Hace bien Alicia del Águila en empezar con la influencia gaditana en un par de aspectos acerca de la cuestión de la ciudadanía (lo hace también Aljovin en su historia de las elecciones y también Nuria Sala): la incorporación de los indígenas como súbditos con derechos políticos en la Constitución de Cádiz (desde la elección de diputados en 1812) y el establecimiento del voto indirecto. El primero, la inclusión de los indígenas, abre el escenario de participación; el segundo tiende a cerrarlo. Ambos marcan las vicisitudes de la legislación electoral hasta 1896, cuando el debate de opciones se cierra: los indígenas quedan excluidos en razón de su analfabetismo y la elección de autoridades se establece por elección directa.
Tenemos ahora (antes no estaba tan desarrollado) un fresco sobre la condición de ciudadanía en todo el siglo XIX: las normas (constituciones, leyes electorales), los debates y el contexto político general. Eso es muy valioso.
Lo que está en juego en la cuestión de la ciudadanía son los límites de la inclusión. Como sabemos, el demos, el pueblo y el soberano pueden tener un tamaño variable: hasta 1960, el demos excluía al cincuenta por ciento de la población: las mujeres. Hasta 1980, excluía a los analfabetos y a los menores de 21 años. Hoy excluye a los menores de 18 años.
Cada exclusión/inclusión se asocia a rasgos particulares de la sociedad. Hasta 1896, las mujeres sí estábamos excluidas, pero no necesariamente los analfabetos: no todos; no siempre; y esa es una de las pistas del libro. Efectivamente, ante lo que estamos entonces con el libro de Alicia del Águila es frente a una sociedad que sale de un régimen colonial y erige un nuevo estado, y en ese proceso va construyendo lógicas de inclusión/exclusión. No es entonces solo un listado de normas; es adentrarnos en la comprensión, a través de ellas y sus debates, de los procesos sociales en curso.
Hay dos temas de enorme interés en ese juego de inclusiones/exclusiones. Uno sistemáticamente seguido en el libro es la cuestión de los indígenas y de la “plebe” (urbana). El segundo (con brochazos menos sistemáticos) es la organización del poder en el territorio. A los dos me voy a referir para terminar discutiendo la hipótesis del libro sobre una “ciudadanía corporativa”.
Aquí, en diferentes países, en Francia o en Inglaterra, la construcción de sistemas de derechos de participación enfrenta la cuestión de la inclusión o no de los pobres, los que no tributan, los que son dependientes de otros (no son autónomos). Las democracias censitarias (las que definen el derecho al voto en función del nivel de renta y el pago de impuestos) son algo común en todas partes en el siglo XIX.
La ciudadanía universal es más bien una excepción. Como recuerda Alicia del Águila, a las restricciones censitarias se agregan las restricciones de capacidades asociadas al nivel cultural: la República debe contar con el aporte de sus miembros más cultos, aun cuando no paguen impuestos, y eventualmente descartar el de aquellos que, aun pagándolos, no sepan cuando menos leer y escribir. Solo la Constitución de 1828 (vigente hasta 1839) no impuso restricciones censitarias ni culturales, aunque, en 1834, la ley electoral reinstaura la exclusión censitaria. También en 1867 la Constitución es ampliamente inclusiva, pero no llegó a tener vigencia.
Cualquier restricción resuelve el “problema” de la plebe urbana: son analfabetos y no pagan impuestos. Con la sola excepción del lapso que va de 1828 a 1834, la plebe urbana está siempre excluida. Pero qué sucede con los analfabetos que sí pagan impuestos. El libro recuerda que ese es el caso de los artesanos jefes de talleres, que pagan impuesto de patente, y de los indígenas que hasta 1854 pagan una contribución. También lo es, eso se remarca menos, el de una capa de comerciantes, arrieros y medianos propietarios mestizos (“castas de mezcla”) de los pueblos rurales que pagan patentes o impuestos prediales.
Lo que recoge la autora es la cuestión de que, estando la mayor parte del periodo vigente la exclusión por analfabetismo, las diferentes normas van incorporando selectivamente o excluyendo a estos sectores, principalmente a los indígenas (la plebe urbana queda siempre fuera y los jefes de talleres de artesanos siempre dentro, sea por ser contribuyentes en general o explícitamente por “jefes de taller”). ¿Por qué abrirles la puerta?
La cuestión indígena tiene inicialmente una razón: su tributo étnico (étnico republicano hasta 1854) financia entre el 75% y el 80 % de los ingresos del Estado hasta la explotación del guano de las islas. El tema, menos claro en el libro, es que la vigencia del tributo (colectivo) protege las tierras (comunales).
Hasta 1854, cuando el tributo se elimina, el problema es menos complejo. Entre 1823 y 1826, el reconocimiento de ciudadanía exige tener tierras, industria y ciencia; y el requisito de saber leer y escribir se posterga en principio hasta que el Estado cumpla con su deber de instalar escuelas. Los indígenas tienen tierras y pagan una contribución: no hay problema. En 1834, se requiere pagar alguna contribución (es importante mencionar que está vigente la contribución de castas, no mencionada en el texto), lo que los incluye nuevamente, y en 1839 se requiere pagar alguna contribución y saber leer o escribir, restricción que no se aplica a los indígenas (hasta que el Estado funde escuelas).
La cuestión es más difícil desde 1854, cuando el Estado no protege más las tierras comunales, tema que la autora no incorpora, y estas se reparten muy desigualmente. Lo que sucede con estas tierras no está muy estudiado. Personalmente, he encontrado indígenas inscribiéndose en padrones de propietarios y pagando el impuesto predial (probablemente familias poderosas de originarios o descendientes de caciques). Hay que recordar que en el Perú no llega a implementarse una política, como en Bolivia, de reversión de tierras comunales al Estado (se llega a discutir, pero nunca se aplica). Entonces, cuando los legisladores después de 1854 mencionan el pago de impuestos o la propiedad como condición de ciudadanía, aún incluyen a estos indios “ricos” aunque analfabetos, pero ya no, probablemente, a todos.
Poderes territoriales
La pregunta, sin embargo, es ¿por qué la excepción de analfabetismo sigue rigiendo para los indígenas? Eso remite a nuestro segundo y espinoso tema: el de los poderes territoriales. El peso de la representación política de las provincias en el Congreso lo da el número de electores: si se elimina de la ciudadanía a los indígenas por ser analfabetos, el sur andino (siempre en riesgo de levantar opciones federales o secesionistas o confederales con Bolivia) pierde el peso —enorme— que ganó en la República precisamente por concentrar la mayor cantidad de población indígena, que pagaba con su tributo los gastos del Estado. Del Águila lo sospecha, pero el grueso de la discusión que la autora recoge sobre la incorporación de los indígenas es ideológico.
Ahora bien, al tener derecho al voto, ¿tienen los indígenas derecho al poder? No en realidad; el sistema electoral es indirecto la mayor parte del XIX: lo que tienen derecho a elegir son unos electores de primer nivel, que elegirán electores, que tienen a su cargo elegir autoridades o representantes (que sí son alfabetos y con rentas altas). Podría ser que, en realidad, los indígenas no sean sino número, cálculo, masa que permite mantener alta la representación de las regiones de la sierra.
Además, a diferencia de la plebe urbana, están por definición dispersos. La pregunta que no tenemos respondida es ¿realmente votan? Es difícil imaginar que indígenas de comunidades (como son la mayoría), distantes de las ciudades, caminen largas distancias (no hay carreteras, por supuesto) para votar por unos electores. ¿Todos, algunos, pocos, se desplazan uno o dos días para ejercer su derecho ciudadano? Eso es un tema aún inexplorado. No sabemos si efectivamente los indígenas participan en las elecciones. Es decir, no sabemos si todas estas leyes se usan y la ciudadanía tiene efectivamente un contenido de poder democrático. Estudios nuevos sobre la base del importante avance realizado por Del Águila en su libro deberán ir llenando este vacío.
¿Ciudadanía corporativa?
La autora se pregunta si el carácter “corporativo” fundante de la ciudadanía, término que asocia a la concesión enumerativa de derechos ciudadanos definiendo colectivos que se incluyen (artesanos, profesionales o indígenas), tiene que ver con la debilidad de los partidos políticos en el Perú. Infortunadamente, el tema se pierde en el libro, pero podría pensarse en otras hipótesis.
Con una extensión cercana a la actual, la población peruana en 1899 era poco más de un décimo de la presente (unos 3 millones de habitantes). La realidad demográfica era la de unas pocas ciudades, bastante desconectadas entre sí, y algunos pueblos controlando enormes ámbitos rurales donde vivía la mayor parte de la población, dispersa en pequeños caseríos.
En cada región, de enormes diferencias ecológicas, productivas, comerciales y étnicas, hay dinámicas de poder diferentes. Hasta 1896, élites regionales y locales organizan, conflictivamente, espacios de poder: facciones, grupos en alianza —o no— con grupos de indígenas disputan un poder enorme, pero precario. El propio sistema electoral (más allá del derecho al voto) es débil, corrupto, excluyente, faccional. Hasta 1896, cuando el sistema electoral mínimamente se organiza.
¿Por qué este espacio feudalizado, donde el poder se fragmente en unidades locales, disputado por élites locales y notables regionales, es unitario?
La pregunta, que creo que tiene que ver con la debilidad del sistema de partidos políticos en el Perú del XIX, no es tanto si se trata de un régimen de ciudadanía corporativa, cuyos argumentos no terminan de ser contundentes, sino ¿por qué la forma de organización del estado (unitario/federal) no se convierte en un clivaje importante en la definición de identidades políticas, de partidos?
Quizás la respuesta podría estar precisamente en este manejo negociado de “cuotas” de electores para las regiones, que permite una especie de pacto por el cual regiones como el sur andino se mantienen bajo un estado unitario y centralista. Es decir, élites limeñas, costeñas, abren cupos de poder a élites regionales, reconociéndoles el peso que le otorgan sus sectores populares (indios o mestizos pobres y analfabetos), y eliminan así tentaciones federalistas.
Tras la Guerra del Pacífico y la pérdida de territorios del sur, y concomitante al proceso de gran expansión de latifundios sobre tierras de indígenas hacia 1880, los poderes regionales se ordenan y dejan de estar en conflicto. Los hacendados —latifundistas— hegemonizan el espacio y controlan directamente a sus indígenas. No se requiere la negociación con la élite limeña; afirman su poder regional y pueden ceder peso nacional: el contexto para eliminar el voto de la población analfabeta se abre.
Los análisis propuestos por Alicia del Águila, sobre la base de una minuciosa recopilación de información, abren nuevos debates sobre la formación del Estado en el Perú. El libro publicado por el Instituto de Estudios Peruanos es un sólido paso adelante que alentará nuevas investigaciones.
* Socióloga, Instituto de Estudios Peruanos.
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