I
La proximidad del bicentenario remueve mis propias memorias del sesquicentenario patrio. Un evento que acaso hubiese pasado desapercibido para un joven estudiante de dieciocho años como yo de no haber sido por un breve texto que, al cuestionar las tesis centrales de la “versión oficial” de la independencia del Perú, logró convertir aquella celebración en un notable debate del que seguimos hablando cuatro décadas después. Como un “esquema tentativo” lo titularon sus autores, Heraclio Bonilla y Karen Spalding, el cual proponía ideas suficientes para sembrar la duda sobre una nutrida conmemoración que incluía la publicación de una voluminosa colección documental que estaba llamada a convertirse —en palabras de José Agustín de la Puente y Candamo— en “el gran suceso bibliográfico del siglo”. Cincuenta páginas de análisis versus 86 volúmenes de documentos. ¿Resultado? Una célebre polémica que —como ha observado Carlos Contreras— marcó la agenda de la investigación histórica peruana de las décadas siguientes. Disquisiciones historiográficas aparte, el incidente nos recuerda el potencial de las efemérides patrióticas para hacer del pasado tema de debate actual: nudos simbólicos del incesante proceso de búsqueda de una memoria común, en que tanto como los méritos historiográficos importa en qué medida se siente reflejada la colectividad en la versión de su propia historia que le ofrecen los funcionarios o los profesionales encargados de manufacturarla. Más que nunca se hace evidente en esas oportunidades que —como decía Benedetto Croce— “toda historia es historia contemporánea”.
II
Grabada a fuego en nuestra memoria, la solemne imagen del general José de San Martín declarando la independencia del Perú en la Plaza de Armas de Lima aparece como la imagen misma de nuestro nacimiento como nación. Hay que mirar a México —el otro gran centro virreinal hispanoamericano— para entender que la elección del 28 de julio de 1821 como el día de la patria ha sido y es, fundamentalmente, una opción política. Septiembre 16 de 1810 —punto de inicio del derrotado levantamiento del padre Hidalgo— y no el 28 de septiembre de 1821 —cuando se consuma el proceso independentista bajo el liderazgo de Agustín de Iturbide— es ahí la fecha elegida. ¿Podría ser Pumacahua nuestro Hidalgo siendo Iturbide nuestro San Martín? ¿Significa la opción por este último una imposición criollo-costeña a una nación diversa que se hubiese identificado más plenamente con la gesta del primero?
Hay que mirar a México —el otro gran centro virreinal hispanoamericano— para entender que la elección del 28 de julio de 1821 como el día de la patria ha sido y es, fundamentalmente, una opción política.
Ya en 1826, de la inexistencia de una voluntad colectiva se lamentaba el liberal arequipeño Benito Laso. Conspiraciones, movimientos parciales, “sacudimientos del común letargo” —afirmaba— se habían sucedido, pero sin poder “comunicar su acción a la maza jeneral de los peruanos.” ¿Cómo explicar dicha inmovilidad en medio de la “ajitación americana”? ¿Cómo explicar que se hubiese olvidado el “ejemplo de osadía” de Túpac Amaru? Explorar ese “misterio” —reconoció Laso— nos llevaría a un “descubrimiento” que “no nos sería honroso.” El peso de ese “misterio” quedaría sepultado por el tráfago de los inicios republicanos: de la “anarquía” caudillesca a la “prosperidad falaz” guanera y la “república práctica” civilista. Dos trágicos sucesos habrían de reavivarlo: la rebelión indígena de Huancané y, por cierto, la Guerra del Pacífico.
Otros dos convencidos liberales —Juan Bustamante y Manuel González Prada—articularían a partir de ellos discursos impugnadores de la república sanmartiniana. Pagó con su vida el primero sus intentos de darle una salida negociada a la protesta indígena altiplánica; verbalizó el segundo la amargura de la derrota ante las fuerzas chilenas. Coincidieron ambos en una formulación que contradecía el sentido mismo de la fundación de 1821: que no eran las poblaciones blanco-mestizas de la franja costera sino las vastas masas indígenas de la serranía quienes formaban el “verdadero Perú.” No era otro el “misterio” del Perú del que hablaba Benito Laso: que se trataba de una república fundada de espaldas al Ande, a partir de la exclusión de sus mayorías indígenas.
No era otro el “misterio” del Perú del que hablaba Benito Laso: que se trataba de una república fundada de espaldas al Ande, a partir de la exclusión de sus mayorías indígenas.
Con José de la Riva Agüero a la cabeza, los “arielistas” de inicios del siglo XX responderían a González Prada ampliando y remozando el primigenio modelo republicano. La sierra, el indio, el Inca Garcilaso y la visión de un Perú mestizo entraron en su discurso, que, de otro lado, apostaba a una oligarquía ilustrada como fórmula de gobernabilidad y a la forja de un “alma nacional” como el eje articulador de una colectividad atravesada por profundas divisiones socioculturales que el paso del tiempo se encargaría de diluir.
En manos de Augusto B. Leguía recaería la responsabilidad de traducir en plan político las tesis de Riva Agüero y sus amigos arielistas. Indigenismo, antigamonalismo y descentralismo alentaban su propuesta de una “patria nueva”, sin que esto implicara, por cierto, debate alguno sobre la naturaleza costeña y centralista de la república centenaria. A relegitimar al estado oligárquico, refrescando su repertorio de “próceres” y “padres fundadores” apuntaría, de tal suerte, la magna y dispensiosa celebración de 1921.
A relegitimar al estado oligárquico, refrescando su repertorio de “próceres” y “padres fundadores” apuntaría, de tal suerte, la magna y dispensiosa celebración de 1921.
A la emergente generación amautista le correspondería desnudar las insuficiencias de esa visión. Potenciado por las corrientes revolucionarias de la época reaparece en sus textos el espíritu del gonzalezpradismo como una formidable interpelación a la trayectoria toda de la república liberal: minimizando la trascendencia de 1821 concibe la primera centuria independiente como la mera continuidad del tiempo colonial. Por la admisión de su condición de “pueblo de indios” —sostendría Luis E. Valcárcel— pasaba la transformación del Perú en una verdadera nación. ¿Proponían un “nacionalismo andino” alternativo o apuntaban, más bien, a “peruanizar al Perú” trascendiendo los marcos de la peruanidad oligárquica?
III
La obra de tres autores fundamentales —Luis Alberto Sánchez, el ya mencionado Valcárcel y Jorge Basadre— expresa la voluntad de acomodar al marco republicano las elaboraciones radicales de los años veinte. Ya en 1927 llamaba Sánchez a desoír los excesos gonzalezpradistas y a refutar un indigenismo que —como el de Valcárcel— escindía en lugar de construir al proponer al indio como el protagonista único de la “transformación total del Perú;” criticando, de otro lado, a los arielistas, quienes, “bajo el disfraz de una prédica idealista”, rendían culto al más “parvo materialismo,” rindiéndose, asimismo, al giro autocrático iniciado con Leguía y proseguido por Sánchez Cerro y Benavides. Empezaba Valcárcel, de otro lado, el proceso que lo llevaría del indigenismo radical a la antropología aplicada, lo que suponía dotar al Estado con los mecanismos de “integración de la población aborigen” que diluyeran los “peligros” resultantes del resentimiento generado por la exclusión y el desprecio étnico. Refutando el nihilismo de González Prada tanto como el reaccionarismo de Riva Agüero, Jorge Basadre, por su parte, reafirmaba su llamado a construir una “república en forma” como marco imprescindible para la cristalización de la aún incumplida “promesa” de la “vida peruana”; visión dentro de la cual aparecía el “verdadero Perú” gonzalezpradiano como un “Perú profundo” por “peruanizar”.
La obra de tres autores fundamentales —Luis Alberto Sánchez, el ya mencionado Valcárcel y Jorge Basadre— expresa la voluntad de acomodar al marco republicano las elaboraciones radicales de los años veinte.
Y, sin embargo —acicateado por la exclusión y el centralismo—, como un caudaloso río subterráneo, seguiría reverberando el espíritu del “amautismo” radical de los años veinte. De los literatos más que de los historiadores vendrían sus grandes textos. Ciro Alegría, José María Arguedas y Manuel Scorza —para mencionar a los más distinguidos— recordarían a los lectores urbanos cuán indio era el Perú y en qué medida seguía siendo la sierra el verdadero Perú a pesar de su decreciente peso demográfico y económico. La movilización campesina de inicios de los sesenta acrecentó la verosimilitud de esas seductoras ficciones. Los poemas de Javier Heraud o las páginas delTierra o muerte de Hugo Blanco testimonian el impacto de la insurgencia rural en una nueva generación de radicales que eventualmente se propondría —como si nada hubiera cambiado en el país— retomar “el camino de Mariátegui”. Ni el propio Ejército habría de escapar de dicho influjo campesinista. Instaurando a Túpac Amaru II como precursor de una lucha independentista —cuya dimensión social, económica y cultural había quedado trunca y que, ahora, ellos prometían completar— buscarían los golpistas de octubre del 68 dotar de respaldo nacional al proyecto político liderado por el general Velasco.
IV
Con esta contradictoria acumulación llegábamos al sesquicentenario. A una comisión de distinguidos historiadores encargaría el gobierno “revolucionario” la organización de una magna celebración. Una réplica ampliada del centenario cuya nutrida agenda concurría a un bien definido objetivo: presentar a la independencia de 1821 como un acontecimiento realmente nacional; como la concreción efectiva de una amplia “voluntad general” producto de la convergencia de los anhelos populares, de la lucha ideológica de los próceres criollos y la solidaridad continental de los jefes militares foráneos.
Instaurando a Túpac Amaru II como precursor de una lucha independentista —cuya dimensión social, económica y cultural había quedado trunca y que, ahora, ellos prometían completar— buscarían los golpistas de octubre del 68 dotar de respaldo nacional al proyecto político liderado por el general Velasco.
Planteamiento que Bonilla y Spalding describirían como un intento de legitimar el presente a través de la manipulación del pasado; como una operación de encubrimiento concebida por los descendientes de los falsos próceres de 1821 destinada a cerrarle el paso a la “urgente búsqueda de una nueva identidad” por parte de sectores emergentes ávidos de inclusión y reconocimiento. No ocultaba Bonilla sus objetivos ideológicos: destruir —según reveló en una entrevista publicada a inicios de 1972— la “nacionalidad oligárquica” propiciando el surgimiento de una “conciencia histórica al servicio de la liberación del hombre”. Si para algunos había que agradecer el surgimiento de “voces diferentes y perturbadoras” en medio de tan nefasta “contaminación ambiental” (Pablo Macera), llamaban otros a impedir la difusión de “interpretaciones marxistas de nuestra historia” que apuntaban a restarle méritos a quienes nos habían legado la libertad (El Comercio). El hilo de la discusión se pierde bajo el alud de intercambios en que no estuvo ausente la sátira, el insulto y el macartismo.
¿Cómo explicar el inusitado impacto del “esquema tentativo” de Bonilla-Spalding? Acaso, más que de su profundidad historiográfica, provenía del hecho de pasarle factura al establishment intelectual por haber pretendido imponer —apoyándose en esta ocasión por un masivo trabajo de edición documental— una versión de la fundación nacional que desplazaba a las márgenes a las elites regionales, a las provincias y a los sectores populares; arrebatándoles así el control del pasado y abriendo un curso cuestionador de insondables consecuencias ideológicas. ¿Habremos de ser testigos en el 2021 de una polémica similar?
Aunque las naciones se construyen desde arriba — como ha observado Eric Hobsbawn—, a menos que se les analice también desde abajo —esto es, considerando los anhelos e intereses de la gente común— no puede ser cabalmente entendido su desarrollo.
Una “revolución historiográfica” (Peter Klaren) media entre nosotros y el sesquicentenario. No es posible, a la luz de sus hallazgos, reiterar los simplismos patrioteros —tanto como su contraparte marxista— de 1971. Ha revelado esta, por el contrario, la singular complejidad del proceso emancipatorio en el Perú, incidiendo en las maneras peculiares en que los líderes criollos peruanos procesaron su patriotismo: vía la búsqueda de soluciones políticas más que militares como buenos habitantes de la más prominente “ciudad letrada” sudamericana. Desde ese punto de partida, el siglo XIX no es más ese páramo histórico dominado —como decía González Prada— por “bárbaros de la espada,” mera continuidad de la dominación colonial, sino un tiempo de vital experimentación. Y de esa esa acumulación historiográfica deriva una más densa y compleja comprensión del fenómeno republicano. Como el marco inevitable del proceso político del Perú independiente aparece hoy la república fundada por San Martín. Y a la par con ello, a partir de su exploración desde la periferia del sistema político, nos recuerdan otras vertientes las dramáticas luchas desplegadas para alterar su elitismo inveterado y su distintiva precariedad. Aunque las naciones se construyen desde arriba — como ha observado Eric Hobsbawn—, a menos que se les analice también desde abajo —esto es, considerando los anhelos e intereses de la gente común— no puede ser cabalmente entendido su desarrollo.
¿Es traducible esta renovación historiográfica en una sólida conciencia histórica capaz de responder a nuevos intentos de manipular el pasado en concordancia con intereses particulares? No necesariamente. Difícil vaticinar, en todo caso, el contexto político en que tendrá lugar la celebración. Es de esperarse, por supuesto, que se haya perfeccionado la promisoria democracia de que gozamos. A los propios profesionales de la Historia, asimismo, cabe una responsabilidad fundamental: que la visión de una nación múltiple y diversa forjada en archivos y bibliotecas interactúe con las experiencias colectivas generando un mutuo proceso de enriquecimiento, un imprescindible diálogo entre compatriotas que prepare las condiciones para responder —tanto desde la academia como desde la opinión pública— a cualquier intento de reedición de la “borrachera nacionalista” de 1971. ¿Será suficiente la próxima década para acometer esta tarea fundamental?
* Estudió Historia en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad de Columbia, Nueva York. Actualmente es profesor principal en City University of New York.
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