José De Echave, Alejandro Diez, Ludwig Huber, Bruno Revesz, Xavier Ricard y Martín Tanaka. Minería y conflicto social. Lima: CBC: CIPCA: CIES: IEP, 2009
En las siguientes líneas, compartiré con ustedes algunas intuiciones e ideas pero, sobre todo, preguntas, de modo que la conversación sobre los conflictos tenga viento a favor en los siguientes meses o años.
Considero que Minería y Conflicto Social es, ante todo, un libro extremadamente útil, dada la particular coyuntura nacional. No obstante que fue escrito con anterioridad al hecho económico más impactante de este siglo, me refiero a la crisis económica y financiera mundial, que viene delineando un escenario de desaceleración de la economía con consecuencias en el empleo, la recaudación, las inversiones, el cumplimiento de compromisos adquiridos en contextos auspiciosos, el diseño y contenidos de la investigación conservan su pertinencia y ayudan a iluminar ámbitos de la realidad, normalmente ensombrecidos por la fiebre del conflicto o la indiferencia ante él.
Quisiera recordar que hace algunos años, la necesidad de dar respuesta a la conflictividad social movió a algunas instituciones del Estado y organismos no gubernamentales, principalmente, a sistematizar experiencias, componer protocolos de intervención, discutir las variadas coyunturas con algo de orden y concierto, buscando comprender una realidad hasta entonces sumergida para la centralidad del poder y los medios de comunicación nacionales.
El esfuerzo inicial se fue depurando y aunque todavía la agenda está en buena parte irresuelta, no se dirá que no hay conocimientos acumulados, algunas rutas ya trazadas, sentidos a punto de convertirse en comunes.
Este es un terreno en el que las ciencias sociales juegan de locales. La naturaleza poliédrica del conflicto demanda aproximaciones que vayan más allá de la historiografía social y política, el estudio de los movimientos sociales o el análisis de alguna coyuntura problemática. Dentro de estos cuerpos de ideas, los conflictos sociales han sido usados para ejemplificar tal o cual hecho, a modo de pies de página, que apoyan o ilustran un aspecto de la investigación.
El libro nos ofrece explicaciones económicas, políticas, sociales, a los conflictos, lo cual es de un enorme valor, pues pone en contexto los casos reseñados y los conecta con los antecedentes de los últimos veinte años. Es decir, son las ciencias sociales mirando los conflictos desde su propia óptica epistemológica y con su propio arsenal metodológico, pero engarzadas a la teoría de conflictos y en particular, al concepto de “transformación de conflictos”. Para alguien como yo que modestamente cree que nada es más rendidor intelectualmente que moverse en las fronteras, el libro cumple este propósito y ese es un inobjetable mérito. Lederach decía que en los conflictos sociales no se trata de “esto o lo otro” sino de “esto y lo otro”.
Pero, ¿es absolutamente necesario en el análisis de la conflictividad partir de la sociedad? ¿Cabría una entrada desde la teoría del Estado o del mercado? Desde luego que sí. El conflicto para que sea tal, debe tener definidos en el escenario a sus actores, tener un proceso en curso cualquiera fuera este: violento o pacífico, estructurado o tumultuario; y, uno o más problemas, reales o imaginarios. Resulta entonces comprensible y perfectamente válido entrar por el lado de la teoría de los movimientos sociales, porque es el actor demandante el que hace la primera configuración del conflicto. En estricto, no habría conflicto si el problema no se hubiera convertido en demanda, con un sujeto que la exprese y un destinatario convocado a responder. En la segunda parte del libro esta entrada aporta un valiosísimo análisis sobre los actores locales: comunidades, rondas, municipios y frentes de defensa.
Lo curioso de los conflictos es que no versan solamente sobre problemas y la percepción que de ellos tenemos sino que, en el intento de comprenderlos, se forjan discursos de variado sello, entre ellos, el discurso dramático de las partes con una historia casi a su medida, la nota periodística algo superficial y candelera, la declaración ambigua de algún aspirante a político, los apuntes administrativos de los funcionaros públicos, las explicaciones inalcanzables de los técnicos, o la retórica academicista de una hondura intrascendente.
Todos estos discursos tienen su versión amable y, por cierto, el académico también. Quiero valorar especialmente la obligación autoimpuesta de los autores de no dejar sin referente real y sin argumento cada afirmación que se hace en el libro. El enfoque teórico es —qué duda cabe— una elección que se puede discutir. Con el tiempo se verá si fue la elección más rendidora en términos de capacidad explicativa. Por su parte, la narración de los casos elegidos, el análisis de los elementos centrales del conflicto y la propuesta de su transformación, están hechos con honestidad intelectual. Se aprecia una distancia racional y certera de los investigadores con el objeto de estudio, en medio, no olvidemos, de una “investigación en caliente”, que siempre tiene el riesgo de colar, involuntariamente, trazas de la opción política del autor. No se puede decir de este libro que cargue la tinta contra alguien, que promueva algunas consignas o que destile un sutil apoyo a algún proyecto político en carrera.
Un segundo aspecto que quiero destacar es que el libro ayuda a combatir lo que Alfred Sauvy denominaba “el mito de lo simple”, es decir, el sueño absurdo de creer que podemos ir hacia una sociedad alternativa, hecha de arcaísmos políticos y económicos, cuando está claro que la sociedad del porvenir será de una complejidad aun mayor. Por extensión, es también un mito creer que los conflictos son objetos simples, fácilmente atacables con muñeca política, principio de autoridad y papel sellado. No es así. Las múltiples teorías, técnicas y herramientas para acercarse a los conflictos lo demuestran. Lo demuestran también la precariedad de las soluciones acordadas, las serias dificultades para debatir a fondo sobre las problemáticas que subyacen a los conflictos o —en no pocos casos— la clamorosa falta de información confiable en manos de los actores.
El profesor Adam Kahane decía que “…para resolver un problema complejo, tenemos que sumergirnos en su complejidad y abrirnos a ella. La complejidad dinámica requiere que no solo hablemos con los expertos que nos rodean sino con gente de la periferia. La complejidad natural requiere que hablemos no solo de las opciones que funcionaron en el pasado sino de las que están surgiendo. Y la complejidad social requiere que hablemos no solo con quienes ven las cosas del mismo modo que nosotros sino especialmente con quienes las ven de manera diferente, incluso con aquellos que no nos gustan. Tenemos que ir mucho más allá de los límites de nuestra zona de comodidad”.
En esta medida hay que reconocer por lo menos una doble virtud metodológica en los conflictos: de un lado dejan ver la realidad y de otro ofrecen —para quien lo advierta— un gran potencial transformador. Efectivamente, el conflicto es como un tajo en la realidad que permite observar las capas tectónicas de que está hecha; una complejidad a la espera de una explicación razonable y una eficaz estrategia de abordaje. En ese escenario, el empresario que no incorpora a su visión la realidad social de su entorno, o algunas nociones de ética ambiental, en la creencia de que el mercado libre es poco menos que parte del genoma humano, puede ver frustradas grandes y productivas inversiones o terminar revolcado en la ola nacionalizadora del socialismo del siglo XXI.
Del mismo modo, el burócrata arrogante y cortoplacista, que ve en las comunidades nativas un bolsón prescindible de la población peruana, arrastra al Estado a una posición errónea e indigna; también, desde luego, los dirigentes sociales habituados al ejercicio de un poder cerrado, medrosos frente al cambio y escasamente dialogantes, que bloquean el flujo de la información y le niegan a sus pueblos oportunidades de discusión y decisión libres.
Quiero cerrar esta idea con la siguiente cita de Martínez-Alier encontrada en el libro: “…en cualquier conflicto ecológico distributivo, podemos preguntarnos: ¿quién tiene o se arroga el poder de determinar cuáles son los lenguajes de valoración pertinentes? […] ¿Quién tiene el poder de simplificar la complejidad, descartando algunos lenguajes de valoración e imponiendo otros?” (287).
La tercera idea general que me suscita el libro es de índole práctica. La investigación en profundidad de casos individuales con propósito transformador es la manera más seria y atinada de prevenir conflictos. Prevenir un conflicto no es evitar que ocurra sino convertir su lado proclive a la violencia y la destrucción en una dinámica vigorosa de cambio positivo. Prevenir es advertir de la existencia del conflicto para darle un curso que garantice posibles acuerdos y la subsistencia de los interlocutores.
Está claro que la sociedad se expresa a través de los conflictos y en esa medida, la introducción de un concepto tan potente como el de “transformación” es un acierto. La mejor estrategia de prevención apunta a la causa estructural, al factor institucional y a la problemática identificada; lo cual no consiste simplemente en aislar problemas de fondo y derivarlos al laboratorio, como parece insinuarse en el libro cuando se reduce la transformación a un traslado del problema a otro escenario (205). Lo cierto es que los procesos de diálogo orientados a resolver causas inmediatas de los conflictos deben estar imbricados con los procesos de diálogo orientados a transformar conflictos. Aunque resolver sea un concepto discutible porque es estático, esconde problemas subsistentes y promete demasiado: no hay manera de avanzar auspiciosamente en el mediano y largo plazo que caracterizan a las transformaciones si no se entabla un diálogo entre ambos procesos, con mayor razón si hay derechos en riesgo o afectados y posibles episodios de violencia que ahonden las diferencias y destruyan la confianza.
En este punto quisiera pasar a dejar planteadas algunas preguntas y comentarios. La propuesta general de la investigación se apoya en la teoría de los movimientos sociales, conciliando el paradigma de la identidad y el paradigma de la movilización de recursos. El cruce de estas variables permite obtener “situaciones tipo” a las que los autores aplican el concepto de transformación de conflictos.
Me pregunto, por ejemplo, ¿hasta qué punto es aceptable establecer a partir de seis casos analizados, nada menos que “situaciones tipo”? Me asalta la duda de si es suficiente con cruzar dos variables de seis casos elegidos, los que, además, se reducen a dos o uno dependiendo de la “situación tipo” descrita. Por ejemplo, “alta fragmentación social y percepción de baja magnitud de afectación” se derivan de dos casos analizados: San Marcos, en Ancash y Las Bambas, en Apurímac; “percepción de riesgos importantes y altos grados de afectación por la actividad minera”, de un solo caso, el de Yanacocha, en Cajamarca. ¿Puede uno o dos casos ser fundamento suficiente para elaborar una “situación tipo”?
De acuerdo al reporte de conflictos sociales N° 60 de la Defensoría del Pueblo, en el país hay registrados hasta febrero 2009, 75 conflictos socioambientales mineros, 45 de los cuales se encuentran activos. En el 55% de ellos hubo al menos un episodio de violencia. En 21 casos se realizaron tomas de locales, en 31, se produjeron enfrentamientos, y en 16, hubo bloqueo de carreteras. Los 75 conflictos socioambientales mineros cuentan con más de una causa, siendo la más recurrente el “temor a posible afectación ambiental”, que se presenta en 29 casos; “supuesta contaminación generada”, en 21 casos; a las que se suman causas como, demanda de apoyo al desarrollo local, incumplimiento de compromisos, disputa de tierras, presencia ilegal, uso inadecuado del agua, etc.
Esta variedad de agendas, actores, procesos y problemas contiene una complejidad que quizá exija más de dos variables y casos. Tal vez, también, cada uno de los casos investigados valga más como ejemplos que mostrar al lado de otros que como situaciones tipo.
Una segunda pregunta gira en torno a la necesidad de demarcar conceptualmente lo que es conflicto de lo que es protesta y problema, porque esto tiene consecuencias en el análisis y en el diseño de una estrategia de intervención. En el libro se dice: “…los conflictos se convierten en protestas en las zonas impactadas por la acción colectiva” (385). La protesta es, en realidad, una expresión del conflicto, no algo distinto de él. Si bien en términos gruesos corresponde a una fase de escalamiento y crisis, lo cierto es que en la realidad, las protestas pacíficas no excluyen la negociación paralela e incluso, si fueran violentas, simultáneamente es posible entablar un diálogo mínimo que cree condiciones futuras. Los conflictos no son unilineales aunque los diagramas de flujo los presenten así con intención pedagógica. El secuestro de personas, por ejemplo, es un acto violento y aunque nos encontremos a menudo con la frase de algún funcionario público “no dialogo mientras no se levante la medida de fuerza”, lo atinado es dialogar justamente para salir de la medida de fuerza. El Estado no abdica al plantear un diálogo mínimo que cree un nuevo escenario en el que se pueda debatir sobre la agenda de fondo.
Del mismo modo, la existencia de problemas, algunos de los cuales forman parte de los males históricos del Perú, no significa necesariamente que estemos ante un conflicto. Es obvio que hay problemas cuyas materias son permanentes, no siempre explicitadas públicamente, sin que haya un reclamo preciso dirigido a la obtención de un bien o la reivindicación de un derecho, y con actores difusos. Estos problemas no se expresan necesariamente como conflictos sociales. El conflicto social se empieza a configurar cuando hay una cierta consciencia del problema, se han dibujado a los actores en el escenario y la demanda empieza a tomar forma, rumbo a su manifestación pública. Implica, igualmente, el planteo de una relación de reclamo, y una invitación suave o fuerte a resolverlo. En este sentido puede haber muchos problemas sin reclamo y sin protesta.
Hago incapié en estas distinciones no por un prurito académico sino porque, en el sentido del libro, ubicar en sus respectivos niveles a las causas estructurales, a los factores institucionales y culturales, a las problemáticas y a los conflictos sociales, tiene efectos a la hora de diseñar una estrategia de transformación de conflictos que implican políticas públicas a ejecutarse en plazos diferentes y probablemente, en circunstancias y con actores distintos.
Ello suscita otra pregunta: ¿hasta adónde abarca la respuesta institucional a los conflictos sociales? En la tercera parte del libro se analiza solo la respuesta institucional formal, lo que a mi modo de ver, reduce el concepto de transformación de conflictos al establecimiento de nuevas reglas y procedimientos generados por el Estado, pese a que en el texto se reconoce que, para que un cambio en la institucionalidad estatal tenga efectos en los actores sociales, estos deben estar persuadidos de que esta vez la cosa va en serio, que estamos ante una circunstancia nueva y que las iniciativas del Estado merecen confiabilidad (190). Como se ve, la transformación de un conflicto no depende solo de una acción dirigida desde el Estado a través de buenas políticas públicas, depende en gran medida de la evaluación que hagan los actores de sus experiencias particulares y sus correspondientes procesos de manejo y resolución de conflictos, que es el escenario inmediato en el que se crea la confianza.
¿Por qué es importante que en la respuesta institucional se incluya modos cuasi institucionales? Porque es en la confrontación con el conflicto de aquí y ahora y con su posible solución que abrimos la oportunidad de la transformación en el mediano plazo e incorporamos mecanismos creativos de diálogo con un pie en la formalidad y otro en la informalidad. Lederach es enfático: “¿Resolver? Sí porque es imprescindible zanjar el problema cuanto antes. Pero no es suficiente, se requiere transformarlo”.
Estamos claros que un acta no resuelve un conflicto, pero sí expresa la voluntad de las partes de poner en práctica “soluciones acordadas”. Son las causas inmediatas las que van hallando solución en el corto plazo y eso resuelve parte del problema, pero hay, evidentemente, causas más profundas que tardan en ser atendidas. Sin embargo, nadie puede asegurar un escenario ideal en el que las soluciones acordadas se respeten. No faltarán nuevos actores sociales, institucionales o del mercado, que introduzcan elementos que alteren el curso previsto en la solución. Tampoco se podrá evitar que factores externos de la economía o la política rediseñen el terreno en el que se llegó a acuerdos o que una nueva correlación de fuerzas anime a un actor a desconocer lo acordado. En fin. Lo que quiero decir con esto es que, en la medida que el conflicto es parte gravitante del lenguaje de la sociedad, hay que leer la realidad como un continuum en el que se va experimentando cambios y en la que es necesario tener la capacidad de ejercer un control racional de esos cambios, de modo que vivir en el conflicto, no suponga para nadie colapsos del sistema o rupturas con consecuencias violentas. En este sentido, “crear confianza” por ejemplo, no es solo una frase es un plan de acción. Implica revisar reglas, formas de organización, procedimientos, conductas personales, tipos de comunicación, etcétera, para limar todo aquello que pueda generar sospecha en los actores.
Para finalizar, no quisiera dejar pasar dos precisiones en relación al papel de la Defensoría del Pueblo en los conflictos sociales. En el libro se menciona que “La actuación de la Defensoría del Pueblo está ciertamente limitada por el hecho de que no tiene entre sus funciones la misión de mediación” (259) y se insinúa la posibilidad de que una institución como la Defensoría podría ser captada por las partes en conflicto y que, en el caso Majaz, habría sido acusada de parcialidad con la empresa (226).
Sobre lo primero, debo informar que la Defensoría cuenta desde el año 2005 con un Protocolo de Intervención en Conflictos Sociales y Políticos que regula las posibles modalidades de intermediación a utilizarse. En el libro Ante Todo el Diálogo, publicado ese mismo año, se hacen las primeras aproximaciones conceptuales a la conflictividad desde la perspectiva delombudsman y la sistematización de siete casos de conflictos de distinto tipo, quedando definido, que la Defensoría puede mediar a pedido de las partes; no es instancia obligada de mediación, plantea condiciones antes de aceptar cumplir esa función, y lo hace siempre que considere que una recomendación defensorial es menos importante en ese contexto particular, que colaborar en la creación de condiciones para el diálogo.
Sobre lo segundo, quizá se trate de un error de redacción de ese pie de página, pero puedo asegurar que no hay en la historia del caso Majaz una sola imputación de parcialidad de la Defensoría del Pueblo con la empresa, cosa que por lo demás resultaría extraña, luego de la sólida posición jurídica mostrada por la institución respecto de la obtención de las autorizaciones por parte de la empresa, como consta en el oficio Nº O1-2006/ASPMA del 14 de noviembre del 2006. La autonomía y la legitimidad son valores indispensables en la vida del ombudsman.
Para terminar, considero que este libro traza una estupenda ruta, que con seguridad, más de uno habrá de continuar.
* Rolando Luque Mogrovejo, es abogado, licenciado en Filosofía, con maestría en Ciencia Política; actualmente ocupa el cargo de Defensor Adjunto en Prevención de Conflictos Sociales y Gobernabilidad de la Defensoría del Pueblo. Este texto es una adaptación de la presentación del libro, realizada el 31 de marzo del 2009 en el IEP.
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