En nuestros días, el conflicto por el territorio se expresa en la contradicción entre minería y agricultura. Las fuertes inversiones mineras de las últimas décadas suelen chocar con comunidades campesinas y agricultores que se resisten a ser desplazados y ver desaparecer su forma de vida. Esta lucha por el espacio ha cambiado profundamente en la historia peruana de los dos últimos siglos. En el presente artículo veremos la evolución de esa tensión fundamental porque afecta el movimiento de conjunto del país. Comenzando por la independencia y a lo largo del primer siglo republicano, la disputa por el espacio adquirió la forma de una lucha de la ciudad por expandirse a expensas del campo. La ciudad estableció plenamente su dominio recién en el transcurso del siglo XX. Cuando fue claro que la vida urbana tenía la prioridad espacial en la vida peruana, entonces el campo empezó a perder terreno también frente a la minería. En el pasado, la minería había sido muy importante económicamente, pero era espacialmente marginal con respecto al inmenso peso del campo y de la vida rural en general. Ahora prácticamente todo el país está superpuesto por denuncios mineros.

En el pasado, la minería había sido muy importante económicamente, pero era espacialmente marginal con respecto al inmenso peso del campo y de la vida rural en general. Ahora prácticamente todo el país está superpuesto por denuncios mineros.

La presión urbana fue muy fuerte a lo largo del siglo XIX. Por ejemplo, en el archivo del Congreso de la República se halla una inmensa cantidad de peticiones de poblaciones pidiendo ser consideradas villas y ciudades 1. Esta condición permitía formar municipalidades y disponer de autoridades locales, como juez de paz y eventualmente hasta subprefecto, que incidían en un mayor desarrollo de la localidad. Un caso célebre fue la solicitud presentada por el caserío del Imperial, en Cañete, pidiendo ser considerado pueblo. Es un estadio muy embrionario y por lo tanto muy ilustrativo de este conflicto entre la vida urbana y la rural en el siglo XIX. En efecto, en marzo de 1867, el representante del caserío, don Casimiro Nova elevó un memorial al diputado por Cañete en el Congreso Constituyente de 1867, Demetrio O Higgins, para que solicite la condición de pueblo para la población. Demetrio O Higgins era hijo del prócer chileno Bernardo O Higgins y vivía en Cañete en la hacienda Montalbán.

Pocos meses después, en mayo del mismo año, el hacendado Antonio Joaquín Ramos pidió una audiencia a la representación nacional para oponerse a la solicitud de O Higgins y el Imperial. Sostuvo Ramos, “Que el Imperial es de mi propiedad, a título de compra, que los sitios que ocupan los ranchos de los indígenas son míos… yanaconas que se suponen dueños y que buscan consumar una sorpresa atentando contra el derecho de propiedad”. En opinión del terrateniente se trataba de la ranchería de su hacienda y no podía obtener la categoría de pueblo porque sus habitantes no eran dueños de sus viviendas.

O Higgins se dirigió a la comisión de demarcación territorial de su cámara en junio de ese año, sosteniendo que Imperial tenía más de mil almas, que disponía de calles ordenadas y servicios públicos urbanos, incluyendo un templo recién restaurado. En consecuencia, reunía los elementos necesarios para formar un pueblo independiente. Por último añadía que si se revisaba la historia de muchos pueblos peruanos se hallaría que tenían un origen semejante. Para probarlo aludía a la creación de Sullana en 1839, que había motivado una primera norma legal republicana previendo los pasos indispensables para formar pueblos a través de la expropiación de haciendas por ser de utilidad pública.

No obstante que el hijo del prócer chileno también era terrateniente del mismo valle, su razonamiento era contra el hacendado y a favor del pueblo. Asimilaba la ciudad y la condición urbana a la situación de civilización y relegaba a su par latifundista como bárbaro. Esa distinción era más clara en el segundo memorial del Imperial que acompañaba O Higgins a su alegato ante el Congreso. Aquí se sostiene que la resistencia de Ramos a la petición es temeraria porque “Imperial reúne todos los requisitos que las normas de todos los tiempos han exigido para elevar a la dignidad de pueblo y levantarse de reducción, caserío o comunidad”. Añade que “están dispuestos a comprar las tierras de Ramos” y reconocen que “han sido la ranchería de su hacienda Hualcará”. Pero, expresan que han progresado y concluyen con un razonamiento sobre la naturaleza de la república que entienden ha de proporcionarles la victoria ante el Congreso Constituyente. Dice el Imperial que “el gobierno republicano no es para uno, sino para todos, en beneficio no del individuo sino de la comunidad…” En este caso, el representante del caserío del Imperial razona sobre la esencia del estado y solicita ser juzgado con el criterio del bien común, que gobierna en los nuevos tiempos republicanos, distintos a la era colonial, cuando el hacendado tenía más derechos que los indígenas.

Hasta el menor caserío de indios aspiraba a ser pueblo para adquirir los beneficios inherentes a la civilización. Ni los hacendados lograron impedir el movimiento hacia la urbanización del territorio nacional.

Pero, la Comisión de Demarcación Territorial del Congreso falló en contra del pueblo y dejó a O Higgins en minoría. La Constituyente de 1867 opinó que la propiedad era sagrada y que Ramos disfrutaba de ella, como reconocía el mismo pueblo de Imperial. Ni la súbita muerte de O Higgins, misteriosamente envenenado en Montalbán en 1868, impidió que la disputa legal prosiguiera. Fueron necesarios ocho años para que en 1875, una breve ley del congreso declarara pueblo al Imperial de Cañete. El último acto había sido la renuncia de Ramos a la propiedad de su ranchería y su consentimiento con la formación del pueblo.

La resolución de este pleito es ejemplar, porque revela la fortaleza del principio urbano sobre el rural. El nuevo orden se imponía a pesar de los prejuicios sociales y raciales. En efecto, Ramos era blanco y latifundista, pero perdía ante indígenas mini fundistas. Quien era derrotado era la ruralidad, que cedía espacio frente al incontenible avance de lo urbano. Esta conclusión se refuerza cuando se observa el proceso en su conjunto. En efecto, Imperial sólo era un caso entre muchos. Sólo el año 1867 solicitaron lo mismo que el Imperial, la siguiente serie de entonces caseríos: Catacaos y Morropón en Piura; El Carmen en Chincha; Llata en Huamalíes y Ñahuimpuquio en Tayacaja. Era una marea incontenible. Ante cada Congreso peruano se abrían varios expedientes solicitando lo mismo, que el parlamento consagre la expansión de la ciudad en detrimento del campo. Hasta el menor caserío de indios aspiraba a ser pueblo para adquirir los beneficios inherentes a la civilización. Ni los hacendados lograron impedir el movimiento hacia la urbanización del territorio nacional.

Este proceso avanzó raudamente conforme transcurría el siglo XX. En determinado momento los terratenientes percibieron las enormes ventajas económicas que podían obtener de la transformación de la renta agrícola en urbana. Famoso es el caso de la familia Moreyra, entonces propietaria de la hacienda San Isidro en Lima, que enjuició al gobierno de Augusto B. Leguía, intentando impedir la construcción de la avenida Arequipa porque malograba su propiedad. Sin embargo, diez años después habían vendido la hacienda a precios de escándalo, comparado con lo exigua de la renta agrícola previa. Tardaron en tomar conciencia. Pero, en algún momento lo hicieron y desde entonces fue muy acelerado el proceso de urbanización. Junto con las migraciones internas vino el sueño de la casa propia alentado por Pedro Beltrán y la formación de las mutuales. Con esos instrumentos, desde la mitad de los años cincuenta, los valles costeños se fueron transformando en bosques de fierro, vidrio y cemento.

Al imponerse en definitiva la ciudad sobrevino una mayor barbarización del agro. Fue la sublevación de Sendero, que la sociedad peruana interpretó como un movimiento nacido en el campo andino propio de las provincias del interior, la gota que colmó el vaso. A partir de entonces, toda actividad tiene mayor prestigio que la agropecuaria; que ha quedado asociada a violencia y atraso económico. En ese contexto, la inversión minera se multiplicó gracias a las leyes promocionales dictadas en los noventa y los excelentes precios de las materias primas de esta década. Se había levantado un enemigo más, una nueva actividad económica con rango de civilizatoria, que atrae inversión extranjera y es buena para la nación. El campo puede volver a arrimarse y dejar espacio libre. El único problema es que los hijos del Ande son la mayoría nacional y el país puede arder en la nueva disputa por el espacio nacional. Si la minería no cambia de actitud, el 2011 sus representantes estarán en dificultades.


  1. Parlamento y Sociedad en el Perú: bases documentales del siglo XIX, publicación del Congreso de la República en 8 tomos preparada por Pablo Macera, Lima: 2000.