La corrupción está de moda. Pocos fenómenos tienen una presencia tan pródiga en los discursos públicos y privados, en los medios de comunicación, en la agenda de organismos no gubernamentales o en las protestas sociales. Curiosamente, eso sucede recién en los últimos siete u ocho años, después de la caída de Fujimori, cuyo gobierno es visto por la mayoría de los peruanos como el más corrupto en la historia reciente del país. Las razones para esta súbita irrupción de la corrupción en la conciencia pública no están del todo claras; puede ser que exista un incremento efectivo de actos corruptos, puede ser también que la incidencia siga igual, pero es más fácil descubrirla y denunciarla. O quizás se expresa sólo una mayor voluntad de hablar abiertamente sobre un tema bochornoso que antes fue tratado como un tabú. La verdad es que no sabemos qué está pasando. Es posible que sólo estemos viendo la punta del iceberg, puede ser también que exista mucho más discurso sobre el tema que actos reales de corrupción.
Las restricciones normativas de la lucha contra la corrupción
Lo que sí sabemos es que en las últimas dos décadas la comunidad internacional ha lanzado una enorme cantidad de iniciativas y campañas para erradicar prácticas corruptas y promover el “buen gobierno”. Organismos transnacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional otorgaron a la lucha contra la corrupción un lugar privilegiado en sus agendas y diseñaron una serie de programas para buscar salidas de un mal aparentemente endémico. Instituciones no gubernamentales, entre las cuales destaca Transparencia Internacional, se han unido a la lucha.
El consenso anti-corrupción se sustenta en una perspectiva normativa que presenta a la corrupción como una disfunción institucional que aflora siempre y cuando las políticas económicas no hayan sido bien diseñadas, el nivel de educación sea bajo, la sociedad civil subdesarrollada y la accountability del sector público, débil.
El consenso anti-corrupción se sustenta en una perspectiva normativa que presenta a la corrupción como una disfunción institucional que aflora siempre y cuando las políticas económicas no hayan sido bien diseñadas, el nivel de educación sea bajo, la sociedad civil subdesarrollada y la accountability del sector público, débil. En coincidencia con esta visión, las instituciones que abanderan la lucha contra este “cáncer” afrontan el problema mediante soluciones técnicas, principalmente reformas administrativas y mecanismos de control. Su enfoque trata a la corrupción como un conjunto de incidencias objetivas y mensurables, y no ha reservado lugar alguno para considerar variaciones histórico-sociales, procesos de legitimación o la percepción de los actores. Esta perspectiva se ha vuelto tan universal, tan parte de un sentido común generalizado que cualquier voz discordante corre el riesgo de ser acusada de apología de la corrupción, de defender lo indefendible.
El Plan Anticorrupción lanzado por la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) en diciembre pasado se inserta en este sentido común hegemónico. Es un revoltijo de las propuestas habituales que ofrecen los planes anticorrupción, tool kits y source books que se pueden obtener en internet por docenas y cuyo repertorio, un tanto monótono, pone énfasis en la simplificación administrativa, órganos de supervisión, una reorganización del sistema de contrataciones y adquisiciones, una estrategia judicial eficaz y otros instrumentos administrativos y legales similares. Obviamente, no puede faltar la participación ciudadana como “piedra angular” en la lucha contra la corrupción.
El problema es que el impacto esperado de estas medidas se sustenta más en deducciones “lógicas” que en evidencia comprobada, y en la mayoría absoluta de los casos, se aplican los instrumentos sin una sólida base teórica ni empírica. En vez de buscar sustento en unacomprensión desapasionada del fenómeno, la lucha contra la corrupción se reduce a una simple batalla entre el bien y el mal, con los resultados que todos conocemos: las campañas contra la corrupción, dicen Visvanathan y Sethi 1, siempre fueron vistas con entusiasmo al comienzo y con cinismo al final.
En coincidencia con esta visión, las instituciones que abanderan la lucha contra este “cáncer” afrontan el problema mediante soluciones técnicas, principalmente reformas administrativas y mecanismos de control.
Estudios que sometieron las estrategias anti-corrupción a una validación empírica han encontrado que el éxito depende ampliamente del contexto político y social específico en el cual están situados 2. Quiere decir que antes de diseñar los instrumentos para combatirla, se deberían identificar los principales tipos de corrupción que se presentan en un determinado país y sus implicancias sociales (que son mucho más heterogéneas que lo que deja entender la definición hegemónica de la corrupción impuesta por el Banco Mundial, como “abuso de un cargo público para el beneficio privado”), sus causas y los factores que inducen a su persistencia. No solo en el caso peruano falta mucho todavía para tener siquiera una aproximación medianamente fundamentada a estos factores; en general, existe una gran necesidad de estudios empíricos al respecto.
Corrupción y justicia social
Por otro lado, considero que el interés por una explicación seria de la persistencia de la corrupción y el diseño de estrategias eficientes para su eliminación, pasa necesariamente por la ruptura con la political correctness de los enfoques hegemónicos. Lo primero que me viene en mente es una posición expresada hace medio siglo por David Bayley, uno de los llamados “revisionistas” 3 de esa época que se acercaban al tema de la corrupción con un mordaz pragmatismo. Dice Bayley que la corrupción sólo puede ser considerada como negativa en la medida que la normatividad contra la cual atenta es considerada como superior; en palabras de Susan Rose-Ackerman, una de las estudiosas más acreditadas en el tema de la corrupción, “uno no condena a un judío por sobornar su salida de un campo de concentración”. 4.No es necesario llegar a estos extremos; bastaría con una fuerte sensación de indignación moral y el sentir de injusticia social para que la corrupción adquiera un cierto nivel de aceptación de facto en la población (más allá de los discursos que la condenan); lo cual, obviamente, hace más difícil su eliminación.
Bastaría con una fuerte sensación de indignación moral y el sentir de injusticia social para que la corrupción adquiera un cierto nivel de aceptación de facto en la población (más allá de los discursos que la condenan); lo cual, obviamente, hace más difícil su eliminación.
Está clara la cuestión de fondo: ¿qué si el problema principal no es la transgresión sino la norma? En un estudio que hice el año pasado sobre la reconstrucción después del terremoto de agosto 2007 en Ica, encontré lo que en una oportunidad llamé el “Estado hámster”, pensando en ese animalito gracioso en su rueda que corre y corre a toda velocidad sin avanzar a ninguna parte. Mucho movimiento (burocrático) pero ningún resultado, esa es también la fórmula que mejor describe la espesura legal y administrativa que obstaculiza –hasta la fecha– la reconstrucción de las viviendas en el sur. No puedo evitar pensar, nuevamente, en los “revisionistas”, quienes sostenían que una dosis mesurada de corrupción puede corregir los tropezones de gobiernos y burocracias ineficientes.
Pero lo que más me interesa aquí es otro aspecto: en situaciones como esta, la denuncia de los casos de corrupción (que sin duda ha habido) conviene al Estado porque dirige la atención hacia la transgresión, cuando el problema mucho más grave es la norma. En todo caso, es más cómodo echarle la culpa a un puñado de “manzanas podridas” y no al sistema cuando las cosas no funcionan.
En su estudio sobre la corrupción en Nigeria, el antropólogo Daniel Jordan Smith [/ref] encontró una condena retórica de la corrupción tan generalizada como su práctica en la vida cotidiana. 5. Vale resaltar que se refiere a “cosas” de fondo, relacionadas con la justicia social en un sentido bastante amplio; algo muy parecido encontré en un estudio sobre la pequeña corrupción en Ayacucho. 6
El sentido de exclusión e injusticia, muy presente en amplios sectores de la población peruana, puede llevar a una justificación de la corrupción en los hechos, aunque no fuese admitido explícitamente. Eso lo encontró también el politólogo Jong-Sung You, de la Universidad de Harvard, en un interesante intento de analizar la corrupción con la teoría de la justicia de John Rawls. Llega a la conclusión de que en ciertas circunstancias, la corrupción puede justificarse, en la medida que “normas injustas… otorgan justificación parcial para la corrupción como autodefensa” 7. Mientras la constelación política de un país tenga como eje principal la injusticia –entendida en términos de Rawls como falta de una “posición inicial de igualdad”– el uso de un cargo público para el beneficio de todos viene a ser un acto de voluntarismo. El “buen gobierno” y la reforma de la administración pública no ofrecen respuestas satisfactorias a esta cuestión.
Entender la corrupción como práctica social compleja
La corrupción es una práctica social compleja con sus variaciones locales. La (i)legitimidad no existe en el vacío social; si algo es considerado o no como un acto corrupto, depende mucho de factores sociopolíticos y no está demás preguntarse quién tiene el poder para definir estos parámetros.
Por si acaso: lo que digo no tiene en absoluto la intención de banalizar el problema de la corrupción; justamente porque es un problema, es necesario llegar a una comprensión más sólida. Pero insisto en que la corrupción es una práctica social compleja con sus variaciones locales. La (i)legitimidad no existe en el vacío social; si algo es considerado o no como un acto corrupto, depende mucho de factores sociopolíticos y no está demás preguntarse quién tiene el poder para definir estos parámetros. En este sentido, el análisis de la corrupción debe empezar con la relación existente entre el Estado y la sociedad; me parece un error analítico (y estratégico) aislar la corrupción como fenómeno que puede entenderse –y combatirse– en sus propios términos.
Si las formas y la incidencia de la corrupción se encuentran fuertemente influenciadas por el contexto social específico, entonces es razonable concluir que los esfuerzos para su reducción deben ser adaptados a ese contexto. Estoy convencido de que no hay soluciones “de molde”, universalmente aplicables. Una lucha exitosa contra la corrupción obviamente requiere más que sólo cosméticas institucionales.
* Antropólogo, investigador del IEP.
- Visvanathan, Shiv y Harsh Sethi: Foul Play. Chronicles of Corruption. Nueva Delhi, Banyan Books, 1998. ↩
- Véase, entre muchos otros, Haller, Dieter y Cris Shore (eds.). Corruption. Anthropological Perspectives. Londres y Ann Arbor, Pluto Press, 2005. Blundo, Giorgio y Jean-Pierre Olivier de Sardan (eds.), Everyday Corruption and the State. Citizens & Public Officials. Londres y Nueva York, Zed Books, 2006. ↩
- Los “revisionistas” eran un grupo de estudiosos –Samuel Huntington, James Scout, Colin Leys, Nathaniel Leff, David Bayley, entre otros– en los años sesenta del siglo pasado, que defendieron la idea de que la corrupción, en ciertas circunstancias, puede ser de utilidad social. Para ellos, la corrupción era una consecuencia inevitable –en realidad, un indicio– de la modernización. En el peor de los casos se trataba de un mal necesario, en el mejor, consistía en una fuerza positiva capaz de promover el crecimiento económico. ↩
- Rose-Ackerman, Susan. Corruption. A Study in Political Economy. Londres y Nueva York: Academic Press, 1978, p. 9. ↩
- Daniel Jordan Smith: A Culture of Corruption. Everyday Deception and Popular Discontent in Nigeria. Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2007.Ante esta aparente contradicción, Smith afirma que el enojo y la frustración de los nigerianos en relación con la corrupción se deben a la opinión “que las cosas podrían y deberían ser diferentes” 8 Ibíd., p. 324. ↩
- Huber, Ludwig: Romper la mano. Una interpretación cultural de la corrupción. Lima, IEP, 2008 ↩
- Jong-Sung, You: “Corruption as Injustice”. Ponencia presentada en la Reunión Anual de la Midwest Political Science Association, Chicago 20 al 23 de abril 2006. (irps.ucsd.edu/assets/003/5297.pdf). ↩
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