El pasado febrero, Rafael Correa fue ratificado —por tercera ocasión y abrumadora mayoría— al frente del Estado ecuatoriano. Sumando más votos que el resto de los candidatos reunidos, obtuvo además un control mayoritario del parlamento, en manos de su organización Alianza Patria Altiva y Soberana (AP), lo que le permitirá avanzar su agenda de cambios político-institucionales dirigidos a superar lo que su encendida retórica ha denominado “la larga y oscura noche neoliberal”, vivida por Ecuador desde la década de 1980. Un proceso que conllevó una desinstitucionalización creciente, expresada en la disminución del gasto social y las obras públicas, el colapso de los servicios estatales, la generalización de la corrupción administrativa, la ineficiencia estatal y la severa crisis de gobernabilidad —en particular del Ejecutivo—.
Cohesionando las demandas que vociferaban las manifestaciones populares a mediados de la década pasada, su programa incluía una extensa modificación económica y política, que pretendía zanjar la inestabilidad política de más de diez años. Entre 1996 y el 2007 se sucedieron nueve gobiernos –entre ellos una dictadura y fueron derrocados tres presidentes por amplias multitudes (Bucarán, 1997; Mahuad, 2000; Gutiérrez, 2005). Dicha inseguridad, unida al sobredimensionado poder de veto del sector empresarial, conducía a constantes cambios jurídicos que enturbiaban las reglas del juego político.
La inestabilidad política que caracterizó a Ecuador desde los noventa condicionó la búsqueda de un liderazgo fuerte, quizás un antisistema o un outsider, dada las características comunes con otros países andinos. Al asumir la presidencia, Correa dio cauce a un proceso constitucional que abarcó la consulta popular para una Asamblea Constituyente, la elaboración de una nueva Constitución —sometida a referéndum— y la elección a puestos legislativos. Comenzaba el camino de la oficialmente denominada “Revolución Ciudadana”.
Sin duda alguna, los antecedentes del ciclo político del “correísmo” se remontan a la debilidad del sistema de partidos y la inestabilidad política que viviera el país, la fractura de la oposición y su incapacidad de rearticular intereses de la población. La devastación del sistema político ecuatoriano durante su etapa neoliberal dejó claros vacíos institucionales en el procesamiento político, lo cual condujo a la desconfianza en la política y la “partidocracia”.
El gobierno de la Revolución Ciudadana se ha caracterizado por ser plebiscitario —en comparación con administraciones predecesoras—. Empero, lejos de otorgarle el carácter denostador que frecuentemente se le imputa, ello significa la búsqueda de bases legítimas para realizar las transformaciones que se han ejecutado desde 2007. Una mirada evolutiva a las elecciones generales apunta no solo al incremento del respaldo al proceso que impulsa el actual gobierno ecuatoriano, sino también a la consolidación de AP en la Asamblea —con los beneficios legislativos que esto comporta.
Tabla 1: Resultados electorales: candidatos punteros del oficialismo y la oposición en elecciones generales (2006-2013)
En los comicios generales de abril de 2009, el partido oficialista alcanzó el 43,6% del total de puestos en la Asamblea, condición que no eliminó escollos para la aprobación de leyes “esenciales” para el curso de la Revolución Ciudadana. La conformación de la Asamblea de entonces no benefició la formación de coaliciones estables, a base de acuerdos programáticos —aunque AP se consolidó como partido hegemónico, sufrió el desgarramiento de varios de los grupos que inicialmente la integraron y apoyaron—. En las recientes elecciones, ganadas en una sola vuelta, AP acumula 100 curules, más de las dos terceras partes de los votos necesarios para aprobar iniciativas legales en el cuerpo colegiado, frente a los exiguos resultados de la oposición.
Si bien esta prominencia del partido en el poder acelera la aprobación de leyes pendientes (ley de comunicación, Código Penal, modificaciones a las leyes de seguridad social y la redistribución de tierras) y las de novel producción en el periodo que recién comienza, la co-legislación en dicha instancia se ve mermada. La disminución en la deliberación interna pudiera debilitar al Legislativo y al proceso “revolucionario” en sí, al tiempo que hacen aguas las alianzas con otros partidos y se agudiza la contenida fiscalización y el control al Ejecutivo.
Por otro lado, aunque se ha logrado estabilidad en la presidencia, persisten deficiencias en el diseño institucional que perpetúan la situación política irregular: insuficiencias en la producción legislativa complementaria a la Constitución, escaso accountability horizontal y contrapesos políticos, ausencia de espacios para el procesamiento adecuado de los conflictos y nombramientos provisionales —a estas alturas— de funcionarios en áreas estatales de amplia envergadura muestran la relativa (in)estabilidad del proceso político que impulsa el Gobierno. Asimismo, han disminuido los poderes de control y fiscalización del Ejecutivo por parte de la Asamblea —que han sido transferidos, en parte, al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social— y persiste el nombramiento trunco de autoridades en organismos de control y del Poder Judicial.
El Gobierno y la oposición. La cruzada mediática
La imagen del régimen se ha visto igualmente afectada por las rupturas de sectores políticos que lo apoyaron inicialmente. Movimientos indígenas, agrupaciones campesinas y sindicales, capas medias e intelectuales de la izquierda nacional han retirado su apoyo al Gobierno tras la Constituyente, y se han erigido como movimientos de oposición (grupo Ruptura de los 25´, Movimiento Popular Democrático [MPD] y la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador [Conaie]). Un factor de peso significativo para el desmembramiento de las movilizaciones sociales —que tuvieron un rol efectivo durante el ciclo de inestabilidad política entre 1996 y 2007— fue el viraje en el proyecto programático del Gobierno y del presidente una vez instalado en el poder.
Las propuestas de refundación, distribución y cultura ciudadana de la izquierda de entonces se concentraron en la plataforma programática de Alianza País —entidad política que llevó al candidato Correa al triunfo electoral—. Sin embargo, ya en el sillón presidencial se adjuntó —y ocasionalmente prefirió— la doctrina social de la Iglesia católica. La amalgama programática se extendió también al Plan de Desarrollo elaborado por la Secretaría Nacional de Planificación y Desarrollo (Senplades), plataforma asumida por Alianza País —actual organización gubernamental—, plan que también fuera modificado, luego de la Asamblea Constituyente, por el del “Buen Vivir”. Aunque las plataformas coincidieran en sustanciosos aspectos (el antiimperialismo, el nacionalismo, la redistribución de la riqueza y salario digno a los trabajadores), la permanente muda de proyectos políticos y la personalización de las propuestas llevó al (actual) despojo de la izquierda de un proyecto propio y su fraccionamiento.
La cuestión más álgida en la ley de medios propuesta por el gobierno de Correa es la definición de “ética periodística”. La necesaria constricción de la delimitación de la eticidad en las comunicaciones pudiera dejar abundantes lagunas para la arbitrariedad administrativa.
Por otro lado, el tratamiento de los medios masivos de comunicación privados ha sido objeto de impugnaciones antidemocráticas. Tanto el lenguaje “confrontacional” de Correa como los juicios a que han sido sometidos varios medios privados de la prensa nacional, canales de televisión y radios locales opuestos al Gobierno han agudizado una imagen de polarización política en el país que no se corresponde con los resultados electorales alcanzados en las recientes elecciones. Es incuestionable que el poderío económico de los grupos empresariales, propietarios de tales medios privados, alcanza el nivel de agencia política e ideológica —para algunos analistas, reemplaza incluso a los partidos—. Cuestionamientos simplistas al surgimiento de un sistema estatal de medios (como los periódicos El Telégrafo y El Ciudadano, la agencia Andes, radios y televisiones públicas) destinados a difundir información oficial del Gobierno evidencian los intereses tendenciosos de un sector de la oposición. Sin embargo, la incautación a la que se han visto sometidos no solo vulnera la libertad del ejercicio empresarial, sino que también —y esto es acaso más grave— reduce las posibilidades de información y expresión autónomas a las oficiales, y reproduce esquemas de control político de la prensa inherentes al modelo de hegemonía comunicacional implementado por varios de los países agrupados en la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA).
El alineamiento notoriamente antigubernamental de los medios de comunicación privados y su conexión con una clase política empresarial que otrora hegemonizara los destinos del país no es razón suficiente para quebrantar y debilitar libertades y derechos ciudadanos en este campo. La exclusión y mofa a la que es sometida la oposición en el discurso político oficialista limita la consolidación del proceso que aúpa el Gobierno y, en última instancia, pone en peligro su continuidad. El reforzamiento de los medios públicos, la práctica de la libertad de expresión y el abandono del escarnio entre ambos bandos sería mucho más saludable para la necesaria libertad de expresión en el desempeño democrático del régimen.
La ética periodística a la cual apunta el Gobierno en su propuesta de ley de medios —contemplada en la Constitución de 2008— debiera dejar en claro que combate la “corrupción” de cualquier opinión, noticia o información que limite el desarrollo de la democracia en el país, y no dirigirse exclusivamente contra el “golpismo” mediático de los medios privados. Justamente la cuestión más álgida en la ley de medios propuesta por el gobierno de Correa es la definición de “ética periodística”. La necesaria constricción de la delimitación de la eticidad en las comunicaciones pudiera dejar abundantes lagunas para la arbitrariedad administrativa o condicionar la producción mediática a los intereses “supremos del proceso revolucionario” —plasmado antecedente en Palabras a los intelectuales, debate entre Fidel Castro y la intelectualidad cubana ocurrido en 1961, que perpetuara la máxima “dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada”.
El conflicto indígena
Otro de los puntos críticos de los últimos años de gobernación de Correa ha sido el bloqueo en el diálogo y las negociaciones con movimientos indígenas. Pese al relieve que otorga Correa a la cultura precolombina, la cooptación de líderes indígenas, la lucha entre Pachakutik-Conaie y Alianza País por los votos de sus poblaciones y la imposición de criterios presidenciales han debilitado las relaciones entre las partes, han despojado de unidad a la representación indígena en el Legislativo y han limitado la participación a la ratificación de las decisiones oficiales y la socialización de las políticas del gobierno, lo que obstruye la deliberación y la búsqueda de consensos. La más reciente muestra de distanciamiento entre las organizaciones indígenas y el Gobierno fue la Marcha de la Resistencia Plurinacional. Por el Agua, la Vida y la Dignidad de los Pueblos, convocada en marzo de 2012 por la Conaie. El levantamiento de la Amazonía se produjo tras la insistencia del Ejecutivo de intensificar la minería extractiva en el país, pese a la oposición de sus poblaciones.
Es innegable que la inserción de los indígenas en la arena política ha alcanzado mayores espacios bajo el gobierno de Correa; sin embargo, las tirantes relaciones entre ambas partes revelan la disputa sobre las exigencias de reconocimiento a la diferencia y el aumento de la igualdad. La ausencia de una agenda indígena definida en la plataforma gubernativa aleja la posibilidad de conciliación y terminación del conflicto, y exacerba, en cambio, la polarización política. El reconocimiento del carácter pluricultural del Estado queda así en la retórica literaria de la Constitución, substraído de la realidad. Es ilustrativo en este particular lo expuesto por los analistas —como Pablo Stefanoni—, que reconocen en el Gobierno ecuatoriano una menor propensión a la promoción de políticas de participación locales y nacionales —tanto en su plano genuinamente innovador como en su potencial utilización como factor de movilización y encuadre— en comparación con sus aliados de Bolivia y Venezuela.
La fragmentación de la izquierda en el escenario político se complementa con la añeja descomposición de la oposición —que no ha alcanzado un proceso de consenso y unidad como su homóloga venezolana— y la segmentación —casi vaciamiento— de la presencia de movimientos sociales autónomos y beligerantes, del tipo de los que logran torcer la agenda del mandatario Evo Morales en Bolivia. En gran medida, esta desintegración y parcialización de la agencia política civil encuentra su condicionante y contrapartida en la fortaleza y predominio del liderazgo de Correa en las definiciones de la agenda política. A esto se suma el efecto positivo de una buena gestión de la economía y políticas públicas, algo que también contrasta con los resultados variables de Caracas y La Paz en esos mismos rubros.
Perspectivas futuras y alcance de la democratización
El momento histórico que vive el Ecuador desde 2007 se inscribe en un periodo refundacional —sin precedentes— de la izquierda en América Latina. La Revolución Ciudadana coincide coyunturalmente y es respaldada políticamente por los gobiernos del llamado Socialismo del siglo XXI.
La apabullante victoria del candidato-presidente Correa, tras seis años de mandato, no muestra desgaste político alguno de su liderazgo, sino la generación de una nueva identidad política —el correísmo— que, si bien ha logrado inscribir un giro en la praxis y discurso políticos de la nación ecuatoriana, tiene ante sí el enorme desafío de la consolidación democrática con un partido hegemónico y un liderazgo fuerte.
El programa político ganador indiscutible de las elecciones generales —el del partido oficialista AP— se ha comprometido a la profundización del “cambio” y la consolidación del proyecto “revolucionario” bajo las propuestas del “socialismo del Buen Vivir”. Las facetas que abarca esta plataforma alcanzan la inclusión y equidad social, educación, salud, seguridad, el hábitat, la movilidad y vivienda “dignos”, la cultura, el tiempo libre, la comunicación social, la ciencia, la tecnología y los saberes ancestrales como fuentes de bienestar y unidad nacional; pero también modificaciones al modelo constitucional en derechos y justicia sociales, la gobernanza descentralizada, la interculturalidad y la plurinacionalidad.
Aunque algunos de sus partidarios señalan que el presidente “trabaja en equipo”, no cabe dudas de que su fuerza y su carisma han sido los principales impulsores de la Revolución Ciudadana. La generación de cuadros políticos que —dentro del marco de la democracia representativa— ofrezcan continuidad al proceso es indispensable.
Empero, cabrían oportunas interrogantes sobre el futuro de esta identidad política: ¿correísmo es igual a revolución ciudadana?, ¿la radicalización implica —necesariamente— modificaciones constitucionales para perpetuar el liderazgo en el poder?, ¿la legitimidad que otorgan las mayorías permite el despojo de las libertades? Aunque algunos especialistas darían por saldadas de antemano estas respuestas, no sería justo dejar a los protagonistas de esta historia diferenciarse de sus paralelas o semejantes en la actual coyuntura. Saludable sería para la democracia —que acompaña formalmente al proceso “revolucionario” — tomar distancias de posiciones caudillistas que con fuerza se evidencian en la región. Los problemas derivados de sucesiones políticas de poderes caudillistas echan por la borda procesos democratizadores y reeditan etapas dictatoriales que se alejan de las aristas positivas de la globalización y la mundialización —por demás inevitables.
Aunque algunos de sus partidarios señalan que el presidente “trabaja en equipo”, no cabe dudas de que su fuerza y su carisma han sido los principales impulsores de la Revolución Ciudadana. La generación de cuadros políticos que —dentro del marco de la democracia representativa— ofrezcan continuidad al proceso es indispensable. Si bien a los cambios que se procuran se les hace urgente la promulgación de leyes, la radicalización que se propugna choca con el acallamiento de organizaciones sociales, sindicales y campesinas que han jugado un rol fundamental durante estos seis años, pero sobre todo durante la historia democrática del Ecuador. Soslayar la importancia de solidificar la autonomía y libertades concomitantes al ejercicio cívico desvirtuaría el carácter democrático del régimen y terminaría por un traslado hacia el autoritarismo.
Asimismo, la concentración de poderes, unida a la actual correlación de fuerzas en la Asamblea Nacional y a la ausencia de espacios adecuados para la concertación y la búsqueda de consensos, supone un grave peligro para la cohesión nacional y alimenta la polarización política —aunque beneficia la ejecución de las políticas proyectadas por el gobierno—. Al mismo tiempo, como se ha apuntado, desgarra la necesaria deliberación entre las diversidades ideológicas y políticas de la sociedad ecuatoriana. Así, el nuevo periodo de gobernación debería dirigirse a la generación de alianzas políticas con sectores que le han retirado su apoyo, poniendo especial énfasis en la concertación de acuerdos con los líderes y organizaciones indígenas, así como en lograr una relación menos confrontada con la oposición y la prensa dentro de los cauces democráticos.
Llamar democrático a un régimen político involucra respetar los atributos básicos de la democracia, respetar el acuerdo de institucionalización del juego democrático y buscar el perfeccionamiento autónomo de la política propia sin desvirtuar los avances históricos de los procesos democratizadores. En ese sentido, el proceso en curso en Ecuador reúne atributos ciudadanizantes (por la vía de la inclusión social, la promoción del desarrollo y, en menor medida, de la innovación democrática) con rasgos centralistas y autoritarios, que atentan contra la consolidación y expansión democráticas. Así, se trata de un campo de luchas, en el cual —pese al creciente peso político del actor oficial— la partida no está decidida de antemano.
* Psicóloga y politóloga, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede Ecuador.
** Politólogo e historiador, Universidad Veracruzana/Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
Referencias bibliográficas
Franco, Francisco (2013, 22 de febrero). “Un tranvía llamado Rafael”. En Vistazo, n.° 1092.
“La aplanadora no cambia de timonel” (2013, 19-24 de febrero). Vanguardia, pp. 18-19.
Mantilla, Sebastián y Santiago Mejía (comp.) (2012). Rafael Correa. Balance de la Revolución Ciudadana. Quito: Editorial Planeta del Ecuador S. A.
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