Luis Pásara se doctoró en Derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde ejerció la docencia entre 1967 y 1976. Como sociólogo del derecho ha investigado sobre el sistema de justicia en Argentina, Costa Rica, Chile, Guatemala y México, además de Perú. Actualmente essenior fellow en Due Process of Law Foundation. A raíz de la publicación de su libro más recienteUna reforma imposible. La justicia latinoamericana en el banquillo (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2014), ARGUMENTOS conversó con él sobre diferentes temas vinculados a la justicia y al sistema de justicia en el Perú, a la corrupción al interior y alrededor del mismo, y sobre los diferentes intentos, a la fecha muy poco exitosos, para ir cerrando la brecha que existe en nuestro país entre la administración de justicia y el derecho a acceder a ella de manera efectiva e imparcial.
1. ARGUMENTOS: Si uno lee su libro más reciente, Una reforma imposible, queda claro que en el Perú hay una fractura considerable entre el derecho a la justicia y el aparato encargado de administrarla. Usted sugiere que esta fractura tiene efectos tanto sobre la vida cotidiana de las personas como efectos mucho más sistémicos que impactan negativamente, por ejemplo,  sobre el funcionamiento de la política y de los gobiernos. Para comenzar, podría comentarnos algo sobre la naturaleza de estos diferentes impactos, sobre sus consecuencias o manifestaciones más críticas y sobre lo que ha venido sucediendo con ellos a lo largo de los últimos años.
Esos dos tipos de efecto corresponden a las dos funciones que tiene un juez en una sociedad democrática. De una parte, debe resolver los conflictos que se le someten; de otra, debe garantizar que el ejercicio del gobierno se desarrolle conforme a la constitución y la ley. En el primer ámbito la insuficiencia o la carencia del sistema de justicia afecta, principalmente, a los ciudadanos, individualmente considerados; es la madre que no logra que el padre se haga cargo de sostener económicamente a sus hijos; es el propietario que no consigue que sea desalojado el inquilino que dejó de pagar el arrendamiento de la casa o el local; es la víctima de un delito que ve cómo el responsable se pasea por la calle disfrutando de impunidad, y así sucesivamente. En el segundo ámbito, si “no hay justicia”, las acciones del gobierno –entendido en el nivel de municipio, región, parlamento o poder ejecutivo– que contradicen las disposiciones legales se dictan, mantienen vigentes y ejecutan sin tener ante quién acudir para que dé valor efectivo a un derecho teóricamente existente. En la primera esfera, sufre el individuo; en la segunda, se debilita la democracia como sistema de pesos y contrapesos, hasta el punto de que deja de constituir un Estado de derecho.

En América Latina, y no sólo en el Perú, […] la falta de control judicial sobre el desempeño de quien gobierna –alcaldes, ministros, parlamentarios, presidentes– ha sido casi completa.

En América Latina, y no sólo en el Perú, la justicia ha sido insuficiente en ambos terrenos. No ha habido justicia –y aún no la hay satisfactoriamente– en razón de problemas de acceso, sean territoriales o lingüísticos, barreras económicas –impuestas por el costo de pagar un abogado que preste un servicio eficiente– o culturales, dada una forma de organizar la justicia que la hace incomprensible para el ciudadano medio. Pero, en el segundo terreno, la falta de control judicial sobre el desempeño de quien gobierna –alcaldes, ministros, parlamentarios, presidentes– ha sido casi completa. Recién en los años noventa vino a sorprendernos una decisión como la de la jueza Antonia Saquicuray que, en pleno régimen de Fujimori, declaró inconstitucional la ley de amnistía que se pretendió imponer para borrar las violaciones de derechos humanos. Si se toma una perspectiva histórica, eso es relativamente nuevo en el Perú, pero además sigue siendo escaso. No todos los jueces se atreven a ejercer el cargo con independencia.
2. ARGUMENTOS: Como usted también menciona en su último trabajo, la necesidad de reformar nuestro sistema de justicia ha sido un tema y una preocupación constante en las últimas décadas. Al mismo tiempo, todo parece indicar que el resultado de estos esfuerzos de reforma también ha sido una constante. Con relación a estos temas, cuáles son en su opinión los principales intentos de reforma que se han intentado en nuestro país en los últimos años, qué tan parecidos o diferentes han sido entre sí y cómo explicar sus limitados alcances.
Responder esa pregunta quizá merezca otro libro. Si hablamos de intentos relativamente consistentes de reforma –y dejamos de lado los discursos que hablan de reforma y periódicamente anuncian o prometen cambios– ha habido tres durante los últimos cuarenta años.
Hay que destacar que el Perú fue el primer país en plantearse una reforma sistémica de la justicia, luego de la reforma hecha en Cuba que derivó en un aparato de justicia controlado por el partido y por el gobierno. En los años setenta, en la llamada “segunda fase” del gobierno militar, la Corte Suprema emprendió una reforma de la justicia. Fue un animal de patas cortas que no avanzó más allá de diagnósticos y algunos cambios de organigrama. Pero, por primera vez, apareció reconocido oficialmente el problema y algunos objetivos interesantes; el tema ingresó en la agenda pública y alcanzó cierto nivel de discusión. Los primeros trabajos de investigación sobre el funcionamiento de la justicia en el país –entre ellos, el mío 1– son deudores de ese esfuerzo. Pero lo poco que se logró fue borrado de un plumazo con la vuelta a la democracia y la llegada del segundo gobierno de Belaunde. La palabra “reforma” se convirtió en inconveniente e incluso peligrosa; los jueces renovadores que se habían incorporado al Poder Judicial –algunos con una trayectoria académica sólida– fueron eliminados mediante el manido recurso de las ratificaciones. No quedó huella.
En los años noventa surgió el segundo intento, bajo el fujimorismo. Seguramente ideada por Montesinos, la reforma fue confiada al almirante Dellepiane, de quien se dijo que se sentaba en la Comisión Ejecutiva, desde la que él manejaba las cosas, con un revólver puesto sobre la mesa. Cambió mucho del aparato judicial, introdujo la informática en lo administrativo y se probaron innovaciones que luego pasaron al olvido. Pero la mira del almirante estaba en otro asunto: qué juez o jueces debían ver qué casos. Montaron un complejo sistema para que los casos que interesaban al gobierno tuvieran un juzgado o un tribunal, digamos, “receptivo”. Esto fue comprobado luego en los denominados “vladivideos”, donde se veía cómo se encaminaban los procesos judiciales que tenían interés para Palacio de Gobierno. Según aseguran algunos abogados litigantes, ese mismo sistema fue usado con fines corruptos. Igual que ocurre con los escuadrones de la muerte, una vez que el mecanismo está en funciones, puede servir a diversos propósitos. Muchos sitúan allí el origen de las llamadas “tribus judiciales” que en el Perú constituyen tejidos que abarcan desde el abogado con el que se contrata la atención del caso hasta el nivel judicial más alto. Todo por un solo precio.
Con la caída del dictador, desapareció su reforma –pero no las “tribus”– y el tema se retomó en 2002, cuando se constituyó la Comisión Especial para la Reforma Integral de la Administración de Justicia, CERIAJUS. A pesar del nombre rimbombante, éste ha sido el intento más serio de pensar el problema de la justicia en el país y de formular una propuesta abarcadora de reforma. Ese fue el contenido del informe rendido por la Comisión en 2004, hace ya diez años. Poco de la propuesta se llevó a la práctica, limitándose el congreso a aprobar algunas leyes de impacto relativamente marginal. Y allí concluyó el tercer y último esfuerzo que, cuando se decida volver al asunto, será necesariamente un referente a consultar.
3. ARGUMENTOS: Si uno piensa en aquellas coyunturas en las que las condiciones para llevar a cabo este tipo de reformas eran particularmente propicias, uno no puede dejar de pensar en la transición democrática del 2001. En su opinión, qué pasó con esta oportunidad para reformar el sistema judicial. En qué medida la reforma del sistema judicial era parte de la agenda de esta transición. 

Se necesita mucho más que fondos para hacer una reforma de la justicia en serio. Y eso es lo que no ha habido, ni hay, en términos políticos porque cambiar la justicia no da votos, dado que la mayor parte de la ciudadanía no entiende el problema.

Si lo era, qué pasó. CERIAJUS fue un brote tardío de ese periodo de transición democrática. No estoy en condiciones de responder la pregunta con suficiente conocimiento y detalle. Entonces, mi respuesta va a limitarse a una constatación hecha a lo largo de muchos años y varios países: la reforma de la justicia no es políticamente rentable y, en consecuencia, encuentra algún lugar en los discursos pero –salvo que tenga propósitos específicos de control del sistema judicial, como ocurrió en la época de Fujimori y ocurre hoy en el gobierno de Rafael Correa en Ecuador– se le otorga pocos elementos de ejecución. Y no estoy pensando en dinero, que durante dos o tres décadas el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo –además de USAID, especialmente–, estuvieron dispuestos a prestar o donar, en su caso. Se necesita mucho más que fondos para hacer una reforma de la justicia en serio. Y eso es lo que no ha habido, ni hay, en términos políticos porque cambiar la justicia no da votos, dado que la mayor parte de la ciudadanía no entiende el problema y, en consecuencia, no existe demanda social organizada que reclame la reforma. Un caso aleccionador ocurrió recientemente en el Perú, cuando el congreso designó a los integrantes del Tribunal Constitucional como fruto de ese acuerdo infame, conocido como “la repartija”. La ola de reacción pública obligó a los parlamentarios a deshacer lo hecho y nombrar a personas con aceptación.
En definitiva, quien llega al gobierno –no sólo en el Perú– encuentra que la justicia, tal como está, le conviene. De cara al poder, la justicia tiende a estar dispuesta a la “unificación de criterios”, para recordar la nefasta expresión usada por un presidente de la Corte Suprema hace dos años. Y, a la hora de las críticas, quien gobierna siempre puede responsabilizar a otros de lo mal que funciona el aparato judicial. Por cierto, cuanta menos institucionalidad tenga, menos estorbo resultará para quien ejerce el poder. De modo que sólo bajo condiciones de crisis política muy severa, los actores políticos aceptan una reforma de la justicia que le dé independencia y fortaleza.
4. ARGUMENTOS: Dos de los temas que usted resalta de manera especial con relación a la justicia en el Perú y en otros países latinoamericanos son, en primer lugar, los problemas de acceso a la justicia y, en segundo lugar, la falta de independencia del Poder Judicial frente a las fuentes de poder o simplemente su abierta politización. Adicionalmente, sobre estos sistemas de justicia, usted menciona la mala administración del personal, la escasez de recursos, la falta de preparación y capacidad de los funcionarios, la existencia de incentivos perversos, la carencia de transparencia, etc. Dentro de panorama complejo, dónde y cómo se ubica la corrupción dentro del Poder Judicial.  Hasta qué punto el Poder Judicial o algunos de sus miembros son actores principales o secundarios en las redes de corrupción que existen en nuestro país.  Cuáles son las formas de corrupción más frecuentes y nocivas dentro del  sistema de justicia peruano.
Creo que no se cuenta con un diagnóstico serio del tema. Se tiene como marco referencial el libro de Alfonso Quiroz Historia de la corrupción en el Perú, pero no se cuenta con un trabajo en profundidad sobre la incidencia de este factor en la actualidad. Me ha sorprendido siempre una discrepancia que aparece entre las encuestas de percepción sobre la corrupción en la justicia y las encuestas o entrevistas en profundidad que indagan por el pago de coimas para recibir un beneficio del aparato judicial. Mientras que la percepción general es que el sistema es altísimamente corrupto, el segundo instrumento encuentra un porcentaje relativamente bajo de quienes declaran que, en efecto, tuvieron que pagar para obtener algo del sistema.
No quiero sugerir que no hay corrupción en el sistema de justicia. Por supuesto que la hay y probablemente es mucha. He mencionado antes a las “tribus judiciales”, que son un fenómeno del cual los abogados en ejercicio hablan como parte de la realidad. Lo que no sabemos es cuánta corrupción hay y eso es difícil de precisar rigurosamente. Lo que tenemos –y quizá debería organizarse mejor esa información– son casos. Por ejemplo, en los escándalos recientes en torno al manejo de las administraciones regionales, en algún punto aparece un fiscal que no denunció lo que debía denunciarse o un juez que dispuso archivar aquello que contenía indicios, o incluso pruebas, en contra de una red corrupta. En otras palabras, en la medida en la que la corrupción se extiende, en cualquier sociedad, requiere de operadores del sistema de justicia a los que recluta, probablemente con facilidad, para sus fines. En el caso peruano, la gran punta de lanza de ese proceso fue el narcotráfico. Pero no nos engañemos: la corrupción no se inicia en el aparato de justicia sino que la corrupción lo compra –o, más precisamente, lo alquila–, para servirse de él según sus necesidades, tal como se sirve de la policía o de las autoridades que sea necesario utilizar.
5. ARGUMENTOS: Para compensar el tono de la mayoría de las preguntas previas, cuál debería ser la clave para cualquier intento de reforma, mayor o menor, del sistema de justicia en el Perú. En otras palabras, qué se necesitaría para revertir la situación actual. En este último sentido, qué experiencias en otros países conoce usted que podrían ser de utilidad para pensar y avanzar en la reforma del sistema de justicia peruano.
La primera prevención que hay que formular acerca de esta preocupación “propositiva” es que la justicia no puede ser muy distinta de la sociedad a la que pertenece. Lo menciono, no para recordar algo relativamente obvio sino porque, inconscientemente, a veces se tiende a esperar de la justicia, de modo algo ilusorio, un papel redentor o purificador en sociedades que, en conjunto, se hallan en un proceso de degradación, al que difícilmente el aparato de justicia podrá contrarrestar.
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La segunda prevención consiste en advertir que, como bien señala la pregunta, las experiencias ajenas son de gran utilidad “para pensar y avanzar”, no para imitar. Este señalamiento también puede considerarse obvio, pero no lo es tanto si uno mira las experiencias de reforma latinoamericanas, en las que con demasiada frecuencia se ha “importado” modelos ajenos que, por supuesto, una vez trasplantados no han dado los frutos que dieron en su sociedad de origen. Habida cuenta de que hoy la cooperación internacional sigue “vendiendo” estos trasplantes bajo la etiqueta elegante de “buenas prácticas”, es preciso recordar que la copia no rinde frutos, aunque la falta de imaginación y de reflexión propias den mucha fuerza a la tentación de copiar.

A mí me parece que el asunto de los nombramientos judiciales es absolutamente prioritario, pero puede haber otras cuestiones con valor estratégico, en determinada circunstancia de un país dado.

Expuestas las prevenciones, debo decir que he dedicado una sección del libro Una justicia imposible a contradecir o relativizar un título que tenía algo de propósito “marketero”; he pensado qué es lo que puede hacerse y qué se requiere para ello. Lo primero es tener claro cuál es el problema. Los abogados creen saberlo pero tienen una visión muy limitada y los ciudadanos no lo saben. Ahí está la primera dificultad. El segundo requisito tal vez consista en reunir un conjunto de actores que estén dispuestos a llevar adelante una reforma; no me refiero al respaldo social –que ciertamente será indispensable– sino a un grupo de protagonistas del proceso de reforma que lo lideren desde el aparato judicial, las esferas de decisión, los medios de comunicación y, por supuesto,  el ámbito académico, que ha sido un gran ausente en el tema de la justicia en América Latina. Si se cuenta con esta alianza de actores, que compartan una visión relativamente clara de cuáles son los problemas a enfrentar, el siguiente paso consiste en elaborar una estrategia; esto significa darse cuenta de que no todo puede cambiarse a la vez; hay qué definir qué es primero porque es condición para otros cambios. A mí me parece que el asunto de los nombramientos judiciales es absolutamente prioritario, pero puede haber otras cuestiones con valor estratégico, en determinada circunstancia de un país dado. Eso requiere ser trabajado y definido.
Hay diversas experiencias aprovechables, que generalmente resultan aleccionadoras acerca de un modo de resolver un problema en un momento y país dados. En Argentina, en los años noventa, una ONG probó que bastaba con hacer públicos los nombres de los candidatos a jueces de segunda instancia para provocar una avalancha de información acerca de sus antecedentes. En República Dominicana se ha efectuado procesos de designación de cortes supremas, con participación ciudadana, que han dado buenos resultados. Chile es un buen ejemplo de una alianza de actores en pro de la adopción de una reforma procesal penal que, hasta cierto punto, ha sido mejor concebida y aplicada que en otros países. Y así sucesivamente. Hay mucho que aprender. Lo que probablemente falta es la voluntad de aprender para estar en condiciones de transformar.

  1. El primer libro que recogió esos trabajos de investigación fue Jueces, justicia y poder en el Perú (Lima: Centro de Estudios de Derecho y Sociedad, 1982). Agotada la edición, el texto fue incorporado en el volumen, del autor, Tres claves de la justicia en el Perú (Lima: Fondo Editorial, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2010).