El presente texto fue preparado como comentario a las ponencias de Martín Tanaka, Guillermo Rochabrún y José Luis Rénique, presentadas en el seminario «El Instituto de Estudios Peruanos y las ciencias sociales en el Perú: una reflexión crítica», del 14 y 15 de noviembre pasado. Con este seminario el IEP inició las celebraciones por sus 50 años de vida institucional, que se cumplirán el próximo año. Para ver las discusiones del seminario, entrar a: http://www.iep.org.pe/index.php?fp_cont=3865
Cuando cumplió treinta años el Instituto de Estudios Peruanos no se animó a ser él mismo el foco de una reflexión colectiva, y prefirió honrar la fecha antes que la institución, con un libro de ensayos sobre la marcha del país en ese periodo, en diversas disciplinas. ¿Modestia? No necesariamente. Con su invitación a una variada docena de intelectuales, el libro Perú 1964-1994. Economía, sociedad y política, sutilmente establece una identidad fuerte entre el proceso IEP y el proceso nacional, algo de lo cual pocas otras ONGs pueden jactarse, y que está muy presente hoy, en la celebración de este cincuentenario. Por tanto lo está también en los textos de José Luis Rénique, Guillermo Rochabrún y Martín Tanaka que dan pie a este comentario. Fui invitado a participar en aquel libro de 1995, pero me fue imposible aceptar. Por eso también estoy muy contento de estar hoy aquí, y participar de la necesidad de ubicar a la venerable institución en la casilla de los cincuenta años.
Pero no todo fue bajo perfil en ese año 1995. Algunas cosas dijo Julio Cotler sobre el IEP mismo en su escueta introducción a aquel tomo. Hizo notar lo oportuno de la fundación respecto del proceso nacional, la importancia de haber logrado una convocatoria amplia, el peso decisivo de la tarea editorial asumida, el compromiso con la democracia y la justicia social. Todos son temas que, estoy seguro, flotan en el ambiente de estas reuniones celebratorias, pues el sentido profundo del instituto no ha cambiado. Pero el eje de las aproximaciones al sentido del IEP en la historia cultural y política del país se ha movido; de pronto es la institución misma, más que sus productos puntuales, lo interesante. ¿Cuándo se produjo este cambio? No tengo realmente fecha para ubicar el momento en que la nueva generación de investigadores pasó a ser mayoría.
Guillermo Rochabrún explora la idea de la existencia de una agenda originaria del IEP, y sugiere que la fundación del instituto fue un proyecto de personas buscando un camino, pero que con el tiempo se volvió un proyecto dictado por las circunstancias, donde lo personal pasó a un segundo plano. Me parece una descripción verosímil de cómo evolucionan algunas instituciones. Lo cual nos deja reflexionando sobre una segunda agenda –que Rochabrún no considera ni menciona, pero que está implícita—, que puede ser leída a través de la evolución de los títulos publicados, las reuniones académicas concertadas, las posiciones públicas asumidas. Esta aproximación habla de comparaciones en el tiempo, algo a lo que volveré en un minuto. ¿O hay algún otro indicador aparte de reuniones, posiciones y libros en este primer pachacuti del IEP originario al IEP realmente existente (que tenía un cuarto de siglo cuando cayó el muro de Berlín)? Tanaka prefiere hablar de etapas antes que de agendas, pero en el fondo es una aproximación parecida: la etapa es la manera en que los tiempos influyeron en la agenda. ¿No es de eso, después de todo, de lo que tratan todos los cincuentenarios?
Ahora, en el 2013, para Martín Tanaka es importante, como lo fue para Cotler en 1995, dar una lista de rasgos diferenciadores. Pues aparte de definir un espíritu general, ellos sirven para ser contrastados y evaluados en la visión por etapas que él presenta de la institución: académica, multidisciplinaria, políticamente pluralista e independiente. Detrás, aunque no son los que menciona Tanaka, hay otros rasgos, por ejemplo: liberal, moderada, meritocrática. Las etapas funcionan como la saga en que el IEP logra mantener esos rasgos, entendidos como valores, a lo largo del medio siglo. Son, digamos, el anclaje de una evolución.
En los dos casos la evolución del IEP es presentada también como una suerte de adecuación a la marcha del país político: el retorno democrático del 1963, el golpe de 1968, el retorno democrático de 1980, el autogolpe de Fujimori 1992, retorno democrático del 2001. Es inevitable que en este tipo de aproximación siempre una institución aparezca como una nave zarandeada por la época que le tocó cruzar. Advierto una posibilidad paralela, en algo llamable la sucesión de disciplinas-piloto en el mundo académico. En los tiempos fundacionales era la antropología, como hace notar Tanaka al mencionar a sus cultores como el núcleo duro de los fundadores y lo más duradero desde el punto de vista disciplinario. Pero poco después la disciplina clave pasó a ser la sociología, algo que se intensificó con la llegada del gobierno militar; luego vino la historia como prima donna del discurso intelectual en el país, y después de eso el big-bang de las llamadas ciencias administrativas.
El modelo del IEP no fue ni el cenáculo cultural ni el partido político, pero quizás sí la sociedad fabiana inglesa, con su objetivo socialista, gradualista, reformista (y que terminó siendo tan afín al think tank).
Dirijamos por un momento una mirada a ese primer equipo de 1964 lleno de lo que Tanaka llama progresistas, y en efecto muchos de ellos son políticamente social-progresistas. El grupo es variado mucho más allá de la idea de lo multidisciplinario: profesional, generacional, social e ideológicamente distintos. ¿Qué los une? Como decimos hoy, ¿de qué tipo de red se trata? Si se me permite estirar considerablemente la imagen, vistos a la distancia me evocan la célebre peña Pancho Fierro de los años treinta, con José María Arguedas presente, como un puente, entre las dos experiencias. Ambas son confluencias que necesitan y desean formarse un lugar en el espacio social. Los primeros necesitan un lugar profesional en un medio cerrado por el reforzamiento de la hegemonía social de la derecha desde 1931; los segundos necesitan producir oxígeno para un centro-izquierda que nunca había existido realmente en el país. Si ya vamos a hacer comparaciones, está el grupo que José de la Riva Agüero quiso articular en 1915, que Raúl Porras llamó el proyecto de “un partido de intelectuales y profesionales jóvenes, el Partido Nacional Democrático, que careció a la vez del apoyo gubernativo y de adhesiones populares”. Es obvio que el modelo del IEP no fue ni el cenáculo cultural ni el partido político, pero quizás sí la sociedad fabiana inglesa, con su objetivo socialista, gradualista, reformista (y que terminó siendo tan afín al think tank). La historia del IEP es también la historia de lo que le sucede a esa red de personas de 1964, lo que la red logró ser, y lo que no logró ser. Se necesita una historia del centro-izquierdismo en el país.
Volviendo por un momento a las agendas. Rochabrun habla de una originaria, una latente, una pendiente (soterrada). Su argumento de los 25 años con impacto IEP y luego los 25 con impacto IEP disminuido me sugiere la preocupación por el regreso del IEP a una posición central en el Perú. Esa posición central del IEP a su manera la ha definido cada ponente: la de las expectativas de un “estilo IEP” (Rochabrún), la de una condición de referente nacional gracias a sus virtudes sociales (Tanaka), y la capacidad de producir escenarios investigativos de relevancia + consistencia (Rénique). Pero para que ese regreso se realice lo que tiene que cambiar es el contexto. En el contexto actual el IEP es un protagonista muy distinguido, pero ciertamente no la excepción, como lo fue hace unos decenios. El liberalismo es la forma de pensar o de sentir (no siempre vienen juntos) triunfante de estos tiempos; el rigor académico y el pluralismo ideológico son valores apreciados y practicados en cada vez más instituciones; la capacidad de hacer networking internacional hoy es, digamos, universal; y, acaso lo más importante, el centro-izquierda y el socialismo moderado no llegan a tener una identidad política propia, o por lo menos completa, pero paradójicamente siguen siendo buscados con insistencia. La agenda originaria como proyecto ya no es realmente necesaria; ha sido lograda, y subsiste en una agenda latente, si hemos entendido bien.
Desde su inicio, y a lo largo del tiempo, el IEP ha funcionado como un contrapeso académico, léase riguroso, de tipo liberal frente al marxismo, y desde esa posición ha competido por las mentes de los intelectuales peruanos por medio siglo.
Me explico: desde su inicio, y a lo largo del tiempo, el IEP ha funcionado como un contrapeso académico, léase riguroso, de tipo liberal frente al marxismo, y desde esa posición ha competido por las mentes de los intelectuales peruanos por medio siglo. Eso no impidió tener a bordo a algunos insignes marxistas; pero la balanza se ha inclinado siempre hacia el liberalismo. En esto el IEP ha sido una antesala de lo que luego pasó a darse en casi todo el cuerpo intelectual del país.
Con lo anterior vino una disposición a ser el alma mater, efectiva o remota, de un tipo de intelectual público, en sentido de alguien interesado en producir un impacto del mundo de las ideas en la sociedad. En el caso del Perú de los años sesenta, este intelectual público estaría muy sintonizado con el liberalismo, la academia, la idea lo más amplia posible de peruanidad, el humanismo. Pero entonces las personas que pensaban así constituían un grupo profesionalmente muy variado, como nos hace notar Rochabrún. En cuanto a lo del intelectual público, y su condición de descendiendo directo del héroe cultural, hay un punto riesgoso, pero que merece ser hecho. De allí, sospecho, en parte la importancia (para el IEP, y en cierto modo también para el país) del conflicto que rodeó a la mesa redonda de 1965 sobre la noveda Todas las sangres de José María Arguedas. Una posible lectura de aquello es la del héroe cultural que viene de la literatura sometido a la crítica dura de la lógica de las ciencias sociales. Algo que a su manera funciona como un primer bautismo de fuego del IEP, y puede haber construido a definir la topografía de su mapa investigativo.
En relación a lo anterior, Rochabrún en efecto menciona la variedad de talentos reunidos en 1964, y apunta implícitamente a la necesidad de darle algún sentido a eso. Está claro que la fórmula elegida fue algo así como un hombre un libro: todos aportaron lo que sabían en esa forma. Lo cual configuró un intento, en buena medida exitoso, de dar una versión de la teoría de los great books. En este caso no a través de los clásicos nacionales del pasado, sino mediante la creación de un público para obras claves del periodo. Una tarea que entonces la universidad peruana no estaba haciendo, y que los intelectuales de la militancia habían descuidado, con las excepciones del caso. El balance de Rochabrún sobre los libros apunta sobre todo a su eficacia para dar en el blanco de lo histórico contemporáneo. Tiene razón, aunque el terreno es resbaladizo.
Al inclinarse por la producción de great books peruanos (todos conocemos la lista de los principales, y los ponentes han mencionado algunos), una actividad pedagógica antes que de política práctica, el IEP dejó pasar la posibilidad de ser un think tank, es decir un generador de propuestas interesadas en incidir directamente en políticas públicas. En verdad tuvieron que pasar 16 años para que apareciera un centro de estudios así, que fue GRADE. Recién entonces el capital se había legitimado y modernizado lo suficiente como para atraer intelectuales del centro liberal.
* Doctor en literatura peruana y latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Escritor, poeta, ensayista y columnista del diario La República.
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