Me sorprendió leer esta crítica, pues al revisar mi producción académica de las últimas dos décadas, no creo haber sostenido aquello que tanto disgusta a Rochabrún. Es decir, nunca he defendido que «todo sigue igual», ni que el racismo es una herencia colonial intangible, ni que todo es inmutable, etc… Sí he sostenido, y sigo sosteniendo, que es posible trazar una genealogía histórica del racismo en el Perú que conecta el racismo actual con las jerarquías racializadas que se establecieron en la colonia. Pero eso no es lo mismo que proponer que todo sigue igual o que nada ha cambiado. Así que, tras una primera lectura de la referida crítica, no entendí cómo así había terminado sentado en el banquillo de los acusados. Viniendo la crítica de alguien inteligente como Rochabrún, creo que me toca tratar de entender las razones de su crítica y replicar ahí donde lo considere necesario.
Quiero empezar con la propuesta final que hace Rochabrún en relación con el asunto del racismo en el Perú. Nos propone que abandonemos la palabra “racismo” y hablemos simplemente de discriminación. Esta es una solución perfectamente insatisfactoria porque es obvio que hay diferentes tipos de discriminación, y uno de los tipos de discriminación que existe es la discriminación racial, es decir, la discriminación basada en la idea de la diferencia racial. Si bien la discriminación racial y el racismo no son exactamente lo mismo, es evidente que en lo cotidiano, y en particular en las acciones que desarrollan movimientos antirracistas en el Perú y en otros países, estos términos son equivalentes. Pretender segregar el término del vocabulario activista es un sinsentido. La pregunta aún por resolver es si debemos desechar al racismo como categoría analítica.
Lo anterior apunta a un problema de fondo en la crítica que desarrolla Rochabrún: parece mezclar dos fenómenos distintos. Por un lado, tenemos el activismo en torno al racismo o la discriminación racial en el Perú, activismo que hoy comienza a tener, de manera tímida pero innegable, una presencia en las esferas del Estado. Por otro lado, tenemos el trabajo académico sobre el racismo en nuestro país, trabajo en el que participan especialistas de varias disciplinas, desde la historia hasta la sociología, pasando por la antropología y los estudios culturales, y estudiosos peruanos como extranjeros. Obviamente los dos fenómenos no están completamente separados, el primero se nutre del otro y viceversa. Pero eso no significa que sean lo mismo o que tengan las mismas finalidades. Al no reconocer esta distinción, Rochabrún pierde de vista la particularidad y la finalidad de cada fenómeno.
Por ejemplo, llama la atención, pues es sumamente problemática, la manera en que Rochabrún presenta los términos del debate que el mismo propone. Tanto el conversatorio como mi libro, afirma, lo llevan a reafirmar, repito la cita, su «insatisfacción con el discurso antirracista que se encuentra tan en boga en el Perú». Reducir a un fenómeno en boga las acciones contra el racismo, que se vienen dando desde hace muchas décadas en el país, por activistas y movimientos antirracistas, en un contexto sumamente adverso y con, hasta hace muy poco, nula atención del Estado, es una falta de respeto a esos activistas y movimientos. Si instituciones como el Ministerio de Cultura y otras de carácter oficial hoy recogen este tema es precisamente gracias, en gran medida, al trabajo que vienen llevando a cabo estos activistas y movimientos.
Por otro lado, es inexacto asimilar —y reducir— mi libro publicado recientemente o los muchos estudios de Nelson Manrique y de tantos otros estudiosos del tema (solo para mencionar algunos, Marisol de la Cadena, Deborah Poole, Gonzalo Portocarrero, Juan Carlos Callirgos, Cecilia Méndez, Guillermo Nugent y Patricia Oliart) a un discurso «en boga». El racismo en el Perú se trabaja desde hace varias décadas. Además, mi libro no fue concebido en el contexto actual. Comenzó como una tesis de maestría en la Universidad de Oxford en 1996, y fue desarrollándose como tesis de doctorado, defendida en 2000, en esa misma institución. Después dediqué 11 años a revisar y reelaborar mis ideas hasta publicar el libro en 2011. Pretender que un trabajo que tomó 15 años antes de ser publicado es producto o reflejo de una moda pasajera es desconocer profundamente el proceso de producción académica.
El problema que genera la confusión de dos fenómenos distintos en la crítica que propone Rochabrún es el siguiente: le atribuye flaquezas que él percibe en un fenómeno al segundo fenómeno. Concretamente, en lo que me concierne, atribuye a mi libro, o cree encontrar en él, flaquezas analíticas que él diagnostica de manera general en ese discurso en boga antirracista que tanto le disgusta, en particular la idea, para volver a la cita, de que “todo seguiría igual, de modo que el racismo pasa a integrar una herencia colonial intangible, inmutable y al parecer sin visos de poder ser erradicada” (si estas flaquezas existen efectivamente en el discurso antirracista supuestamente “en boga” es aún otro tema que no puedo abordar en el contexto de esta replica). Esto se debe, debo asumir, a una lectura apresurada, ya que, como él mismo reconoce, solo ha llegado a «revisar someramente el libro», lo que, debo decir, se hace evidente a través de sus muchos errores de interpretación.
En lo que sigue, quiero contestar algunas críticas concretas que hace Rochabrún a mi texto e intervención en el conversatorio.
1. Rochabrún critica el hecho de que «durante el conversatorio, tanto Drinot como Manrique remarcaron estos criterios [racistas] de las élites modernizantes, pero sin explicar por qué pensaban como pensaban y qué alternativas tenían. Como en tantas otras ocasiones, las élites son juzgadas desde nuestros puntos de vista, [etc.]». «Es de lamentar que Drinot no haya indagado este campo; al no hacerlo, la conclusión es la inevitable letanía: eran racistas».
Incluso habiendo leído “someramente” mi libro esta es una crítica que no entiendo cómo puede realizarse, pues en el primer capítulo, «Racializing Labor», que contiene 33 páginas y 118 notas de pie de página, se estudia precisamente «por qué pensaban como pensaban y que alternativas tenían» las élites modernizadoras. En él, utilizo fuentes diversas como El Boletín de la Sociedad Nacional de Agricultura, el Boletín de Minas, Industrias y Construcciones, revistas y periódicos comoEconomista peruano, Ilustración obrera, La Prensa, Mundial, memorias de ministros y estudios de personajes de las élites modernizantes como Luis Miro Quesada, Alberto Ulloa y Sotomayor, y Francisco Alayza y Paz Soldán.
Es poco serio acusarme de no haber «indagado este campo», como a cualquier persona que lea el libro le constará. Hasta donde sé, soy el único historiador que ha trabajado estas fuentes y este tema (por lo menos desde esta perspectiva). Pero, peor, es un sinsentido pretender que el fondo del argumento que desarrollo en el libro y al que me referí en el conversatorio se reduce a la idea que las élites modernizadoras eran racistas o que las «juzgo» desde «nuestro punto de vista». Sí, eran racistas, pero mi argumento, como el mismo Rochabrún reconoce en su crítica, no se limita a eso de manera alguna. De hecho, que fueran racistas no es ni el punto de partida ni el punto de llegada de mi planteamiento, ni es mi finalidad, ni mi interés juzgarlas, como explicaré en breve.
2. Rochabrún critica que en relación con el tema de la desindigenización no menciono que la desindigenización biológica «no fuera pensada seriamente, ni siquiera en el campo de su mero planteamiento formal, por más que fuera proclamada por diversos portavoces».
Queda claro que Rochabrún no se ha dado el trabajo de leer detenidamente mi libro, ya que dedico las páginas 40, 41, y 42 precisamente a este tema. Ahí demuestro que en las páginas de revistas como El Agricultor, La Agricultura y el Boletín de la Sociedad Nacional de Agricultura aparecieron en la década de 1900 una serie de textos a favor de la inmigración, pues, sostenían sus autores, esta contribuiría a mejorar la raza peruana. Sin embargo, para la década de 1920, sostengo en el libro, el discurso había cambiado, ya que los agricultores peruanos se lamentaban, usando un discurso igual de racista y racializado, de que la política de inmigración hubiera traído asiáticos al Perú, los que habían debilitado aún más a la raza peruana.
3. En torno al tema de desindigenización cultural, Rochabrún me llama la atención sobre el hecho de no haber tomado en cuenta el papel de la minería en mi discusión sobre la fábrica como un espacio de desindigenización. Pregunta:
¿Qué ocurría con los miles de indígenas que trabajaban como obreros en la gran minería de metales no preciosos que empieza a desarrollarse en los Andes peruanos precisamente a inicios del siglo XX? ¿Esa presencia no refutaba a dicha ideología excluyente? ¿O es que acaso la corroboraba a través de una posible desindigenización de los mineros (y en qué aspectos)?
Nuevamente, una lectura completa del libro llevaría a Rochabrún a constatar que en las páginas 33, 34, y 35, y nuevamente en la 44, 45 y 46, trato precisamente este tema. Primero demuestro cómo, a comienzos de la década de 1900, la Sociedad Nacional de Minería buscó frustrar una iniciativa de ley presentada por Rosendo Vidaurre, un diputado obrero en el Congreso, sosteniendo que las leyes obreras no podían aplicarse a las minas debido a «la condición social y el nivel de cultura» de los que ahí trabajaban. En un segundo momento, muestro que en las décadas de 1920 a 1940, miembros de las élites modernizantes como Francisco Alayza y Paz Soldán y Raúl Ferrero sostenían que la mina era un lugar de mejoramiento racial para el indio, un lugar donde este podía ser redimido y convertirse en mestizo.
4. Por último, Rochabrún ofrece una caricatura del argumento que desarrollo a lo largo del libro. Escribe:
Los proyectos de legislación laboral, cuya modernidad sorprende a Drinot, no incluían a los ¿indígenas?, ¿campesinos?, ¿haciendas?, ¿actividades rurales? Tomados del mundo europeo, esos proyectos tenían un corte netamente urbano. Había una exclusión del mundo rural, ¿pero qué carácter tenía? Drinot califica esta forma de pensar como racista, ¿pero por qué y para qué lo afirma? ¿Se logra una explicación al utilizar un adjetivo sin contenido analítico preciso? ¿No podría deberse esa exclusión a la obvia imposibilidad de establecer esta legislación en haciendas con trabajo servil?
Así, concluye, «calificar de racistas las políticas y proyectos industrialistas estudiados por Drinot es apuntar a un blanco equívoco».
El argumento principal del libro, que presenté al comienzo del conversatorio y que resumo brevemente aquí, surge de la constatación de que el Perú de comienzos de siglo XX, un país con un desarrollo industrial mínimo y con una clase obrera, en su sentido tradicional de trabajadores industriales, muy pequeña, sin embargo adquirió una serie de mecanismos legales e institucionales sofisticados enfocados en la llamada “cuestión obrera” que reflejaban un proceso transnacional de implementación de políticas sociales que abarcó a Europa, Norteamérica y partes de América Latina. Estos mecanismos, que estudio detalladamente, incluyeron derechos fundamentales específicos a los obreros reconocidos en las constituciones de 1920 y 1933, leyes laborales como las de las ocho horas, barrios obreros, restaurantes populares y el seguro social obrero de 1936. Varios historiadores han planteado que estos mecanismos eran concesiones por parte de las élites a una clase trabajadora que representaba una amenaza a sus intereses, y eran un intento de cooptar a los trabajadores y de neutralizar a los partidos de izquierda, como el Partido Comunista y el APRA.
Lo que planteo en el libro es que si bien esta interpretación tiene algo de cierto, es necesario ir más allá de la tesis de la cooptación para entender estos mecanismos. Así, muestro cómo la figura del obrero a comienzos del siglo XX cobró una singular importancia en los proyectos modernizantes de sectores de la élite peruana. El obrero pasó a representar un futuro moderno para el país, un futuro en el que los elementos de atraso serían superados gracias al obrero y al progreso industrial. El elemento de atraso que más preocupaba a las élites era, sin duda, “el indio”, como muchos historiadores han establecido. Mi argumento, que queda perfectamente reflejado en la caratula del libro, es que las élites pensaban que el indio podía ser redimido por la vía de la industria y transformado gracias al trabajo industrial en obrero, una mutación que implicaba un mejoramiento racial, ya que por definición el obrero no podía ser indio. Así, la cuestión obrera y el obrero industrial pasaron a ser vistos como una solución a la cuestión del indio, una solución que operaba tanto en la esfera económica como en la racial/cultural.
Los mecanismos legales e institucionales enfocados en la cuestión obrera, entonces, deben ser entendidos como un reflejo de lo que llamo la seducción obrera (the allure of labor), y no pueden reducirse a un intento de cooptación de la clase trabajadora. El libro, es, entonces, un estudio, entre otras cosas, del imaginario, de las mentalidades, de las élites modernizantes peruanas; un estudio de cómo entendían las fuentes de atraso y progreso en el país y del papel que asignaban a la industria y al obrero en el proceso mediante el cual el Perú pasaría a ser un país moderno y dejaría de ser atrasado. Estas élites eran racistas, sí, pero en ningún momento en el libro me detengo en demostrar que lo eran. Lo que busco mostrar es cómo su visión de las fuentes del atraso y del progreso en el país eran un reflejo de su racismo y producían tanto una visión racializada del indio, entendido como un obstáculo racial al progreso, como una visión racializada del obrero, entendido como un agente racial del progreso y una solución a la cuestión del indio.
Esta visión racializada del indio y del obrero, sostengo, nos ayuda entender el proyecto de formación del Estado que proponían estas élites modernizantes; un proyecto enfocado en la industria y en el obrero. Este proyecto nunca llegó a implementarse propiamente (el Perú nunca se industrializó en el sentido esperado por estas élites), pero los mecanismos institucionales y legales enfocados en la cuestión obrera estudiados en el libro —como la Sección del Trabajo del Ministerio de Fomento, los restaurantes populares, los barrios obreros y el seguro social obrero— eran, sostengo, un reflejo de estos proyectos racializados de formación del Estado. Lo que en el libro llamo «el Estado obrero» (the labor state), el Estado construido en torno a la resolución de la cuestión social, era al mismo tiempo lo que David Theo Goldberg ha llamado un estado racial (racial state).
Es posible hablar de un Estado racial peruano, y no porque sus élites hayan sido o sean racistas, sino porque su construcción histórica se ha basado en exclusiones racializadas.
Mi libro demuestra, tal como sugiere Goldberg, cómo «los dispositivos y tecnologías utilizados por los Estados modernos han servido para elaborar, modificar y reificar los términos de expresión racial, así como las exclusiones y subyugaciones racistas». Pero el libro también demuestra cómo esas exclusiones y subyugaciones racistas construyen el Estado. Por eso, creo, es posible hablar de un Estado racial peruano, y no porque sus élites hayan sido o sean racistas, sino porque su construcción histórica se ha basado en exclusiones racializadas, sin desconocer, por supuesto, la resistencia que estas exclusiones han generado entre los excluidos. Es por eso que en la conclusión del libro sostengo que «la marginalización histórica del indio debe entenderse no como expresión de una falta o falla del Estado-nación peruano, sino como su condición necesaria y constitutiva».
La caricatura que hace Rochabrún del argumento de mi libro no deja entrever nada de esto. La crítica es bienvenida, de hecho es esencial, pero para que sea constructiva tiene que ser rigurosa. No dudo de que mi libro contiene flaquezas (varias han sido señaladas en las reseñas que han sido publicadas en el Perú y en el extranjero) y que, tarde o temprano, será superado por otros estudios, así como estos serán superados por otros. Así es la producción académica, y así debe ser. Pero la crítica tiene que basarse en una evaluación seria y detallada de los argumentos planteados por un autor, de la metodología utilizada en la investigación, de las fuentes consultadas, del diálogo establecido con las literaturas relevantes, etc. No puede basarse en una lectura “somera” ni en una caricatura.
Pero la crítica de Rochabrún demuestra no solo una falta de análisis serio de mi libro, sino también una limitada comprensión del racismo como proceso histórico. Por ejemplo, apelando al viejo y desgastado tropo del excepcionalismo, Rochabrún pretende que el caso peruano es distinto a casos «típicos o emblemáticos de racismo» como Estados Unidos y Sudáfrica por un lado y la Alemania nazi por el otro. Pero su lectura del desarrollo del racismo en estos países es además de superficial equivocada. El racismo en Estados Unidos y Sudáfrica, nos dice Rochabrún, «acompañó una organización del trabajo central para la producción del excedente, tuvo expresiones jurídicas y generó órdenes institucionalizados», a diferencia del caso peruano, se entiende.
Para empezar, el caso norteamericano y el caso sudafricano son sumamente distintos, ya que el primero se basó en la esclavitud mientras que en el segundo no lo hizo. ¿Cómo podría hacerlo si Gran Bretaña anexó la colonia del Cabo en 1806, un año antes de declarar la abolición de la esclavitud (1807)? El apartheid sudafricano no se basaba en «la organización del trabajo para la producción del excedente», sino en una serie de leyes que establecían una segregación racial y que, por consecuencia, restringían la ciudadanía plena de los sudafricanos negros (en este sentido hay paralelos con los Estados Unidos de la época Jim Crow, pero estos paralelos poco tienen que ver con la organización del trabajo esclavista).
Más allá de esta equivalencia equivocada, está claro que lo que pretende Rochabrún con esta aseveración es hacernos creer que el racismo en Estados Unidos, para tomar solo uno de los casos, sería expresión del modo de producción esclavista. Pero, si es así, ¿cómo explicar el discurso del Manifest Destiny, donde el objeto de la misión civilizatoria no era el esclavo africano sino el indio y el mexicano, ambos considerados biológicamente y culturalmente atrasados? ¿O el subtexto racial de las proyecciones imperiales de Estados Unidos hacia Filipinas, Hawái, América Central y el Caribe? ¿O el racismo antiinmigrante que infesta la historia del país, y que abarca desde los irlandeses católicos hasta los espaldas mojadas mexicanos, pasando por los chinos culíes? ¿Cómo entender la construcción de la blancura (whiteness) en Estados Unidos, uno de los temas más trabajados en las últimas décadas, si reducimos el racismo a una expresión del esclavismo? Los viejos lentes materialistas inducen a Rochabrún a ver el racismo únicamente como epifenómeno de un “modo de producción”, y, por tanto, lo ciega ante la real complejidad del desarrollo histórico del racismo en los Estados Unidos.
Su comprensión del caso nazi no es mucho mejor. «El fenómeno nazi», nos dice, «en cambio introdujo una ideología racista como parte de un programa de reorganización política». Pero esa ideología racista no la introdujo el nazismo ni era exclusiva de él. El darwinismo social, el racismo científico, la eugenesia, todos discursos que nutren la ideología racial del nazismo, pero que ya estaban establecidos décadas antes de Múnich, eran ampliamente aceptados, difundidos e implementados como parte de políticas públicas en la Europa de las primeras décadas del siglo XX, y también en el Perú, país donde se establece la Sociedad Peruana de Eugenesia y se introduce el certificado prenupcial, de directa inspiración eugenésica, en la década de 1930. La particularidad nazi poco tiene que ver con su ideología y prácticas racistas, sino con las dimensiones que estas tomaron.
Rochabrún sostiene que el caso peruano, a diferencia de los anteriores «fue contradictorio» y caracterizado por una movilidad horizontal, estamentos porosos, etc. Da a entender, entonces, ya que no lo dice con claridad, que esta contradictoria naturaleza de la experiencia colonial en el Perú no produjo un «caso típico y emblemático del racismo». El racismo, sugiere, solo ocurriría en casos atípicos y extremos. Pero ver el racismo únicamente como el epifenómeno de un modo de producción esclavista o como reflejo de la política genocida nazi no nos lleva muy lejos para entender el racismo en el Perú. El racismo no es un discurso panhistórico, por supuesto, y la categoría raza es —y siempre ha sido— mutable. Pero eso no significa que estemos impedidos de historizar la raza y el racismo y trazar continuidades y discontinuidades en categorías raciales y en las prácticas racistas en el Perú, como lo han demostrado una serie de historiadores.
Rochabrún pretende que abandonemos la palabra “racismo” porque «no tiene significado preciso, no remite a ninguna estructura ni a ningún mecanismo definido». A diferencia de Estados Unidos, donde, pretende Rochabrún, un blanco es un blanco (¿y los hispanics son blancos?) y un negro es un negro (¿un negro de Haití o de Nigeria es un negro africano americano?), en el Perú podemos saber quién será discriminado pero no quien será el discriminante. Pero, ¿por qué serían todas estas razones para abandonar la palabra racismo? La pregunta que debemos hacernos es qué ganamos y qué perdemos al dejarla. Los activistas antirracistas perderían una palabra (un activo) sumamente importante que refleja un fenómeno no solo peruano sino global. Hasta una organización abiertamente conservadora como la FIFA la utiliza para pelear contra el “racismo”. ¿Sería mejor que los estadios de Sudáfrica en 2010 o los de Brasil en el último mundial hubieran exhibido anuncios de “say no to discrimination” en vez de “say no to racism”? Los académicos que trabajamos alrededor el tema perderíamos un concepto que va mucho más allá de la palabra que Rochabrún pretende introducir en su lugar: «discriminación».
Tomemos un ejemplo concreto y actual: la creación de un personaje como la Paisana Jacinta o el Negro Mama podría entenderse como un simple acto de discriminación. En los últimos días, el trabajo de activistas antirracistas como Wilfredo Ardito consiguió que Colgate retirará su auspicio al programa. En la carta enviada a Colgate, Ardito señalaba que el programa era «de evidente contenido racista». Vemos aquí el uso poderoso del concepto de racismo por parte de un movimiento activista. ¿Colgate habría reaccionado de la misma manera si Ardito hubiese denunciado simplemente el aspecto discriminatorio del programa? Lo dudo. Al invocar un vocablo universal como racismo, con una resonancia particularmente fuerte en Estados Unidos, país donde está la sede de la empresa Colgate-Palmolive, el activismo antirracista peruano se compenetra con procesos globales antiracistas.
Abandonar el concepto “racismo” o remplazarlo por la palabra “discriminación” haría muy difícil entender, en todas sus dimensiones, un fenómeno como la Paisana Jacinta.
Desde el punto de vista académico lo interesante de un fenómeno como la Paisana Jacinta, más allá de su contenido, es su éxito como fenómeno mediático. ¿Cómo explicar el hecho de que tantos peruanos, la mayoría de ellos de ascendencia andina, disfruten viendo un programa como la Paisana Jacinta? Podríamos plantearnos un análisis pesimista de tipo “falsa conciencia” u otro optimista de tipo “transgresión”. ¿Es la Paisana Jacinta el reflejo de un orden, una normatividad, racista en ascendencia o decadencia? No habiendo estudiado el tema a fondo, no estoy en posición de ofrecer una respuesta contundente. Pero sospecho que abandonar el concepto “racismo” o remplazarlo por la palabra “discriminación” haría muy difícil entender, en todas sus dimensiones, un fenómeno como la Paisana Jacinta.
El debate sobre el racismo en el Perú, tanto en el ámbito académico como fuera de él, es fundamental, y debemos agradecer a Guillermo Rochabrún su invitación para pensar categorías, como el racismo, que sin duda debemos interrogar. Pero como he planteado aquí, su crítica yerra en varios sentidos. Primero, es problemático reducir la discusión sobre el racismo en el Perú a una supuesta moda pasajera. Hacerlo es negar la labor importante de los movimientos antirracistas y la producción académica sobre el tema de las últimas décadas. Segundo, su propuesta de abandonar la palabra “racismo” y remplazarla por la palabra “discriminación” no convence. No solo es “racismo” una palabra útil para los activistas antirracistas. Es una palabra que capta un fenómeno que desborda ampliamente la palabra “discriminación”. Por último, la crítica de Rochabrún a mi contribución al debate sobre el racismo en el Perú sería mucho más efectiva y útil si estuviera basada en una lectura más que somera de mi libro.
* Profesor de historia latinoamericana en el Institute of the Americas, University College London.
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