¿Por qué indagar en esas biografías? No es un trabajo encaminado a la desfragmentación de la realidad social. Por el contrario, explorar en el ámbito privado implica asumir la relación recíproca entre lo personal y la modernidad. Permite también visibilizar y dar voz a aquellos marginados en la historia: “Las mujeres y los pobres […] los niños y las niñas han sido inexistentes en la versión de la historia en la que fuimos formados”. En las zonas rurales latinoamericanas, los grandes relatos están vinculados a la política y economía, y sus actores principales son hombres, campesinos o hacendados, reformadores o políticos. ¿Qué ocurre con los relatos de las mujeres del campo? Para contribuir en la reconstrucción de la historia de las mujeres, es necesario rescatar la vida privada de las campesinas peruanas. Las trabajadoras de Barranco nos relatan sus trayectorias de lucha y sacrificio en los pueblos, biografías imbricadas de emotividad que articulan pequeñas historias con la ruralidad peruana del siglo XX.
La vida privada ―como objeto de investigación social― ha recobrado interés en las últimas décadas debido al carácter que adquiere durante el siglo XX. Si bien lo privado y lo público siempre han existido, se confundían al coexistir simultáneamente. El desarrollo industrial ocurrido en Europa desde inicios de 1900 separa el lugar de trabajo de la vida doméstica. Mientras la fábrica monopoliza la función económica ―antaño ejercida por el hogar―, el espacio doméstico asegura la reproducción ―social y biológica― de la población. Consolidada esta separación, la vida privada se democratiza e incorpora a obreros o explotadores agrícolas cuyas condiciones de vida a inicios de siglo impedían sustraerse a las miradas extrañas.
¿Cómo ocurre esta transformación en Latinoamérica? ¿Qué efectos tiene el desarrollo industrial y la urbanización sobre la vida personal y familiar? Estos efectos han sido plasmados, primero, por un reducido grupo de escritores durante los años cincuenta. Y recientemente, por la sociología y la historia social, al rescatar el conjunto de historias que conforman la verdadera historia. Frente a la aún incipiente información, cabe preguntarse por las características que adquiere la vida privada de los habitantes rurales durante los procesos de industrialización urbana y modernización rural. En Perú, un primer hito es la promulgación de la Ley de Reforma Agraria (1964), que transforma las relaciones socioproductivas del sector. La industrialización de Lima-Callao es un segundo hito. El desarrollo de la zona costera altera las biografías de los pobladores rurales: la vida privada se redefine a partir del proceso migratorio.
Las biografías de Virginia, Candelaria y Ana no escapan a estos hitos.Ellas nacen entre 1955 y 1961, cuando el tema de la reforma agraria es de los más mencionados. Crecen en zonas agrícolas y ganaderas de la sierra del Perú, cuando el país es predominantemente rural (52,6%) y concentra al 52,3% de su población en la región de los Andes. Virginia vive en Huancayo en una casa de adobe construida por su padre. Su madre es una mujer “altita y gordita” y de carácter fuerte: “Alguna cosita la hacías, un castigo fuerte te daba”. Cuando su madre la envía a dormir a la calle, su padre la “recoge” y la lleva a su cuarto. Ana vive en Ancash, en una casa “humilde, con pajita y la chacra, nada más”. Sus padres se “pasan peleando, discutiendo, mi mamita andaba por otro lado con la familia […] y mi papá igual con su mamita”. Ella y sus hermanos se crían prácticamente solos. Aunque “a veces no había pa’ comer”, recuerda las “vestimentas bonitas, llenos de espejos, bien adornadita” que utiliza para bailar el huaino en los viajes que realiza con su padre por pueblos de la zona. Candelaria y su familia viven en “nichos […] no hay mucha habitación allá, no es como acá [Lima] que tienen cuarto”. Cuando los padres de Candelaria se separan, la madre se hace cargo de la familia. Su padre es quien “se fue con otra mujer y nos dejó así abandonados”.
Estas familias campesinas tienen alrededor cuatro y siete hijos. Entre 1950 y 1965, la tasa global de fecundidad en Perú se mantiene constante en 6,85 hijos por mujer. La tasa bruta de natalidad, por su parte, es alta hasta los años setenta. En 1961, cuando nace Virginia, esta tasa es de 45 sobre 1000. Factores claves para comprender estas cifras son, por una parte, los bajos niveles de escolaridad. Recordemos que en 1902 solo el 21% de los niños serranos de entre 6 y 14 años recibe instrucción escolar, y en 1940, un 24%. Los abuelos y padres de las entrevistadas no acceden a educación formal, lo que podría considerarse como uno de los factores del número de hijos por hogar.
Por otra parte, hubo limitado acceso a información y servicios de planificación familiar, realidad que se extiende hasta al menos los años ochenta. Con 26 años y dos hijos, Candelaria accede por primera vez a métodos anticonceptivos: “Una amiga tuvo el consejo, me dijo tienes que cuidarte, te maltratas mucho”. Es también limitado el uso de los servicios de salud pública. Virginia recuerda que en Huancayo “hay señoras [embarazadas] que se atienden así nada más […] ni en maternidad ni en hospital”. Las mujeres son asistidas por vecinas o hermanas y “sin pastillas ni calmantes, solamente agua caliente y se acabó todo”. Esta situación sigue vigente en las entrevistadas, quienes tienen a sus hijos “en la casa, solita […] a mí no me gusta que me toquen ahí”. Algunas consecuencias derivadas de este limitado acceso son, por ejemplo, la muerte de mujeres por hemorragias o infecciones durante el parto. Virginia presencia el fallecimiento de su madre “cuando dio a luz, le dio una hemorragia y no paró la sangre”.
Los hogares campesinos, al ser simultáneamente unidad de producción y consumo, cuentan con pequeñas chacras destinadas a producir el alimento para la familia. El padre de Virginia cultiva “papas, olluco, maíz, arveja, habas, zanahoria, culantro, perejil, hierbabuena, cebollita china”. Candelaria y sus hermanos debían ayudar a “trabajar la chacra, todos cultivar, sembrar [porque] de ahí crecían las comidas”. Así, padre, madre e hijos se constituyen en mano de obra destinada a asegurar satisfacción de las necesidades del núcleo. Además de la agricultura, estaba la ganadería: las niñas cumplían con la tarea de recoger los animales que habían estado pastando durante el día. En el caso de Candelaria, su padre trabaja con vacunos y terneros en la “altura”, en la Sociedad Agraria de Interés Social (SAIS) Cahuide. Son los años de creación de empresas campesinas, como parte del programa de la reforma agraria. Además del trabajo en la chacra, las niñas ayudan en el interior del hogar. Virginia recuerda que en la sierra las casas no tenían agua. Debía realizar largas caminatas dos veces al día para ir a buscar el agua que la madre requería para hacer la comida, esa “comida sazonada […] con sabor, rico” que recuerda Ana. Ella, en cambio, ayudaba a “cocinar, lavar, hilar, mi obligación, pues”. Para realizar estas tareas, la ropa debía ser cómoda: “Las polleras, vestirse hasta abajo”, no como la ropa en Lima, “una guarda, no podía ni sentarme”.
Así, entre una y otra responsabilidad, se configura una marca identitaria entre las mujeres serranas, considerada una virtud que se aprende desde la primera infancia: “De allá de Huancayo somos las mujeres más trabajadoras, las más madrugadoras”.
Todas las tareas domésticas se complementan con los deberes escolares. En el caso de Ana, el colegio es una institución que aparece recién en la adultez: “En Lima hice un esfuerzo porque era necesario […] suena triste, vergüenza por no saber leer ni escribir”. Virginia y Candelaria, en cambio, disfrutaban ir al colegio y hacer los deberes: “No he sido chancona, pero sí me gustaba el colegio, sí, me sacaba buena nota”. Son los años de un importe incremento en el acceso de niños al colegio: más de un millón en 1950 y más de dos en 1965. Virginia cuenta que “se vivía con vela [y] con eso se estudiaba”. Recuerda también que en los recreos no había tiempo para jugar; “nos poníamos a tejer los tejidos, porque tenías que entregarlo a fines de diciembre”. Así, entre una y otra responsabilidad, se configura una marca identitaria entre las mujeres serranas, considerada una virtud que se aprende desde la primera infancia: “De allá de Huancayo somos las mujeres más trabajadoras, las más madrugadoras”.
Alrededor de los años setenta, la suerte de estas tres mujeres cambia. Virginia pierde a su madre durante un parto y un año después su padre “muere de pena”. Queda huérfana y a cargo de todos sus hermanos. Recibe el apoyo de su abuela paterna. Las vecinas ayudan dando consejos sobre las tareas de la casa y los novios. A los 12 años, deja el colegio para convertirse en “mamá y papá pa’ los hermanos”. Miles de dudas surgen: “¿De dónde voy a sacar plata pa’ las educaciones, de dónde voy a comprar las ropas […] cómo voy a clasificar las semillas?”. Por la preocupación e incertidumbre recuerda que “en un mes ni he comido, casi he vivido de agua nomás”. La suerte de Ana no es diferente. Sus padres se separan y la dejan a cargo del hogar. Por las condiciones precarias en que viven, los hermanos empiezan nuevas vidas en otros lugares: en la casa de la abuela, en Chimbote, hasta que Ana, con 16 años, va a trabajar a otro pueblo. Candelaria, con 15 años, está estudiando en Huancayo cuando su padre la visita y le cuenta de la separación de su madre. Luego que este desaparece, Candelaria deja el colegio y ayuda en el cuidado de los hermanos. Su hermana mayor le enseña a trabajar, “a todos nos empleó […] y en las casas aprender a trabajar solos […] así hemos aprendido a luchar”.
El nuevo escenario familiar no solo trunca las posibilidades de las mujeres de continuar estudiando: “Yo nomás alcancé primaria por la educación que tenía que darles a mis hermanos”. Trunca también la posibilidad de ser niños, tal como recuerda Ana: “Mi niñez ha sido como una adulta, responsable por mis hermanitos”. Si bien es cierto que las niñas participaban de las tareas domésticas y asistían al colegio, sobre ellas no recaía la responsabilidad última de la sobrevivencia familiar. La responsabilidad absoluta sobre el propio devenir provoca el fin de la niñez y el inicio de una adultez que no es bienvenida. Tanto Ana como Virginia recuerdan no haber tenido tiempo libre: “No tenía ganas [para] jugar” o “no tenía nada de descanso ni de jugar”. Para Candelaria “fue una vida bien triste, es triste contártelo”. Las responsabilidades asumidas a temprana edad le significan que “prácticamente hemos vivido como los animalitos”.
Durante algunos años, la vida transcurre en una sierra cada vez más marginada. A principios de los años ochenta, los altos niveles de productividad que alcanzan las ciudades de la costa hacen de lo rural un sector tradicional y ajeno al desarrollo del país. Las crecientes desigualdades entre zonas urbanas y rurales no permiten a las mujeres encontrar trabajo en sus ciudades de origen. Han conocido a sus parejas, han tenido a sus hijos, pero no logran mejorar sus condiciones de vida. Mientras, la migración rural-urbana reconfigura la realidad del país: entre 1961 y 1972, la migración crece en 84%, y entre 1972 y 1993 ―si bien disminuye respecto al periodo anterior― fue de 65%. Los departamentos de Ancash y Junín ―a los que pertenecen las entrevistadas― aportan con los mayores volúmenes de migrantes (10,4 y 10,1%, respectivamente).
Virginia, Ana y Candelaria viajan a Lima a trabajar en casas, “[limpiando], a los señores atendía, todos los mandados”. Es una etapa de “mucho trabajo, yo no salía de la casa porque no conocía ningún sitio, ni amistad tenía”. Se establecen en la capital y comienzan a configurar una nueva vida privada: ya no trabajan la tierra y solo hablan quechua con la gente del pueblo. Al escucharlo, sus hijos no comprenden: “Me estás insultando, qué me estás diciendo”. Los hogares tienen habitaciones y televisores. Y ellas, luego de las largas jornadas de trabajo, “me pongo a descansar, a ver películas y coso y duermo”. Así, una nueva etapa comienza, no sin sacrificio, pero ahora sí, sin chacras ni adobe.
Vida privada o el espacio público de la familia. Entre la autonomía y los deberes domésticos
Los relatos de las mujeres serranas nos permiten apreciar dos aspectos de la vida privada del Perú rural de mediados del siglo XX. Recordemos que todos los miembros de las familias de Virginia, Ana y Candelaria comparten las mismas actividades: trabajan la tierra y realizan las tareas domésticas. Están comprometidos con el mismo objetivo: asegurar la subsistencia del hogar. Y comparten la única habitación de la casa: en ella trabajan, viven y duermen. ¿Qué forma tiene entonces la vida privada en esta etapa? La primera característica es que ―como resultado de la unificación física y de propósitos― los intereses de la familia son los que guían el actuar de los miembros de la unidad y terminan por definir el ámbito de lo privado. Es decir, las particularidades y motivaciones individuales quedan supeditadas a los intereses del grupo doméstico.
en el interior de la unidad no existen posibilidades de aislarse ni de hacer usos personales del tiempo libre. Será posible solo en la etapa de migración a la capital peruana.
Una segunda característica resulta del proceso de modernización rural que experimenta Perú desde 1964. Esta genera un conjunto de cambios sociales que permiten que la vida privada de las campesinas adquiera nuevos matices. El incremento en el acceso a educación abre nuevos espacios de interacción. Niñas que en sus hogares son parte de la mano de obra, en la escuela rural participan de otras actividades y cuentan con nuevos lugares de socialización. Ante la ausencia de espacios diferenciados, el colegio representa un primer lugar de autonomía frente a las demandas familiares. Es el momento en que surgen los intereses individuales. Mientras cumplen con los deberes domésticos, nacen aspiraciones que en las generaciones anteriores ―por las precarias condiciones materiales― no parecen existir. Para Candelaria, por ejemplo, su “ilusión era estudiar, estudiar enfermería”. Para Virginia, por otro lado, fue una frustración “[no tener] para ser profesional”. Estas expectativas educacionales se constituyen como el primer paso en la configuración de nuevas formas de vida privada.
A pesar de lo anterior, y frente a la fusión indisoluble de lo laboral y lo doméstico, de lo productivo y lo habitacional, de lo colectivo y lo individual, no queda sino afirmar que la vida privada rural de los años sesenta y setenta resulta ser el espacio público del grupo doméstico. Esto implica que en el interior de la unidad no existen posibilidades de aislarse ni de hacer usos personales del tiempo libre. Será posible solo en la etapa de migración a la capital peruana, cuando las mujeres cuentan con un espacio doméstico ―con habitaciones y actividades de ocio― separado del espacio de trabajo.
* Socióloga, Universidad Complutense de Madrid.
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