El Viceministerio de Interculturalidad inauguró el martes 15 de abril el ciclo “Todas las sangres, un Perú”, organizado conjuntamente con el IEP. En esa fecha hubo un conversatorio entre el historiador Paulo Drinot y el sociólogo e historiador Nelson Manrique que llevaba por título “Racismo y desigualdad en la historia del Perú”. 1 Drinot publicó el 2011 The Allure of Labor: Workers, Race, and the Making of the Peruvian State (Duke University Press), libro ampliamente comentado y elogiado en revistas internacionales especializadas, así como en nuestro medio. 2 Luego de leer las reseñas, revisar someramente el libro y escuchar dicho conversatorio no puedo sino reafirmar mi insatisfacción con el discurso antirracista que se encuentra tan en boga en el Perú. Respecto al mismo, a mi entender, este libro y el conversatorio del 15 de abril contribuyen a ensanchar un camino equivocado en busca de una causa justa. 

Luego de leer las reseñas, revisar someramente el libro y escuchar dicho conversatorio no puedo sino reafirmar mi insatisfacción con el discurso antirracista que se encuentra tan en boga en el Perú.

Mi divergencia con la temática del “racismo” tal como se ha desarrollado entre nosotros radica en un manejo conceptual que, si bien puede llegar a reconocer las grandes transformaciones que ha tenido la sociedad peruana desde la conquista española, al mismo tiempo hace afirmaciones según las cuales todo seguiría igual, de modo que el racismo pasa a integrar una herencia colonial intangible, inmutable y —al parecer— sin visos de poder ser erradicada. Esta inmutabilidad es reforzada cuando se alude a sustratos inconscientes en los que el racismo se asentaría. Por supuesto, están fuera de toda duda las múltiples líneas divisorias, actitudes y conductas discriminatorias basadas en rasgos fenotípicos que pueblan la experiencia histórica y la experiencia personal de cualquier habitante de este país —sea como discriminado y/o como discriminante—. La cuestión es entender de qué se trata. Nada de lo que voy a decir aquí supone hechos desconocidos, y menos aún para Drinot y Manrique; sin embargo, lo que está en juego es cómo razonamos a partir de ellos.
En los casos que son típicos o emblemáticos de racismo en el mundo, como EE. UU. o Sudáfrica, la discriminación racial acompañó una organización del trabajo central para la producción del excedente, tuvo expresiones jurídicas y generó órdenes institucionalizados. El fenómeno nazi en cambio introdujo una ideología racista como parte de un programa de reorganización política. Por su parte, a lo largo de líneas totalmente diferentes a estas, el sistema que se estableció en las regiones andinas tras la conquista fue un régimen contradictorio, que combinaba explotación económica mediante una división del trabajo funcional-corporativa, conversión religiosa forzada, separación social, cultural y hasta geográfica, privilegios para las familias de curacas y extendida mezcla biológica.
En los hechos funcionó a través de una división del trabajo social —es decir, con interdependencias— claramente estamental, a veces con fuertes visos corporativos, pero con una atípica movilidad horizontal: indios forasteros, “castas” —expresión de los múltiples mestizajes de facto—, negros libertos y cholos. De por sí estos fenómenos no destruyen el carácter estamental de las divisiones sociales, aunque los estamentos puedan hacerse muy porosos. Si para los de arriba todo está bien mientras que nadie se salga de su sitio, el problema es que buena parte de la población lo hacía capilarmente. Hay, pues, un contacto social (y sexual) desbordante; a su vez, ello no ha ido junto con un conocimiento del otro que lleve a la confianza; por el contrario, persiste el temor. Salvo el estatus peculiar de los curacas, este régimen perduró durante la República, reforzándose incluso en algunos aspectos, para luego irse erosionando a lo largo del siglo XX, sobre todo en su segunda mitad. La gran pregunta es por lo que ha venido después.
De las relaciones de producción y dominación a las relaciones interpersonales
A diferencia de lo que ocurría hasta bien entrado el siglo XX, con el peso central de relaciones serviles en la generación de buena parte de los excedentes económicos, hoy el racismo evoca una diversidad interminable de hechos, situaciones, casos, ejemplos, anécdotas, etc., donde interviene el fenotipo, que se sitúan en el campo de las relaciones interpersonales y —claro está— en el mundo interior de los individuos. Si en lo que se puede llamar nuestroAncien Régime las formas de trabajo servil tenían un papel central, hoy hay que ir a una discoteca o a un restaurante que se precien de selectos para encontrar ejemplos contemporáneos de discriminación racial. En el campo laboral puede funcionar como criterio adicional para realizar o no una contratación, generalmente cuando se trata de labores que incluyen relación con el público. En cambio, las relaciones serviles no dependían de fenotipo alguno. Si a fines del siglo XIX los más preclaros intelectuales oligárquicos de la época abrazaban el “racismo científico”, hoy en el campo intelectual las manifestaciones racistas casi no tienen quién se atreva a defenderlas; en este espacio, incluyendo los medios masivos, solo se encuentran detractores que no tienen contendor.
Por eso no es ocioso preguntarse qué entender por racismo en el Perú. En busca de la precisión conceptual, procederé a examinar algunos textos donde sus autores han procurado construirla. De la amplia producción de Nelson Manrique sobre el tema, la cual se traslapa con el de la violencia política, me centraré a sugerencia suya en un escrito que escribiera en 1999: “Algunas reflexiones sobre el colonialismo, el racismo y la cuestión nacional”. 3 Ahí Manrique menciona la naturalización de las diferencias a través de construirlas como diferencias biológicas. Sin embargo, un racismo depuradamente biológico es prácticamente imposible, y no es de extrañar que haya sido muy minoritario en el país. Los planteamientos biológicos se mezclan permanentemente con los sociales y culturales, y alcanzan también al mestizo y al criollo. ¿Pero entonces de qué se trata?
Manrique se refiere de entrada al “racismo anti-indígena” (11) ejercido por españoles y criollos, el cual sería la extrapolación del racismo que aquellos habrían desarrollado en sus luchas contra los musulmanes y en la hostilidad contra los judíos, siendo ambas de origen religioso, que se desplazan hacia la sangre. Ello se convierte luego en la pretensión de la pureza de sangre. La pregunta obvia es qué ocurrió con ese racismo en España misma en los siglos posteriores. El racismo hispánico habría tenido en los descendientes americanos de los españoles mucho más desarrollo que en su mismo lugar de origen. ¿Por qué, pues, una historia tan diferente? Si entre nosotros ese racismo habría tenido el origen que Manrique sostiene, de hecho perdió (¿cuándo y cómo?) toda connotación religiosa. Pero además en los últimos tiempos se dispersó y expandió, de modo que no fue ya solamente una discriminación de los de arriba hacia los de abajo, o viceversa, sino un fuego cruzado de todos contra todos. Esto llega al punto tal que los fenotipos y el estatus socioeconómico han pasado a tener muy poca capacidad predictiva a efectos de saber quién discrimina y quién es discriminado. ¿Juega entonces algún papel el origen histórico de ese racismo?
Hoy nos encontramos ante una conformación sociodemográfica que apenas si guarda algún parecido con la que existía hace ocho décadas, y ante una estructura socioeconómica marcadamente diferente. Correlativamente, Manrique advierte que el racismo anti-indígena ha sido sustituido por el racismo anti-mestizo (28). No es que el primero haya desaparecido, sino que la población que puede ser llamada mestiza ha cobrado una presencia y visibilidad que coloca en segundo plano a la población indígena, y la condición servil de esta ya no existe más. Pero el fenómeno que así se agrega tiene un carácter totalmente diferente. De una parte el sujeto discriminado se diluye, pues ya no puede ser identificado con una geografía, una ocupación, una lengua, un estatus social, un mundo cultural determinados. Y de igual manera se diluye el sujeto discriminador, pues la discriminación se extiende, sobre todo entre mestizos. 4 Sin embargo, frente a este quiebre, tan importante como silencioso, Manrique sostiene la continuidad del mismo racismo de origen y carácter colonial.
The Allure of Labor expresa esta supuesta continuidad, referida aproximadamente al periodo 1890-1940, llegando a que el Estado-nación en el Perú se fundamenta en la exclusión de los indígenas (232). Estos son los años previos a la “gran transformación” que de facto ha experimentado la sociedad peruana, y que aún no se había manifestado. Drinot ha puesto de relieve que en diversas fuentes por él examinadas los portavoces de la industrialización en el país en los años treinta sostenían que el indígena no podía ser incluido en el proyecto industrialista a menos que se “desindigenizara”. Además, los proyectos de legislación laboral, cuya modernidad sorprende a Drinot, no incluían a los ¿indígenas?, ¿campesinos?, ¿haciendas?, ¿actividades rurales? Tomados del mundo europeo, esos proyectos tenían un corte netamente urbano. Había una exclusión del mundo rural, ¿pero qué carácter tenía? Drinot califica esta forma de pensar como racista, ¿pero por qué y para qué lo afirma? ¿Se logra una explicación al utilizar un adjetivo sin contenido analítico preciso? ¿No podría deberse esa exclusión a la obvia imposibilidad de establecer esta legislación en haciendas con trabajo servil?

Como en tantas otras ocasiones, las élites son juzgadas desde nuestros puntos de vista, experiencias, ideología, mentalidad, etc., lo cual abre las puertas para una crítica tan fácil como irrelevante.

Durante el conversatorio, tanto Drinot como Manrique remarcaron estos criterios de las élites modernizadoras, pero sin explicar por qué pensaban como pensaban y qué alternativas tenían. Como en tantas otras ocasiones, las élites son juzgadas desde nuestros puntos de vista, experiencias, ideología, mentalidad, etc., lo cual abre las puertas para una crítica tan fácil como irrelevante. En su artículo de 1999, Manrique reconoce la necesidad de evitar tal extemporaneidad, y lo hace a través de pasajes en los cuales el mismo Mariátegui transita por esos tópicos (21). Ello comprobaría que los márgenes para escapar del imaginario de la época eran muy estrechos: si ni el más preclaro pensador revolucionario pudo hacerlo, mucho menos lo podrían lograr tibios reformistas.
Es de lamentar que Drinot no haya indagado este campo; al no hacerlo, la conclusión es la inevitable letanía: eran racistas. Ahora bien, a lo largo de todo el libro alterna el términoracism con racialization; tanto así que en el índice de materias la entrada para el segundo remite al primero (308). No he encontrado definiciones para ellos, pero puede colegirse del texto que racialization indica algo como “teñir de racismo”, “nombrar en lenguaje racista” fenómenos que en su base tendrían otro carácter. Este segundo término es mucho más adecuado al fenómeno que Drinot estudia, y coincide con una idea que enunció muy someramente hacia el final del conversatorio: el racismo es una estrategia [1:07:40] que permite a una clase dominante “identificar” una fuente de los problemas de la sociedad que la exculpa sustancialmente [1:13:30]. Para Manrique tenía también la función de legitimar un sistema estamental que hacía ilegítimo “salirse de su lugar” [1:10:00].
Como “desindigenizar” a los indígenas
Tanto Drinot como Manrique afirman que, según los planteamientos racistas, la solución al “problema indígena” consistiría en “desindigenizarlos”. Aquí será muy importante examinar esto en términos históricos, pero veamos antes sus aspectos analíticos, en particular la dimensión biológica y la cultural. Me pregunto por qué Drinot y Manrique no mencionan que la primera no fue pensada seriamente, ni siquiera en el campo de su mero planteamiento formal, por más que fuera proclamada por diversos portavoces. No lo era porque ese camino hubiera implicado cruzar hombres blancos con mujeres indígenas, lo cual nunca fue una posibilidad real: la migración europea inducida fue de parejas y familias completas; por lo tanto el cruce estaba excluido. 5
Por su parte la solución cultural a través de la desindigenización implica, tanto de parte de quienes la proponían como de sus críticos, que habrían rasgos culturales intrínsecos e identitarios de tal población. Para los primeros era la ignorancia, la superstición, la falta de higiene, la irracionalidad. Quien pensase que esos rasgos estaban biológicamente determinados no podía concluir sino en el exterminio como solución. Si su explicación no era biológica, obviamente el principal camino para solucionar el problema era la educación (la escuela) y la reeducación (el Servicio Militar Obligatorio). Un tercer elemento disciplinario —la fábrica— estaría excluido, según el argumento de Drinot. Sin embargo, ¿qué ocurría con la existencia de miles de indígenas que trabajaron como obreros en la gran minería de metales no preciosos que empieza a desarrollarse en los Andes peruanos precisamente a inicios del siglo XX? ¿Esa presencia no refutaba a dicha ideología excluyente? ¿O es que acaso la corroboraba a través de una posible desindigenización de los mineros (y en qué aspectos)?
Para los críticos, lo indígena incorporaba aspectos positivos, como las supuestas prácticas comunitarias. Hoy, habiendo caído en descrédito las concepciones esencialistas de la cultura, el problema para determinar ese contenido sería mayor, aunque también podría desaparecer. Sin embargo, un punto de vista como el de Manrique se arriesga a calificar como etnocidas las políticas del Estado, incluyendo las de tutela. 6 Pero antes de examinar este punto veamos el aspecto histórico de la desindigenización.
¿Qué es lo que constituye a un indígena en tanto que tal y en qué medida ello era un obstáculo para el orden social? 7 Durante el dominio colonial español, las medidas que podían transformar la condición precolonial de la población originaria (pues eso vendría a ser la “desindigenización”) estuvieron centradas en la evangelización, la extirpación de idolatrías, la redistribución demográfica a través de las reducciones y la consecuente creación de la comunidad, institución que más tarde —inclusive hasta hoy— pasa por ser constitutiva de una indigeneidad ancestral. Pero nunca pasó por la mente de los virreyes —por ejemplo— castellanizar a esta población, para no hablar de alfabetizarla. Tampoco esa fue una política republicana, sino recién a inicios del siglo XX; ella enfrentó al Gobierno central con diversos poderes locales, y contó con la aprobación de los indígenas. Décadas después, esa política sería calificada hasta de etnocida, proponiéndose en su lugar la alfabetización en los idiomas nativos, lo cual siempre sería resistido por los indígenas mismos. Si nos atenemos a lo que Drinot y Manrique sostienen, esto querría decir que los propios indígenas estaban a favor de la desindigenización. ¿Con qué fundamento, pues, objetarla, si por otra parte se rechazó el paternalismo de los indigenistas cuando ellos no se sumaban a las iniciativas de los indígenas? Veamos este aspecto del problema.
Tutela versus igualdad
Dado que la población indígena andina ha sido objeto de discriminación, explotación, opresión, menosprecio, humillación, marginación, conmiseración y paternalismo —lo cual está más allá de cualquier duda razonable—, desestimar cualquier tutela supone que las formas de dominación multisecular sobre los indígenas no habrían producido en ellos ningún efecto que dificultase el inmediato, pleno e irrestricto ejercicio de sus derechos ciudadanos, ni nada por lo cual requerirían de protección especial alguna. Por lo tanto estarían en capacidad de hablar por sí mismos —y de hacerse entender—. Sin embargo, Manrique mismo recordaba que en el siglo XIX los mismos indígenas pedían que volvieran a aplicarse…las Leyes de Indias, y como acabamos de mencionar, hoy por hoy se resisten a la alfabetización en idiomas nativos. Más aún, Manrique reclamaba en el conversatorio que los indígenas no hubiesen tenido una existencia jurídica propia [0:22:15]. Estamos aquí ante el clásico dilema de reclamar a la vez la igualdad y la diferencia.
Una de las críticas de Manrique a los indigenistas fue su falta de participación en las acciones que los indígenas realizaron autónomamente, como las rebeliones, las cuales fueron drásticamente reprimidas. Los casos más conocidos fueron el de un oficial del Ejército —Teodomiro Gutiérrez, quien asumiría el apelativo de Rumi Maqui— y un mestizo urbano puneño que integró el grupo cultural Orkopata: Ezequiel Urviola. Manrique no ha desarrollado más este punto, y ello es de lamentar, porque sería muy interesante conocer si esta adhesión hubiera sido aceptada por los indígenas, y si hubieran podido potenciar esos actos, coordinarlos, darles un norte, etcétera. En resumen, ¿qué viabilidad hubieran tenido?
El liberalismo de los hermanos Gálvez, 160 años después
 Los críticos de las políticas de tutela tienen que asumir que la igualdad de los indígenas —y, para no ser racistas, de todos los seres humanos— existe per se. El problema es que ello no puede decirse sin resolver de alguna manera las diferencias objetivas. Al obviarlas se termina asumiendo un igualitarismo abstracto de cuño liberal, mediante el cual, al asumir que todas las diferencias —y desigualdades— son construcciones sociales y creaciones históricas, todos los seres humanos son en el fondo iguales, y por tanto pueden y deben ejercer sus derechos plena y libremente. Ciento cincuenta años más tarde tenemos, ya en el siglo XXI, la misma postura principista, utópica y abstracta, que liberales como los hermanos Gálvez sostuvieron en su polémica con Bartolomé Herrera y otros conservadores en la primera mitad del siglo XIX. Hoy no es de buen talante criticar a los Gálvez y terminar apoyando a Herrera, pero tener que optar entre ellos no es inevitable: ni unos ni otros enfocaron las relaciones de dominación que pesaban sobre la población indígena —tampoco Drinot—, por lo que la condición indígena era vista como la de un individuo, definido por sus propios rasgos, multiplicado por n veces (cuando n = número de indígenas). Entre otros, la Asociación Pro-Indígena y Víctor Andrés Belaunde la denunciaron, con la menuda salvedad de que para este último, en el mediano plazo, ella era tan repudiable como intangible.
¿Racismo…? Ya quisieran
En EE. UU. es muy nítido quién es un WASP 8 y quién es un negro. Aquí en cambio puede quedar claro quién será discriminado, pero no cómo va a ser aquel que discrimine. Las recientes expresiones contra sectores secularmente despreciados, a veces mediante ataques a personas que han expresado su cercanía a ellos, pasan por ser racistas. Pero calificarlas como tales es hacerles un favor a la vez flaco —por la miseria humana que ellas manifiestan— y excesivo. Una cosa es haber sido racista en África del Sur o donde haya un orden social, con o sin base jurídica, que funciona a través de relaciones determinadas entre colectivos claramente definidos (sea fenotípicamente, amén de otros rasgos), y otra cosa es aquí, donde esas expresiones no son sino la manifestación del temor —con razón o sin ella— que tales personas experimentan sentirse invadidas o desplazadas. En esta época, cuando las organizaciones civiles han decaído y han florecido las redes, la dimensión emocional de la vida social puede provocar un estruendo desproporcionado a su capacidad de producir efectos organizados —para no hablar de cambios en los órdenes institucionales.
 Mi impresión, una vez más, es que todo estaría más claro si 1) se abandonara la palabra «racismo» —no tiene ningún significado preciso, no remite a ninguna estructura ni a ningún mecanismo definido, aunque cada vez que es pronunciada parece como si lo tuviera—, y 2) hablásemos simplemente de discriminación: una sociedad profundamente estamental, aunque carezca ahora de estamentos definidos, donde lo que está claro es lo que debe ser discriminado, pero donde lo discriminante queda borroso o vacío. En su notable ensayo El laberinto de la choledad, Guillermo Nugent expuso con suma nitidez este rasgo sustantivo del funcionamiento de la discriminación en el Perú, en los siguientes términos:
En este siglo [XX], el esquema clasificatorio apuntó […] hacia abajo. Se establecieron distinciones, no para regular el ascenso sino para definir quién está abajo […]. Lo que decimos simplemente es que el desprecio fue un elemento socialmente más importante y significativo que el mérito, cualquiera sea el origen de este —sea de cuna o esfuerzo propio. […] Llama la atención la mayor importancia diferenciadora que se ha otorgado a la ilegitimidad de nacimiento […] que, por ejemplo, el culto a las genealogías. […] Podría decirse que la legitimación de un orden social no dependió tanto de la delimitación del círculo de la nice people como de establecer el cerco para contener a la nasty people. […] No es lo mismo una cultura basada en la emulación que otra delimitada por el desprecio. 9
Para resumir

Calificar de racistas las políticas y proyectos industrialistas estudiados por Drinot es apuntar a un blanco equívoco. Es mucho más adecuado el otro término que él emplea: la “racialización” de aquellos puntos de vista.

Con la palabra “racismo”, autores como Manrique cubren, sin subrayar las obvias diferencias, desde el orden colonial hispano —el cual en modo alguno dependía del fenotipo— hasta las relaciones interpersonales de hoy en la vida cotidiana —cuando el fenotipo recibe los restos de aquel orden colonial.
Calificar de racistas las políticas y proyectos industrialistas estudiados por Drinot es apuntar a un blanco equívoco. Es mucho más adecuado el otro término que él emplea: la “racialización” de aquellos puntos de vista, los cuales crecientemente dejaban de tener un objeto real: las palabras se han ido disociando de las cosas.
Sostener que el Estado se funda(ba) en la discriminación racial es una afirmación que no se corresponde con su funcionamiento real. Sus déficits y contradicciones se explican de otras maneras.
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Addenda: el cuerpo y la integración social
 El cuerpo tiene una influencia en la vida social que las ciencias sociales solo recientemente han empezado a reconocer, lastradas por sus inicios durante el siglo XIX, cuando debían enfrentar reduccionismos geográficos, climáticos, biológicos, etc. No tenemos, sino más biensomos un cuerpo, cuyo juicio dependerá de patrones histórico-culturales; por lo mismo, las colectividades que se reconocen como tales incluyen rasgos somáticos en su identidad. También hay colectividades que son “inventadas” por otros a partir de rasgos físicos que son a veces más visibles para terceros, 10 o cuando uno conoce fenotipos diferentes, 11 y esos rasgos se convierten en la base de diferenciaciones negativas o acaso positivas. Como quiera que fuese, este componente de la vivencia elemental de uno mismo y del otro va a ir acompañado de una carga simbólica y emocional, y es difícil imaginar que pudiera ser de otra manera.
No es preciso recurrir al inconsciente freudiano, como hace Manrique, para dar cuenta de esta dimensión. Aun si creyésemos en que existe un sedimento de tal naturaleza, en caso de creer en el psicoanálisis, baste explorar nuestro fuero interno —estamos aquí en el plano consciente— para percatarnos de él. Y así asociaremos los colores de las pieles, los rasgos fisonómicos, las características de las voces o los lenguajes corporales a vivencias agradables o desagradables, placenteras o repulsivas, estéticas o antiestéticas. Es poco lo que se puede hacer al respecto, pero también es poco lo que se necesita hacer: ahí no se juega nada que sea decisivo para la convivencia social; para esta sobra y basta la conducta.

* Sociólogo, profesor (retirado) de Sociología en la Pontificia Universidad Católica del Perú.

  1. El lector puede recurrir al siguiente enlace en Internet: https:// www.youtube.com/watch?v=hDXYlhr0Fs8&list=UU75S3by 9briZkjJQekMZDgw. Las referencias que haré a diversos momentos de este evento irán entre corchetes.
  2. Una compilación de tales reseñas se encuentra en http://paulodrinot.wordpress.com/reviews/
  3. Se trata del texto introductorio a La piel y la pluma. Escritos sobre literatura, etnicidad y racismo (1999). Lima: CIDIAG, Sur Casa de Estudios del Socialismo. Las páginas que serán citadas irán entre paréntesis, así como las referencias al libro de Paulo Drinot.
  4. ¿Pero existen los mestizos, cuando ellos —al igual que los indígenas— no se reconocen en ese nombre?
  5. Fue diferente, aunque desigual, en otros países, como Argentina, donde la migración de italianos y gallegos fue en gran medida de varones solos.
  6. Estas dificultades pasan a ser un problema práctico a la hora de determinar, por ejemplo, qué poblaciones califican para la Ley de Consulta Previa.
  7. Como dijera Manrique en el conversatorio [59:00], lo indí- gena se redefine continuamente. Procuraré poner en práctica este criterio.
  8. Blanco, anglosajón y protestante (White, Anglo-Saxon and Protestant).
  9. José Guillermo Nugent (1992). El laberinto de la choledad. Lima: Fundación Friedrich Ebert, pp. 50-51. 1992. He agregado el subrayado final.
  10. Tal sería el caso de la clasificación de toda la humanidad por el color de la piel, lo que para Aníbal Quijano fundó la “colonialidad del poder”.
  11. Una estudiante africana que llegó a la Pontificia Universidad Católica del Perú por un programa de intercambio decía que ella tuvo que salir de África para darse cuenta de que era negra.