A casi dos décadas de su caída, Elena Iparraguirre sueña con ser recordada en doscientos años —nos relata Antonio Zapata— “como una suerte de Micaela Bastidas”. En un auditorio universitario, entretanto, el abogado de su tristemente célebre esposo irrumpe en la presentación de un libro sobre Sendero Luminoso (SL) acusando a su autor —el connotado sociólogo Gonzalo Portocarrero— de ser nada menos que un “lacayo del imperialismo”, mientras un grupo de jóvenes integrantes del Movimiento por Amnistía y Derechos Fundamentales (Movadef) corea lemas demandando libertad para el líder senderista. De similar filiación son los dirigentes de la autodenominada Comisión Nacional de Reorganización del Sindicato Únitario de Trabajadores de la Educación Peruana (Conare-Sutep), que viene encabezando una prolongada huelga de maestros en diversos puntos del país. Un diario local, de otro lado, critica la designación como ministro de Justicia de quien estuvo vinculado a una comisión de indultos que, entre 1996 y 1999, procesó la liberación de más de 400 personas acusadas por terrorismo y, al momento de escribir estas líneas, la bancada de oposición anuncia que interpelará a la ministra de Educación por —entre otros motivos— haber accedido a “negociar” con los dirigentes prosenderistas de la paralización magisterial en curso.
A 32 años de su inicio y casi 20 de su virtual final, reavivan estos incidentes viejas interrogantes sobre ese periodo oscuro de la historia nacional. ¿Erró la CVR al denominar como “conflicto interno” a lo que era en rigor una “agresión senderista”? ¿Favorece la comprensión del fenómeno senderista caracterizar al PCP-SL como una organización puramente delictiva? ¿Tiene sentido, a fin de cuentas, insistir en hurgar en el pasado o deberíamos más bien enfocar en el futuro, pasar de inmediato la página del horror? ¿Hay lugar en la situación posconflicto peruana espacio para un proceso de “reconciliación” o, más aún, de amnistía? Finalmente —para entrar de lleno al tema de este artículo—, admitiendo el carácter fundamentalmente político de cualquier discusión sobre el tema, ¿qué cabida tiene en ella la contribución académica? Con estas preguntas en mente comentamos aquí un puñado de recientes publicaciones sobre el conflicto que ensangrentó al país en los años ochenta y noventa.
Tres textos colectivos representan el afán de los investigadores por delinear una visión de conjunto de la contienda. David Scott Palmer —un politólogo norteamericano que como miembro del US Peace Corps había trabajado en Ayacucho en los años sesenta— propició el primero de ellos (Shining Path of Peru, Nueva York: St. Martin’s Press, 1992). Orientado a una audiencia no peruana, se proponía “tomar en serio” por primera vez lo que aparecía —según Palmer— como la expresión más radical de un “movimiento guerrillero” de orientación marxista en el hemisferio occidental. Enfatizaba, por lo tanto, en la dinámica interna de la insurgencia, en lo que distinguía a SL de las conocidas organizaciones armadas nacidas bajo la influencia de la revolución cubana.
Un viejo conocedor de la historia rural ayacuchana —el historiador de la Universidad de Wisconsin Steve Stern— sería el editor del segundo, publicado casi simultáneamente en inglés y en español (Shining and Other Paths. War and Society in Peru, 1980-1995, Durhan y Londres: Duke University Press, 1998; Los senderos insólitos del Perú: guerra y sociedad, 1980-1995, Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1998). Realizar un “primer recuento sistemático de la experiencia social suscitada por la guerra entre SL y el Ejército Peruano” era el objetivo, con el fin de trascender con ello el “enigma” que aún rodeaba a lo que algunos verían como un fenómeno de carácter “milenario”.
A la CVR le correspondería realizar el tercer intento. Investigar y hacer pública la verdad sobre las violaciones a los derechos humanos cometidas entre 1980 y 1992 fue el encargo original. Diecisiete mil testimonios recopilarían sus miembros en más de dos años de labor. No se limitó, sin embargo, a un mero ejercicio empírico. Un fuerte tono moral tendrían sus conclusiones: que la verdad revelada —puntualizaría su informe final— era un “escándalo”, una “deshonra para el Estado y la sociedad peruanos”, en la medida que no era posible explicar el horror vivido sin tener en cuenta el “profundo desprecio” por la población más desposeída —rural y quechuahablante en su gran mayoría— desplegado “por agentes del Estado y miembros del PCP-Sendero Luminoso por igual”. A este último, para terminar, asignaba la CVR la responsabilidad prioritaria en el inicio de la violencia.
Favorecida por la pacificación y el paso del tiempo, una nueva generación de estudios sobre el tema ha ido tomando forma a lo largo de la última década. Tres problemáticas emergen de la lectura de una muestra representativa (constituida por cuatro libros, una tesis doctoral y dos ensayos) de esta nueva hornada: (a) la reconstrucción del piso social en que se propaga SL en tanto clave para entender su explosiva expansión inicial, (b) el proceso de elaboración —entre el trauma y el acoso— de las memorias de la guerra como factor clave para una asimilación crítica del gran caudal testimonial disponible y (c) la exploración de los factores más específicamente políticos e ideológicos de su surgimiento y de su accionar, y de la conducta de sus líderes en particular. A cada uno de estos temas están dedicadas las siguientes secciones.
Escarbando intocados archivos y recurriendo a la historia oral, Heilman nos entrega una imagen realista del comunero ayacuchano como actor político: un buscador impenitente de aliados nacionales que le permitan sobrepasar el cerco gamonal.
Como la más reciente —y más extrema— manifestación de una larga cadena de expresiones radicales de inspiración agrarista o campesinista ve la historiadora canadiense Jaymie Patricia Heilman a SL (Before the Shining Path. Politics in Rural Ayacucho, 1895–1980, Stanford, California: Stanford University Press, 2010). Un marco temporal de ocho décadas y media —entre la victoria pierolista de 1895 y el inicio de la llamada “guerra popular” en 1980— es elegido para desarrollar su argumento. Tiene sentido, por supuesto, si pensamos en la guerra civil del 95 como el fin virtual de las confrontaciones caudillescas del siglo XIX y el punto de inicio de una forma de dominación en que el poder despótico de los gamonales se fusionaba con la institucionalidad estatal para producir esa suerte de apartheidandino que la narrativa indigenista tenazmente denunciaría. Precisamente, su investigación pareciera reproducir el tipo de escenario descrito por Clorinda Matto de Turner en Aves sin nido, “pequeños pueblos, infiernos grandes”, que, en el contexto de la “política del abandono” aplicada por el Estado central, irían delineando el escenario propicio para la expansión de la insurgencia senderista. De ahí que, sin tomar en cuenta la formación de esos núcleos de resentimiento local, aquella “guerra desvastadora” fuese —según la autora— simplemente incomprensible. En breve, como ya otros autores lo habían mostrado, no es la marginalidad per se sino una compleja y frustrante relación centro-periferia lo que terminaría delineando una situación que dejaba a la violencia como la única alternativa de defensa para muchos pueblos del interior serrano.
Carhuanca y Luricocha, dos pueblos de los distritos ayacuchanos de Vilcashuamán y Huanta, respectivamente, elige Heilman como estudios de caso. Examinando contrastes y similitudes, establece los patrones históricos que explicarían, a final de cuentas, la aceptación o el rechazo a la presencia senderista. No es un reto sencillo. Escarbando intocados archivos y recurriendo a la historia oral, Heilman nos entrega una imagen realista del comunero ayacuchano como actor político: un buscador impenitente de aliados nacionales que le permitan sobrepasar el cerco gamonal es lo que emerge. El Comité Pro-Derecho Indígena Tawantinsuyo en tiempos del oncenio leguiísta, el APRA de los años treinta, los trotskistas de los cincuenta y la Acción Popular de la década siguiente cumplirán sucesivamente ese papel. Nada como el velasquismo, por último, dejará entre ellos la sensación de que, finalmente, pueden voltearle el partido a los gamonales y sus tinterillos. Nunca nadie los había empoderado tanto. Profunda huella imprimiría por ende el paso del Sinamos por sus localidades. Una paralizante y temprana marca había dejado en Luricocha, por el contrario, la brutal represión del levantamiento de Huanta contra el impuesto de la sal, en 1896. Paradójicamente, son los hacendados los que se politizan ahí. La familia La Torre, propietaria de la hacienda Iribamba, por ejemplo, una de cuyas hijas —Augusta— contraerá nupcias con el recién llegado profesor arequipeño Abimael Guzmán en 1964. Ahí, la bronca acumulada a través de los años saldría a la superficie con ocasión del movimiento por la gratuidad de la enseñanza que llevaría a la toma campesina de la ciudad de Huanta, que vendría a interrumpir décadas de pasividad.
Al efecto perverso del velasquismo asigna Heilman una gran responsabilidad en la aceptación de la violencia como alternativa. Así, analizando los nombres de los primeros ajusticiados por SL en Carhuanca, concluye que, en perspectiva, sus acciones aparecen como una “violenta complementación de las fracasadas reformas” o un “torcido cumplimiento” de una promesa insatisfecha. En Luricocha, entretanto, la ya mencionada movilización por la gratuidad de la enseñanza, tanto como la corrupción de los dirigentes de la Cooperativa Agraria local —dejada en el limbo por el régimen a partir de la caída del general Velasco—, aparece como una experiencia decisiva para la radicalización de la élite local aptamente representada por la futura camarada Norah: Augusta La Torre Carrasco. De tal suerte, si entre 1982 y 1984 Carhuanca aparece como “zona liberada”, nada similar ocurrirá en Luricocha, aunque varios de sus hijos escalen —en el contexto de la reabierta universidad huamaguina— a posiciones de mando en la emergente organización senderista. Si Luricocha sugiere el tipo de conexión existente entre los futuros líderes subversivos y la vida local, el caso de Carhuanca contravendría la afirmación —hecha entre otros por Carlos Iván Degregori— de que SL había echado raíces ahí donde encuentra un campesinado novel y poco organizado. En su caso, su propia capacidad para evaluar la situación política —y no su ignorancia y su marginalidad— habría llevado a los carhuanquinos a abrirles a los subversivos las puertas de su comunidad, pensando, por cierto, que eran la solución para sus antiguos e insoportables males.
Miguel La Serna, igualmente (The Corner of the Living. Ayacucho on the Eve of the Shining Path Insurgency, Chapell Hill: The University of North Carolina Press, 2012), recurre a la microhistoria en busca de respuestas sobre el mismo tema. ¿Cómo se explica —para comenzar— que mientras Chuschi (provincia de Cangallo) acepte a los senderistas opte Huaychao (provincia de Huamanga) por rechazarlos? Como en el caso de Carhuanca examinado por Heilman, en Chuschi se tenderá a ver a SL como una alternativa justiciera y a su propuesta armada, más aún —–en una comunidad con una larga historia de efectiva violencia intracomunal tanto como simbólica—, como la oportunidad de alterar radicalmente la todavía vigente jerarquía racial. Como una escena extraída de Mao aparece el encuentro de esa localidad con los cuadros universitarios senderistas en torno a las acciones de “castigo” contra las autoridades mestizas: al desnudarlos en frente de la población, los despojaban de su marca de estatus principal —el traje urbano— y los igualan simbólicamente con los indígenas pobres; al azotarlos, los oprimidos devenían opresores, y su pública expulsión de la comunidad representaba el acto final de una larga lucha por recapturar su autonomía política. No era necesario victimarlos para restablecer el equilibrio roto por las fuerzas de la mercantilización y la quiebra de la autoridad tradicional propiciada por el velasquismo. Los chuschinos, tanto como sus adversarios eternos de Quispillacta, usarían a la insurgencia para cobrarse antiguas deudas. Y los insurgentes, por su parte, instrumentarían en su favor dichas rivalidades. Como es ampliamente conocido, sin embargo, en tanto que sus sanciones transgreden la línea invisible entre la tradición y la costumbre —en la medida que queda claro que más que liberación apuntan a imponer su propio orden—, surgirá desde el corazón de las comunidades una férrea oposición. A mayor profundización —concluye La Serna—, con mayor claridad se perfilan dos tendencias que terminarían definiendo el curso de la confrontación: el distanciamiento entre dirigencia y masas, y la persistente agencia histórica de los actores.
A la par que la conocida historia del temprano retroceso del Estado —ilustrado en el apresurado cierre de los puestos policiales rurales—, la inicial simpatía de ciertas comunidades a la propuesta senderista que estos trabajos ilustran ayuda a comprender la abrupta intensidad del primer impulso de la subversión. Y la brutalidad de la respuesta senderista a la defección campesina desata, promediando el año 1983, el gran baño de sangre exhaustivamente descrito en el informe final de la CVR. Confirma la aproximación microhistórica de La Serna y Heilman, en ese sentido, el patrón general delineado por las síntesis anteriores: que la trayectoria senderista se proyecta —recordando la acertada apreciación de Steve Stern— “desde dentro y en contra” de la historia del Perú. En ese sentido, si bien hay que agradecer a Heilman y La Serna haber aportado a dar mayor densidad empírica a esta perspectiva, demuestran asimismo sus trabajos las limitaciones de la microhistoria para avanzar mucho más allá en la comprensión del fenómeno en su conjunto. Ni una acuciosa revisión documental ni las entrevistas realizadas sin tiempo suficiente como para construir una relación de confianza —como lo reconoce la propia Heilman— serían suficientes para terminar de desentrañar los sempiternos silencios locales.
III
En una tesis doctoral (“En busca del gobierno: comunidad, política y la producción de la memoria y de silencios en el Perú del siglo XXI”, Universidad de Wisconsin, EE. UU., 2008) y un libro de reciente publicación (Unveiling Secrets of War in the Peruvian Andes, Chicago: The University of Chicago Press, 2011), Ponciano del Pino y Olga González, respectivamente, emprenden la tarea de historizar las memorias de la violencia.
Una singular combinación de familiaridad con la cultura regional y una sólida formación académica, además de una reiterada presencia en el terreno de los hechos, preparan al historiador huamanguino Ponciano del Pino para enfrentar el reto. Define, en un primer ensayo dedicado al caso de Uchuraccay, el tipo de análisis que se propone realizar: diseccionar las estrategias puestas en acción por los comuneros locales para revelar y a la vez velar la verdad sobre la masacre de los periodistas de 1983. La negociación colectiva evidencia un bien articulado pacto de silencio con una triple intencionalidad: (a) encubrir su inicial colaboración con SL, (b) atribuir a su propia ignorancia de “pobres indios” la errónea liquidación de los hombres de prensa y (c) la eventual estructuración —con el providencial aporte de un discurso bíblico— de una noción de “comunidad posible”. Sucesivos “actos públicos de arrepentimiento y perdón” coadyuvarían a encubrir más aún viejas historias de lucha interfamiliar, violentamente resueltas, eventualmente, en el marco de la “guerra popular”.
A continuación, profundiza su análisis de la memoria campesina rastreando las categorías que van constituyéndola a través del tiempo: la imposición, para comenzar, de la “ley del hacendado” (una manera local de describir la imposición casi total de la dominación terrateniente) en los albores del siglo XX o la época en que, en los años sesenta, al compás de una mayor presencia estatal, se desatan las fuerzas de la “envidia” y el “resentimiento” en el marco de una generalizada “pérdida del respeto”. Frente al “engaño” del gamonalismo y los tinterillos —con sus mañosos contratos de compra-venta y sus extorsiones serviles—los comuneros orientan sus energías “en busca del gobierno”. Ausente en el caso ayacuchano la dinámica mercantil suscitada en Cuzco y Puno por la exportación lanera, un proceso de notoria “rearcaización” tiene lugar después de los años veinte; de reafirmación, vale decir, de las más atávicas formas de la servidumbre tradicional. A la par que se internaliza la sumisión, prospera la convicción de la “casi imposibilidad de hacer frente al poder de los hacendados”. Auscultando la tradición oral quechua, evalúa el autor la hondura de la dominación. Recién en los años sesenta irá produciéndose el proceso de “insurgencia de la memoria” que, al interactuar con el reformismo belaundista, se traduce en organización y en luchas como la toma de la hacienda Onqoy de 1963, proceso que el impulso participativo de la era velasquista habría de coronar. En el contexto delineado por la interacción entre “insurgencia de la memoria” y proyecto velasquista se articulan las situaciones en que la violencia aparece como un recurso aceptable para definir viejos conflictos, lo que ahondó las grietas que SL aprovecharía para infiltrarse en el seno de la sociedad local.
La existencia de un registro pictórico de la violencia política —las célebres tablas de Sarhua— es lo que inicialmente atrae a Olga González a esa localidad de la provincia de Víctor Fajardo, en la zona sur-central del departamento de Ayacucho. De hecho, serán un instrumento fundamental en su esfuerzo por determinar cuánto de “olvido” y cuánto de “secreto” subyace en la memoria colectiva construida por los sarhuinos. Con entrevistas a los refugiados sarhuinos en Lima tanto como a los autores de la memoria pictórica del conflicto —una colección de 25 tablas titulada Piraq Causa (¿A quién culpar?) realizada por la Asociación de Artistas Populares de Sarhua entre 1990 y 1992— inicia su exploración, que se expande luego a un cuidadosamente planificado diálogo con los sarhuinos propiamente dichos, con lo que toma su libro, a fin de cuentas, la forma de una detallada etnografía recargada de continuas alusiones a una larga lista de fuentes teóricas (Walter Benjamin, Elizabeth Jelin, Pierre Norá, Michael Taussig, Steve Stern, para comenzar); una historia en que las vicisitudes de la propia autora en su afán de ganarse la confianza de la comunidad se convierte por momentos en el eje del relato.
En estos estudios como en los anteriores queda flotando la misma pregunta: ¿qué tan lejos se puede llegar por la vía de una exploración “desde abajo” —desde lo local— en la búsqueda de las raíces de la rebelión?
Dos desapariciones configuran los grandes “secretos públicos” de la memoria sarhuina de la era del terror: la de Narciso Huicho, cuya codicia y ambición es percibida como intolerable por la mayoría de sus paisanos, y la de Justiniano Rojas, un licenciado local designado como responsable del Comité Popular instaurado por los maoístas. Dichos acontecimientos articulan el conjunto de la narración, la confección de esos “secretos de guerra” que González busca desentrañar, no como mero exposé de crónica roja —advierte—, sino como claves para entender el impacto en la vida local de la confrontación de los años ochenta. Es fundamental el papel de las tablas —subraya González— como incitador del recuerdo individual. Su realismo interpela a la fuente oral, lo que genera un diálogo que va revelando las torsiones comunales para mantener la cohesión en un tiempo de tensiones extremas. Algo así como poner en el diván a la comunidad invitando a los informantes a trascender las capas de miedo, chisme y envidia que velan convenientemente cualquier intento de evocación “verdadera”.
Las investigaciones de Del Pino y González contraponen a registros de la historia basados en una naive aceptación del mero “testimonio” de los actores versiones capaces de revelar con mucho mayor realismo las complejidades de la vivencia local del conflicto interno. Mediante sus diálogos en quechua con intelectuales locales como Melchor Huicho en el primer caso o contrastando la romántica visión pictórica elaborada por los miembros de la ADPAS —en respuesta muchas veces al incentivo político e intelectual de activistas de ONG y otros observadores externos— con la memoria de los sarhuinos realmente existentes, avanzan significativamente estos autores en esa dirección. Y, sin embargo, en estos estudios como en los anteriores queda flotando la misma pregunta: ¿qué tan lejos se puede llegar por la vía de una exploración “desde abajo” —desde lo local— en la búsqueda de las raíces de la rebelión?
IV
En contraste con las aproximaciones previas, a la cúpula senderista apunta Gonzalo Portocarrero en Profetas del odio: raíces culturales y líderes de SL (Lima: PUCP, 2012); al propio Guzmán, más aún, en tanto figura mesiánica de un movimiento cuya proliferación explica el autor a partir del examen de tres dinámicas básicas: (a) la perpetuación —bajo cubierta “científica”— de un “imaginario religioso” derivado de una incompleta secularización, y que, a la luz de los “textos sagrados” de Mariátegui y Mao, se “resignifican” y potencian; (b) una tradición colonial que, al imponer la “deshumanización del otro”, propicia la difusión de visiones polarizadas de la sociedad —el terrateniente todopoderoso versus el indio desamparado— con su consiguiente “correlato afectivo” de “resentimiento e indignación” que el “adoctrinamiento marxista” se encargaría de revelar: la “ciencia del proletariado”, vale decir, como la luz que ilumina hasta enceguecer y fanatizar; y (c) una “potente reformulación de la tradición andina, católico-colonial y prehispana” bajo cuya impronta “alucina” Guzmán un inexistente país semifeudal por cuya destrucción llama al campesinado pobre a combatir.
Se forjan en este contexto los actores y los sentidos del drama de los años ochenta: el gran profeta maoísta que apuesta a transformar el resentimiento en odio como método revolucionario; un anónimo profesor huamanguino cuyo testimonio expresa, según Portocarrero, esa “coexistencia de credulidad y racionalismo” que explica la aceptación —de parte de gente que conocía el campo realmente existente y con cierto nivel educativo— de la alucinada propuesta de Guzmán o Víctor Zavala Cataño, el creador del teatro campesino senderista, el único miembro de la cúpula de procedencia rural, quien con sus obras desarrolla el vehículo que lleva la propuesta de Guzmán al medio campestre; pieza clave, por cierto, de una empresa ideológica mayor: el intento de devolver al mundo indígena una imagen “miserabilista” de sí mismo, una imagen que transmitía su “pobreza y su falta de agencia”, pero que al mismo tiempo alimentaba “una cierta expectativa de salvación y felicidad”, a condición, por supuesto, de que se dejara conducir por “la gente que sabe”. El indigenismo era su “trasfondo emocional”, una visión que, refractando estereotipos indigenistas y señoriales, insistía en retratar al indígena como “víctima pasiva” que para liberarse requería de la “iniciativa de los ilustrados”, un “potencial autoritario” que terminaría proyectándose al conjunto de la izquierda peruana.
Mas allá del análisis multidisciplinario —sociológico, estético, psicoanalítico, etc.— de la forja del senderismo, el juicio de su textura moral es el núcleo central de Profetas del odio. Cual “aprendices de brujo”, sus líderes persuadieron a miles de jóvenes de que era posible alcanzar la justicia atizando el odio, transformando en violencia la conflictividad social. Como un “monstruo moral” presenta Portocarrero a Guzmán, más aún. Como un sujeto cuyas decisiones y su propia conducta autorizaban a torturar y masacrar, que se aboca a forjar un tipo de militante habitado por una “escisión” entre “una imagen pública de entrega y sacrificio y una entraña oculta de odio, orgullo y arrogancia moral que desencadena la crueldad”. De hecho, a esa “pequeña minoría” de senderistas que resistiendo a la prédica del odio se negaron a poner de lado sus ideales y a dejar de ver en el otro a un verdadero “prójimo” —tanto como a “los miembros de las fuerzas del orden” que habían preservado su “humanidad” en un contexto que les garantizaba impunidad— dedica su libro Portocarrero. A la gente —en breve— que, aunque “se equivocó de camino, no cayó en el mal”. ¿Cómo conceptualizar el “mal” como elemento político? ¿Propone Portocarrero un diálogo con los senderistas que no se dejaron arrastrar por esa suerte de energía diabólica que en su visión proyectaba Guzmán?
En ese plano confluyen las diversas dimensiones de su análisis, en un alegato en favor de desmontar el “mito revolucionario” de los años sesenta y de la consiguiente “ceguera” que “se apoderó de todos los que suscribimos” en su momento esa “potente construcción ideológica en cuya base estaba el anhelo de absoluto, la pretensión de un cambio total” que permitiera materializar “la fantasía de una sociedad justa y solidaria”. De diversos autores —Laclau, Arendt, Sizek, Arguedas, Flores Galindo— toma elementos Portocarrero para delinear su aspiración a reemplazar el “mito revolucionario” con lo que denomina el “mito del desarrollo humano”, en cuya agenda convergen aspiraciones de equidad, reconocimiento y gobernabilidad democrática. Un gran esfuerzo de reinvención requeriría el “salto” a la “nueva época” que se reclama, en el que habría que cuidarse de —como reza el dicho— no arrojar al niño al desagüe con el agua de la bañera. De tal suerte que, si con un collar de perlas que ha perdido el hilo pudiera compararse al mito revolucionario —sostiene Portocarrero—, habría que decir que muchas perlas siguen ahí, “esperando ser hilvanadas” de una forma distinta.
¿Cuán factible sería separar, en este caso, la paja del grano? ¿Hubo en la práctica posibilidad alguna de una insurrección que lograra escapar al fatal guion delineado por el “profeta del odio” que fue Guzmán?
¿Cuán factible sería separar, en este caso, la paja del grano? ¿Hubo en la práctica posibilidad alguna de una insurrección que lograra escapar al fatal guion delineado por el “profeta del odio” que fue Guzmán? Dos investigaciones en curso de Ricardo Caro (Comunidad, gremio y liderazgo campesino en los orígenes de Sendero Luminoso en Huancavelica) y Antonio Zapata (Elena de Ica: una tragedia peruana) echan luces sobre el tema.
Por la identidad del “camarada Raúl”, quien hacia 1983 —al lado de la “camarada Nelly” y “una pequeña columna” senderista— había conseguido dominar cinco distritos huancavelicanos, se pregunta el sociólogo Ricardo Caro. Un nombre y un rostro pone su investigación a una dinámica escasamente explorada: las corrientes locales que, al margen del senderismo, se inclinaban hacia fines de los setenta a favor de una acción armada. De una familia acomodada de la comunidad de Sacsamarca procedía Justo Gutiérrez Poma. Como un joven muy comprometido con el desarrollo de su pueblo lo describe un informante. A su tierra retorna tras realizar estudios secundarios en la capital. Atraído por la prédica velasquista a la Juventud Revolucionaria Peruana impulsada por el Sinamos habría de sumarse. Como dirigente de la Federación de Campesinos de Huancavelica promueve, tras su decepción con el velasquismo, la afiliación de dicho gremio a la Confederación Campesina del Perú, controlada por la izquierda radical. Contra el carácter anticomunero de la reforma agraria militar y en pro de una acción gremial autónoma se pronuncia por aquel entonces. Como parte de una corriente indigenista, campesinista radical, lo presenta un testimonio. En favor de proceder a tomar la tierra lo presenta otro. Hacia 1978, en el contexto del repliegue estatal y en curso ya la prolongada crisis económica que desde entonces castigaría al país, surge en la particularmente empobrecida Huancavelica un Frente de Defensa del que los campesinos serán la base más combativa. En mayo de 1978, su primo Fabián Poma será una de las 12 víctimas fatales de la confrontación suscitada en la ciudad de Huancavelica con ocasión de la realización de un paro nacional.
Mirando la agitación que recorre numerosas provincias andinas, un inminente “huracán campesino” pronostican los teóricos de la izquierda de la capital. Los masivos eventos de la CCP parecían darle la razón. Bajo influencia maoísta, de “guerra popular” se habla, más aún, en algunos sectores de la “nueva izquierda”. Las conocidas historias de Lino Quintanilla y Julio César Mezzich —tanto como la evolución de la agrupación Vanguardia Revolucionaria-Proletario Comunista, cuyos dirigentes, mayormente capitalinos, se verían desbordados por la radicalización de sus bases de procedencia rural— ilustran dicha corriente. Logra exhumar Ricardo Caro las últimas huellas escritas de su elusivo personaje: la defensa de la comunidad (frente a las empresas asociativas, las autoridades, los comerciantes) es su gran tema, como “trinchera de lucha popular” la ve; una gran confederación forjada “desde las bases”, expresión máxima de la autonomía campesina, aspira a construir. Recoge, finalmente, un postrero testimonio oral. Es 1986. Lucía descuidado y cojeaba como producto de un herida de bala recibida en un enfrentamiento con el ejército en las faldas del Huamanrazo, la cumbre más alta de la provincia de Huancavelica, cuando toda su columna, incluida su esposa, había sido eliminada. Su hermana Marcelina (a) “camarada Nelly” y su hermano Alejandrino eran también bajas de la guerra por aquel entonces, a raíz del motín de las prisiones de 1986 la de este último. Con ellos, toda una generación de activistas locales llegó a la idea de una insurrección armada al calor de la frustración ocasionada por la reforma agraria militar. Eventualmente, sin embargo, tendrían fricciones con la línea senderista que habían suscrito inicialmente: como dirigente comunal que había sido —revela “Juan” a Ricardo Caro— “siempre salía en defensa del movimiento campesino”. ¿Representaba Juan el hilo perdido de una vertiente de lucha armada inmune a la “senderización”?
Al interior de la cosmovisión senderista, de otro lado, nos lleva el estudio de Antonio Zapata. Muy distinta había sido la ruta que condujo a la guerra a quien, desde su escondite en la capital, colaboraba en diseñar los planes operativos que a jóvenes como Justo Gutiérrez Poma le definieron la vida: Elena Iparraguirre Revoredo (a) “camarada Miriam”, número dos de SL y, tras la muerte de Augusta La Torre, compañera sentimental de Abimael Guzmán. Con su primer esposo —relata Zapata— había realizado el ideal de la familia “pequeño burguesa”: posgrado en Francia, una parejita de niños contentos y saludables, el departamento en San Isidro, un automóvil, trabajo estable en educación. En su fuero íntimo, sin embargo, su prosperidad contradecía su deseo de adoptar el punto de vista del proletariado. Vivía intensamente la tragedia de su pueblo. A una tragedia mayor habría de llevarla su búsqueda de alternativas: a su transformación en una “mujer normal” que dirigía una “máquina de guerra”. Como tal —puntualiza Zapata—, “no creó la ideología, ni sintetizó las ideas-fuerza” que propulsaron al senderismo, pero era la responsable de organización: su mente astuta y ordenada “aparece detrás de muchos planes operativos que le confieren gran crueldad al enfrentamiento interno en el Perú”. Y en medio de la debacle sería ella quien, hasta el último día, sostendría en pie el aparato partidario.
Esa “doble identidad” de Elena —arquetipo, podría decirse, del “militante escindido” de que habla Gonzalo Portocarrero— aparecería en la entrevista que sostiene en 2002 con los miembros de la CVR. Para esgrimir, de un lado, “un cuadrito de nuestros planes” que demostraba que, hasta septiembre de 1992, tenía su partido la fuerza suficiente para proclamar haber llegado a una situación de “equilibrio estratégico” con las fuerzas del orden como para eludir —con burocrática frialdad— la responsabilidad moral por el “aniquilamiento” de la dirigente de Villa El Salvador María Elena Moyano: “Así se tomaban las decisiones de ese tipo, porque el carácter de nuestro trabajo es que estratégicamente se centralizaba, pero tácticamente cada uno en su zona, específica, selecciona”. Para dejar sentada, de otro lado, la sólida formación política y religiosa recibida desde la infancia de su padre —un militante aprista que purgó carcelería por sus convicciones— o de las monjas de su colegio, quienes la habían introducido a figuras como Pablo de Tarso y Teresa de Ávila (el profeta y la mística, ¡qué notable casualidad!). Para delinear, en suma, el autojustificatorio perfil de una luchadora social que, en virtud de su compromiso, había optado por una “ruptura total” con su mundo familiar, y cuya recompensa no podía ser otra —para citar nuevamente a Zapata— que ser recordada en doscientos años como una suerte de Micaela Bastidas. Apartada de la sociedad, crecientemente desfasada del país surgido de la ruina que ella misma coadyuvó a generar, como los samurái de Kurosawa, emprende la “camarada Miriam” una patética lucha postrera por ganarse el lugar que cree merecer en la historia del Perú.
V
En contraposición con aquellos que ven al fenómeno senderista como una suerte de agente patógeno subrepticiamente infiltrado en el tejido de la sociedad peruana, confirman estos trabajos aquello que ya Steve Stern observara años atrás, que constituía este, por el contrario, “una culminación lógica, entre otras varias culminaciones lógicas posibles, de las fuerzas que habían dado origen a la política de oposición en el Perú del siglo XX”. Si las historias de Heilman y La Serna muestran hasta qué punto existía un terreno propicio para el uso de la violencia, el breve ensayo de Caro revela la existencia de una voluntad surgida del seno comunal; son los herederos de un tipo de lucha social en que coexistían violencia y negociación tanto como el afecto por la comunidad: ¿de haber madurado esta alternativa se hubiese dado acaso otro tipo de alternativa, una especie de guerrilla campesinista de base indígena como el movimiento armado Quintin Lame colombiano o como el Ejército Guerrillero Tupac Katari boliviano, o era que, más bien, los altos niveles de violencia intracomunal prevenían dicho desarrollo? La abrupta defección de la izquierda limeña, en todo caso, que en pocos meses pasó de maoísta radical a “electorera”, dejó a gente como Justo Gutiérrez Poma, prácticamente, a expensas del senderismo.
Si las historias de Heilman y La Serna muestran hasta qué punto existía un terreno propicio para el uso de la violencia, el breve ensayo de Caro revela la existencia de una voluntad surgida del seno comunal; son los herederos de un tipo de lucha social en que coexistían violencia y negociación tanto como el afecto por la comunidad.
El trabajo de desciframiento de las memorias campesinas realizado por González y Del Pino, asimismo, abre las puertas para un análisis más detallado de los niveles de respaldo popular recabado por SL en los momentos iniciales de su rebelión. Particularmente valiosos, en ese sentido, son los aportes de este último autor a una mejor comprensión de la cultura política rural ayacuchana. ¿Pudo haber llegado este respaldo mucho más lejos de no haber mediado el giro senderista de una violencia relativamente justiciera a otra brutalmente “ejemplarizadora”? ¿Qué hubiese pasado de haber sido así? ¿Se hubiera acortado el conflicto o se hubiera prolongado mucho más y con resultados impredecibles? ¿O acaso se hubiese dado en el Perú un escenario como el de Nepal en el último lustro? Si admitimos —como lo sostiene Portocarrero— la existencia de ideales altruistas en el primigenio PCP-SL, ¿en qué momento se descarriaron hasta tonarse autodestructivos? ¿Era un tema de ideología?
En general, refrendan estos trabajos la singularidad del caso ayacuchano. Esa rearcaización del periodo post 1920 que hace posible no solo que Guzmán “alucine” —en palabras de Portocarrero— la persistencia de un país semifeudal, sino que haya tanta gente que le crea. Habían desaparecido las haciendas, ciertamente, pero persistía la servidumbre y niveles de desprecio étnico-racial que en otros puntos de la sierra eran ya agua pasada en los años setenta. En esas circunstancias, frente al maoísmo light de grupos como el VR-PC examinado por Caro —generalmente recibido vía París—, resonaba con particular fuerza el maoísmo ortodoxo aprendido, directamente, en las escuelas políticas del PCCH, aquel de textos como el “Informe sobre una investigación del movimiento campesino en Hunán” (1927), en el que Mao Tse-tung denunciaba a quienes se atemorizaban ante los “excesos” de los campesinos en su lucha contra sus dominadores, sin entender el profundo significado revolucionario que estos tenían; sin comprender, más aún, que en las circunstancias que vivía China, “para decirlo con toda franqueza, en todas las aldeas se necesita un breve periodo de terror”.
Tanto Zapata como Portocarrero nos recuerdan, sin embargo, que la cuestión de la violencia no era, puramente, un tema de ideología; que a las dimensiones culturales, psicológicas y morales debe extenderse nuestra pesquisa para comprender el problema a cabalidad. De la dudosa moralidad del liderazgo senderista es prueba rotunda el diálogo sostenido entre Elena Iparraguire y Sofía Macher, de la CVR, en marzo de 2003: cómo explicar, interroga Macher, que la hayan dinamitado después de abatirla a balazos. “Absurdo, completamente absurdo, un exceso […] un error que la maltrataran”, admite su interlocutora; pero recuerda a continuación, no obstante, que Moyano era una contrarrevolucionaria, una delatora. ¿Cómo entender —replicaría Macher— que una organización que estaba buscando el apoyo del pueblo optara por “eliminar a una persona que de todas maneras está representando y está liderando a un sector grande de mujeres”?, ¿no habían hecho acaso una “evaluación política”?, ¿cómo creer que algo así no había sido “una decisión pensada”? Acorralada, se refugia Elena en un argumento burocrático: que al ser detenidos los “principales dirigentes, asesinados en Canto Grande muchos de ellos”, más aún, las decisiones habían quedado en manos de “personas sin experiencia, con poca formación política”.
A mediados de 2012, no es ya el Perú el atemorizado país que veinte años atrás escuchó, sorprendido y aliviado, la noticia de la caída de Abimael Guzmán. Con la prosperidad surge la tentación de olvidar, de dejar en las milagrosas manos del crecimiento económico la final extinción de aquel legado de exclusión y resentimiento que alimentó el “incendio de la pradera” senderista. ¿Son suficientes las periódicas admoniciones mediáticas y los videos de coches-bombas y masacres para suprimir el inexplicable espectáculo de jóvenes universitarios coreando el nombre del “presidente Gonzalo”? Imprescindible, en ese sentido, no descuidar la respuesta política e ideológica que tiene en la investigación histórica una fuente nutricia fundamental.
* Historiador, profesor principal de Historia en la City University of New York.
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