Este número de la Revista Argumentos propone pensar el hecho histórico de tener cuatro elecciones democráticas consecutivas desde diferentes perspectivas que trasciendan lo inmediato, la coyuntura. En otras palabras, observar la democracia desde distintos ángulos y consideraciones con el objetivo de contextualizar los avances y limitaciones del régimen para ponerlo “en perspectiva”. En ese sentido, este artículo ensaya este ejercicio resaltando el proceso democrático en sus diferentes etapas y desde sus diferentes variantes.
En ese sentido, este artículo ensaya este ejercicio desde resaltando el proceso democrático en sus diferentes etapas y desde sus diferentes variantes.
Por ello, nos apoyamos en la revisión de la información provista por el proyecto Varieties of Democracy (V-Dem), una importante fuente que recoge evaluaciones elaboradas por expertos para distintos momentos de la historia (1900-2014), tomando en consideración las diferentes “variedades” de la democracia. Estas “variedades” responden a diferentes indicadores que retratan los diferentes modelos de democracia que han sido teorizados. Encontramos así las variedades electoral, liberal, igualitaria, participativa y deliberativa; tipologías que responden a las diferentes características del régimen y sus combinaciones que han sido “cuantificadas” para elaborar índices con puntajes de 0 a 1. 1 En función a dicha información, que puede apreciarse en el siguiente gráfico, se consigue identificar cuatro impulsos importantes en la historia de la democracia peruana, con variaciones sustanciales entre sus diferentes variedades.
El primer impulso responde al proceso democratizador de la década de 1940, marcado fundamentalmente por la incursión del Frente Democrático y la figura de José Luis Bustamente y Rivero. Un segundo impulso es observable en la década de 1960, tras el fin del régimen autoritario odriísta, el reconocimiento del voto femenino y la creciente importancia electoral de los partidos políticos que abanderan agendas de cambio importante y que llega a su punto máximo con el primer gobierno de Fernando Belaúnde y se cierra con el golpe de Estado encabezado por Juan Velasco Alvarado. El tercer impulso es claramente uno de los más importantes y está marcado tanto por el retorno de la democracia como por el reconocimiento del derecho al voto universal. Finalmente, un tercer impulso que se desarrolla luego de la caída del fujimorato y se enmarca en las características que le han dado forma a la dinámica política contemporánea.
Primer impulso: 1939-1948
El primer impulso se da en la década de 1940, principalmente en términos electorales y liberales. Esta etapa está caracterizada por el fin del “tercer militarismo” en 1938 y el ascenso del gobierno civil de Manuel Prado, así como por la primavera democrática que significó el trienio de gobierno de José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948) que se caracterizó por devolver a la legalidad a los partidos habían sido proscritos anteriormente, como en el caso del Apra (Contreras y Cueto 2004, 261-293). Dicha experiencia, sin embargo, fue dramáticamente interrumpida tras el golpe encabezado por Manuel A. Odría en 1948, que dio origen al régimen autoritario conocido como “el ochenio” (ver Portocarrero 1983).
Aun cuando los cambios desarrollados en los cuarenta buscaban modernizar la estructura económica, estos se sostenían en el mantenimiento de relaciones “coloniales” y la exclusión electoral de un porcentaje importante de la población.
Una situación diferente se observa en los índices de democracia igualitaria, deliberativa y participativa, las cuales aparecen bastante más rezagadas. Se trata de una época marcada por una política de élites dentro de un sistema de dominación oligárquica que empieza a ser cuestionado con algunos cambios en la estructura económica (Portocarrero 1983), hasta que se produjo la “restauración oligárquica” con Odría (Contreras y Cueto 2004, 297-307). Vale la pena recordar que aun cuando los cambios desarrollados en los cuarenta buscaban modernizar la estructura económica, estos se sostenían considerablemente en el mantenimiento de relaciones “coloniales” frente al campesinado (Cotler 1971, 94-97) y la exclusión electoral, legal y fáctica, de un porcentaje importante de la población, principalmente mujeres y analfabetos (López y Barrenechea 2005, 118-121).
Segundo impulso: 1956-1968
El segundo impulso ocurre, precisamente, con la caída electoral de Odría. Esta situación no solo responde a la celebración de elecciones y la transición hacia un régimen civil con la elección de Manuel Prado; sino también por el reconocimiento del derecho al voto para las mujeres, el cual se hizo efectivo por primera vez en las elecciones presidenciales de 1956 (Contreras y Cueto 2004, 306). A mediados de la década de los sesenta, podemos apreciar una leve depresión que responde a la dinámica electoral de 1962. En dichas elecciones, los resultados reñidos entre Víctor Raúl Haya de la Torre y Fernando Belaúnde y las acusaciones de fraude desde ambos bandos generaron el terreno propicio para el primer golpe institucional de las Fuerzas Armadas, cuyo gobierno se mantuvo hasta 1963 (Bourricaud 1967, 281-326; Villegas 2005).
De este modo, en 1963 se desarrollaron las elecciones que dieron como ganador a Fernando Belaúnde frente a un escenario complicado por la mayoría de oposición en el Parlamento. Esta situación fue originada tanto por el cambio en las reglas de repartición de escaños que hizo la junta y se aplicaron en estas elecciones (Guibert 2014), así como por la alianza parlamentaria entre el aprismo y la Unión Nacional Odriísta, que optó por una estrategia obstruccionista y paralizó buena parte de las iniciativas del gobierno (Contreras y Cueto 2004, 217-321; Kuczynski 1980).
Por otro lado, los índices igualitarios y participativos exhiben mejoras limitadas. Esta es una época con importantes cambios económicos y sociales, caracterizados en los procesos de migración (Matos Mar 1977) y el impacto diferenciado de la economía en el mundo rural (Neira 1968, 50-67). Dicha situación no solo generó importantes espacios de movilización social y agitación política en el plano social (Cotler 1969), sino también cambios importantes en la matriz electoral y participativa. Según los cálculos de Julio Cotler, la población electoral de 1963 se había cuadruplicado en comparación a la de 1945, situación que respondía a las dinámicas de urbanización y el mayor acceso a la educación entre la población migrante (Cotler 1971, 109; López y Barrenechea 2005, 118-120). Sin embargo gran parte de la población aún se mantenía al margen de estas dinámicas.
La población electoral de 1963 se había cuadruplicado gracias a las dinámicas de urbanización y el mayor acceso a la educación entre la población migrante. Sin embargo gran parte de la población aún se mantenía al margen de estas dinámicas.
Este periodo resalta también por ser el primer momento en la historia democrática peruana en el que observamos un incremento importante del carácter deliberativo de la democracia. Esto está enmarcado, principalmente, por la participación de los partidos modernos en el escenario del pos-odriísmo que canalizan, al menos simbólicamente, la voluntad de sectores de la población que habían sido previamente excluidos y que ahora tienen algún grado de voz frente a las decisiones de los gobiernos (Vergara 2015).
Del mismo modo, si observamos el índice de democracia liberal, también observamos un incremento importante. Esto sin embargo, no significa que estemos frente a una situación completamente deseable, especialmente si tomamos en cuenta que la dinámica parlamentaria de la alianza Apra-UNO motivó, en gran medida, la segunda intervención institucional de las Fuerzas Armadas en 1968 bajo el mando del general Juan Velasco Alvarado (Pease 1979). Dicho gobierno, autoproclamado como el “Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas”, personificó cambios drásticos en la dinámica sociopolítica que había caracterizado la primera parte del siglo XX, desarrollando un proceso que ha sido catalogado como “democratización por vías autoritarias” (Cotler 1971).
Tercer impulso: 1980-1992
El tercer impulso empieza con las elecciones para la Asamblea Constituyente de 1979 y toma forma a partir de la dinámica democrática que inauguran las elecciones generales de 1980. Este es, quizás, uno de los impulsos más importantes no solo en términos electorales y liberales, sino también porque observamos un salto significativo en los índices de democracia participativa e igualitaria. Uno de los principales cambios que se establece en esta dinámica es el reconocimiento del derecho universal del voto que, junto con la eliminación del sistema de haciendas con la reforma agraria de 1969 y la intensificación del proceso migratorio, favoreció la introducción masiva de nuevos sectores de la población a la arena electoral.
De este modo, las elecciones de 1980 encarnaron el retorno a la democracia y, paralelamente, de Belaúnde a su segundo mandato como presidente. Este escenario estuvo caracterizado por un escenario de competencia abierta en el que, a diferencia de otros momentos de la historia, las fuerzas políticas de todo el espectro podían participar libremente en cualquiera de los niveles de gobierno (Tuesta Soldevilla 1995). Del mismo modo, el régimen aseguró las libertades de prensa y expresión luego de seis años en los que los medios de comunicación habían sido expropiados por el gobierno militar (Contreras y Cueto 2004, 347). Durante esta década se realizaron elecciones continuas y competitivas en las que participaron con éxito Acción Popular, el Apra, el PPC y la Izquierda Unida, así como otras agrupaciones de origen “provinciano” (Cameron 1994; Tanaka 1998).
Posteriormente, las elecciones de 1985 marcaron la primera victoria presidencial del Apra con Alan García a la cabeza. Durante este periodo se agudizaron dos fenómenos que afectaron seriamente al régimen democrático. Por un lado, los problemas económicos heredados de las administraciones anteriores se ahondaron debido a la política económica de García, dando paso a una de las crisis inflacionarias más graves de la historia peruana y mundial (Crabtree 1997, 102-104); mientras que por otro lado, los grupos subversivos, especialmente Sendero Luminoso, que habían iniciado sus acciones el mismo día de las elecciones de 1980, intensificaron su accionar y pusieron al país en una situación de precariedad frente a la violencia terrorista y de las fuerzas del orden (Burt 2011).
En estas condiciones se desarrollaron los comicios generales de 1990, donde Alberto Fujimori, un outsider con un discurso crítico frente a los partidos políticos, fue electo presidente. El gobierno de Fujimori implantó con una serie de medidas de liberalización económicas que, paradójicamente, había criticado en la campaña y no solo resultaron ser muy exitosas para contener la crisis, sino también muy populares durante los primeros años (Wise 2006; Carrión 2006, 135-142, Murakami 2000). Dos años más tarde, en 1992, después de una serie de acusaciones de corrupción y bajo la coartada de una supuesta dinámica obstruccionista en el Legislativo, Fujimori encabezó un auto-golpe con apoyo de las Fuerzas Armadas (Levitt 2012). Dicha medida no solo no fue contestada por la población, sino que logró un apoyo popular apabullante, dejando abandonados a su suerte a los “viejos políticos” que quisieron hacer respetar el orden democrático (Cameron 1997, 62-64).
El contexto de 1992 dio paso a un tipo de régimen híbrido que, a pesar de estar sustentado en elecciones continuas, puso en suspenso los componentes básicos de la democracia liberal.
Como puede observarse en el gráfico, la dinámica del nuevo régimen no prohibió el desarrollo de elecciones en los años siguientes, puesto que fue uno de los puntos clave de la legitimación doméstica e internacional de su mandato, pero sí socavó los elementos fundamentales de la competencia política mediante políticas de intimidación (Burt 2011), así como a través del uso político de recursos del Estado y la cooptación mediante corrupción de opositores y medios de comunicación (Degregori 2000). En suma, el contexto de 1992 dio paso a un tipo de régimen híbrido que, a pesar de estar sustentado en elecciones continuas, puso en suspenso los componentes básicos de la democracia liberal -como puede verse en el gráfico- y ha sido categorizado como un “autoritarismo competitivo” o “autoritarismo electoral”, siempre resaltando el componente autoritario del mismo (Levitsky y Way 2002; McClintock 2006).
Cuarto impulso: 2001 (A modo de conclusión)
La caída de Fujimori tras su cuestionada re-reelección en 2000, en medio de la crisis económica y mega-escándalos de corrupción, abrió paso a un gobierno de transición encabezado por el acciopopulista Valentín Paniagua que convocó a nuevas elecciones generales el año 2001 (Grompone 2005). En dichas elecciones, Alejandro Toledo derrotó a Alan García y, luego de una momentánea reaparición de los partidos tradicionales en la escena nacional, se abrió paso a un nuevo escenario político que ha sido caracterizado como “democracia sin partidos” (Levitsky y Cameron 2003; Tanaka 2005; Crabtree 2010). Este nuevo periodo ha celebrado, como hecho histórico, cuatro elecciones consecutivas sin que el orden democrático haya sufrido mayores retrocesos. Sin embargo, lejos de mostrar una trayectoria ideal, la democracia que tenemos enfrenta serios retos que, en otros contextos, han originado quiebres importantes en el régimen político.
Observamos, por ejemplo, un incremento importante en los niveles de conflictividad social (Arce 2015), así como una dinámica electoral plagada de mecanismos y organizaciones informales (Zavaleta 2014) cuya precariedad pone en serios entredichos la representación política y las posibilidades de rendición de cuentas. Ambas situaciones reflejan, y refuerzan, importantes brechas entre las demandas de la población y las políticas económicas y sociales desarrolladas por los gobiernos, que a su vez han tenido un impacto profundo en la evaluación ciudadana sobre el régimen democrático (Carrión y otros 2014).
Junto a una serie de políticas desarrolladas por los diferentes gobiernos que han significado importantes avances en términos de descentralización y reducción de los problemas históricos de pobreza y desigualdad, encontramos una dinámica política cada vez más distante y preocupantemente ajena a los problemas cotidianos de la ciudadanía (Vergara 2012). Estas dinámicas han empezado a hacerse más visibles por el cambio en el escenario económico global que había beneficiado al Perú gracias al denominado “boom de los commodities”, abriendo espacios de insatisfacción cada vez más grandes frente a los problemas irresueltos de la democracia peruana. Durante los últimos años, por ejemplo, hemos sido testigos de una política parlamentaria que no solo ha actuado a espaldas de las demandas de la ciudadanía, sino que además ésta última ha empezado a expresar en las calles su crispación frente a tales situaciones (Barrenecha y Sosa Villagarcia 2014).
Frente a los grandes retos de nuestra democracia actual parece que siempre es más fácil despotricar y proponer patear el tablero, sin considerar las mejoras experimentadas y los largos procesos de cambio que las enmarcan.
La democracia, sin embargo, se ha mantenido. No es interés de este articulo ensayar las respuestas frente a esta situación; 2 sin embargo sí es relevante resaltar la importancia de pensar en el largo recorrido de la construcción de un régimen democrático (en sus diferentes variedades), y por lo tanto en la necesidad de sopesar lo que hemos ganado y lo que aún necesitamos construir para avanzar en la tarea de consolidación del sistema. Frente a los grandes retos de nuestra democracia actual parece que siempre es más fácil -y hasta políticamente correcto- despotricar y proponer patear el tablero, sin considerar las mejoras experimentadas y los largos procesos de cambio que las enmarcan. El problema de fondo, en ese sentido, es pensar en cómo avanzar en la construcción de nuestros ideales sin perder lo que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir.
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