En los años setenta, Carlos Iván dedica un poema “biográfico” a su hermano menor, Felipe. En pocos versos lo observa nacer, crecer, sufrir y gozar una sociedad sutilmente descrita, esbozada sin énfasis por detalles de sus desgarros. Lo envidia en su libertad adolescente. Ve su desesperanza posterior, lo siente dudar sobre el futuro y se ve a sí mismo en el poema: “el mal ejemplo de su hermano/ que vacila,/ que teme,/ que fluctúa”. Un hombre de izquierda atípico, que no encuentra paz en las certezas de los manuales. Ante todo el futuro que llegaba, tumultuoso, CID termina:

“Felipe es todavía un buen muchacho
Brillante, buena gente,
Que está desconcertado, como yo,
como tantos.
                Buena suerte”.
Leía desde muy chico libros de aventuras, Salgari, Julio Verne, Assimov, tal vez Conan Doyle. Amante de la ciencia ficción y de esas ediciones juveniles que facilitan tanto el acceso a libros mayores. Fue feliz con los “chistes” (cómics). Como tantos, leyó a los nombres de nuestro canon: González Prada, Mariátegui, Garcilaso, Alegría, Porras, Vargas Llosa, Arguedas. Nada con sistematicidad. No se consideró nunca un arguediano, pero al leer su propia obra, luego de oírlo un poco, sí, pues, se ve que no lo era en el sentido usual de este término, de discipulado. Que más bien ambos, José María y CID, eran arguedianos, así, como un sustantivo: un cierto desgarro, un problema nunca del todo resuelto de misti que se rehúsa a esa herencia, y un deseo difuso de justicia y de esperanza en la mezcla, en la promesa nunca predefinida.
El Pablo le preguntó una tarde ¿qué libro te hubiera gustado escribir? Ya estábamos cerrando la jornada, y, con un poco de hambre, quizá esperábamos una respuesta convencional, que dijera algo como algún gran tratado de las ciencias humanas, El capital, el Tractatus, Antropología estructural, cualquiera. “Los ríos profundos«, dijo, sonriendo. Y luego que lo dijo estaba claro para todos que así era, en efecto. Que cómo no nos habíamos dado cuenta. Y sonreímos un rato, juntos.
Escribió poesía en serio, por un tiempo. Obtuvo un reconocimiento en el concurso Poeta joven del Perú en 1970, con su poemario Para calmar la ira de los dioses (concurso que ganaron Antonio Cilloniz y José Watanabe). Pero luego su trabajo como antropólogo en Ayacucho, sus viajes fuera del país y su militancia en la izquierda lo ocuparon e hicieron de la poesía una actividad cada vez más marginal. En algún momento decidió dejarla. Supo que no podría otorgarle la dedicación que él sentía que la poesía exigía. No podía ser un hobby. Que era quizá el oficio más difícil a acometer. Así, un sueño, una vocación, se cerraban. No por falta de talento. Porque la vida se fue decantando de otro modo.
Pero siguió escribiendo. Su labor periodística le mantuvo la mano caliente. También le permitió estas fugas que valoraba tanto, hacia lo cotidiano, hacia la gente, el arte, la sensibilidad y los detalles. Fugas de esos corsés de la militancia, de las exigencias de la responsabilidad política, de la propia reflexión académica. Su marxismo lo fue construyendo como construyó su cultura literaria: con intuición, con fuentes poco ortodoxas, con conversaciones, aprendiendo de amigos, chancando también. Leyendo China reconstruye, a Fanon, Mariátegui, escuchando a Sinesio en la escuela política, curiosamente, viajando a Estados Unidos y absorbiendo la poderosa movida por los derechos civiles. Un marxismo heterodoxo lleno de vitalidad. Como luego lo llamaría Malpica, un “marxismo nacional”.
El estilo que formó estos años de periodista, editorialista, articulista de opinión y militante impregnó sus textos académicos. Estilo de prosa clara, de exposición argumental simple, de economía de medios. Y de uso de imágenes y metáforas que ayudaban a avanzar una explicación difícil de otorgar, que necesitaba un lenguaje más sutil para sugerirse sin imponerse. Qué más decir. Escribía bien. Agradaba leerlo. Quizá sólo Flores Galindo tenía una prosa comparable, de esas que en sí mismas cautivan.
“Creo que lo que me dio un lugar para hablar, lo que me permitió organizar mejor algunas ideas, condensar otras, y también distinguirme del resto, fue que me fui formando con los años un estilo. Desde chico leí mucho, viajé, tenía una vocación por coger de aquí y de allá explicaciones, intuiciones, sugerencias. Entrar y salir de temas y libros, como un picaflor. No un académico duro, a lo gringo. Tampoco un diletante. Bebiendo del cine, de la música, de la gente diversa, de la poesía. Sin ser un experto en nada. Disfrutando de todo, aprendiendo. Por eso, cuando me encargaron, primero en el partido, que me hiciera cargo de nuestro vocero, fue como si fuera un discurrir natural. Degregori escribe bien, él puede contar las cosas. Y luego, cuando pasé al Diario de Marka, fue como consolidar este rol. Degregori escribe bien y además es buena gente. Y en ese mundo de la izquierda y la política, no saben qué importante es eso de que seas buena gente”.
Más o menos, así nos explicó Carlos Iván su temprana relación con la literatura, ya al final de sus días. No recojo una cita textual, pero es lo que quiso decir, lo que recuerdo, lo que pude entender. Y así está bien. Creo que le habría agradado esa flexibilidad, esta recreación parcial, esta narración inexacta pero verosímil.
“Es un narrador de cuentos”, fue uno de los insultos que Sendero Luminoso pretendió asestarle como uno de los más hirientes. Pero fue una buena descripción. Y a él no le molestó gran cosa. Porque a él le gustaba contar bien las cosas. Y cuando las cosas no se pueden explicar con satisfacción, cuando falta elementos o la realidad nos desborda, contar bien es un principio organizador. Quizá por un tiempo el único posible para enfrentar al caos y la barbarie de fuera. La violencia extrema y el horror quizá no puedan representarse jamás a satisfacción, y tal vez siempre las explicaciones últimas, las que llegan a comprender a la gente misma, se nos escapen. Pero una coherencia narrativa interna, un contrapeso a la realidad desde los textos… ¿será un alivio?
Carlos Iván quería terminar algunas cosas. Dejar ordenados sus textos, por ejemplo. Y la importancia que dio a su reducida producción literaria en este proceso parecía no ser proporcional al total de sus escritos, inmensamente superior en cantidad y reconocimiento. Pero su ansiedad señalaba que para él eran centrales en su vida. Que lo habían organizado. Que nunca había abandonado la poesía, la literatura. Que la había puesto al servicio de su reflexión.
El quería que este poema tuviera algún lugar relevante en su antología futura. Estaba claro que así debía ser.
Cuando rompa estos lazos,
Cuando acaben esta duda,
este miedo,
En fin, la incertidumbre,
Cuando mi corazón
se abra
Entonces,
la palabra manará
Como un río
Y llegaré al mar
Y
Veré la luz
En los años setenta del siglo pasado, Carlos Iván escribió a su hermano menor, Felipe, un poema de amor y de desconcertado futuro. Hace poco, en la misa del mes de su fallecimiento, Felipe le leyó una carta.
“Quisiera, hermano, que nos ayudes a mi madre y a mí a sobrellevar tu ausencia, que me ayudes a ser siempre justo y nunca dejarme corromper […]. Si estás en algún sitio, ayúdame a dormir y a dejar de pensar en contarte cualquier cosa que me pasa y luego darme cuenta que ya no lo puedo hacer, ayúdame a dejar de pensar en reenviarte cualquier correo interesante y luego darme cuenta que ya no lo vas a leer, que ya no estás…”.
Felipe, si no te molesta, si tienes tiempo, así como de pasada, envíale esos correos. Tal vez ese final, o mejor, esa prolongación de la historia, del cuento, tenga sentido.
Buena suerte.


 * Escritor e historiador.