La soledad de la política es un libro que hace importantes aportes a esclarecer en qué consiste la “crisis de la política” en el Perú. El libro examina seis conflictos sociales recientes en diversas regiones del país, análisis precedido de dos capítulos generales, para al final cerrar con unas páginas de conclusiones. Se trata de un puñado de casos significativos, tomados del vasto escenario de conflictos desarticulados que caracteriza ahora a este país: Ilave, Quilish, Bambamarca, Moquegua-Tacna, Bagua y Conga. En lo que sigue voy a dialogar libremente con el texto, retomando algunas ideas y conceptos, buscando darles una mayor precisión, y potenciar así el esclarecimiento que él brinda.

Una de las tesis del libro sostiene que el país atraviesa una gran transformación de muy largo alcance que está lejos de haber terminado, comparable a la secuela de mutaciones que siguieron a las migraciones masivas de los años cincuenta. Es una “coyuntura crítica”, pues varios cursos alternativos son posibles; ergo, las decisiones que tomen los actores sociales y políticos serían de muy vastas consecuencias.
Una nueva estructura política
 El libro muestra que la actual dinámica sociopolítica es muy diferente a la que tenía lugar hasta pocas décadas atrás. Las condiciones institucionales han cambiado drásticamente, casi siempre hacia la parcelación del Poder Ejecutivo, al delegar funciones y fondos a las municipalidades primero y después a los gobiernos regionales, a lo que se agrega las instancias de participación. Todo ello activa el interés por los nuevos cargos políticos, pero en medio de una gran precariedad organizativa —tanto de parte del Estado como de los actores electorales— y de un gran desprestigio de los partidos, sin que las nuevas organizaciones escapen a ese designio.
 Un resultado de esta combinación de transformaciones y ausencias es la elevada conflictividad en el país, sobre todo en las zonas rurales, pobres y aisladas. En los últimos 12 años, la ciudad de Arequipa ha sido la única ciudad capital donde se ha presentado un conflicto de alcance nacional, en 2002; los otros han sucedido en zonas rurales, y desde ahí a veces han arrastrado a centros urbanos, como Cajamarca o Bagua. Varios conflictos que han tenido dicha repercusión surgen ante la presencia, por primera vez en esas zonas, de grandes inversiones, sobre todo en minería e hidrocarburos, lo que ha provocado cambios en la propiedad, pugnas por tierras y agua, elevación del costo de vida, incremento de desigualdades muy visibles, etc. Meléndez coloca las inversiones como el cambio de alcance nacional más importante. Sin embargo, no todos los conflictos del país tienen ese origen —ni siquiera todos los que Meléndez estudia—, aun cuando ocurran en zonas de inversión. De modo que sería más consistente para el análisis priorizar los cambios institucionales y las brechas y conflictos que de ellos resultan, pues tienen lugar en todo el territorio, mientras que las inversiones ocurren solo en algunas zonas.
Una doble brecha
 En el centro de su análisis Meléndez coloca una doble brecha. Una de ellas (vertical) tiene lugar entre cuatro niveles de gobierno y de política: local, provincial, regional y nacional. La otra (horizontal) corre entre el plano social y político. A su vez, en esta última hay que distinguir entre los partidos y el Estado, diferencia que el libro analiza aunque sin conceptualizarla. La doble brecha hace que los conflictos se multipliquen y se vuelvan difíciles de manejar, a veces por la dificultad que tienen para agregarse y constituirse a nivel propiamente político.

Destaca el empeño de Meléndez en lograr un equilibrio entre las estructuras en proceso y los actores individuales. Lo hace alternando entre las circunstancias económicas, políticas y sociales en que transcurren los conflictos, y las trayectorias de líderes que azarosamente aparecen en medio de ellos.

Destaca el empeño de Meléndez en lograr un equilibrio entre las estructuras en proceso y los actores individuales. Lo hace alternando entre las circunstancias económicas, políticas y sociales en que transcurren los conflictos, y las trayectorias de líderes que azarosamente aparecen en medio de ellos. Nacidos en el medio donde actúan, muy adaptados a él, están sin embargo huérfanos de organización, de ideología, de metas, enfrentando solos el vacío entre el nivel local en el cual surgen y los niveles provincial, regional y nacional. En este análisis, a la manera de Charles Wright Mills en La imaginación sociológica(1959), la biografía revela la estructura social. En el libro, los dramas y vicisitudes de los operadores políticos denuncian las brechas entre los niveles espaciales, así como la forma en la cual la política y la sociedad funcionan como universos paralelos. Por ejemplo, el éxito de estos dirigentes en las movilizaciones sociales no puede ser trasladado al escenario político electoral. Pero además de funcionar para el análisis como síntomas de las estructuras, los operadores pueden llegar a protagonizar actos significativos. Es decir, mientras más débil sea la institucionalidad más importancia en la coyuntura tendrá el caudillo circunstancial.
 Como hemos mencionado, los cambios institucionales en general conducen hacia una suerte de parcelación del poder del Estado central, primero a través de municipalidades que reciben recursos del Gobierno central (por medio del Fondo de Compensación Municipal, en operación desde 1995), luego de “gobiernos regionales”, que siguen siendo solo demarcaciones políticas, y finalmente mediante mecanismos participativos (p. 33). Lo que en particular se desprende del análisis de Meléndez es que estos cambios institucionales son parte del problema. Por ejemplo, el Poder Ejecutivo tiene ahora un escenario mucho más fragmentado que antes: debe desprenderse de recursos e instancias, y luego coordinar con los nuevos organismos para intentar hacer aproximadamente lo mismo que antes. La cadena burocrática se alarga, y los mecanismos de transmisión se hacen más débiles, al menos inicialmente. Ahora hay que empalmar instancias que son más heterogéneas de lo que lo eran antes. El Gobierno central funciona mediante políticas, mientras que los gobiernos regionales operan —no sabemos por cuánto tiempo más— con una lógica totalmente distinta. De ahí la abundancia de recursos que no pueden ser utilizados o que se manejan erráticamente. Mientras tanto la regionalización no resuelve problemas fundamentales del Estado, como la sobreabundancia y superposición de entidades referidas a un mismo tema. Es así que en temas como agua y transporte existen —para cada uno— al menos siete ministerios y más de diez entidades en total, las cuales no coordinan entre sí.
 Surge entonces otra interrogante: ¿por qué se procedió a ejecutar estas reformas, y en particular la regionalización? Meléndez menciona la actuación de algunas ONG en la creación de cuadros técnicos en ciertas zonas, capaces de hacer demandas descentralistas, a lo cual se sumarían movilizaciones en esa dirección desde 1995 (p. 52); pero ello no es una explicación suficiente. Me pregunto entonces por el papel de los organismos multilaterales. Sería largo hacer la lista de las transformaciones institucionales que hemos tenido, y que —para bien o para mal— se han debido a ellos: la imposibilidad del Banco Central de emitir papel moneda, las reformas del Estado en los años noventa, los cambios en el régimen laboral, la privatización de los servicios públicos y la seguridad social, los mecanismos participativos, las evaluaciones educativas, etcétera. Esto obliga a ampliar el marco nacional de análisis, pues aspectos decisivos del escenario y de la problemática no se entienden sin dichas agendas. Es decir, varios de los cambios estructurales que definen la actual coyuntura crítica se deben a la capacidad de agencia de actores que operan a escala planetaria.
 A esta globalización hay que agregar la suscripción de acuerdos internacionales (acerca de derechos humanos, la ley de consulta, el acatamiento a tribunales internacionales, etc.). En principio ello es potestad de cada país, pero su efecto neto es restar al Estado posibilidades de acción en su propio territorio. Ahora bien, de por sí esta merma en nada contribuye al acercamiento entre Estado y sociedad.
 La conflictividad actual y el “desborde”
 ¿Por qué el actual nivel de conflictividad social? Para Meléndez se trata de la convergencia de varios procesos, en principio independientes entre sí, de modo que la confluencia sería casual: inversiones extractivas masivas en zonas rurales pobres que no han conocido antes tales actividades, y menos bajo las modalidades tecnológicas actuales, disputa por los recursos y por su utilización y multiplicación institucional de instancias de poder, amén de los mecanismos de participación ciudadana (pp. 33-34). Sin embargo, varios de los conflictos estudiados, como el de Ilave, no han tenido que ver con grandes inversiones transnacionales, o, si ellas existían, el conflicto no era en su contra, como en el litigio Moquegua-Tacna. Esta incongruencia posiblemente es consecuencia de la prioridad que Meléndez da a hechos discretos y localizados —las inversiones— frente a procesos generales, como los cambios institucionales. Como quiera que fuese, en esta confluencia, según Meléndez, surge una coyuntura en la que las instituciones y la intermediación política son desbordadas. Esta es una de las nociones centrales que utiliza el autor. ¿Pero a qué llamar “desborde”? El término viene del muy conocido libro de José Matos Mar Desborde popular y crisis del Estado (1984), que fuera publicado en medio de una grave contracción económica y del aparato estatal, arrasamiento de las capas medias, auge de Sendero Luminoso y emergencia de nuevos sectores sociales. Sin embargo, no es ese desborde —más bien cuantitativo— lo que aparece en los casos estudiados.

En Bagua se confrontaron la acumulación capitalista internacional y poblaciones nativas organizadas que sentían amenazada su forma de vida, ya bastante modificada por el crecimiento económico y demográfico de la zona, con un Gobierno claramente inclinado hacia las inversiones.

En Ilave no faltó la presencia estatal: ahí actuaron desde el inicio el Ministerio del Interior, el Poder Electoral, el Poder Judicial y la Defensoría del Pueblo. Más bien, ocurría que en su conjunto formaban una institucionalidad muy mal adaptada a la situación. En Bagua se confrontaron la acumulación capitalista internacional y poblaciones nativas organizadas que sentían amenazada su forma de vida, ya bastante modificada por el crecimiento económico y demográfico de la zona, con un Gobierno claramente inclinado hacia las inversiones. ¿En qué, pues, podría consistir el desborde? El término es muy impreciso, al punto que en cierto momento del análisis son los operadores políticos quienes “se ven desbordados”, porque pierden el control de las poblaciones movilizadas (pp. 78, 81). Pero es muy diferente que en determinado instante masas movilizadas superen a las “fuerzas del orden” —el millón (o más) de manifestantes por la autonomía en las calles de Barcelona— a que la institucionalidad como tal no funcione. En conclusión, hay que repensar la metáfora del “desborde”, y más bien vincular los fenómenos a los que alude a las brechas y al diseño y funcionamiento del plano institucional.
 Ahora bien, no es la primera vez que se tiene un escenario tan convulso. Recuérdese que conforme transcurría el Gobierno Militar del periodo 1968-1980 se fueron fortaleciendo —y también surgieron sobre la marcha— numerosas organizaciones gremiales y movimientos como los Frentes de Defensa departamentales, todos en contra de un gran demandado: el Estado. Esto no fue accidental, porque, al intervenir en todos los terrenos, el Gobierno se mostraba como el gran responsable. En medio de un denso escenario ideológico, el Gobierno era desafiado por una constelación de agrupaciones de izquierda clandestinas, entremezcladas con las organizaciones sociales. No había espacio para posiciones liberales, considerando el control gubernamental de la prensa y la TV, y que los partidos demoburgueses estaban en receso.
Hubo, pues, una conjunción de organizaciones sectoriales y regionales que avanzaron hacia un gran frente de masas, aglutinando demandas de alcance nacional. La intermediación política entonces era inexistente —el Gobierno era una dictadura hermética— y prácticamente innecesaria, porque el movimiento social era a la vez político; es decir, no había brecha. Si ahora la hay, ello se debe a las transformaciones de las últimas décadas. ¿Cómo se fue desvaneciendo la capacidad de articulación que entonces hubo y por qué no ha podido recuperarse, aun bajo otras modalidades? Es necesario repasar las transformaciones tanto del sistema político como del panorama social entre 1980 y 2000, y encontrar ahí los orígenes de muchos de los rasgos actuales. Pero cabe descartar la atribución común a todos estos problemas a una suerte de herencia colonial.
El “desborde” de la herencia colonial
 Hay en las ciencias sociales una visión que es a la vez presentista e historicista, cuando proyecta hacia el pasado los problemas contemporáneos. Un ejemplo sería la “débil presencia del Estado” en el territorio (pp. 27, 29). Me pregunto: ¿débil para qué efectos? Téngase presente que si pensamos en las dificultades de comunicación lingüística, hasta fines del siglo XIX, el que una gran parte de la población peruana no hablara el idioma oficial o el analfabetismo en modo alguno eran problemas. Fue a partir de cierto momento del siglo XX que la clase dirigente se planteó metas para las cuales esas circunstancias eran obstáculos, y entonces la presencia del Estado se hizo más débil, pues tenía ante sí una nueva tarea, para la cual no estaba preparado. Y así como la educación, luego vino la salud pública. Si vemos transportes y comunicaciones, ¿cómo se compararía la actual red de carreteras y caminos, de puertos y aeropuertos, más teléfonos y satélites, con los sistemas análogos durante la Colonia, o inclusive en épocas prehispánicas? No obstante, hoy el país parece menos comunicado que antes.
 Sin embargo, las diferencias son cualitativas, porque lo que es el Estado en cada época, y su relación con lo social, son muy diferentes, incluso hasta hacer muy forzada cualquier equivalencia formal. En la República del siglo XIX, los poderes locales, el gamonalismo y la Iglesia eran parte de un orden público en la medida en que eran sus garantes; mediante su presencia ese orden funcionaba. Pero si bien podemos decir que el Estado recién tuvo “el monopolio de la violencia legítima” (Weber) cuando acabó con las montoneras, su alcance podía ser débil en comparación con la dominación de los poderes locales. Al terminar de eliminar a los terratenientes con la Reforma Agraria de 1969, el Estado fue formalmente más homogéneo, pero incapaz de reemplazar a los poderes locales, que seguían existiendo y operando, en alianza con la burocracia tradicional, y saboteando a la burocracia encargada de las reformas.
 Asumida como un simple membrete, la idea de herencia colonial hace que casi todos los grandes problemas del presente aparenten tener cinco siglos de antigüedad. Pero en realidad muchos de ellos aparecieron propiamente con la República, y ni siquiera en sus inicios. Esto no es una disquisición historiográfica erudita: tiene vastas implicancias político-epistemológicas, pues quien aspire a la transformación del país debe estar atento a los cambios que ocurren, sean o no de su agrado. 1 El ejemplo más pertinente para este comentario es el de la crisis de la política.
La crisis de los partidos y de la política
 Ya en los años noventa se discutió si Fujimori había dado muerte a los partidos o si ellos se habían suicidado. Si la respuesta estaba en las condiciones políticas de la época fujimorista, quedaría por responder por qué no se recuperaron luego. Tengamos en cuenta que el desafecto de la ciudadanía hacia la política, los partidos y los políticos mismos, la volatilidad del voto —es decir, la práctica desaparición del “voto cautivo” — y el amplio uso del voto cruzado y preferencial ocurrían ya desde los años ochenta. A lo largo del libro, Meléndez trajina la brecha entre lo social y lo político, tanto estatal como partidario, pero en sus páginas no aparece una explicación. No pretendo suplir ese vacío, pero sí reflexionar sobre él distinguiendo entre la declinación de los partidos ante el electorado, la declinación partidaria interna al reducirse la militancia y el declive funcional. Hagamos un breve examen.
Qué tanto efecto pudo tener la prédica antipartido del Gobierno Militar o la de Fujimori es muy difícil de establecer. 2 El caso es que el regreso a las prácticas electorales en los años ochenta mostró al inicio una clara centralidad de los partidos, con una ampliación de su espectro, al incorporar a la que aún era una izquierda marxista, y de su espacio, al universalizar y extender el electorado a los mayores de 18 años aun si fuesen analfabetos. Sin embargo, ya en ese entonces hubo al menos un síntoma de algo diferente: los electores empezaron a pasar con suma facilidad de un partido a otro, y a hacer uso del voto preferencial, así como del voto cruzado. La búsqueda de explicaciones a la “crisis de los partidos” debe empezar por ahí. Un elemento a tomar en cuenta es que desde 1980, a diferencia de su estatus anterior, el Parlamento careció de capacidad de gasto: el candidato a parlamentario tenía menos que prometer, y como parlamentario tenía menos que dar.
Luego aparecerían, fuera de todos los partidos, los outsiders exitosos: primero Belmont y luego el mismo Fujimori. 3  La victoria de este fue lograda a costa de Mario Vargas Llosa, otrooutsider, aunque finalmente quedara comprometido con los partidos tradicionales. Paralelamente surgieron iniciativas políticas provincianas, y llegaron en magnitudes oceánicas. Unas pocas han tenido continuidad, pero están lejos de constituir algo parecido a organizaciones partidarias. Meléndez ha sido de los pocos que ha estudiado este fenómeno, y en este libro refiere hechos curiosos, como el tráfico regional que partidos nacionales hacen de sus “franquicias”.
En cuanto a la declinación de la militancia, la izquierda la experimentó a todo lo largo de los años ochenta, y fue paralela a la del movimiento sindical y de su capa de dirigentes. Hoy es una situación general, con las significativas excepciones del fujimorismo y el Movadef. En mi experiencia vivida queda la sensación de que ahí se vivió un profundo cambio de horizonte de significado. En los años setenta, la prédica combinada del Gobierno Militar y de la izquierda constituyeron un horizonte cuya figura simbólica central era el trabajador asalariado organizado, enmarcado por leyes laborales, entidades estatales, gremios y cooperativas. La vida era, de muchas maneras, un proyecto donde lo individual, si no se subordinaba a, estaba claramente enmarcado en instancias colectivas. Pero la que sería una muy prolongada recesión económica tras el intento militar, el desmantelamiento y descomposición de sus reformas, los despidos masivos en 1977, la paulatina inoperancia de la confrontación sindical en los pliegos de reclamos, la aparición de estrategias colectivas de supervivencia —destinadas ya no a la lucha sino a gestionar colectivamente pequeños recursos para paliar problemas individuales inmediatos—, la expansión del trabajo por cuenta propia, la progresiva expropiación a la izquierda por parte de Sendero Luminoso de cualquier discurso que pareciese “radical”, etcétera, tuvieron como efecto global debilitar el horizonte colectivista anterior, e irlo reemplazando parcialmente por un horizonte individualizante. Recordemos cómo “prendió” en 1987 la iniciativa de Vargas Llosa contra la finta de Alan García de estatizar la banca. 4  En ese nuevo escenario mental —al cual se sumó la prédica de Hernando de Soto sobre el trabajo informal, el discurso contra el estatismo y mucho más adelante el “emprendedurismo”— todavía continuamos. En estas condiciones pocos serán tentados por la militancia partidaria, a lo cual se agrega el debilitamiento de la dimensión ideológica de los partidos y su obsolescencia funcional. Pero ese es el punto siguiente.

Una piedra angular del orden demoliberal, como la separación de poderes, es lenta e ineficaz para lo que la valorización del capital requiere. Y existe la manera —perfectamente constitucional— de pasarla por alto. En el Poder Ejecutivo esto implica sustituir los cuadros políticos partidarios por equipos de tecnócratas.

Con la declinación funcional me refiero al desplazamiento de la negociación política por la tecnocracia. Uno de sus principales escenarios es la delegación del Parlamento al Ejecutivo de facultades legislativas. La razón fundamental es la presión del capital internacional y de los organismos multilaterales, cuyos ritmos son mucho más rápidos que los de las legislaturas, pero que además demandan criterios coherentes y unívocos —se dice “técnicos— en vez de complicadas fórmulas negociadas entre fuerzas políticas en pugna. Una piedra angular del orden demoliberal, como la separación de poderes, es lenta e ineficaz para lo que la valorización del capital requiere. Y existe la manera —perfectamente constitucional— de pasarla por alto. En el Poder Ejecutivo esto implica sustituir los cuadros políticos partidarios por equipos de tecnócratas. En esas condiciones, ¿quién necesita partidos, más allá de los momentos electorales? Un aspecto adicional es la complicación de la política y su fragmentación a raíz de la regionalización misma: la política a la que estaban acostumbrados los otrora partidos nacionales ahora tampoco tiene cómo ejercerse en las regiones.
Vistas en conjunto estas tres dimensiones arriesgo algunas posibles relaciones entre ellas. En la base estaría un nuevo desarrollo de fuerzas productivas en los centros capitalistas, facilitado por la crisis de 1973, que llevó a un radical debilitamiento del trabajo frente al capital. Con todas las mediaciones que podían refractar este proceso, lo tuvimos en el país con el drástico hundimiento del peso de las remuneraciones ante las ganancias, y luego con la llamada “flexibilización laboral”. Fue también el debilitamiento de lo sindical y lo colectivo frente a un horizonte individualizante, que incluyó el crecimiento explosivo del trabajo por cuenta propia y más tarde la ideología del “emprendedurismo”. El desapego del electorado a los partidos puede, al menos en parte, entenderse en ese contexto.
Pero junto con esto hemos tenido un conjunto de procesos diversos, encubiertos por la palabra “globalización”. Si ella tiene algún sentido, es el de referir al predominio de flujos de bienes, capitales e información que cruzan fronteras nacionales, así como a la ubicuidad de muy diversas instancias supranacionales y supraestatales: organismos oficiales, empresas, ONG, equipos de tecnócratas cosmopolitas, mercados negros y mafias de todo tipo que quiebran la jerarquía espacial que Meléndez asume: local-provincial-regional-nacional. Saskia Sassen ha puntualizado cómo instancias espacialmente nacionales se enlazan entre sí en una lógica transfronteriza, obviando la jurisdicción del Estado-nación. Un ejemplo nuestro serían las gestiones —exitosas por lo demás— de unas comunidades de Huancavelica ante un tribunal internacional, asesoradas por alguna ONG, en un conflicto entre ese gobierno regional y el de Ica. El fallo tuvo que ser acatado por el Gobierno nacional. Así, al menos algunas brechas locales podrían explicarse por nuevos lazos globales. 5  Precisemos que importantes aspectos de la nueva institucionalidad, como la participación, la licencia social o la consulta previa, también son parte de la llamada globalización. Esta es, pues, profundamente contradictoria. “La política ya no es lo que era”.
Igualados en la debilidad
 Mucho de lo que aparece ahora como fragmentación en el plano social es el resultado de… la igualdad. Ocurre que, sobre todo a nivel subdepartamental, los intereses diferentes tienen fuerzas muy parejas, hay un vacío ideológico, y tampoco forman redes de interdependencia. Como resultado, solo por excepción podrán constituirse coaliciones estables. ¿Qué pasó en un caso como el de Moquegua, donde al agregarse distintos sectores a la movilización por la distribución del canon las demandas no se dispersaron (p. 91)? No hubo fragmentación, pero tampoco se superó la brecha frente a lo político. Como dice Meléndez, para superar esa brecha horizontal había que ir más allá del problema del canon, y encarar un proyecto de desarrollo regional, lo cual escapaba al horizonte de las bases movilizadas, e incluso del gobierno regional mismo.
En otras palabras, la diversidad no obliga a caer en la fragmentación. Nada impediría, en principio, que en medio de la diversidad existiera un ente hegemónico que hiciera alianzas con algunos —aun marginando a otros— y ejecutase un plan de desarrollo o algo parecido, a la vez que propusiera algún horizonte de significado. Pero esto requiere tanto de una instancia fuerte como de algún proyecto, y hace tiempo que carecemos de ambos. En los años ochenta, Hernando de Soto ensayó sobre todo lo segundo: “siéntase empresario” era su consigna, pero no tuvo éxito con “la alianza formal-informal”. En las últimas dos décadas, todos los Gobiernos parecen esperanzados en que las cifras de crecimiento por sí solas produzcan milagros sociales y políticos. La política no solamente se ha quedado sola, sino sin brazos.
Celebro este libro como un peldaño más dentro de la trayectoria de su autor. No es una obra definitiva, sino un trabajo que le permite hacer un alto, intercambiar ideas —lo cual estamos haciendo ahora—, mirar de nuevo y, con las baterías recargadas, intentar el siguiente peldaño.

*  Sociólogo, Profesor de Sociología en la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Meléndez Guerrero, Carlos (2012). La soledad de la política. Transformaciones estructurales, intermediación  política y conflictos sociales en el Perú (2000-2012). Lima: Aerolíneas Editoriales, para su sello editorial Mitin.


  1. Por ejemplo, frente al clientelismo, el sistema político ha podido hacerse relativamente “democrático” en las últimas dé- cadas, y no debido a una mayor “cultura democrática”, sino por la multiplicación de caudillos en competencia prebendaria. Pero, de otro lado, el actual rechazo al nepotismo y su persecución indican algún proceso de cambio en ese sentido 
  2.  No cabe explicar un fenómeno —en este caso, el desprestigio de los partidos y de la política— por alguna campaña, si vemos los efectos contraproducentes de muchos aluviones propagandísticos, y cuando al mismo tiempo apelamos a la “frágil memoria” del electorado para explicar algunos de esos fracasos.
  3.   Entendemos por outsider a quien no es un “político profesional”. La línea demarcatoria es borrosa.
  4.  Téngase presente que todo esto es anterior al desplome del mundo soviético en 1989.
  5.   Véase de esta autora A Sociology of Globalization. Norton and Company, 2007. Hay versión castellana.