Las regresiones en la memoria de la violencia, como bien las ha llamado Félix Reátegui , confrontan a los investigadores sociales con la renovada tarea de volcarse sobre los vínculos que como sociedad sostenemos con el pasado violento de nuestra historia reciente. Para esta tarea, una escucha empática y comprometida con la verdad es una habilidad fundamental que pocos han desarrollado con tanto arte como Kimberly Theidon y Edith Del Pino, a quienes tuvimos la oportunidad de entrevistar a principios de noviembre del año pasado. Ambas investigadoras llevan varios años trabajando sobre las secuelas del conflicto armado interno en Ayacucho, Huancavelica y el VRAE. El eje conductor de nuestra conversación fue la reflexión a partir de sus experiencias sobre los desafíos que debieron enfrentar al estudiar las memorias del conflicto en nuestro país, los cuales continúan vigentes al día de hoy.
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Vera: ¿Qué significaba hacer trabajo de campo en las comunidades altoandinas de Ayacucho durante la década de 1990? ¿Qué obstáculos encontraron en las comunidades para trabajar las diversas memorias del conflicto armado?
Kimberly: Mira, yo soy muy alta, soy blanca, flaca, tengo ojos verdes, entonces, cuando llegué a la comunidad el terror que inspiré fue la cosa más difícil para mí. El terror fue lo más difícil. Yo vengo de una sociedad donde no soy la figura del temor, en los Estados Unidos la figura del temor es el hombre joven y negro; cuando yo ando en mi sociedad no voy asustando a nadie. Llegar a la comunidad fue una experiencia muy dura, los niños gritaban; había llegado el ñacac. Pensaban que era la terruca que había llegado para planear el ataque final al pueblo de Carhuahurán. Esta fue mi experiencia, siempre que hablo de este periodo lo veo como el diario de Bronislaw Malinowski, en el que escribía todos sus pensamientos personales, que no estaban incluidos en sus publicaciones; bueno, tuve mis momentos así. Pensaba: “¿Por qué estoy acá?, soy la peor antropóloga en todo el mundo, cómo pensaba yo que podía tener este trabajo, voy a tener que devolver toda la plata a la fundación”. Esta es una situación en la que tu propio cuerpo, tu apariencia, que no puedes cambiar, es la limitación. Ese es el punto número uno.
Otro punto fue también la soledad. En esa época también había muchas incursiones senderistas en los alrededores de Carhuahurán. Yo me preguntaba, qué voy a hacer si nos atacan, y justo a mí me habían instalado al costadito de la radio. Yo era una figura liminal en todo sentido. No era realmente mujer, no era realmente hombre, y los pobladores no sabían qué hacer. También sentía que daba algo de pena. Me miraban y decían: “Pobrecita, tú también sabes que estás acá solita”. Por mi sentían temor y pena. También, creo que, como muchas personas, llegábamos por nuestras becas, teníamos nueve meses, teníamos nuestras preguntas de investigación y queríamos cumplir. Tenía mi plan de trabajo, y, por otro lado, tenía la realidad de que no tenía nada que ver. Se sentía la urgencia, el “tengo que cumplir”.
Al principio, todos inventaron nombres, yo intentaba ser amable diciendo: “Hola, soy Kimberly, he venido para esto…”, y cuando buscaba de nuevo a las personas con las que había conversado me encontraba con que no existían. Al comienzo, esto lo tomé como un fracaso en mi vida, luego me di cuenta de que era información muy válida, porque ¿qué significaba en esa época dar tu nombre? Ya había desaparecido gente. Yo pensaba que era la cosa más inocente que uno podía preguntar. Y no lo era. De ahí pensamos en cuáles eran las preguntas neutrales. Por supuesto que el nombre no lo era. Otra afirmación que yo pensaba que era inocente era decir: “Estoy acá para estudiar la historia”. Lo primero que me preguntaban era: “¿Historia de qué? ¿Para qué? Si tú quieres la historia la tenemos aquí está [escrita]”. Algún historiador local había escrito ya la historia. Los historiadores locales escriben la historia, y muchas veces buscan con eso limpiar su pasado, pero, de todas formas, esa era la historia, y todos sabían muy bien el guion, que, por supuesto, cambia con el tiempo.
Por otro lado, también hay que pensar que cuando llegamos a un lugar vamos a buscar a una persona que nos quiera abrir las puertas, como quien me abrió las puertas a mí. Considero interesante pensar por qué esa persona quería ayudarme tanto. Entonces, me fui dando cuenta de que ese mismo señor que me dijo “pueden venir a vivir a nuestra casa” fue quien escribió la historia de la comunidad, era una autoridad, y mientras yo estaba en su casa nadie me iba decir nada que no estuviera en el guion. Entonces, fue una manera de controlar totalmente a la gente con la que podía hablar. Además, yo venía con mis preguntas de trauma y memoria. Realmente, ¿quién iba a querer hablar conmigo? Pero un día estábamos en una fiesta muy grande con Efraín —un asistente totalmente chévere—, estábamos cocinando con las mujeres, y me decían: “Pobrecita, solita, todos queremos venir a conversar, pero tú solamente quieres hablar de la violencia”, y al ver mis preguntas me di cuenta de que era cierto; estaba preocupada por el sufrimiento, la violencia y el trauma. Hay espacios, por supuesto, en los que la gente quiere hablar sobre eso, pero la vida va, la gente no se pasa todo el día sufriendo. No es así, yo estaba tan enfocada en el sufrimiento, que hay en abundancia, pero también hay resiliencia.
¿Y tú, Edith? Siendo ayacuchana, cómo ha sido. Por ejemplo, fue muy interesante la experiencia de la CVR. Algunos de los que recogían testimonios leían y los relacionaban con la historia que le había sucedido a sus familiares.
Edith: Nosotros empezamos a trabajar para Entre Prójimos durante la CVR. Estábamos dentro de la oficina del CVR, pero cuando íbamos a campo nos quedábamos buen tiempo, mínimo un mes viviendo con la comunidad. Como nos quedábamos, y los chicos de la CVR entraban y salían, éramos solo nosotros, nunca nos veían con los de la CVR. Nosotros siempre teníamos la mochila puesta, y caminábamos y hacíamos todo con las mochilas puestas. Éramos tres personas, y siempre nos decían: “Han venido así como ustedes los tucos, los senderistas, ¿qué es lo que quieren aquí?”. Una vez nos llevaron a una comunidad en el cerro y nos dijeron “vamos a pasear”, y de pronto nos abandonaron. Fue difícil para nosotros al inicio, teníamos temor igual… escuchar tantos testimonios… en algún momento dijimos “ya no puedo más”, era muy fuerte, sobre todo en esos momentos, que eran los momentos en los que la gente recién empezaba hablar.
Kimberly: Es muy interesante lo que nos está diciendo Edith; podríamos pensar que una ayacuchana va entrar en confianza más fácil, pero no. Con el tiempo ya hemos visto que cuando viene alguien de fuera, sea de Ayacucho o de fuera de la ciudad, igual no pertenece a la comunidad. Cuando bajó la desconfianza nos ayudó, después de todo nosotras no éramos parte de este conflicto.
Edith: De ahí como que ya saben quién eres, estás ahí metido jugando constantemente con los niños, hablando con los demás, ayudándolos en la cocina. Ahí empiezan a decirte: “Señorita, venga a conversar conmigo”, o “quiero que vengas a cenar conmigo”, o “ven a desayunar a mi casa”. Eso se logra con el tiempo y, sobre todo, no preguntando nada. No puedes preguntar. Si entras a una comunidad preguntando cómo y qué fue lo que pasó solo te van a cerrar la puerta. Nos ha pasado también que, teniendo una relación construida con la comunidad, llega una institución que le prohíbe a la gente hablar con nosotros; ese ya es otro tipo de dificultad.
Es complicado para una comunidad recordar, pues tienen que recordar también todos los rencores. Todo lo que ha sucedido sucedió entre nosotros.
Kimberly: Estoy pensando, también, en cuáles eran los conflictos en relación con los recursos. Y encuentro que hubo una discusión por delimitar quién iba ser víctima. Porque, por un lado, tenían que tener una base poblacional para reclamar frente al Estado —la comunidad era quien se haría cargo de ello— y, por otro, tenían que lidiar con los rencores.
Edith: Yo estuve en una reunión en la que los pobladores de una localidad iban a elegir a qué comunidad pertenecían. Ahí definían como siete comunidades a quién pertenecían. Algunos tiraban por la comunidad en la que había más leña. Venían algunas autoridades y decían: “Tienen que estar con nosotros, porque recuerden que durante el conflicto nosotros los hemos ayudado, los hemos acogido, y ustedes han estado bien aquí; entonces, ahora que quieren elegir, hablen cuáles son sus intereses”. Además, había personas a las que no las dejaron participar de la decisión, por ejemplo, no querían que una señora asista a la asamblea porque decían que ella era una reclamona, y que iba a decir cosas que no están permitidas, la trataban como loca.
Kimberly: En este proceso es interesante la forma de recordar. Es complicado para una comunidad recordar, pues tienen que recordar también todos los rencores. Todo lo que ha sucedido sucedió entre nosotros.
Sebastián: ¿Cómo se relatan las historias sobre el conflicto en las comunidades que han conocido?
Kimberly: En general, hay que resaltar que cada pueblo tiene una manera en la que puede hablar del pasado y de contabilizar a algunos muertos y quizás a otros no. Un tema en particular que es fascinante es el de la generación. Recuerdo que en Carhuahurán siempre había a nuestro alrededor muchos niños. Te estoy hablando de los noventa, cuando se dieron cuenta de que no era un ñacac. Lo que saben los niños es fascinante, porque escuchan todo, todo el tiempo, y saben buena parte de la historia de su comunidad. Entonces, en un momento la autoridad comunal de aquella fecha, al ver que varios niños nos visitaban frecuentemente, nos advirtió que estos hablaban tonterías o se inventaban cosas. Sin embargo, luego advirtió también a los padres que debían decirles a sus hijos que no nos hablaran. Como reza el dicho: “Los niños y los borrachos dicen la verdad”. Pero aunque no sepan toda la verdad, muy a menudo tienen otra versión de los hechos, por ejemplo, un niño te puede decir: “Ah, sí, cuando entraron aquí mataron a toda la gente y violaron…”, hasta que su mamá súbitamente les ordena callarse. ¡Son niños!
La impunidad y la injusticia sí tienen un vínculo con el malestar psicológico; ello porque en la ideología y en las teorías que maneja la gente este mal de rabia está relacionado con lo que pasó y con el hecho de que hasta la fecha no hay nada de justicia.
Otro tema fascinante, y que lamentablemente no tuvimos tiempo para tocar en la conferencia de ayer , es el asunto de las locas. Lo interesante en este punto es lo referido a la rabia, que en su raíz latina significa “locura”, “cólera”; mientras que en sánscrito comparte la raíz con violencia. En la actualidad las mujeres se quejan ampliamente del mal de rabia. Al principio no sabíamos qué hacer con este dato. Si pensamos en la antropología de las emociones, hay algunas emociones que están más asociadas con hombres y otras con mujeres. Los hombres tradicionalmente tienen más derecho a sentir rabia y cólera, y a expresarla. Las mujeres hablan mucho de tragarse la rabia y describen de una manera muy interesante esta emoción. Entonces, actualmente estamos elaborando como categorías estas emociones que componen un idioma moral local. Porque si yo tengo rabia es porque alguien me ha hecho algo, es otro registro para hablar de los que atacaron. Entonces el mal de rabia está sumamente asociado con la violencia política y lo que ha pasado, así como con la falta de justicia. En psicología se ha tratado de establecer un vínculo entre justicia y bienestar psicológico, pero es muy difícil demostrarlo. Yo creo que es más fácil mostrar lo inverso: la impunidad y la injusticia sí tienen un vínculo con el malestar psicológico; ello porque en la ideología y en las teorías que maneja la gente este mal de rabia está relacionado con lo que pasó y con el hecho de que hasta la fecha no hay nada de justicia. Entonces, el mal de rabia es una categoría que estamos elaborando ahora. Por otra parte, el manejo de las emociones de envidia y odio, tan volátiles y peligrosas, ha sido central en la reconstrucción de las relaciones sociales posconflicto.
Edith: Estas emociones se pueden canalizar en las fiestas, en las limpiezas y en los rituales que realizan los curanderos.
Kimberly: Además de canalizarse en las iglesias evangélicas. Pero también el control de estas emociones se expresa en las formas de hablar, es decir, en cómo son expresadas o reprimidas verbalmente. Es en esa línea que, por ejemplo, Catherine Allen ha escrito sobre la cortesía exagerada en la vida cotidiana de las comunidades andinas.
Edith: Cuando las personas de estas comunidades se encuentran la cortesía manda. Luego algunos te pueden contar cuántas ganas tienen de venganza.
Kimberly: Sí, hay que pensar en los patrones de sociabilidad después de la violencia. Una cosa es que yo pueda ir a otra comunidad y no tenga que ver a la persona que me ha dañado. Otra es que yo tenga que vivir a su lado, esa es otra forma de sociabilidad, la que se da entre víctimas y perpetradores, y que es tan importante captar. Esto me hace recordar el testimonio de una mujer en Accomarca, que nos contó su sueño de venganza. Ella sabía muy bien quién era el responsable de la muerte de sus familiares, y le pidió a sus primos que fueran a matarlo. Pero los primos no pudieron; cuando llevaron al responsable detrás de la base militar este comenzó a suplicar, a dar explicaciones del tipo: ‘”No fui yo solo, me obligaron en grupo”, y a pedir desesperadamente disculpas. Los familiares no lograron matarlo, y volvieron para explicarle a su prima, pero esta los insultó llamándoles inútiles y cobardes. Esto hace pensar en toda la complejidad de las formas de expresar o ejercer violencia de manera indirecta. Otro ejemplo sería la hechicería.
Edith: Por ejemplo, nos topamos con la figura del brujo que te puede matar. Nosotros conversamos con un brujo de ese tipo. Fue en una comunidad en que frecuentemente nos advertían sobre un brujo que podía escucharnos, un brujo que cambiaba de piel pero nunca estaba en ningún lugar. Nos amenazaron, y nosotros lo fuimos a buscar.
Kimberly: Es interesante que se diga que no hay hechicería, cuando hay muchísima. Alguna vez yo pregunté como una boba si había hechicería, y me respondieron que no; esto sucedió en el pórtico de una casa donde colgaban de las tejas plantas con cualidades protectoras. Hay un libro al respecto que me encanta: Palabras mortales: brujería en los bocage, de Jeanne Favret-Saada. Ella es una antropóloga francesa que decide ir a investigar en un pueblito al sur de Francia hacia la década de 1980, porque era adonde se solía ir a investigar sobre hechicería. Los antropólogos sabían que los campesinos hacían hechicería, y los campesinos sabían que los antropólogos les preguntarían sobre hechicería. Inicialmente ella se decepcionó porque no podía encontrar un acto concreto y aislado de hechicería, pero con el paso del tiempo se dio cuenta de que en hechicería las palabras son el acto. Esto significaba que preguntar sobre hechicería era ya estar dentro de un acto de hechicería; no se podía preguntar sobre hechicería desde fuera de ella. Eso aplica también para la violencia. En los años que comenzamos a investigar, preguntar sobre la violencia despertaba suspicacias en la población porque significaba estar de alguna manera dentro de la violencia, entonces te decían: “¿Tú para qué quieres saber?”.
Edith: También hay palabras del lenguaje del investigador de las que los pobladores se apropian para poder negociar el trauma. Por ejemplo, jamás se hablaba de trauma; ahora es común oír hablar en las comunidades afectadas a personas que dicen estar traumadas. Lo mismo ocurre cuando las personas dicen que son víctimas o cuando exigen salud mental.
* Vera Lucía Ríos es Antropóloga de la Pontificia Universidad Católica del Perú y Sebastián Muñoz-Najar es Sociólogo de la PUCP, ambos miembros del Grupo Memoria del IEP.
Este artículo debe citarse de la siguiente manera:
Muchas gracias por este acercamiento a la memoria y los sentimientos tan delicados.