Los usos de la categoría “indígena” por el Estado y los derechos que este ha conferido no han seguido un patrón constante. La categoría de “comunidades indígenas” aparece en la legislación republicana en la Constitución de 1920, promovida por un gobierno de tipo autoritario paternalista. Posteriormente, varios actores sociales impulsaron un proyecto de desindianización o desindigeneización de la población rural serrana, expresado a través del uso de categorías como “campesino” o “andino”. Este llega a su institucionalización legal con el cambio de nombre de “comunidad indígena” por el de “comunidad campesina” y “comunidad nativa” en el marco de la Reforma Agraria durante el régimen populista autoritario de Juan Velasco. Hoy día el Estado, en el marco de un régimen democrático y multicultural (al menos formalmente) y ante un contexto global diferente, vuelve a inscribir el término “indígena” en la legislación, y retoma su tradición de establecer criterios para definir quiénes cuentan como tales. En estos casos, el atribuir —o negar— una identidad estatutaria de indígena a una población determinada se encuentra fundamentalmente ligado a formar un tipo de ciudadanía diferencial, desigual o particularista. Varios otros Estados han estado y están lidiando con parecidos rompecabezas a partir del momento que intentaron implementar políticas públicas dirigidas a los pueblos indígenas.
Cabe subrayar que no es mi propósito criticar ni el fundamento, ni la legitimidad, ni los usos potencialmente democratizadores de la nueva relación entre el Estado peruano y un sector importante de la población que se está construyendo con la Ley de Consulta Previa. Ciertamente, visto del lado de los sectores que luchan por el reconocimiento de los derechos indígenas, la misma labor de elaboración de una base de datos podría ser visto como un logro político mayor. A través de esta serán oficialmente reconocidas como indígenas un gran número de las comunidades que aspiran a serlo, lo que les permitirá no solamente acceder a los mecanismos de la consulta, sino también constituirá uno de los primeros pasos para conseguir otros tipos de derechos indígenas en el futuro. Lo que quiero resaltar es la permanencia de un Estado que se atribuye —por lo menos parcialmente— la potestad de definir qué es lo indígena y de lo que esto implica políticamente en términos de derechos y obligaciones. Eso no debería cuestionarse porque así lo manda el mismo Convenio 169 de la OIT. Algunos dirán que así funcionan los procesos de categorización social, y que esto no es exclusivo de la categoría indígena. Esta observación es correcta. También hay que tomar en cuenta que estos procesos tampoco son unilateralmente impuestos desde el Estado, sino que son negociaciones dinámicas entre actores múltiples. Efectivamente, son hechos políticos donde lo aparentemente técnico —una base de datos diseñada por científicos sociales y abogados, por ejemplo— refleja el estado de la discusión político-científica en un contexto histórico específico.
Por eso mismo me parece importante resaltar la presencia en este debate acerca del derecho a la consulta de otro tipo de continuismo en el discurso público mediático: el de un lenguaje de definición y representación de lo indígena que me parece problemático, incluso frente al lenguaje del mismo Convenio 169. En los debates que circulan en los medios electrónicos y televisivos, los comentarios giran alrededor de la autenticidad de lo indígena. ¿No habrán cambiado tanto las comunidades —campesinas— en las últimas décadas que la mayoría ya no podría ser considerada como indígena? El antropólogo Fernando Fuenzalida escribía en 1970: “Solamente un detalle descuidaron ideólogos y estadistas en estas cinco décadas, el definir criterios que permitieran distinguir con univocidad quién sea indio y quién mestizo en el Perú” (Fuenzalida 1970: 24-25). Estamos, pues, frente a un antiguo problema de las ciencias sociales peruanas. El trabajo de Fuenzalida fue pionero en mostrar la fluidez y la relacionalidad de la categoría “indio” como de otras categorías étnicas o raciales en el Perú. Sin embargo, su trabajo estuvo imbuido de una carga modernizante, al asociar al “indio” con lo que más se alejaba de las prácticas y valores sociales definidos como modernos. Todo el proyecto velasquista de campesinización de la población rural serrana, precedido por mucho trabajo impulsado por la izquierda y seguido por la mayoría de los científicos sociales desde 1960, se enmarcaba en esta perspectiva, que algunos denominan la teleología de la modernización: es indio aquel —o aquella— que vive lo más periféricamente posible de la esfera moderna, tanto en un sentido cultural como geográfico (Orlove 1993, Salas Carreño 2012).
De allí que en el contexto en el cual se debate acerca de quiénes podrán beneficiarse del derecho a la consulta se afirme frecuentemente que muchas comunidades campesinas ya no serían indígenas, porque ya están insertas en los circuitos mercantiles/capitalistas y han pasado por un cambio cultural asociado a la globalización y a la migración; y que estas comunidades no serían indígenas porque los comuneros no se autoidentifican como tales ni menos aún como pueblos indígenas. Estaríamos frente a lo que podríamos denominar la profecía autocumplida de la campesinización de la población rural serrana y costeña. Contra la segunda afirmación, una estrategia crítica potencialmente poderosa, escuchada hace poco durante una intervención de Richard Chase-Smith, es el hecho de recordar que las comunidades campesinas son en efecto comunidades exindígenas. Aunque suena obvio, esta forma de apelar a la historia recordando que la categoría “indígena” estaba vigente hasta hace unas pocas décadas atrás llama la atención sobre el carácter altamente político de los fenómenos sociales y culturales asociados a la formación de identidades indígenas. En otras palabras, más que un hecho resultante de procesos mecánicos y teleológicos, la adopción de una categoría por encima de otra es producto de intereses, luchas, correlaciones de fuerzas e ideas sobre lo socialmente deseable, que no son ni homogéneos ni unilaterales.
Quisiera seguir discutiendo esas dos afirmaciones apelando a la investigación que estoy llevando a cabo sobre liderazgos y organizaciones de mujeres indígenas/campesinas. Sobre la autodefinición, resulta claro en las entrevistas con lideresas provenientes de la sierra que para la mayoría el identificarse como indígena es algo todavía en curso para ciertos sectores de sus comunidades (ver algunos resultados en Rousseau 2012) , lo que sin embargo no le quita validez a la formación de la indigeneidad, pero sí plantea un problema para el funcionario estatal a quien se le pide establecer criterios inequívocos.
Los relatos de vida de las dirigentas entrevistadas presentan no solo una acumulación de experiencia política en diferentes organizaciones y coyunturas, sino también un recorrido personal en busca de encontrar una forma socialmente válida y positiva de definirse como individuo y como lideresa social. Las dirigentas expresan una conciencia viva de los procesos históricos y políticos por los cuales efectivamente hubo y hay fuerzas de cambio —económicas, políticas, sociales— que transformaron sus comunidades. Es muy claro en estas entrevistas que ellas reclaman la posibilidad de definirse a sí mismas y a sus comunidades como “diferentes” y defensoras de un conjunto de tradiciones, prácticas y valores propios. Muchas invocan a sus abuelos para encontrar raíces y prácticas definidas como más indígenas, y al mismo tiempo explican cómo sus padres quisieron borrar su indigeneidad en términos lingüísticos o a través de la manera de vestirse. No obstante, ellas consistentemente reclaman el derecho de visibilizar las prácticas que siguen vigentes en sus comunidades e incluso en la ciudad, prácticas que no siempre son designadas explícitamente como indígenas, pero que, para esas dirigentas, son claramente parte de una especificidad cultural que valoran positivamente.
Algunas dirigentas que no se autodefinen espontáneamente como indígenas reconocen la validez de este término y su similitud, en cuanto al significado que le atribuyen, con otros como “comunera”, “originaria” o incluso a veces con “campesina”.
Dentro de las diferentes organizaciones y comunidades donde trabajan y viven estas dirigentas, existen debates y puntos de vista encontrados sobre lo que es o debería ser lo indígena. Incluso algunas dirigentas que no se autodefinen espontáneamente como indígenas reconocen la validez de este término y su similitud, en cuanto al significado que le atribuyen, con otros como “comunera”, “originaria” o incluso a veces con “campesina”. Algunas explican por qué la palabra “indígena” en particular no les gusta: está demasiado asociado al término “indio” y sus connotaciones despectivas, que las ubicaría en lo más bajo de la escala social. Sin embargo, estas mismas dirigentas afirman compartir muchas características con las poblaciones llamadas indígenas o nativas de la Amazonía: cuidan a sus animales, viven y trabajan en contacto directo con el mundo que nosotros llamamos “natural” (con la tierra particularmente) y cultivan relaciones sociales con seres que lo pueblan. Otra característica central designada como eje de experiencia compartida es el hecho de resistir a diferentes amenazas a la integridad de sus territorios que perciben o experimentan de primera mano, las cuales son vividas no solamente como atentados a su propiedad, sino sobre todo a su forma de vivir, producir, comer y reproducirse socialmente.
Entonces, si lo que no les gusta a algunas es la palabra “indígena”, pero sin embargo entienden su condición social como equivalente a la condición de aquellos que la sociedad considera indígenas —en oposición a su propia historia, y subrayan que el Estado, el presidente u otras autoridades les han impuesto una categoría identitaria de “campesinos”—, ¿de qué estamos hablando cuando cuestionamos la identidad indígena de las poblaciones rurales serranas? Es importante resaltar que el término “originario” parece lograr mucho más consenso que el término “indígena”, y que ambos son equivalentes tanto en el lenguaje del Convenio 169 como de la Ley de Consulta Previa del Perú.
Esas dirigentas son comerciantes, dueñas de negocios, maestras, (ex)trabajadoras del hogar, agricultoras, etc., y circulan mucho entre su comunidad, la ciudad y la capital Lima. La gran mayoría es bilingüe, pero algunas incluso solo hablan castellano, y lamentan no haber aprendido el idioma materno de sus padres. Algunas se visten a veces con ropa identificada como indígena, y a veces no. Valoran la educación y aspiran a una mejor calidad educativa para sus hijos y trabajan para proponer políticas públicas en los campos de la salud, la interculturalidad, la lucha contra la violencia hacia las mujeres, el acceso a la justicia, la soberanía alimentaria y otros temas importantes para el público peruano. Efectivamente, viven los efectos de la globalización y la migración, pero tienen agendas diversas en cuanto al desarrollo. Desde la selva también, en particular después del Baguazo, los líderes frecuentemente sienten la necesidad de declarar que no están en contra del desarrollo. Ruth Buendía, por ejemplo, presidenta de la Central Asháninka del Río Ene (CARE), afirmaba hace poco: “Queremos ser incluidos, no queremos vivir apartados. Queremos que el Estado nos vea como personas con derechos, no queremos ser excluidos de la globalización, del desarrollo, del sistema”.
La teleología de la modernización se reproduce cuando hablamos de la indigeneidad en términos de grados de integración a la sociedad dominante en vez de entender el cambio en todas sus formas de manifestarse. Y entonces se vuelve casi imposible ser indígena y ciudadano a la vez, porque para ser ciudadano hay que estar integrado en la sociedad. También se vuelve inalcanzable ser indígena y económicamente próspero al mismo tiempo. En contraste y en otro contexto, no se cuestiona la indigeneidad de los otavalo de Ecuador, negociantes exitosos que han desarrollado redes comerciales transnacionales y han sido claves en el proceso de indigeneización de la política y vida social ecuatoriana. ¿Podrían ser indígenas en el Perú? ¿O ya habrían dejado de serlo?
La institucionalización del derecho a la consulta se engarza con los procesos preexistentes de construcción —por parte de diferentes organizaciones sociales y comunidades— de nuevas identidades indígenas en la sierra peruana. Que el Estado quiera definir criterios para adoptar políticas e implementarlas es parte de lo normal y necesario en las relaciones de poder con la población bajo su autoridad, los cuales pueden y deberían someterse a la discusión pública en una sociedad democrática. Dado que el Convenio 169 da criterios amplios en su caracterización de lo indígena y justamente apuesta por no proponer una definición estricta, los científicos sociales, los juristas y los funcionarios públicos juegan un papel muy importante en su construcción, y más áun en vista de que las organizaciones de movimientos sociales indígenas/campesinas peruanas no ocupan un espacio central en el escenario político nacional en comparación con otros países. Este desbalance no deja de ser problemático porque, como se ha argumentado aquí, manifiesta que la representación de lo indígena sigue principalmente bajo la autoridad de sectores no indígenas.
* Politóloga, profesora en el Departamento de Sociología de la Universidad Laval, Canadá. Investigadora visitante en el IEP.
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