bebbington (Ed.) Minería, movimientos sociales y respuestas campesinas: una ecología política de transformaciones territoriales, IEP-CEPES, 2007. Y Alejandro Diez et al., ¿Qué sabemos de las comunidades campesinas?, ALLPA-CEPES, Lima 2007. 
  2. Ibid.