Desde sus inicios a finales de la década de 1970, la primera, y en la segunda mitad de la de 1980, la segunda, Aidesep (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Amazonía Peruana) y Conap (Confederación de Nacionalidades de la Amazonía Peruana) han seguido caminos divergentes. Mientras la primera se declaró defensora de los derechos fundamentales de los pueblos indígenas enarbolados por el movimiento indígena del mundo entero (territorio, autodeterminación y educación intercultural bilingüe, entre los principales), la segunda adoptó un enfoque “mixto”, por llamarlo de alguna manera, aunque confuso sería un mejor término, en el que combinaba loas al poder (en una carta de febrero de 1988, la directiva declaró “protector del pueblo amazónico” al ministro de Agricultura que había paralizado los trámites de titulación de las comunidades) con afirmaciones de tipo clasista: los indígenas somos parte de una clase social explotada, y como tal debemos aliarnos con los otros sectores que la integran para luchar en conjunto por derechos comunes.
Estas divergencias tienen que ver con quiénes fueron en cada caso los impulsores de estas organizaciones. En el caso de Aidesep, las simientes fueron líderes que provenían de comunidades de tres zonas que enfrentaban problemas que les llegaban de fuera. Los ashaninkas del Perené reaccionaban contra una colonización agobiante que había comenzado a invadir sus tierras a mediados del siglo XIX, pero que por entonces se agravaba por los nuevos planes para asentar inmigrantes andinos y construir carreteras de penetración. Los shipibos del Ucayali reclamaban el control de sus cochas, fuente principal de abastecimiento de proteína animal, aspecto que la ley de comunidades nativas (dada en 1974) no había considerado. Los awajun, por su parte, buscaban apoyo para echar de sus comunidades al cineasta alemán Werner Herzog, empeñado en filmar en sus tierras una película que, tomando elementos de una trágica realidad, aludía a un cauchero sanguinario (Carlos Fermín Fitzcarrald, cuyo nombre era apenas modificado por una letra: Fitzcarraldo) como un hombre amante de la ópera. Estos líderes se vincularon a un grupo de personas que, no obstante sus diversas profesiones y ocupaciones, tenían en común la voluntad de apoyar las reivindicaciones de las comunidades locales, así como sus iniciativas de asociación para que enfrentaran mejor sus problemas.
En el caso de Conap, es probable que los aires clasistas le hayan llegado de la principal de sus bases, la Feconaya (Federación de Comunidades Nativas Yanesha). Esta había sido fundada en 1980 por un líder yanesha que mantenía un fuerte vínculo con el Partido Comunista Unificado (PCU) y un joven ashaninka que trabajaba como obrero en una fábrica en Lima, cuyo sindicato estaba afiliado a la Central General de Trabajadores del Perú (CGTP), base a su vez del citado PCU. Ellos se habían encargado de liquidar una iniciativa autónoma anterior, llamada Congreso Amuesha, constituida en 1969, y terminaron por afiliar a la federación a esa central sindical. No obstante, en 1987, año de fundación de Conap, hacía ya varios años que Feconaya había migrado hacia las posiciones indianistas manejadas por el Consejo Indio Sudamericano (CISA). Pero los aires clasistas también le llegaron de profesionales de ONG que impulsaron su fundación.

A lo largo de su conducción, Conap ha sido entusiasta defensora de las políticas extractivistas impulsadas por empresas trasnacionales, ampliamente favorecidas por leyes y exenciones tributarias del Estado.

Cada una de estas dos organizaciones nacionales ha experimentado cambios en sus planteamientos originales. A Conap le duró poco tiempo su discurso clasista. Tal vez nada, porque en realidad no fue más que una apariencia, ya que al mismo tiempo que propalaba consignas en ese sentido, glorificaba al poder de entonces (como en el caso del ministro que antes he mencionado), responsable de masacres perpetradas en los penales en 1986 y de faenas históricas, como la del dólar MUC (Mercado Único de Cambios). No recuerdo haber leído nada acerca de debates ideológicos en los que sus bases analizaran su concepción inicial y determinaran la necesidad de una drástica mudanza. Asumo entonces que esta se debió a la llegada de un líder awajun de espíritu pragmático, quien presidiría la confederación durante más de 15 años. A lo largo de su conducción, Conap ha sido entusiasta defensora de las políticas extractivistas impulsadas por empresas trasnacionales, ampliamente favorecidas por leyes y exenciones tributarias del Estado. Después de su alejamiento de la confederación, ese líder ha hecho lo mismo, unas veces desde las empresas y otras desde el Estado. Él suscribe el planteamiento del gobierno actual (y de los que lo precedieron) acerca de que esas políticas les acarrearán riqueza a los indígenas o, al menos, servirán para que el Estado financie programas destinados a paliar la pobreza extrema (antes se decía que eran para atenuar las medidas de ajuste estructural), en una dinámica que ya se prolonga por más de cuatro décadas sin que se tenga otro resultado que precisamente el contrario: el aumento de la pobreza y de la dependencia de los beneficiarios, en los cuales han logrado inocular la convicción de que, en efecto, ellos son miserables.
Por su parte, Aidesep mantuvo sus planteamientos originales hasta el último levantamiento que tuvo a Bagua como escenario (2009), aunque, como lo he señalado en otros textos, la organización llegó herida a ese evento por una crisis interna que amenazaba con dividirla porque algunas de sus bases no reconocían a la directiva, acusándola de haber sido reelegida por medios fraudulentos. Aunque el levantamiento de mediados de ese año sirvió para poner las contradicciones en segundo plano, estas volvieron a aflorar como consecuencia de la crisis desatada después del llamado “Baguazo”. Ignoro si después Aidesep ha tenido iniciativas serias para enfrentar esa crisis, pero lo que es objetivo es que los problemas han continuado agravándose. La punta del iceberg que ha acercado a esta organización a los planteamientos de Conap ha sido un convenio (firmado el 11 de junio de 2012, pero hecho público por una filtración no deseada recién a fines de ese año) entre la dirigencia y la empresa petrolera Petrobras que tiene por finalidad “establecer las bases para articular esfuerzos comunes […] para el desarrollo de acciones conjuntas que lleven al cumplimiento de los objetivos organizativos al interior de las comunidades permitiendo mantener relaciones armoniosas entre las Comunidades Nativas y la Empresa Privada”. 1
El acuerdo es sorprendente. Se trata de una venta de primogenitura por un plato de lentejas donde lo importante no es la cantidad, sino la renuncia de principios coherentemente sostenidos por la organización a lo largo de más de treinta años de vida. Es un acuerdo a cambio de cerrar la boca, de callarse, que incluye cuestiones tan absurdas como el supuesto de que las partes contratantes tienen objetivos confluyentes para fortalecer la organización de las comunidades indígenas. Las justificaciones de Aidesep no faltan, y en este caso la principal es que esta es una manera de hacer pagar a las empresas por las riquezas que se llevan de las comunidades para con los fondos construir la propuesta del Buen Vivir. Y las empresas están felices por tan grande contribución que les garantiza seguir contaminando. La mencionada filtración permitió además conocer que no se trataba de un hecho aislado, sino de una dinámica establecida por Aidesep, quien había ya tocado las puertas de otras petroleras.

Más grave que estos acuerdos secretos de financiación y renuncia de derechos es lo que Aidesep no hace en un momento tan crucial como el actual, cuando la región entera enfrenta el más terrible asalto a sus derechos por parte de megaproyectos y de actividades extractivas.

A este hecho han sucedido otros de menor cuantía, pero de similar significado. Entre ellos puedo mencionar el acuerdo entre Aidesep y Comaru (Consejo Machiguenga del Río Urubamba), ORAU (Organización Regional de Aidesep Ucayali) y otro para: “No iniciar ninguna acción legal contra la ampliación de actividades hidrocarburíficas del Lote 88 del proyecto Camisea a cargo de Pluspetrol”. Esta ampliación había sido cuestionada por organizaciones indígenas e instituciones de derechos humanos debido a la existencia de población indígena aislada en una zona aledaña. Tan grave como el acuerdo es el argumento que figura en él, de no “seguir actuando acorde a intereses e ideales de las ONG’s”, con el cual ciertamente Aidesep da carne al Gobierno y a las empresas para que refuercen su prejuicio de que tras de las protestas sociales están siempre instituciones y personas manipuladoras financiadas por la cooperación internacional.
Sin embargo, más grave que estos acuerdos secretos de financiación y renuncia de derechos es lo que Aidesep no hace en un momento tan crucial como el actual, cuando la región entera y, con ello, la población a la cual se debe enfrenta el más terrible asalto a sus derechos por parte de megaproyectos y de actividades extractivas. Decenas de hidroeléctricas (solo en el caso del Marañón se plantea construir 22 de ellas) duplicarán las necesidades previstas para el Perú en 2020; este incremento no está pensado como un salto espectacular en las metas de desarrollo nacional, sino como la generación de excedentes de energía para ser vendidos a Brasil, a costa del derecho a la subsistencia de los más débiles y desprotegidos del país, como son los indígenas y campesinos, y del deterioro del patrimonio natural de la nación. El 70% de la región ha sido parcelada en lotes petroleros que se ofertan a empresas con una euforia que, al menos en parte, encuentra su explicación en los datos filtrados por los llamados petroaudios en 2008, que finalmente solo sirvieron para acusar a quienes los grabaron. Los proyectos de ejes multimodales (carreteras y ríos cuyas condiciones de navegabilidad deben ser mejoradas mediante dragado de lechos e infraestructura portuaria) se multiplican a una velocidad que deja poco tiempo para reflexionar sobre sus consecuencias y utilidad, y que a veces incluso duplican iniciativas similares, como es el caso del eje Iquitos-Yurimaguas con el ferrocarril que el Gobierno Regional de Loreto quiere construir para enlazar esos mismos extremos. ¿Cuántas de estas obras se proyectarán con el mismo criterio irresponsable de la carretera Interoceánica Sur, terminada apenas hace pocos años y ya amenazada por la destrucción de unos 80 km de su plataforma a causa de la inundación que generará la represa de la hidroeléctrica de Inambari? ¿Cuántas de ellas usarán la misma lógica tramposa de esta carretera supuestamente construida para convencer a exportadores brasileños que embarquen sus productos por Ilo o Mollendo, puertos precarios a los cuales llegarán después de atravesar un territorio normalmente difícil, no solo por las alturas cordilleranas que deben transitar, sino también por los continuos bloqueos de carreteras, consecuencia de gobiernos que irritan a su población con medidas arbitrarias? Es evidente que tales exportaciones no se están realizando y que el beneficio mayor de la carretera ha sido la construcción en sí hecha por empresas brasileñas que aseguraron sus intereses en el contrato con cláusulas que disponen que si no se recaudan mediante el cobro de peaje los fondos esperados, el Estado peruano deberá pagar el saldo.
Frente a este asalto, ¿qué hace Aidesep, qué dice?
No obstante esta pérdida de rumbo de Aidesep, no sería justo señalar que las dos organizaciones están en lo mismo. En el caso de Aidesep, no se puede olvidar ni su trayectoria, que la enaltece, ni tampoco el hecho de que muchas de sus bases sigan dando peleas contra iniciativas avasallantes que impulsan megaproyectos extractivos y de construcción de infraestructura, y que, como es ya bien conocido, cargan el costo del progreso a las comunidades locales, mientras que las ganancias (algunas obtenidas por medios “informales” para usar un término ahora muy en boga a raíz de la condena de los pequeños mineros) se concentran en muy pocas manos.
Es justamente a dos de estas batallas a las que quiero ahora referirme para cerrar este texto. Una de ellas tiene que ver con la explotación minera en la Cordillera del Cóndor. La historia comenzó en 1999, cuando el Estado la declaró como zona reservada, ampliándola un año más tarde para incluir la Cordillera de Kampankis, que marca la frontera entre Amazonas y Loreto. Todo esto se hizo de común acuerdo con las organizaciones indígenas.
Mediante un proceso largo y conflictivo, las partes finalmente lograron un acuerdo que es, precisamente, la finalidad establecida para la consulta previa por el Convenio 169 de la OIT. Era uno de los primeros procesos de consulta, hecho antes de la ley que hoy día desnaturaliza este mecanismo, y que había llegado a una propuesta de consenso. En fin, era un excelente comienzo, y tanto la metodología empleada como los resultados obtenidos debieron haber servido para futuras consultas. Los acuerdos alcanzados en 2004 incluían la declaración de un parque nacional en las cumbres de la Cordillera del Cóndor, ahí donde se ubican las nacientes de los ríos que fluyen hacia el Marañón; de una reserva comunal en la parte media de ella y, finalmente, de la ampliación de los territorios titulados de las comunidades, a fin de hacerlos colindar con la mencionada reserva. De esta manera, el Estado protegería el medio ambiente de una zona sensible por ser cabecera de cuenca y contar con especies endémicas (entre ellas, el tayo o huácharo, Steatornis caripensis) y los awajun mantendrían a salvo sus derechos en esta parte de su territorio ancestral, preservándolo de la amenaza de actividades extractivas contaminantes, concretamente, de la explotación aurífera propuesta para la zona por algunas empresas.
Pero el Estado violó su palabra. La descarada injerencia de la empresa minera Afrodita consiguió, en 2007, que el parque fuese declarado solo en el 58% de su extensión original, determinándose que el resto del área fuese destinada a la explotación minera. La decisión no soporta el menor análisis. ¿Si esa extensión fue declarada con la categoría más estricta de área natural protegida, teniendo en consideración su fragilidad, el hecho de ser cabecera de cuenca y las especies que alberga, por qué el 42% restante, que tiene las mismas características ambientales y de composición florística y faunística, sí puede ser sometida a una de las actividades más bárbaras desde el punto de vista de su potencial contaminante como es la minería? Ninguna razón sana intentaría una respuesta.
No es el momento para referirme a todos los atropellos y actos irregulares posteriores del Estado relacionados con este hecho, como: declarar que las protestas de las organizaciones locales son producto de la manipulación de terceros, acusar de violentistas a los dirigentes y denunciarlos penalmente, aceptar que el Ejército sea contratado para brindar protección a una empresa privada, además de otros. Tomaría mucho tiempo y excedería el espacio destinado a esta presentación.
El otro caso tiene como escenario las antiguas cuencas petroleras del Loreto: Pastaza, Corrientes, Tigre y Marañón, y convoca a organizaciones indígenas que representan los derechos de comunidades asentadas en tres de ellas: Fediquep (Federación Indígena Quechua del Pastaza), Feconat (Federación de Comunidades Nativas del Tigre) y Acodecospat (Asociación Cocama de Desarrollo y Conservación de San Pablo de Tipishca). Ellas han formado una plataforma llamada Puinamudt (Pueblos Indígenas Amazónicos Unidos en Defensa de su Territorio), que tiene por finalidad plantear al Estado una serie de demandas en los campos ambiental y social como requisito previo al proceso de consulta para la licitación del lote 192. Se trata de la nueva denominación del lote que hasta hoy es conocido como 1AB, operado por Pluspetrol, mediante un contrato que finaliza en 2015. Hasta hace muy poco, una cuarta organización, Feconaco (Federación de Comunidades Nativas del Corrientes), integró esa plataforma. Su apartamiento se debió a maniobras que ahora no voy a abordar.
Desde su constitución no son pocos los logros conseguidos por Puinamudt. En primer lugar, lo que ha sido fundamental, despertar al Estado de su marasmo para hacerle ver que en las cuencas habitadas por sus comunidades de base existen problemas de contaminación ambiental y de afectación de la salud de las personas. Esta verdad incuestionable no ha sido tal para anteriores gobiernos, y la verdad es que no termina de serlo tampoco para este. La negación de lo evidente se produce dentro de una escala de gradación que va de una actitud estúpida a otra que se explica por el intento de evadir una realidad abrumadora. Ejemplo de lo primero fue el que dio un funcionario de Perúpetro en una asamblea de Acodecospat (río Marañón), en la cual señaló que la contaminación de ese y los ríos que en él desaguan, todos ubicados en zona de actividad petrolera desde hace más 44 años, no se debía a la explotación de hidrocarburos sino a la minería informal en Madre de Dios (un río que no tributa en el Marañón), a bombas arrojadas en Japón (no precisó si hablaba de Hiroshima y Nagasaki) y, en última instancia, a la extracción petrolera en Ecuador (¿si acepta que la actividad contamina allá, por qué no aplica el mismo criterio acá?). Un ejemplo de la segunda actitud es la expresada en el proyecto de resolución para crear la Mesa de Diálogo que se encargue de encarar los problemas de esas cuencas. El documento justifica dicha creación como una manera de responder a las “inquietudes” (sic) ambientales de las federaciones indígenas, en vez de aceptar frontalmente el Estado su responsabilidad histórica de encarar uno de los casos más brutales de contaminación y de agresión a la salud de los ciudadanos. Incluyo unos pocos datos de los análisis de suelos y agua realizados por organismos del Estado para que se tenga en cuenta la gravedad del tema. El 70% de las muestras tomadas por OEFA superan el límite permitido de hidrocarburos totales de petróleo (TPH, por sus siglas en inglés), y existen lugares que alcanzan porcentajes altísimos, como las quebradas de Ismacaño (92 veces más de los límites máximos permitidos) y de Ushpayacu (23 veces más). La quebrada Ullpayacu y la cocha Chirunchicocha superan, respectivamente, en 222 y 382 veces más los estándares nacionales de calidad de aguas de TPH. Todos estos lugares pertenecen a la cuenca del Pastaza, pero análisis realizados en el Tigre, Corrientes y Marañón presentan resultados similares. ¿Puede la alarma de la población frente a estos resultados ser calificada como “inquietudes”?
Sirvan los ejemplos de Puinamudt y de Odecofroc para indicar que a pesar del deterioro que se percibe en algunas organizaciones, hay unas que siguen dando batalla en la defensa de los derechos colectivos e individuales de los miembros de las comunidades a las que representan. Y hay otras, como CARE (Consejo Ashaninka del Río Ene), que bajo el liderazgo de Ruth Buendía Mestoquiari ha logrado detener dos proyectos hidroeléctricos (Paquitzapango y Tsomabeni) que iban a inundar gran parte de la cuenca, afectando de esta manera a miles de pobladores ashaninkas que hace apenas veinte años sufrieron tragedias a causa de la subversión.

La agenda en el ámbito nacional marcha separada de la de las federaciones, como si se tratara de organizaciones independientes, enfrascada en un galimatías sobre el Buen Vivir.

En el caso de Puinamudt destaco que sus esfuerzos están dirigidos a que el Estado y la empresa encaren los problemas de contaminación que han creado, respondan con medidas concretas a la urgencia de solucionarlos y destinen parte de las ganancias de la actividad petrolera en beneficio de quienes, hasta ahora, no han recibido más que impactos negativos. Y todo esto debe quedar en acuerdos claros que constituyan el principal requisito para dar paso al proceso de consulta previa para la licitación del lote 192. En el caso de Odecofroc, su reclamo responde a que el Estado cumpla los acuerdos de una consulta realizada hace diez años, ejemplar en el sentido de haber logrado la finalidad dispuesta en el Convenio 169, y sea coherente con su política de conservación, porque entregar la mitad de un área a este fin y disponer que el resto sea expuesto a la contaminación es también una opción que califica de estupidez, de esquizofrénica.
En todos los casos citados es lamentable señalar la ausencia de apoyo frontal por parte de Aidesep a sus bases, que, no obstante, no cuestionan su asociación en señal de respeto a sus logros históricos. Si una federación da pelea con sus bases y en su zona, el rol de la instancia nacional debe ser darle apoyo decidido en el ámbito en que se mueve, saliendo a la prensa, buscando aliados nacionales e internacionales, dialogando con el Estado y, en su momento, denunciándolo por incumplimiento de su palabra ante la OIT y otras instancias internacionales. Es decir, haciendo lo que se llama incidencia, que es, a su vez, educación ciudadana sobre la base de desmentir la falacia del desarrollo que conllevan las industrias extractivas. Nada de esto ha sucedido hasta el momento en los casos que reseño. La agenda en el ámbito nacional marcha separada de la de las federaciones, como si se tratara de organizaciones independientes, enfrascada en un galimatías sobre el Buen Vivir, cuando precisamente lo que hay que hacer es luchar contra las condiciones que han introducido el mal vivir, que hoy, por desgracia, cuenta con adeptos dentro del mismo mundo indígena. Recuperar la articulación organizativa es una tarea pendiente que sin duda le devolverá a la organización indígena la fortaleza que antes tuvo.

* Antropólogo peruano de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, dedicado desde hace 45 años al trabajo relacionado con derechos colectivos de los pueblos indígenas amazónicos.
Foto por Billy Hare.

  1. A cambio de un aporte de 200.000 soles por parte de la empresa, Aidesep “se compromete a mantener indemne y a eximir de cualquier reclamo, acción o demanda entablada en contra de Petrobras, sea de índole administrativa, penal, civil comercial, etc., sin que esta enumeración sea limitativa, por parte de integrantes de su organización que se relacionen con el presente convenio, sea de manera directa o indirecta” .