En la parte final de su libro, Lurgio Gavilán relata su retorno a las punas del norte ayacuchano el año 2007, como antropólogo integrante de un equipo de investigación del Instituto de Estudios Peruanos. Habían transcurrido más de veinte años desde que anduvo por esas tierras como un niño senderista, quien a los 12 años decidió enrolarse en las columnas de Sendero Luminoso en busca de su hermano. El viaje en autobús que Lurgio comparte con otros pasajeros no solo atraviesa el territorio, sino también el tiempo. Tal como relata el autor, a medida que el bus avanza en su camino:
[…] los pasajeros comienzan a leer el libro de la memoria. ¡Aquí falleció mi hermano!, ¡aquí murió mi tío!, ¡aquí se volcó el carro! Otras veces se observa correr al ayudante cobrador para colocar ramilletes de flores entre las piedras negruzcas para el señor Wamani, o se puede ver el drama de sufrimiento de los deudos comunicándose con sus seres queridos fallecidos encendiendo velas y ofreciendo el aroma y color de las flores. (p. 163).
La experiencia del viaje se convierte en una apropiación colectiva de lo que Lurgio denomina “el libro de la memoria”. Es decir, la propia vida pasada y sus recuerdos. Por eso, el “libro de la memoria” al cual Lurgio se refiere no es algo que se lee, sino que se actúa —de acción, no de actuación— recordando a quienes ya no están presentes, activando y asumiendo el dolor, pero también gratificando la pena mediante la consolación que otorga el don: la ofrenda al señor Wamani, los olores y colores de las flores entregadas a los ausentes.
Podemos leer su relato como mero testimonio de lo que le ocurrió a alguien. Sin embargo, sería mejor acercarnos a sus páginas comprendiendo que los hechos de los que fue protagonista nos marcaron a todos de una u otra forma. Se trata de páginas que nos desafían a asumir nuestra condición de sociedad de postguerra. Es decir, una sociedad inscrita —de manera necesariamente confusa y conflictiva— en el tiempo posterior al pico de la tragedia que implica toda guerra. Un tiempo en el cual los ajustes de cuentas por hacer respecto al pasado no pueden circunscribirse a los recuerdos, sino que exigen la realización de acciones de reconstrucción vital colectiva; es decir, actos de verdad y de justicia dirigidos a enrumbar el inevitable futuro común. Digo esto porque ocurre que, a casi diez años de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, el balance que se puede hacer resulta realmente preocupante, pues el poder público —el Estado y sus instituciones— se encuentra realmente a la zaga de una sociedad en la cual el pasado reciente de horror viene siendo asumido de manera sumamente activa, mediante el establecimiento de distintas formas de memorias, olvidos y silencios, en plena disputa en estos años.
En tal contexto, la autobiografía de Lurgio Gavilán se inscribe —lo podemos apreciar siguiendo sus propias palabras— en una larga y tortuosa búsqueda por construir nociones de pertenencia, igualdad y reconocimiento en tanto ciudadanos de pleno derecho que aún arrastramos todos los peruanos: “¿Qué es el Perú?; ¿indios sin alma como sostenían los primeros religiosos que llegaban al nuevo mundo?, ¿o solamente unos mendigos sentados en un banco de oro como expresó Antonio Raymondi?”, se pregunta Lurgio, y su respuesta es simplemente rotunda:
Perú es un país plural, diverso, de todas las sangres, una amalgama de culturas con una idiosincrasia discriminatoria. ¿Cuándo hemos sido un solo Perú, un país unificado? A veces creo que somos huklla (estar unidos) solamente cuando nuestros futbolistas visten la “rojiblanca” y hacen gritar de alegría a todo el Perú […]. ¿Cuál pasión es la que se nos enciende? ¿Qué noción tomamos entonces del país en que vivimos? ¿Qué línea temporal adoptan esas simbologías? ¿Perduran? O, como dice la cumbia de una agrupación norteña —con respecto al amor—, “porque aparece y desaparece”. (p. 51)
Al sacar a la luz pública los hechos de su biografía signada por el dolor, pero también por la esperanza, Lurgio Gavilán opta valientemente por la opción de narrar simplemente lo ocurrido. Deja entonces que los sucesos hablen y nos interpelen a todos. Nos dice simplemente que:
[…] puedo ofrecer esta memoria y dejar por escrito unos pocos recuerdos. No es una historia de violencia, sino relatos de la vida cotidiana carentes de dramatismo y partidismo político. De ningún modo busco justificar las atrocidades cometidas por SL y el Ejército peruano; solo relato los hechos tal como ocurrieron. Para quien escribe, son todos los días de recuerdo, como si ayer mismo hubiera estado en esas escenas de la vida. Muchos azares de la suerte de un soldado desconocido se podían contar, sin embargo, aquí no está plasmado todo quizá porque los recuerdos son lejanos. (p. 50)
De otro lado, he sentido varias veces, al leer el libro y sumergirme en la historia de las increíbles idas y vueltas de la vida de su autor, que me hallaba ante páginas que inauguran una forma narrativa nueva en la antropología. No se trata obviamente de un informe etnográfico —y en tal sentido el subtítulo original del manuscrito fue precisado para llegar a la imprenta—, pero tampoco es el diario de campo antropológico de quien finalmente aspira a comprender lógicas sociales que le son externas. Es el libro testimonial autobiográfico de un antropólogo que, en gran medida debido a su pertenencia a esta disciplina, se ve compelido a recordar y contar los hechos de su propia experiencia, sabiendo claramente que se trata de una trayectoria vital tan humanamente trágica como pedagógica en una sociedad como el Perú de estos días. El antropólogo revela entonces su propia trayectoria vital, pretendiendo simplemente dar cuenta de lo ocurrido, no por afán de neutralidad, sino porque sabe que al hacerlo puede mostrar fidedignamente fenómenos profundos de la sociedad en la cual le tocó vivir.
Diversos sucesos y temas tratados en el libro pueden dar pie a reflexionar sobre momentos, lugares y protagonistas de la terrible historia que padecimos los peruanos —entre ellos a Lurgio Gavilán— en esos años durísimos en que nuestras vidas se vieron envueltas en la vorágine de la peor violencia de nuestra historia republicana. Como señala en el prólogo del libro Carlos Iván Degregori —nuestro entrañable amigo y colega, quien motivó con su particular estilo vital la propia aventura de Lurgio que ahora se cristaliza en sus memorias—, se trata del recuento de hechos de una vida excepcional, efectuado por una persona que al fin y al cabo es hoy un hombre libre, y a quien le tocó pasar por tres “instituciones totales” de singular importancia en la historia peruana: las filas de Sendero Luminoso, el cuartel militar y los claustros de un convento.
En todas ellas, se pueden constatar —de acuerdo al relato de Lurgio— algunos ingredientes compartidos tan propios de la sociedad peruana. Por ejemplo, la vigencia de una acendrada moral autoritaria, que en el caso de Sendero Luminoso se convirtió en una pesadilla casi mesiánica y sin límites, al punto de arrastrar a toda la sociedad peruana a su peor época de horror y destrucción. Sin embargo, también en medio de la peor pesadilla humana es necesario saber que estamos ante hechos de orden histórico, frente a actos realizados por personas de carne y hueso, completamente distintas a cualquier dios inmarcesible (tal como pretendía pasar a la posteridad el autodenominado “Presidente Gonzalo”). De allí que el relato de Lurgio Gavilán contribuya a que rompamos diversos mitos de nuestra propia historia y memoria de posviolencia. Nos permite recordar que fueron acciones humanas concretas, hombres y mujeres reales, quienes se hallaron detrás de la vesania senderista, dispuesta a alcanzar la “gran armonía” del Estado comunista a cualquier costo de la “cuota de sangre”. O tras los muros de cuarteles militares convertidos en auténticos infiernos cotidianos, en los cuales muchos ciudadanos a quienes el Estado debía proteger desaparecieron sin rastro. Pero este libro también nos permite apreciar que muchas veces, a pesar de la inhumanidad impuesta como norma de conducta, hubo gentes que en medio de la guerra supieron descubrir o sacar a flote su propia humanidad. Es el caso del militar que no solo perdonó la vida de nuestro autor, cuando siendo un niño senderista resultó capturado por el Ejército, sino que además lo arropó y lo condujo a estudiar, dándole así la opción de abrirse nuevos caminos. O de aquellos jóvenes o niños senderistas que en medio de lo peor de la guerra supieron descubrir el amor, incluso en las filas contrarias.
El libro tiene también otro flanco posible de lectura, que estoy seguro fue uno de los que motivó a Lurgio a emprender con templanza el camino que va desde el recuerdo a la letra y finalmente a la imprenta. Nos permite conocer mejor aspectos y sucesos de la violencia peruana envueltos aún en brumas. Es el caso de la vida en los cuarteles en medio de los años de la guerra. O de las actividades cotidianas de aquellos miembros de base de las columnas senderistas, quienes debían cumplir a ojos cerrados las órdenes de sus jefaturas, expresadas en los distintos “planes” o “campañas” militares de su organización. Otro tema interesante sobre el cual seguimos envueltos en la ignorancia tiene que ver con el peculiar componente guerrillero que aparentemente existió en los orígenes de Sendero Luminoso, sobre todo en los primeros años de la guerra, especialmente en el vínculo con muchos jóvenes universitarios, maestros de escuela y campesinos enrolados en las columnas que en el libro se denominan justamente como “guerrilleras”. Es inquietante conocer desde adentro la trágica historia de estas columnas, muchas de las cuales vivieron una auténtica metamorfosis, pues transitaron desde los ideales de “justicia” e “igualdad” hacia el horror. De allí que Lurgio insiste con juicio enérgico —en diversas declaraciones públicas efectuadas en entrevistas realizadas a propósito del libro— en que Sendero Luminoso parecía un monstruo que se tragaba a sus hijos. La imagen nos hace recordar el cuadro de Goya en el cual Saturno aparece devorando a su propio hijo, es decir, a su propia carne.
Otro tema que a la luz del testimonio directo de Lurgio es posible apreciar con nueva perspectiva tiene que ver con la participación de los niños y adolescentes en la guerra. Son numerosos los testimonios y evidencias de niños muertos o capturados, por uno u otro bando, en medio del conflicto. Conozco a dos antropólogos —cuyo nombre no estoy autorizado a revelar— que mientras hacían trabajo de campo en plena época de la violencia se toparon con columnas senderistas compuestas casi enteramente por niños y adolescentes, con quienes se comunicaron en quechua y a quienes tuvieron que alimentar, pues se hallaban deambulando hambrientos por las punas. Muchos niños indígenas monolingües, como era Lurgio Gavilán cuando se integró a Sendero Luminoso detrás de su hermano, se vieron envueltos de diversas formas en el capítulo más trágico de nuestra historia nacional. El enrolamiento de niños no es algo que ocurrió solamente en las columnas de Sendero Luminoso, sino también entre las fuerzas del orden y los Comités de Autodefensa de los propios campesinos. Sin embargo, en Sendero Luminoso se aprecia mayor grado de perversidad, debido a que se plantea como un objetivo ideológico. Uno de los primeros documentos de esta organización, escrito por Abimael Guzmán antes del inicio de la guerra, ya propone el objetivo de vincular activamente a los niños a la guerra, lo cual revela que por encima de cualquier criterio humano mínimo, en Sendero Luminoso primó desde siempre la lógica de que la ideología política se hallaba por encima de todo, incluso de la vida humana.
El costo/beneficio de los objetivos políticos del partido resultaba más importante que las vidas de quienes se hallaban en plena etapa de “crecimiento de la vida”, sobre la cual hablaba el poeta Dante Alighieri al describir las cuatro edades de la vida humana.
Otro aspecto acerca del cual no quiero dejar de referirme, aunque sea grosso modo, es el vínculo entre el proyecto senderista y los campesinos indígenas. Esto nos conduce a situar de manera precisa el relato de Lurgio sobre su paso por Sendero Luminoso. Se trata de los años en los cuales la violencia alcanzó su mayor intensidad y brutalidad, a partir de 1983, precisamente en el lugar donde se vivieron hechos claves de dicha historia: las punas ubicadas en las alturas de las provincias de Huanta y La Mar. Este territorio, correspondiente entonces, de acuerdo a los planes de Sendero Luminoso, a su denominado Comité Regional Principal —compuesto por los departamentos de Ayacucho, Huancavelica y Apurímac—, fue el escenario en el cual los campesinos de las comunidades reaccionaron a partir de fines de 1982 en un sentido contrario al esperado por los senderistas. Ocurrió que la aceptación de la presencia senderista de los años previos —sustentada en una cierta coincidencia entre los anhelos de justicia y progreso de los campesinos y la prédica senderista— se transformó rápidamente en una resistencia abierta. Los comuneros transitaron del rechazo a las demandas de colaboración o apoyo hasta la autodefensa armada. No fue un acto inconsciente o de simple defensa propia reactiva ante la agudización de la guerra. Se trató de una decisión lógica adoptada comunidad por comunidad, que movilizó profundas expectativas en torno al progreso, el orden y el futuro. El rechazo a Sendero Luminoso tuvo fuertes consecuencias para decenas de comunidades que posteriormente fueron arrasadas, al convertirse en objetivo de las acciones punitivas de sus columnas armadas, dirigidas a dar escarmiento a las denominadas “meznadas”.
Desgraciadamente, desde fines de 1982, cuando ingresan las Fuerzas Armadas al conflicto, estas comunidades también se convirtieron en blanco de la represión militar indiscriminada. En ese contexto, ocurrieron hechos emblemáticos, tales como la matanza de Uchuraccay. Lo ocurrido entonces en las comunidades de las alturas es un capítulo fascinante de la historia de largo plazo del vínculo entre los campesinos denominados “iquichanos” (identidad “inventada” tardíamente, en plena república, según lo ha demostrado la historiadora Cecilia Méndez ) y el resto de la sociedad peruana. Siendo un niño senderista, a Lurgio le tocó vivir esta historia de violencia justamente en la cresta de ola, como protagonista directo. Su relato permite comprender el “otro lado” dramático de esta historia, reflejado en las penurias de los miembros de las columnas senderistas. Es lo que revela Lurgio al recordar el hambre, el frío, el temor y hasta las deserciones de los miembros de las columnas armadas. Los militantes senderistas fueron rechazados violentamente por los comuneros organizados en las primeras rondas campesinas, perseguidos y arrinconados por los militares, obligados a buscar refugio en zonas agrestes tales como las faldas del Razuwilka (apu tutelar de la zona). De manera que el “gran salto” con el cual soñaba la dirección senderista al ejecutar su “plan de desarrollar las bases de apoyo” a partir de 1984 se hallaba bastante lejos de la dura experiencia diaria de sus militantes, obligados en un momento a calmar el hambre con la nieve del cerro.
En las comunidades, el horror destrozó completamente el orden establecido. Muchos desaparecieron sin rastro, víctimas de Sendero, de los militares o de los propios grupos de autodefensa. Los delicados tejidos sociales, culturales, económicos y por supuesto territoriales se vieron trastocados enteramente. La competencia de rasgos históricos por la hegemonía en la zona entre las “comunidades madre”, tales como Iquicha, Uchuraccay o Ccarhuaurán, o entre comunidades de valle y puna, también se manifestó en medio de la guerra, todo lo cual estaba en tensión con la subsistencia de formas de solidaridad intercomunal, de fuertes rasgos étnicos, reactivadas también en medio de la guerra.
Años después, el escenario hallado por Lurgio, ya como antropólogo confrontado a la experiencia de volver a recorrer esas zonas, es completamente diferente. Su narración destaca el hecho de que los campesinos siguen tan pobres como siempre. Pero los cambios son evidentes, y no solo se refieren a las carreteras, cierta urbanización como patrón de poblamiento, la expansión mercantil o los avances de la institucionalidad política reflejada, por ejemplo, en los centros poblados. También ocurre que las personas se muestran diferentes en su modo de ser, desconfiadas, mientras que antes “la gente era conservadora y cariñosa” (p. 173). Este nuevo escenario es el que por estos años se va transformando aceleradamente, en un sentido muy peligroso, al ritmo de la conversión del VRAEM en un motor de articulación regional que ha convertido a muchas comunidades en narco-pueblos dependientes de la economía de la coca. Nuevas amenazas y riesgos asoman al mismo tiempo que se deja notar el empuje de gente en su afán de acceder a un futuro mejor, ese empeño cotidiano del cual la propia historia vital relatada en este libro es un extraordinario ejemplo.
Reseña de “Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia”. Lurgio Gavilán Sánchez (Lima: IEP, 2012)
María Eugenia Ulfe
Esta es una historia de vida excepcional, y agradezco la generosidad y la valentía de compartirla con un público más amplio, y con ella, de romper con la mirada inocente e ingenua que construye categorías dicotómicas, como la de víctimas y perpetradores, para invitarnos a reflexionar sobre el conflicto armado interno en su complejidad. La historia de Lurgio nos introduce en un universo de claroscuros, de tonalidades diversas, de vaivenes y decisiones de vida. Su identidad es múltiple y flexible, y responde también a las opciones que se le presentan y las decisiones que toma a lo largo de su vida.
Sobre el testimonio ya se ha escrito bastante para el caso latinoamericano. Me interesa destacar más bien el “realismo de la memoria” y la apuesta del autor, que, al abrirnos su vida, nos cuestiona e invita a comprenderla. De ahí que una valoración moral de la memoria no es pertinente tampoco. Lo que nos entrega es una memoria que está sedimentada en el cuerpo del autor, y que se abre como capas, que es agridulce, dolorosa y también ingenua, y que se desenvuelve a través de su paso por Sendero Luminoso, el Ejército y la Iglesia, pero la Universidad también. Carlos Iván Degregori las llama en el prólogo “tres instituciones totales”, pero son finalmente cuatro: porque la Universidad también transforma su acercamiento a su propia vida, lo conduce a distanciarse de sí (a objetivarse) y mirarse como un sujeto de la historia reciente del país.
Esta memoria “real” comienza con la mirada del niño que fue a los 12 años, cuando tomó la decisión de unirse a las huestes senderistas para seguir el camino de su hermano. Gavilán entra temprano en la guerra, en el año 1983, en la selva de Ayacucho. Es un niño que aprende a sobrevivir en medio de la guerra. Su relato contrasta con el idealismo de muchos literatos senderistas. No es una lectura épica de la lucha armada como la que uno encuentra en los textos de los narradores y poetas senderistas. En el testimonio de Gavilán, la épica se torna una realidad que es dura y por momentos agradable, como su amistad con Rosaura, cuando acompaña a la enfermera o participa de las celebraciones que compartieron al inicio del conflicto armado interno. Gavilán nos da pistas para conocer “algo” de la cotidianidad y la precariedad de Sendero Luminoso en su momento inicial. Hay tan poca información que se tiene desde dentro que aquí el texto de Gavilán nos aporta. Y con ello recojo una pregunta que se hiciera Ricardo Caro a partir de este libro: ¿por qué crecieron? ¿Cómo, ante tanta precariedad y absolutismo, fueron capaces de crecer? ¿Qué hay en nuestra sociedad que nos lleva a dimensiones tan álgidas de violencia?
Gavilán narra la verticalidad y la disciplina en el trato de los senderistas con sus propias huestes, los ajusticiamientos internos por robarse una lata de atún, destaca el apoyo inicial de los comuneros de las comunidades de apoyo y el posterior deterioro en las relaciones con ellos.
Gavilán narra la verticalidad y la disciplina en el trato de los senderistas con sus propias huestes, los ajusticiamientos internos por robarse una lata de atún, destaca el apoyo inicial de los comuneros de las comunidades de apoyo y el posterior deterioro en las relaciones con ellos, reflejado en el hambre que hacia los días finales de su paso por Sendero comienza a sentir. Llaman mi atención también los rituales internos de paso, como aquel de militante a camarada, y los cantos que parecían marcar cada momento de sus vidas.
El texto de Gavilán viene a acompañar otras dos producciones de memorias senderistas, Sibila, de Teresa Arredondo (2012), en el cual se narra la historia familiar y de vida de Sibila Arredondo viuda de Arguedas, y Aquí vamos a morir todos, de Andrés Mego (2012), en el cual se recoge el relato de Julio Yovera, sobreviviente del motín de El Frontón en 1986. Juntos, estos tres relatos nos presentan las miradas íntimas de aquellos que conocemos poco: la subjetividad de los otros actores del conflicto armado interno, los “marcados”, que no forman parte del Registro Único de Víctimas, pero sin embargo están ahí. Son estas las voces que comienzan a emerger en medio de una coyuntura donde reina la no historia, la no memoria, la negación. Si hasta ahora habíamos llegado a ellas por medio de poemas, cuentos o incluso a través de sus propios dibujos, ahora contamos con narraciones personales. Esta es la vida que muchos peruanos vivieron en medio de la violencia. Están ahí, y mediante sus relatos apelan a re/construir algún tipo de vínculo con lo social y el pasado. Pero ¿cómo se inscriben estas historias en el gran relato del conflicto armado interno que aún se está escribiendo? ¿Desde dónde mirar la emergencia de este sujeto político y cómo es?
Dos años más tarde, en 1985, Lurgio es tomado prisionero por el Ejército. Su valoración de Sendero se manifiesta desde sus primeras páginas, y su consideración a quien ve como su salvador en el Ejército también. Narra el encuentro con quien decide perdonarle la vida. Este momento es descrito como un reconocimiento de uno en el otro, de un jefe militar en otro hambriento. Al mismo tiempo, Gavilán describe las atrocidades que eran capaces de cometer las Fuerzas Armadas con los campesinos. Su vida en el Ejército es descrita como un nuevo renacer, como un momento de aprendizaje que es interpretado desde distintos ángulos —vuelve al colegio, aprende a leer y a escribir, obtiene un documento de identidad y se reinserta, poco a poco, en la vida social, dejando atrás su historia de clandestino militante—. ¿Cómo era la vida en la base militar? ¿Cómo se entendía y vivía el conflicto en esa cotidianidad? ¿Cómo se hablaba del miedo, del otro?
Hacia 1995, Lurgio toma un nuevo camino. Esta vez es la Iglesia, y serán los franciscanos —con sus votos de pobreza, castidad y humildad— quienes le abrirán las puertas y lo invitarán a pensar en su vida. Después de ese recorrido intenso, abrumador, revelador de las complejidades propias de una vida en medio del conflicto, Gavilán cierra diciéndonos: “[…] no hay más, es todo cuanto he vivido, y las respuestas están ahí; no es preciso saber más, un silencio es la mejor respuesta, nunca se entenderían, y solo el que ha vivido esta historia la siente viva en su cuerpo. Luego mi cuerpo desaparecerá y se perderá en el universo, pero a mí me volverán a encontrar en estas páginas, como las rocas madres resistiéndose al tiempo” (p. 172). Lo veremos después como profesor universitario, convertido en colega antropólogo, pensando el país y sus memorias en disputa. Si la antropología es una ciencia social que nos remite a pensar cómo construimos nuestras relaciones los unos con los otros, la autobiografía se muestra como una autoetnografía, donde el autor se distancia de sí mismo, se muestra y muestra el hacer, el pensar, el sentir. Son relaciones que están profunda y densamente cargadas de historia. Es una práctica de memoria desde donde mirar el conflicto armado interno y, a través de este, la idea de nación, el Estado y nuestras instituciones “totales”.Este libro se abre paso como la vida misma del autor, y debería convertirse en materia de lectura en las escuelas, en las universidades, en las FF. AA. Conocer la vida del protagonista es conocer un poco más de nuestra historia reciente.
Supe del trabajo de Lurgio en octubre de este año gracias a alguien que había leído borradores de sus textos corregidos en 2006 y que vio —en el muro de Facebook de un amigo— el anuncio de la presentación de su libro en México. Ello me llevó a contactarlo, vía Facebook también, para entrevistarlo mediante una videollamada.
A los pocos días, publiqué una nota en el diario El País, en la que daba cuenta de su historia, una historia que sale a la luz en un país donde, dije, hay dificultades para abordar el periodo de la violencia en el espacio público, pues el tema del conflicto armado interno de inmediato genera bandos, controversias y, en muchos casos, mentiras para atacar a un sector o a individuos con quienes no se está de acuerdo. Este tipo de debate sobre la memoria, especialmente en Lima, es literalmente un espacio de competencia, en el que un grupo o algunos líderes de opinión —unos con más voz y poder político que otros— atacan a los que ven como enemigos.
Militares en retiro, fujimoristas y simpatizantes fujimoristas, políticos que se autodenominan de centro o independientes o que solo quieren el “avance” o “desarrollo” del Perú, empresarios (como el exministro Oscar Valdés), periodistas, expertos, etcétera han identificado entre sus enemigos a los exmiembros de la Comisión de la Verdad y a todos quienes citen el informe final de la CVR. También son “enemigos” los organismos, activistas y abogados de derechos humanos, las ONG, los artistas, periodistas, intelectuales y familiares de víctimas de hechos de violencia cometidos por las fuerzas del orden. Los llaman defensores de terroristas, o terroristas, o terrucos, o comunistas, o caviares, o extremistas, o ultras o rojos. Les atribuyen también un odio o falta de respeto hacia las Fuerzas Armadas, dado que nunca se preocupan por sus derechos humanos, de los que salvaron al Perú de Sendero Luminoso (“¿Quién defiende los derechos humanos de los policías, de los soldados?”, suelen preguntar en medio de gritos o de llanto, o en conversaciones en el taxi o en una esquina). Les achacan que solo les importan los derechos humanos de los terroristas (y esto también lo menciona Carlos Iván Degregori en su texto introductorio del libro). Señalan que se le hace un favor a SL al usar el término conflicto armado interno, porque se les reconoce como “combatientes”, como si hubiera habido aquí una guerra. Sostienen que solo hubo terrorismo y del otro lado pacificación, lucha contra el terrorismo.
Todo esto es visible en sus comentarios en los medios, en el Congreso, en iniciativas de ley, pero también ha sido visible en hechos sucedidos en las calles, como cuando un grupo de personas —¿o vándalos? — echó pintura naranja en el memorial llamado Ojo que Llora, a pocos metros de aquí, en Jesús María. Un memorial, dicho sea de paso, cerrado para el ciudadano de a pie, e incluso difícil de visitar si uno no realiza un trámite.
Las personas e instituciones a quienes ataca ese primer grupo —en el debate político, en los medios o en eventos públicos—, estos activistas, abogados, académicos, intelectuales, exmiembros de la CVR, etcétera, se defienden usualmente recordando los delitos cometidos por las fuerzas del orden desde 1980 o también por miembros del gobierno de Alberto Fujimori. Intentan que quienes trabajaron para el Estado reconozcan que hubo violadores de los derechos humanos, y que no cumplieron con la función del Estado de proteger a la persona. Recuerdan también que los grupos terroristas cometieron la mayor cantidad de muertes en los años del conflicto armado interno. Suelen recibir no solo insultos, sino también amenazas; a veces han sufrido seguimiento, reglaje, etcétera, por parte de las fuerzas de seguridad. En pocos casos tienen una experiencia saludable en su relación con las fuerzas del orden o quienes la representan. Vivimos ya al menos una década en esa dinámica de polarización, de tensión, de maniqueísmo, de reduccionismo (si se quiere, de histeria) a dos partes enemigas. Este año, se ha agregado un actor nuevo, entre comillas, Movadef, que también lleva al extremismo el enfoque de los asuntos relativos a la violencia pasada y a la actual.
Este escenario de polarización existía desde la década de 1980, pero se refuerza, ahonda o agrava luego de la producción del informe final de la CVR. En aquel tiempo, por ejemplo, el gobierno de Belaúnde y las FF. AA. criticaban los informes de Amnistía Internacional sobre violación a los derechos humanos en el Perú; por otro lado, las FF. AA. trataron de manera intimidante a personas como Pilar Coll cuando fue secretaria de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Una vez planteado esto, puedo entonces decir uno de los motivos por los cuales es tan valioso este libro del antropólogo Lurgio Gavilán: porque lleva la cuestión, el asunto, el tema a otro lugar, a otro punto de vista, un enfoque que destierra el reduccionismo, el facilismo y la simpleza de los polos, de los dos puntos de vista enfrentados (o tres, también enfrentados, si incluimos la actual prédica de Movadef).
Si recordamos cómo han informado los medios de Lima acerca del libro Memorias de un soldado desconocido, no hubo ningún ataque, desde ningún ángulo, al autor, tampoco se dio ese reduccionismo que he descrito previamente de los polos enfrentados; solo hemos leído o visto el relato de una vida excepcional durante un periodo tan complejo en el Perú.
Gavilán ha escrito no solo una autobiografía, un relato de la violencia, sino también un texto muy sentido acerca de su relación con los otros, con las personas, con la vida, con el entorno, las plantas, los animales, la comunidad, los suyos.
Casi todos los comentarios sobre la historia de Lurgio Gavilán coinciden en que su libro debería leerse en las escuelas. Dargent aludió a la posibilidad de que quede en el olvido, pero hay muchos modos de evitarlo. Por ejemplo, el documentalista Fernando Vílchez, peruano que ganó un premio por un corto que presentó en el Festival de Cine de Berlín, está interesado en realizar un documental sobre esta historia.
El texto de Gavilán es valioso además porque revela experiencias transformadoras, sea en instituciones o pequeños actos y decisiones de personajes clave. El oficial del Ejército que le perdonó la vida cuando era un niño senderista, la religiosa que vio en él otro futuro posible, la tutora que le sugirió escribir. He pensado mucho en la función de la escritura, en castellano, para un peruano que aprendió a escribir tarde en su segunda lengua. También pienso en el valor del silencio, el estudio y la meditación para procesar lo vivido, momentos que retrata al contar sus años en el convento franciscano. Gavilán ha escrito no solo una autobiografía, un relato de la violencia, sino también un texto muy sentido acerca de su relación con los otros, con las personas, con la vida, con el entorno, las plantas, los animales, la comunidad, los suyos. El rescate de las dimensiones que componen lo humano es también esencial en este texto, no es solamente un buen texto de antropología y de memoria de la violencia.
También es importante tener en cuenta que este libro surge en un momento delicado. Hoy las comisiones de Constitución y de Justicia han aprobado el proyecto de ley de negacionismo. Dos mil doce ha sido un año con varios casos de censura a trabajos artísticos que aludían al tiempo de la violencia en el Perú. Incluso un documentalista, Andrés Mego, ha retirado de Internet un
video sobre la vida del exsenderista Julio Yovera, sobreviviente de la matanza en El Frontón, un documental que no critica los hechos de terror, pero tampoco los promueve, ni aprueba. Y la persecución legalista no es la mejor forma de lidiar con Movadef. Si queremos enfrentar las ideologías extremistas que justifican la violencia, tenemos que conocer quiénes son esos peruanos y sus ideas, justamente para encararlos en ese plano y no entregar al criterio policial la aplicación de una norma que deja demasiado espacio a la interpretación y subjetividad.
Lurgio Gavilán sostiene en su libro que no quiere hacer juicios de valor ni política partidaria acerca de lo que hicieron Sendero Luminoso y el Ejército, sin embargo, su punto de vista no es neutral ni aséptico. Es político porque contiene una posición y una visión acerca del Perú, de los vulnerados, los discriminados, los despreciados y desconocidos por el Estado, tratados así desde antes de que surgiera Sendero Luminoso. Testimonia su paso por tres espacios clave, desde donde intentó cambiar lo que consideraba injusto, impropio o en desorden. Una palabra importante en el libro acerca de lo que ocurre en el Perú es huklla, que en quechua significa “ser unidos”, estar unidos. Gavilán se pregunta por qué solo cuando juega la selección el Perú se siente así, y no en otros momentos. Esta visión de un Perú fracturado está en la esencia del libro. Esa forma de ver el país, creo, tiene resonancia o es similar a la obra de una artista plástica, Eliana Otta, curadora de una exposición llamada “¿Y qué si la democracia ocurre?”: un cartel impreso en offset, un afiche grande, que comparto aquí con ustedes para cerrar esta presentación.
Memorias de un soldado desconocido, de Lurgio Gavilán (Lima: IEP, 2012)
Este artículo no pretende ser únicamente una reseña, pues busca sintetizar algunas de mis experiencias como lector de las memorias de Lurgio Gavilán. Su libro constituye más que un relato particular del conflicto armado interno desde las miradas del adolescente senderista, del joven soldado, del fraile franciscano y del agudo antropólogo. Tanto su testimonio como las reflexiones que intercala en él nos interpelan a dos niveles. En el plano subjetivo, su lectura evoca las emociones y los recuerdos de ese periodo para todos quienes directa o indirectamente lo experimentamos. De otro lado, le plantea a los trabajos sobre la memoria el reto de trascender las categorías rígidas en que a veces han incurrido para definir a los actores del conflicto.
Yo crecí en los años noventa. En mi imaginación, Sendero Luminoso (SL) podía representarse como un gran monstruo que controlaba la sierra y que infundía terror por las noches, sigilosamente, en Lima y otras ciudades de la costa. No comprendía muy bien lo que pasaba, pero sabía que los terrucos eran los malos. Cuando Sendero apareció en la vida de Lurgio, un niño quechua de un pequeño pueblo de Ayacucho, la imagen era radicalmente distinta: “En esos tiempos [1983], SL estaba en proceso de expansión; en todas partes se hablaba de una justicia social. Escuchábamos en radios, los jóvenes y los profesores hablaban de una guerra popular” (p. 59). Se trataba de guerrilleros, no de terroristas, que vivían entre los campesinos, junto a ellos, y que luchaban por un nuevo orden: el comunismo sería más justo, y en él no habría hambre ni pobreza.
Una de las mayores virtudes del libro —tal como señala Carlos Iván Degregori en el prólogo— es que nos cuenta cómo experimentaron los senderistas de base el proceso a través del cual SL se fue distanciando de los campesinos al punto de volverse un enemigo para ellos. Aquello que en las ciencias sociales se ha leído como el paso hacia convertirse en un antimovimientosocial (Wieviorka 1991), para Gavilán y sus compañeros se vivió en forma de hambre angustiante y de violencia creciente:
Cuando ingresé al movimiento todavía se comía bien, pues en cada pueblo los comuneros nos preparaban diversas comidas. Luego, cuando se volvieron yanaumas, ronderos, nos retiramos hacia las montañas altas, donde no había comida. De vez en cuando bajábamos al pueblo para robar los alimentos. Otras veces nos esperaban los yanaumas y regresábamos sin comida. Nos habíamos vuelto rateros. (p. 91)
Mientras las circunstancias eran más adversas para los guerrilleros en las zonas altoandinas, las sanciones que imponían los “camaradas” contra los traidores se hacían más severas. Los relatos de los asesinatos a algunos de sus compañeros de armas son crudos, breves y, por eso mismo, emocionalmente intensos. El destino del autor pudo haberlo conducido a morir allí, asesinado por otros senderistas, o en el momento en el que fue capturado por una patrulla del Ejército en marzo de 1985. Sin embargo, sobrevivió gracias al teniente al mando, y poco después se incorporó al Ejército.
Lurgio vivió casi una década en un cuartel militar de Huanta. Durante ese tiempo, cumplió el Servicio Militar Obligatorio, fue a la escuela, aprendió castellano y obtuvo su partida de nacimiento. En suma, se hizo parte del Estado peruano. Allí, también, conoció el otro lado de la violencia, la de los entrenamientos con baños en sangre y heces de animales, de las mujeres que eran abusadas sexualmente y de los prisioneros que “desaparecían” antes de que llegaran las inspecciones desde Lima. Había que obedecer, como en SL, pero ya no luchando por llegar al comunismo, sino por la patria y por la gloria del Ejército del Perú.
Quizás el mayor mérito del libro es que ha abierto una puerta para tratar de reescribir la historia del conflicto armado interno, esta vez a partir de los grises, de los puntos intermedios y ambiguos, de las historias particulares de los que fueron víctimas y victimarios a la vez en una región y un tiempo extremos.
Aunque de un modo muy diferente, mi vida también ha transcurrido muy cercana al Ejército. Mi padre y sus compañeros conformaron una generación de jóvenes oficiales que egresaron de las aulas de la Escuela Militar y rápidamente fueron destinados a las “zonas de emergencia”. Los padres de muchos de mis compañeros de colegio murieron allí, y la idea de que pudo pasar lo mismo con el mío nunca ha abandonado mi cabeza. Por todo eso, al leer los cánticos de los cabitos de Huanta y los detalles de la vida castrense recordaba mi infancia; los ruidos de la tropa que pasaba siempre por mi casa al amanecer, y me detenía a pensar en las marcas (visibles e invisibles) que las experiencias de esos años dejaron en los soldados que estuvieron allí.
Por su parte, la búsqueda incansable de sí mismo llevó a Gavilán a pasar algunos años como religioso franciscano. También entonces se encontró cantando y obedeciendo, experimentando la disciplina de la vida en el convento de Los Descalzos, en el Rímac, pero ahora estaba alejado de la violencia. Fue en ese periodo que una profesora de filosofía lo animó a escribir sus memorias, y tuvo ocasión para reflexionar sobre su azarosa vida. Cuando comenzaba el nuevo siglo, emprendió una nueva travesía, la de la vida académica, que lo devolvió a Ayacucho para estudiar —y pronto enseñar— antropología en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga.
Hoy Lurgio Gavilán es candidato a doctor en la Universidad Iberoamericana de México. La publicación de su historia ha despertado mucho interés, al punto que ha sido entrevistado por diversos medios periodísticos. Sin embargo, quizás el mayor mérito del libro es que ha abierto una puerta para tratar de reescribir la historia del conflicto armado interno, esta vez a partir de los grises, de los puntos intermedios y ambiguos, de las historias particulares de los que fueron víctimas y victimarios a la vez en una región y un tiempo extremos. Los debates en torno a la memoria se pueden —y deben— enriquecer con las historias particulares de los soldados y policías que llegaron a ser senderistas, los campesinos que devinieron violentos ronderos y todas las situaciones similares que cuestionan las interpretaciones oficiales que se sostienen hasta ahora.
Entre los oficiales del Ejército he escuchado con frecuencia que su cuestionamiento a priori del Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación radica en que quienes la conformaron no estuvieron allí durante el periodo de violencia. Para muchos militares y policías, la cercanía de la muerte y las consecuencias de ese estado anímico son experiencias vitales intransmisibles, difícilmente comprensibles para el resto. Quizás el libro de Lurgio les demuestre lo contrario, y más bien los anime, como espero que suceda con los otros actores del conflicto, a contarnos su propia historia.
Referencias bibliográficas
Ártículo de Ramón Pajuelo
Gavilán, Lurgio (2012). Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia. Lima y México: Instituto de Estudios Peruanos y Universidad Iberoamericana.
Méndez, Cecilia (1992). El poder del nombre, o la construcción de identidades étnicas y nacionales en el Perú: mito e historia de los iquichanos. Documento de Trabajo n.° 115. Lima: IEP.
PCP-SL (1977). Bases de discusión. Línea de masas.
Artículo de Fernando Calderón
Gavilán, Lurgio (2012). Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia. Lima y México: Instituto de Estudios Peruanos y Universidad Iberoamericana.
Wieviorka, Michel (1991). Terrorismo. La violencia política en el mundo. Barcelona: Plaza Janes.
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