El lector me permitirá empezar este texto con la muy poco elegante práctica de la autocitación. En este caso tengo al menos un factor atenuante: el artículo al que quiero hacer referencia salió publicado en 2008 en esta misma revista (Surrallés 2008). En aquel artículo, titulado “Kushilia 1993” y escrito en agosto de 2008, realicé un análisis sucinto de la situación de los pueblos indígenas en la Amazonía peruana y la posición del Estado peruano al respecto. Entonces predije que, de seguir así, la situación estallaría en un proceso conflictivo muy intenso. Tal y como los sucesos acontecidos en junio de 2009 en las provincias peruanas de Bagua y Utcubamba han puesto de manifiesto, mi predicción, desgraciadamente, se cumplió.
Para los que no estén informados, a pesar de que la noticia saltó por todas las redacciones informativas del planeta, sintetizo una crónica de lo sucedido. El pasado 9 de abril de 2009 las organizaciones indígenas de la Amazonía peruana iniciaron una protesta para solicitar la derogatoria de los decretos legislativos 994, 995, 1060, 1064, 1080, 1081, 1083, 1089 y 1090, así como de la Ley de recursos hídricos, que consideraban lesivos para sus derechos, en particular para los territoriales. Estos proyectos legislativos pretendían facilitar la inversión de capitales en proyectos de extracción de recursos forestales, mineros y petrolíferos principalmente, frente a los supuestos obstáculos que supone la legislación actual, que protege en alguna medida los derechos culturales y territoriales de los pueblos indígenas. Oficialmente, se argüía también que estas iniciativas adaptarían la legislación a los acuerdos establecidos por el tratado de libre comercio firmado con los Estados Unidos. La protesta indígena podía considerarse legítima con solo tener en cuenta que el Perú, según el Convenio 169 de la OIT, del que es país signatario, debe realizar una consulta previa y de buena fe a toda resolución que afecte a los pueblos autóctonos, como la propia Defensoría del Pueblo ha reconocido. Esta protesta se sumaba además a una serie de iniciativas similares que se están dando bajo el actual periodo presidencial, con propuestas legislativas inconsultas que afectan a los pueblos indígenas y que son finalmente derogadas frente a las protestas (por ejemplo, derogatoria de los decretos 1015 y 1073 en agosto de año 2008 tras un periodo de movilizaciones).
En este caso, sin embargo, las autoridades decidieron el empleo de las fuerzas de seguridad para desalojar uno de los focos de la protesta: el bloqueo de la carretera Fernando Belaunde Terry en las inmediaciones de la ciudad de Bagua, produciendo una oleada de violencia que tuvo como efecto más de tres decenas de víctimas mortales y centenares de heridos, incluyendo a miembros del cuerpo policial y, entre la población civil, a varios líderes indígenas.
Para desgracia de todos, la previsión de lo que ha sucedido en la Amazonía peruana estaba al alcance de cualquiera con solo prestarle un mínimo interés a esta parte del país, que significa la mitad del territorio de la República.
Como consecuencia de estos graves incidentes, resultantes como mínimo de un operativo policial inadecuado, se desencadenó una serie de detenciones, así como la persecución de líderes indígenas, que obligó a Segundo Alberto Pizango, presidente de Aidesep (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana) y portavoz de los indígenas en las negociaciones con el Gobierno, a pedir asilo político a Nicaragua. Todo ello acompañado de una campaña oficial de intimidación, con acusaciones de terrorismo, de delincuencia, de barbarie y salvajismo contra los pueblos indígenas y sus representantes. Poco tiempo después, el primer ministro y la ministra del Interior presentan su dimisión. Debo añadir nada más que lo que pasó en Bagua podría haber sucedido en San Lorenzo del Marañón, en Yurimaguas o en cualquier otro lugar de la Amazonía peruana, puesto que una gran tensión reinaba como consecuencia de los paros y ocupaciones que en diferentes lugares se estaban produciendo. La comisión parlamentaria organizada para esclarecer los hechos no ha dado todavía unos resultados consensuados, de la que han desertado algunos de sus miembros, al considerar los resultados totalmente sesgados por los intereses del Gobierno. Este hecho no hace sino traducir el descontento que sigue predominando entre la población amazónica, que, sin tanta resonancia mediática como durante el gran paro amazónico, se expresa con paros, manifestaciones y ocupaciones puntuales allí donde operan las empresas petroleras y mineras, cuya actividad querían favorecer los tristemente famosos decretos legislativos. Mencionaré tres ejemplos por solo citar algunos casos en la zona del Marañón de las decenas que se suceden en la Amazonía peruana. El primero, sobre la tensa situación entre los Achuar y la empresa petrolera Talismán del Perú S.A.R.L, en el lote 64 de la provincia de Datem del Marañón. El segundo, que involucra a los Aguaruna y Huambisa contra la empresa minera Afrodita por sus trabajos en la zona fronteriza del Cenepa, en la provincia de Condorcanqui. El tercero, en el bajo Marañón, en relación con cientos de pobladores que se acercaron a los puertos de sus comunidades el 30 de diciembre de 2010 para recordar los derrames producidos en el Marañón, los que afectan severamente sus condiciones de vida.
¿Mi predicción fue el resultado de una capacidad de análisis coyuntural extraordinaria? Y si no es así, ¿se debe a una intuición visionaria para predecir el futuro? Para mi suerte o mi desdicha, no se trata ni de una cosa ni de la otra. Porque para desgracia de todos, la previsión de lo que ha sucedido en la Amazonía peruana estaba al alcance de cualquiera con solo prestarle un mínimo interés a esta parte del país, que significa la mitad del territorio de la República. No hace falta una experta inspección para desvelar las causas que explican esta situación, cuando los intereses de los grupos en conflicto son diáfanos, los medios de los que disponen evidentes y el curso de los acontecimientos dirigido por unas líneas del destino nítidas y con varios decenios de fragua a sus espaldas. Recordemos brevemente el ciclo largo de esta situación.
Crónica de una colisión anunciada
En los años setenta, el gobierno de Velasco Alvarado promueve la Ley de comunidades nativas y campesinas, gracias a la cual —incluso recientemente— se han titulado cientos de comunidades nativas y otras áreas protegidas a nombre de los pueblos indígenas. Las organizaciones indígenas, y Aidesep en particular, han promovido las campañas más importantes de inscripción y legalización de territorios comunales a través de un trabajo de cogestión con el Ministerio de Agricultura. El balance en términos estrictamente cuantitativos parece positivo. Así, el Directorio de Comunidades Nativas del Ministerio de Agricultura arroja la cifra de aproximadamente 1.500 comunidades nativas, lo que significa una extensión territorial de más de 10 millones de hectáreas tituladas. Este proceso ha tenido como resultado tipos distintos de situaciones para cada una de las poblaciones indígenas. Para la mayoría de ellas, la consecuencia ha sido conseguir espacios territoriales que abarcan partes medulares de sus territorios, y que, por lo mismo, permiten una cierta gestión territorial, aunque se encuentran con una división de la propiedad en una multiplicidad de pequeños pedazos de áreas, a modo de archipiélago. Eso sí, dando por perdidas zonas relevantes, como las áreas cercanas a zonas urbanas, bocas de río y primeras líneas de carreteras de penetración, debido al avance del frente colonial. En suma, estos territorios titulados, aunque representen un número de hectáreas considerable, no se corresponden con los territorios históricamente ocupados por los pueblos indígenas —ni en la forma, ni en la extensión, ni en la calidad—. Y lo que es más importante, la legitimidad sobre unos espacios de tierra, con un título reconocido por la administración, no asegura necesariamente el ejercicio real del derecho de tenencia (cf. Chirif y García 2007).El trabajo de titulación al amparo de la ley de comunidades nativas y campesinas realizado desde la década de 1970 ha conseguido generar un movimiento indígena además de titular comunidades. El proceso se podría resumir de la siguiente manera: las titulaciones eran precedidas por un trabajo de información que los dirigentes indígenas —al principio integrados a la dependencia del Estado creada para la titulación, el Sinamos, y después como representantes de organizaciones independientes— realizaban con los diferentes grupos indígenas, a veces con contactos muy esporádicos con la sociedad nacional. Después de la titulación, se elegía a los representantes comunales, apus, llamados también tenientes gobernadores. Con esta perspectiva integracionista que presidía la ley, se decía sin ironía que estas autoridades elegidas por la asamblea de comuneros eran la representación del Estado en la zona y las comunidades, una unidad administrativa subdistrital.
Después de la titulación, y con una intensidad desigual según las regiones, las comunidades recién formadas se asociaban a una federación a base de criterios étnicos y espaciales, en general una cuenca. Así florecieron, sobre todo en la década de 1980, las federaciones indígenas en toda la Amazonía, y así surgió la más significativa federación de federaciones, Aidesep. El trabajo de titulación fue acompañado además por toda una serie de iniciativas con miras a fomentar la integración de los pobladores indígenas a la ciudadanía, una forma de alentar el desarrollo en estas tierras abandonadas por la administración pública. Entre todas estas iniciativas, las que tuvieron quizá una mayor repercusión, especialmente en regiones de la selva norte, fueron las campañas para proveer de libretas electorales, que muy pocos indígenas poseían a principios de los años noventa. Tiempo después de estas campañas, los indígenas empezaron a ser elegidos, primero a escala distrital y después incluso a escala provincial, disponiendo actualmente de muchas alcaldías a este nivel de la administración. En todo caso, la voluntad de una integración al Estado, según la visión pragmática propia de las organizaciones indígenas surgidas de este proceso de titulación, fue evidente cuando se convirtieron en aquellos tiempos en un factor de estabilidad, un cuerpo de interposición y de promoción de la paz y la democracia en muchas de las zonas del país entonces asoladas por la violencia.
El dilema no es entre las organizaciones indígenas que están a favor o en contra de las actividades petroleras en sus territorios […] sino entre las que cederán a cambio de unas contraprestaciones o las que mantendrán una política de resistencia.
En su primera versión, la Ley de comunidades nativas y campesinas permitía el derecho inalienable a la propiedad colectiva de los grupos de indígenas. Desde entonces, la legislación internacional se ha ido desarrollando con una gruesa jurisprudencia y un buen número de tratados y declaraciones firmados por el Perú. Sin embargo, como afectada por una esquizofrenia, la legislación nacional peruana ha intentado erosionar en sucesivas ocasiones los pocos derechos territoriales que proclama la Ley de comunidades nativas. Fujimori consiguió eliminar la calidad de intangibilidad de las tierras. Alan García, en concordancia con esta voluntad de eliminar obstáculos para las grandes inversiones internacionales de empresas extractivas, ha intentado continuar en esta dirección con los famosos decretos legislativos.
En efecto, al mismo tiempo que titulaba comunidades, el Estado ha ido promoviendo una política favorable a grandes inversiones, especialmente en relación con la extracción de recursos naturales, en particular al petróleo, actividades extremadamente rentables en términos económicos para las arcas públicas, pero altamente perjudiciales para los pueblos indígenas que las acogen en sus territorios, quienes deben afrontar solos los costes de los impactos sociales en la población y la contaminación del medio ambiente que generan. Esta política en relación con la industria petrolífera es tan antigua o más que la propia Ley de comunidades. Las protestas de los pueblos indígenas contra esta industria también. Pero solo han empezado a ser conocidas por la opinión publica mucho más recientemente y de forma paulatina, al mismo tiempo que la sociedad peruana “descubría” la selva, gracias al despertar de la conciencia ecológica a nivel mundial y al desarrollo del turismo interno que permite el fin del conflicto armado de los años ochenta, facilitado por la mejora de la red vial de carreteras. Este progresivo proceso de resistencia indígena y despertar de la opinión pública se ha visto acelerado con una expansión sin precedentes en estos últimos años de la industria petrolífera, comparándola con el pasado y con lo sucedido en países vecinos. En efecto, desde 2003, en el Perú se ha promovido la inversión de este sector industrial con una política fiscal favorable y una licitación masiva de zonas de exploración. El precio del barril de petróleo en el mercado, fluctuante pero muy elevado en algunos momentos, ha animado al sector y se ha producido un nuevo boom petrolero, incrementado incluso a partir de 2005. En estos momentos hay 48 lotes activos en la Amazonía peruana con contratos con multinacionales, lo que significa en términos comparativos que el 70% de las superficies concedidas para la exploración y/o explotación petrolera en toda la cuenca amazónica se encuentra en territorio peruano. En el Perú, los 64 bloques licitados actualmente cubren el 72% de la Amazonía peruana (490.000 km2), cuando en 2005 abarcaban solo el 15% (Campodónico 2008; Finer et al. 2008).
En este contexto de agresivas políticas de inversiones para la extracción de recursos naturales como el petróleo, los títulos comunales de que disponen los pueblos indígenas no solo no sirven de mucho —recordemos que de todas maneras la propiedad del subsuelo es en Perú del Estado—, sino que incluso pueden ser contraproducentes. Por la actuación de los poderes públicos en algunos casos, parece que se quiere aprovechar el hecho de que las tierras están legalmente tituladas a nombre de comunidades indígenas para deshacerse de ciertas responsabilidades en el seguimiento de las operaciones, en la aplicación de la legalidad vigente en los procedimientos y en la debida protección a la población local afectada. A esto se le puede añadir que las comunidades indígenas, sometidas a presiones intensas y con una escasa capacidad de negociación, se encuentran a menudo frente a la política de los hechos consumados por parte de la compañía petrolera específica, incumpliendo la obligación de consulta previa estipulada por los convenios internacionales ratificados por el Perú. El dilema no es entre las organizaciones indígenas que están a favor o en contra de las actividades petroleras en sus territorios —como se asegura a veces con dudosa intención—, sino entre las que cederán a cambio de unas contraprestaciones o las que mantendrán una política de resistencia.
Dos vías
La situación resultante ante este estado de cosas es un conflicto de intereses inevitable, y veremos, de seguir así, un proceso conflictivo, largo y políticamente muy intenso, del que los incidentes de Bagua son una primera señal. Es en realidad el resultado de la colisión de dos inercias históricas de más de tres decenios de antigüedad. Por un lado, el Estado peruano acepta desdeñosamente legitimar los derechos territoriales, pero, profundamente impregnado de la idea ya lanzada por Belaunde en los años sesenta de la Amazonía como el granero del Perú, y otras propuestas de un colonialismo interno impropio de una democracia, erosiona desde los años noventa el espíritu de la Ley de comunidades con decretos e iniciativas que facilitan las inversiones de la industria extractiva.
Por otro lado, las organizaciones indígenas en Perú se crean y se desarrollan en el proceso mismo de titular las comunidades. Los indígenas encuentran en las comunidades su inscripción en la sociedad peruana, la satisfacción parcial pero real al reclamo histórico de sus derechos territoriales y una garantía de supervivencia. Para ellos las comunidades no son un bien inmueble, son ahora su condición de existencia, al menos en buena parte de la Amazonía. Debemos recordar que la Ley de comunidades nativas y campesinas no busca restituir un derecho, por así decir, preconstitucional al territorio, usurpado por unas políticas colonialistas de Estado, tal y como actualmente se decanta la jurisprudencia multilateral en esta área. En los años y condiciones políticas en que esta ley se promulgó, desde una visión estatalista de izquierdas, el objetivo era integrar las poblaciones indígenas a la sociedad peruana, junto con los obreros y campesinos, para contribuir al desarrollo de su base popular: se trataba en efecto de una ley integracionista. Los indígenas tomaron la palabra del Estado y se convencieron de que a través de las comunidades podrían acceder al estatuto de ciudadanos.
Si, como se ha demostrado en estos últimos años de desencuentro, el Estado no es en absoluto el garante de la integración de los pueblos indígenas y de su acceso a la ciudadanía, estos tienen que redirigir sus esfuerzos hacia […] instancias, […] internacionales.
Recapitulando, los incidentes de Bagua son la consecuencia de una larga historia que lleva muchos años generando una gran frustración en la población local: un polvorín social que la mala gestión gubernamental hace estallar. Las organizaciones indígenas peruanas en general, y Aidesep en particular, nacieron y se desarrollaron como una plataforma de integración de los pueblos amazónicos a la sociedad nacional peruana, y eligieron el Estado peruano como su interlocutor privilegiado para ello. Como ya he señalado, la cantidad de cargos electos promovidos por las distintas organizaciones indígenas en sus zonas de influencia, con un gran número de alcaldes distritales y provinciales, son solamente la parte emergente de este hecho.
Reuniones, documentos, directivas, convenios a miles entre los dirigentes de todo nivel con las diferentes grados de la escala ministerial y con otros organismos estatales, en Lima o en provincias, mostrarían profusamente esta idea. Los archivos del Ministerio de Agricultura, del Ministerio de Salud y del Ministerio de Educación, por citar los tres ámbitos donde esta relación ha sido más continuada, arrojarían en efecto una evidencia incontestable en este sentido. Defraudados por un Estado que no responde a las expectativas creadas en el momento que se formaron las organizaciones indígenas, ¿cuál es la política que los pueblos indígenas están abocados a seguir en los próximos años?
Dos caminos se están dibujando que cambiarán completamente la imagen actual de las organizaciones indígenas y los objetivos de sus reclamos territoriales.
El primero responde a la idea según la cual, si todo este esfuerzo de coordinación con el Estado no ha reportado más que fracasos e incluso recientemente represión abierta contra la población indígena y persecución política a sus dirigentes, no es un problema del Estado en sí mismo, sino del que lo gobierna. Por lo tanto, lo que se debe hacer es transformar la vocación inicial de las organizaciones indígenas de un instrumento de promoción social de unas minorías en un movimiento político cuyo objetivo es el acceso al poder, con las alianzas que se requiera para ello.
Esta situación, de mantenerse la actual política minera y energética de hidrocarburos, solo puede llevar a una mayor inestabilidad en la región y a aumentar la desafección hacia el estado de muchos indígenas.
El segundo camino, y sobre el que voy a extenderme más, consiste en cambiar el horizonte de sus demandas y el interlocutor de estas. Si, como se ha demostrado en estos últimos años de desencuentro, el Estado no es en absoluto el garante de la integración de los pueblos indígenas y de su acceso a la ciudadanía, estos tienen que redirigir sus esfuerzos hacia otras instancias, que no pueden ser sino internacionales. La internacionalización del reclamo de sus derechos además se encuentra amparada hoy en día por diferentes convenios, tratados y declaraciones que, como ya he notado, el Perú ha ido puntualmente ratificando. La reciente Declaración de las Naciones Unidas sobre el derecho de los pueblos indígenas, que garantiza nada menos que su libre determinación territorial como un derecho humano (Ayala 2009, García Hierro y Surrallés 2009), es un paso decisivo en este sentido. Las demandas para constituir un expediente jurídico y antropológico que pueda justificar ampararse en esta declaración para reclamar la libre determinación territorial van en este sentido. Estos expedientes van acompañados de mapas de autodelimitación territorial que marcan una área dentro de la cual, según los dirigentes, el ejercicio de la autonomía del pueblo indígena será un hecho lo quiera o no el Estado. Los títulos de comunidades nativas aparecen en estos mapas como el signo de un tiempo pasado superado por una nueva realidad. Varios pueblos indígenas han procedido a iniciar este tipo de trabajos (ver por ejemplo el mapa 1, realizado por el pueblo indígena Kandozi, donde su territorio aparece totalmente recubierto por lotes petroleros).
No sé si se trata de una quimera lejana, pero en todo caso hay que tener en cuenta que es una quimera que hoy en día tiene rango, en el sistema internacional de derecho, de derecho fundamental. Por otro lado, esta política de autodemarcación cuenta con el apoyo de las instancias distritales y provinciales, en muchos casos gobernadas por políticos indígenas favorables a este tipo de iniciativas. Porque no hay que olvidar el peso que tienen los líderes indígenas en los ámbitos distrital y provincial (que no llega a nivel departamental, como parece ser el caso para muchos movimientos políticos locales de todo el Perú). La Ordenanza municipal nº 012-2008-MPDM-A del 3 de noviembre de 2008, aprobada por el Concejo Provincial de la Municipalidad de Datem del Marañón, y publicada en el diario oficial del Estado El Peruano el 15 de abril del 2009, sería un ejemplo de ello. Esta ordenanza se basa en la Ley orgánica de municipalidades, en la Constitución Política del Perú, en el Convenio 169 de la Organización Internacional de Trabajo y en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (textos internacionales ambos suscritos por el Perú), para declarar que los gobiernos locales son competentes en materia de acondicionamiento territorial donde se determine, en aras de la promoción del desarrollo y la economía local de las zonas de uso territorial, que los administrados tienen derecho a su identidad étnica y cultural y que los pueblos indígenas deben decidir sus propias prioridades en lo que se refiere al proceso de desarrollo, porque tienen el derecho a la libre determinación, en virtud de la cual definen también su condición política. La ordenanza pasa en seguida a reconocer la existencia en la provincia de los pueblos indígenas Achuar, Awajun o Aguaruna, Cocama-Cocamilla, Chayahuita o Chawi, Shibilo, Shapra, Candoshi, Quechua, Wampis o Humabisa, y los derechos territoriales históricos que poseen, por lo cual a cada pueblo indígena le corresponde realizar su propio plan de gestión territorial dentro de los límites del espacio posesionado.
En pocas palabras
En otras palabras, nos encontramos con una situación donde el Estado central aparece en estas zonas atenazado de un lado por una jurisdicción internacional cada vez más favorable a reconocer los derechos de los pueblos indígenas de una lógica jurídica impecable, imparable y que se remonta como mínimo a la jurisprudencia desarrollada en los procesos de descolonización durante el siglo pasado; y de otro lado, por una política local muchas veces en manos de autoridades promovidas por las organizaciones indígenas (o que en todo caso deben pactar con ellas para salir elegidas), en un marco de mayor participación y organización del voto indígena en partes del país donde es mayoritario. El Gobierno central y las distintas delegaciones ministeriales presentes en estas zonas solo aparecen como los garantes de los compromisos acordados en Lima por las grandes corporaciones de extracción de recursos. Esta situación, de mantenerse la actual política minera y energética de hidrocarburos, solo puede llevar a una mayor inestabilidad en la región y a aumentar la desafección hacia el estado de muchos indígenas y otros ciudadanos damnificados por este estado de cosas, con consecuencias difíciles de prever pero nada alentadoras. A no ser que los electores tomen partido en las próximas elecciones por alguno de los candidatos a presidente que quiera revisar a fondo estas políticas.
Referencias Bibliográficas
Ayala, James (2009). “The right of indigenous peoples to self-determination in the post-declaration era”. En Claire Charters y Rodolfo Stavenhagen (ed.), Making the Declaration Work. The United Nations Declaration on the Rights of Indigenous Peoples. Copenhague: IWGIA, pp. 184-198.
Campodónico, Humberto (2008). “Amazonía y explotación petrolera”. En La República, 17/10/2008.
Chirif, Alberto y Pedro García Hierro (2007). Marcando territorio. Progresos y limitaciones de la titulación de territorios indígenas en la Amazonía. Copenhague: IWGIA.
Diez Hurtado, Alejandro (2009). “Continuidades y cambios en la construcción del territorio. Espacios regionales en el proceso de descentralización” Ms.
Finer, Matt et al. (2008). “Oil and Gas Projects in the Western Amazon: Threats to Wilderness, Biodiversity, and Indigenous Peoples”. En PLoS ONE, vol. 3, n.º 8: e2932. doi:10.1371/journal.pone.0002932.
García Hierro, Pedro y Alexandre Surrallés (2009). Antropología de un derecho. Libre determinación territorial de los pueblos indígenas como derecho humano. Copenhague: IWGIA.
Surrallés, Alexandre (2008). “Kushilia 1993”. En Revista Argumentos, Año 2 N°4, Noviembre 2008.
Surrallés, Alexandre (2009). “Entre derecho y realidad: antropología de los territorios indígenas amazónicos en un futuro próximo”. En Boletín del Instituto Francés de Estudios Andinos, vol. 38, n.º 1: 29-45.
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