Reseña por Romeo Grompone

Gonzales, Osmar. La Academia y el Ágora. En torno a intelectuales y política. Lima: UNMSM, Instituto Peruano de Educación en Derechos Humanos y la Paz, 2010.

Osmar Gonzales es el sociólogo de su generación más preocupado por estudiar las relaciones entre intelectuales y política en el Perú. Lo ha hecho en diversos ensayos, la mayoría de los cuales recopila en este trabajo, dedicándole particular atención a los pensadores de la primera mitad del siglo pasado: García Calderón, Riva Agüero, González Prada, Belaunde, Mariátegui, Haya de la Torre, Valcárcel y José Uriel García, entre otros. El tema de los vínculos entre quienes ensayan interpretaciones sobre la sociedad peruana y los políticos es retomado luego en la década de 1980, refiriéndose a los debates que se planteaban entonces en la izquierda.

El tema del libro: lectura en varias claves 
El autor nos advierte que su libro no se presta a rápidas generalizaciones, ya que parte desde distintas perspectivas y problemas. Las perspectivas son, entre otras, la interpretación y vínculo de estos intelectuales con las esferas del poder, los discursos con los que interpretan o a veces tratan de fundar el orden político, en ocasiones el sujeto o los sujetos que debieran llevar adelante el proyecto de sociedad que estos pensadores postulan, las culturas políticas de las que se erigen como representantes y la manera en que estos intelectuales se han visto a sí mismos. Los problemas son los del Estado, la nación, las relaciones entre populistas y revolucionarios, el grado de penetración de la prédica de las élites, las respuestas de los trabajadores, las relaciones entre comunitarismo e individualismo, el indio y su protagonismo, particularmente en el siglo XX, y la reflexión de los mismos intelectuales acerca de su condición.
Es un libro que va desplegando a la vez nuevos pensadores y nuevos problemas, lo que dificulta la tarea del comentarista. No es un límite del autor sino una postura libertaria que asume y que parece desconfiar del cierre definitivo de un discurso. Se dejan la mayoría de los temas bien tratados y a la vez inconclusos como si estuvieran dirigidos a un hipotético lector que hiciera en cada uno de sus ensayos anotaciones al margen para luego intervenir en la discusión, y como si Gonzales afirmara por su lado que le quedan todavía cosas por decir a lo ya tratado. Es un estilo de razonar y escribir que no puede menos que agradecérsele en tiempos que se supone que hacer ciencias sociales es elaborar artículos metodológicamente bien fundamentados con alcances y ambiciones irrelevantes.
Cuestiones a resolver: el arte de interrogarse sin por ello caminar a tientas
En la arbitrariedad de mi interpretación me parece advertir tres preocupaciones fundamentales y una lateral que orientan la tarea de Gonzales: la atención puesta por estos intelectuales en las relaciones entre Estado y sociedad, y el modo en que a partir de cada uno de estos planos podía llegarse a una idea incluyente de nación; las dificultades para la construcción de espacios públicos en el Perú que permitan la deliberación entre iguales; las trampas del lenguaje que dificultan a estos pensadores comprender a los actores populares y a sus cambios, los temores de ser malentendidos y las preguntas sobre su propia condición; y en otro plano las relaciones entre los “ideólogos y “los expertos”.
La nación debía crearse para estos intelectuales, como afirma Gonzales, “desde el Estado o desde la sociedad ”. “Quienes asumían la función privilegiada de élites desconfiaban de aquellos otros que valoraban las clases populares y viceversa. Sin embargo, entre uno y otro existe el espacio de la política entendida como la acción cohesionadora de intereses diversos, como la generación de espacios de consenso aunque sean mínimos, como aglutinación de voluntades” (p. 132). Y el autor manifiesta que hubiera sido posible llegar a este desenlace si la construcción de instituciones se correspondiera con redes y organizaciones sociales, si desde ellas a su vez se hubieran afirmado formas de interpelación con el Estado.
Gonzales, me parece que con atendibles razones, no termina por dar una respuesta definitiva acerca de si pueden reelaborarse estas relaciones entre Estado y sociedad. Afirma que en la actualidad no existen élites, si por ellas se entienden grupos con capacidad de establecer horizontes de realización de larga duración e integradores para otros grupos. Y en cuanto a las clases populares, en sus capítulos sobre el tema(clasismo, populistas y revolucionarios, colectivismo e individualismo, tempestuosos y corrosivos), me parece interpretar que el autor habla de múltiples desplazamientos que hicieron que estos nuevos actores ganaran el derecho de formar parte de una comunidad política pero más afirmados en la democratización de referentes que en la constitución de otras reglas de juego en términos de derecho y de reconocimiento. Se trataría entonces de un proceso más social que político.
La tarea que desemboca ya en la política en su oportunidad la plantearon Mariátegui, Haya de la Torre y en otro plano Uriel García, y recientemente Degregori y Flores Galindo en interpretaciones contrapuestas. Todos ellos alcanzaron parcialmente su cometido. Las relaciones entre la “academia” y el “ágora” debieran entonces construirse en nuevos términos en cuanto a los discursos y argumentos en los tiempos presentes, pero con la voluntad de saber y las aspiraciones realistas y utópicas de nuestros mejores pensadores. El capítulo final del libro sobre la necesaria “auto-reflexividad” de los intelectuales parece tener como propósito —que se mueve a la vez en el orden del pensamiento y en el político— señalar los vacíos actuales y también la necesidad de una urgente renovación de rutinas que nos saquen del desconcierto actual o de la desidia que evita pensar nuestros dilemas. Esa desidia que otorga a quien la ejerce la patente de la rigurosidad y la seguridad de la corta vigencia del trabajo emprendido, lo que se soluciona con un nuevo documento que dice más o menos lo mismo que el anterior, solo que actualizado.
Intelectuales, razón privada, razón pública
Lo dicho sirve de puente para la distinción que hace Gonzales entre intelectuales de “razón privada” e “intelectuales de razón pública”, que toma de Kant pero la proyecta con admirable creatividad a su propio pensamiento. El “intelectual de razón privada” no busca trascender a su grupo de pertenencia, a la institución a la que está adscripto, en palabras del autor ,“a su tribu”, empeñado en la monótona circulación de ideas, cuidando territorios delimitados y pasando por alto “voces disonantes e incómodas […] valiéndose precisamente de los mecanismos institucionales que están en sus manos ” (p. 17) .  En la actualidad esta actitud se identifica sobre todo con quienes se sujetan a una adscripción ideológica enclaustrada, como es el caso del tecnócrata, entre otros.
El intelectual “de razón pública” se mueve en un escenario general anónimo, sin límites precisos, para al fin construir un espacio ciudadano. Gonzales hace notar los múltiples asedios a los que están expuestos quienes confrontan ideas en estos términos, los discursos ganados por una lógica puramente instrumental que ya mencionamos, las que Coser llama instituciones “voraces” con discursos “duros” y cerrados (Sendero Luminoso, por ejemplo), las instituciones totales, como el Ejército.
Más allá de esta primera afirmación, Gonzales señala que para que pueda eclosionar este espacio público requiere igualdad de oportunidades y acceso compartido a bienes materiales y simbólicos. A lo que me permitiría agregar, y seguramente el autor estará de acuerdo, el componente liberal de las garantías para expresarse y la intransferible autonomía personal, que entre sus opciones nos puede llevar al compromiso con los otros.
Ese espacio público no existe. En cambio, nos topamos ante una radical escisión, y el autor afirma que se explica por las diferencias sociales extremas y la ausencia de tolerancia y pluralismo, y que los intelectuales a los que se refiere la sabían y la hacían notar aun cuando no siempre dieran las mejores respuestas.
Sobre lenguajes e identidades
Queda finalmente como otra de las ideas principales del autor la de la llamada “paradoja de los intelectuales”. Ellos no consiguen ubicarse, según Gonzales, en el “centro del terreno fecundo de la sociedad más amplia, en donde justamente debe[n] recabar su legitimidad” (p. 46). No lo pueden estar, agregaría por mi parte, siguiendo al autor, pero no en este pasaje, porque inevitablemente la ausencia de espacio público hace, si nos referimos al plano del pensamiento, cualquier síntesis imposible, y situados en el plano de la interpretación de los hechos, descentra la sociedad, sin que ello establezca un principio de inteligibilidad, ya sea desde el conflicto social o recurriendo a la expresión de pluralidad de intereses.
Así, para Gonzales, “en donde el intelectual adquiere el lenguaje no encuentra la posibilidad de comunicarse con los diferentes sectores constituyentes de la sociedad. Y en donde sí debe recabar la legitimidad, fomentando valores centrales o comunes, no halla el lenguaje que le permita transmitir las experiencias y modelar prototipos de seres humanos ideales y aceptados. Se trata de dos mundos incompletos en que el intelectual debe optar para sobrevivir” (pp. 46-47).
Dejemos de lado por no venir al caso algunas objeciones teóricas que puede formulársele en relación con poner lenguaje y “realidad” en dos planos, palabras y hechos, y además como totalidades inconmensurables. En otro plano, tampoco existen “prototipos de seres humanos ideales y aceptados”.
De lo que Gonzales quiere hablarnos es de los lugares desde donde los pensadores se sitúan. El lugar que les está inmediatamente disponible los aleja de lo que quieren pensar sobre los “otros”, los difumina de su mirada. Cuando encuentra valores centrales sabe que no puede comunicarlos. Otra vez la extrañeza. El razonamiento del autor es válido, pero acaso requiere una vuelta de tuerca más. Lo letrado ha sido a lo largo de nuestra historia un discurso de dominación fuertemente asociado a los poderes constituidos. En este ámbito, lo letrado discurre con facilidad y a la vez se equivoca en la interpretación. Salir de él requiere entremezclarse con otros lenguajes, situación en la que se sentiría fuera de juego. La única alternativa ante tal entrampamiento es que los dominados adquieran voz en términos no enteramente traducibles ni enteramente ajenos a los intelectuales reconocidos por el sistema hegemónico establecido. En el tiempo de los pensadores que considera Gonzales, tal perspectiva se encontraba cerrada. Ahora, progresivamente, la situación está cambiando en el entremezclamiento de diversos saberes. Incluso en el pensamiento político pueden reconocerse antecedentes de esta convivencia a veces entrelazada, otras disociada, por lo menos más de un siglo atrás en los avances y desventuras, por ejemplo, en el surgimiento de un liberalismo popular en México, Perú y Bolivia.
¿Sigue vigente la distinción entre ideólogos y expertos?
Queda finalmente agregar algo más que Gonzales sugiere en las relaciones entre ideólogos y expertos. Al margen de algunas burdas simplificaciones que se puede hacer del llamado neoliberalismo, en buena parte debido a la rampante mediocridad de muchos de sus más conocidos defensores, el proceso ha creado a los llamados “tecnopolíticos”. Ellos no se limitan a ejecutar órdenes o sugerir opciones entre otras. Imponen determinados lineamientos con el apoyo de organismos internacionales, y lo hacen con la fuerza de lo considerado inevitable, lo que provoca un desborde de su propio razonamiento y de su propia función porque desde el principio niegan el diálogo. Invaden lo político, dejan sus seculares funciones de retaguardia.
¿Ante quiénes estamos? ¿Intelectuales de razón pública o de razón privada o, acaso para complicar más las cosas, ante la privatización de lo público? Con los pies todavía en la orilla en los dos últimos capítulos, a propósito de estas interrogantes, entiendo que Gonzales adhiere a las dos últimas interpretaciones: razón privada y privatización de lo público. Mientras, incluido el gobierno conservador de Colombia, estos nuevos intelectuales-ejecutores han perdido parte de su fuerza en el conjunto de América del Sur, en el Perú corren con viento a favor. En un reconocimiento a su grupo y a sí mismo, el ministro Carranza hizo un público homenaje al conjunto de ministros de Economía y Finanzas desde el ajuste estructural de Fujimori hasta la fecha, con la excepción de aquellos que estaban en la cárcel por delitos cometidos en el desempeño de sus tareas. Sin sombra de ironía, muchos de ellos, los honestos, son a la vez antípodas y confirmación del intelectual comprometido.
Queda a la vez como un campo abierto a la interpretación el analista económico y político con preocupación por hacerse notar en los medios (otros lo logran por su talento y se encuentran fuera de esta cuestión). Un politólogo o un sociólogo —y me imagino también un economista con algún nivel de formación— saben que las interpretaciones de coyuntura inmediata son por lo general provisorias y no difieren demasiado de una lectura de cultura general, salvo circunstancias excepcionales que viva el país. Y se crea un nuevo estilo de presentarse inscrito en una suerte de “marketing” intelectual. Se urde entonces una estrategia de presentarse con una o dos frases fuertes y de fácil recordación, expresadas con el tono neutral atribuible al especialista, que someten a un ejercicio interminable de dónde conviene ordenar el análisis, si se habla de política, poniendo gente en la derecha, al centro y la izquierda, y comentando sobre eventuales desplazamientos las mismas cosas una y otra vez. Son intelectuales que inmersos en una supuesta objetividad (la opinión política se hace notar en el trasfondo de su exposición) celebran el fin de los discursos y las propuestas, eligiendo la moderación más cercana a las buenas costumbres que a un pensamiento elaborado. Conviene definir otra vez si se está ante la razón privada o la pública.
Un libro abierto y una incitación a discutir
Resulta absurdo y desatinado ante un libro tan poderoso en la formulación de sus ideas, tan sugerente para promover nuevas discusiones, hacer agregados con ideas que el autor no tenía por qué plantearse. Incurriendo en lo indebido, me permito formular dos observaciones.
Se extraña la falta de reflexiones sobre la influencia del Ejército y la Iglesia en el pensamiento de estos intelectuales. Guillermo Nugent (2010) ha trabajado por varios años el tema de estas instituciones que se califican a sí mismas como tutelares. Parece necesario incluirlas para entender el tema del nacionalismo, entre otros. Me atrevo a formular una apreciación que es especialmente gravitante en la vida intelectual del Perú. Tiene que ver con los pensamientos alternativos de la Iglesia y el Ejército que surgieron más allá de lo que parecía una cerrada trama. Es el caso del catolicismo, donde corrientes como la Teología de la Liberación aparecen como un discurso bien fundamentado y una manera de interpretar, equivocada o no, las relaciones entre los intelectuales y los pobres, aun cuando los primeros nieguen con frecuencia esta condición y esta diferencia. Siguiendo esa misma línea de razonamiento, y como señala Cecilia Méndez (2009), no puede entenderse la historia política del Perú sin comprender las relaciones entre el Ejército y los campesinos, y los cambios en los que parecía una matriz dominante, por ejemplo, en el gobierno de Velasco, además de otros episodios decisivos en la vida del país. Pareciera que conviene dejar de tomar como única referencia al pensamiento tutelar y buscar el revés de la trama para establecer estrategias opuestas.
Osmar Gonzales ha hecho un brillante análisis de las relaciones entre intelectuales y política en el país. La pertinencia de su abordaje teórico se muestra a lo largo de todos los descubrimientos que ha hecho en el libro. Sin conocer demasiado del tema, me siento atraído más que por planteamientos en torno a historia de las ideas, por los lenguajes políticos de los que habla el historiador político Elías Palti (2007). Sostiene este autor que sociedades complejas albergan comunidades que utilizan códigos múltiples que hacen que al fin el sentido de los conceptos no consiga fijarse con el frágil recurso de protegerse en el manto de una interpretación ilustrada. Unos conceptos se refieren a otros de modo cambiante en el campo del lenguaje y en las realidades en las que están inmersos. Por ejemplo, no es lo mismo el positivismo, el liberalismo o el conservadurismo en los países andinos, en Brasil o en Uruguay, aun cuando recurran a las mismas fuentes. Y no existe tampoco la misma relación entre intelectuales que sostengan una y otra posición según periodos y países. Aun cuando Gonzales no comparta esta posición, me gustaría que insistiera en un enfoque en que hiciera dialogar más a unos y otros de los intelectuales mencionados con un enfoque flexible, no encasillándolos de un solo golpe en escuelas de pensamiento. Al autor le sobran atributos para hacerlo; hasta me atrevería a decir que, en el momento actual, es acaso quien en nuestro medio se encuentra en mejores condiciones de emprender esta tarea.
El libro está muy bien escrito y es ameno. Quizás este comentarista se encargó de complicarlo. Es una obra abierta, como se mencionó, sin punto final deliberadamente, una invitación para otros y para él mismo de decir otras cosas. La historia política se está renovando aceleradamente en estos últimos años en América Latina, por fortuna. A Osmar Gonzales le toca hablar de los mismos autores o de otros emprendiendo una nueva etapa, rescatando la densidad de su cultura en medio de tantos artículos sobre los mismos temas impecables y superficiales.

* Sociólogo, investigador del IEP.

Referencias bibliográficas

Méndez, Cecilia. “Militares populistas. Ejército, etnicidad y ciudadanía en el Perú”. En Pablo Sandoval (comp.), Repensando la subalternidad. Miradas críticas desde/sobre América Latina. Lima: Sephis-IEP, 2009.