“Ser puesto ante la barbarie no es un antídoto contra ella”.
Philip Gurevich, en Todorov 2002: 194
La recolección de más de 350,000 firmas para la —fallida— inscripción de Movadef como partido político condujo a un importante sector de la prensa a condenar al eslabón más bajo de la cadena de transmisión de la memoria del conflicto armado: los jóvenes. La imagen que de estos se ha difundido es la de sujetos manipulables y desinformados, carentes de la conexión inmediata a la verdad del conflicto armado que proviene del haber estado ahí, aquel contacto con el horror de la violencia que legitima a la generación que vivió el conflicto en la adultez para hablar con autoridad de aquel proceso y para condenar a cualquier otra interpretación como perturbación debida al olvido.
Frente a la idea de la pasiva ignorancia de la juventud, es necesario advertir que, en el proceso de transmisión de la memoria, las generaciones posteriores a un evento traumático buscan apropiarse de los recuerdos familiares y comunales.
Esta premisa, que ha resonado tanto en las últimas semanas, no es necesariamente la más correcta. Frente a la idea de la pasiva ignorancia de la juventud, es necesario advertir que, en el proceso de transmisión de la memoria, las generaciones posteriores a un evento traumático buscan apropiarse de los recuerdos familiares y comunales a través de sentidos comunes, discursos públicos y figuras populares. La confluencia de estas fuentes de sentido sobre el pasado participa de la construcción de ciudadanía de los jóvenes. Así pues, el vínculo con el pasado es un acto creativo que permite al joven situarse moral y políticamente en el presente. Las preguntas entonces serían: ¿a qué fuentes tienen acceso los jóvenes para dar sentido y significar el pasado? y ¿cómo utilizan estas fuentes para integrarse a una cultura política particular?
Tal línea de cuestionamiento nos conduce necesariamente a pensar en el papel de la educación para la formación ciudadana; y, en lo que respecta al conflicto armado interno, ello implica volver sobre las recomendaciones de reforma de la CVR en educación para la promoción de valores democráticos. Estas postulaban avanzar hacia un sistema educativo de formación integral, adaptado a la diversidad etnolingüística, cultural y geográfica del país; un sistema basado en el respeto a la condición humana, que desarraigue toda práctica violenta y, en cambio, fomente la participación y la democratización. Además, las reformas en este ámbito atenderían con particular énfasis a las características y necesidades de la escuela rural, en especial en las zonas más afectadas por la violencia.
La reflexión sobre el conflicto, sus causas y consecuencias sería un insumo central para dicha formación en el respeto de los derechos humanos y la diversidad. Recientemente, esta perspectiva ha cobrado polémica actualidad debido a las declaraciones de la ministra de Educación sobre la incorporación de contenidos referidos al conflicto armado en los textos escolares para 2013. Sin embargo, para comprender las implicancias de dicha decisión, es necesario situarla en relación con las características generales de la formación ciudadana en la escuela peruana. Lo que caracteriza a esta es un enfoque fundamentalmente normativo, desvinculado de las realidades regionales, y carente de un correlato en la distribución de recursos descentralizada. Lo que se reproduce en la formación ciudadana es, entonces, una notable desconfianza entre los gestores educativos nacionales y los regionales, entre los gestores y los docentes, y entre los docentes y el alumnado. Es así que se producen “grietas” a través de las cuales se cuelan en la formación ciudadana concepciones patriarcales, con las cuales los docentes se sienten más familiarizados y mejor equipados. Las concepciones patriarcales se articulan en torno a la noción del deber, y refuerzan la verticalidad de la autoridad y la disciplina. En la escuela, estas concepciones sostienen una tensa coexistencia —al menos discursiva— con la horizontalidad del diálogo.
A través de aquellas grietas en la formación ciudadana es que también se cuelan sentidos comunes sobre la historia reciente del conflicto armado interno. En una reciente investigación de Feliciano Carbajal y Maritza Huamán con alumnos de 4º y 5º de secundaria del I. E. Mariscal Cáceres, en la ciudad de Ayacucho, se obtuvieron algunos resultados sobre los vínculos con el pasado y la cultura política de aquellos jóvenes. Estos resultados están sujetos a alcanzar cierta generalización más allá de la situación particular del colegio si reconocemos a la institución educativa como uno de los ámbitos fundamentales de reproducción de la cultura política de una sociedad.
Lo primero que vale la pena destacar es la sorpresa de los investigadores ante la destreza con que los jóvenes manejaban el tema del conflicto armado. Destaca en los tres talleres la agencia activa de los jóvenes en significar ese pasado, al mostrar curiosidad, motivados a discutir y compartir impresiones. Una fuente central de información son las conversaciones con parientes, en las que reconocían una vinculación entre el conflicto y sus propias historias familiares, intercaladas con el uso de fuentes como las noticias y el informe final de la CVR para referirse a fechas, eventos y personajes:
Lucero: “Cuando vemos esas imágenes (observadas en el Museo de Anfasep) ya nos parecen algo familiares, porque miramos esas fotos, y es como si ya las hubiéramos visto, como si ya las conociéramos, creo que nos pasa eso porque nuestros padres nos contaron esas cosas […]”.
El segundo aspecto interesante de dicha investigación fue que, ante la pregunta “¿qué es lo que ha pasado en la historia reciente de Ayacucho?”, los participantes produjeron una larga lista de eventos, entre ellos desastres climáticos, casos de corrupción dentro y fuera de la escuela, celebraciones y episodios del conflicto armado. Detrás de cada evento negativo evocado aparecía la figura del Estado represivo como eje organizador de las interpretaciones sobre la historia reciente. En particular, la complejidad del conflicto armado interno —reconocida al discutir las distintas experiencias y narraciones de este— tendía a agotarse en la figura del Estado: causante de la pobreza catalizadora del conflicto, principal agente de la represión violenta, artífice del presente olvido. Un Estado ambivalente de quien se espera —y a quien se exigen— soluciones, pero cuyo involucramiento despierta desconfianza.
Resulta patente entonces que cohabita en aquellos jóvenes participantes un vivo interés por comprender el pasado, y situarse frente a él como ciudadanos, con una cultura política reactiva que valora la confrontación en la visión de la historia y en el quehacer ciudadano, que ve a la pobreza como inamovible al paso del tiempo y al Estado como gestor del olvido, siempre dispuesto a reprimir las voces disonantes. Estas concepciones atraviesan las fisuras del sistema educativo, pero también del político, en el que se constata que la confrontación perenne con el Estado es la única forma de alcanzar el reconocimiento de la ciudadanía.
Mireya: “[…] las autoridades no quieren hacernos ver la realidad con tal que nosotros, como una generación nueva con nuevas ideas, no lleguemos a rebelarnos contra ellos”.
Se trata, pues, de imágenes que el joven puede tomar de los medios, la escuela, la familia o la comunidad, para actualizar su vínculo con el pasado a partir de su experiencia de una continuidad: la pobreza, el abandono y los permanentes abusos del Estado en la historia del Perú.
Anaís: “Verdad en el presente es la pobreza que ha sido en el pasado y presente, la pobreza que es muy difícil de eliminar en nuestro país […]”.
Andrea: “Me parece importante Edith Lagos porque tal vez fue la única mujer que sacó la cara por la pobreza de Ayacucho […]”.
Una vez que hemos comprendido esta situación, resulta posible comprender el apoyo otorgado por algunos sectores jóvenes a Movadef. Cuando sus líderes denuncian que el “terrorismo” es una categoría inventada por las autoridades para criminalizar la protesta, esto hace eco de la imagen del Estado anidada en el sentido del pasado que muchos jóvenes han construido, aquel Estado que en el presente busca ahogar una historia de abusos.
¿Qué alternativa interpretativa tienen los jóvenes? Pues la memoria salvadora, aquella que
[…] anuncia por un lado que el Perú es un país pacificado y con futuro, pero como si el régimen estuviera inseguro de poder conquistar limpiamente ese futuro, nos advierte al mismo tiempo que la violencia política continua o que su reinicio es una amenaza siempre inminente. Otra forma de decirnos que sigue siendo indispensable.
Trabajar las memorias del conflicto armado debe buscar resarcir esa historia y otorgar a la escuela un rol reparador: hacer del aula un espacio reflexivo, tanto de elaboración y transmisión de esa memoria histórica como de promover valores para la convivencia colectiva.
Esta es, pues, la memoria que el régimen de Fujimori impuso. En esta, el rol heroico de las fuerzas del orden es incuestionable, bajo riesgo de ser acusado por traición. En buena parte de las recientes condenas mediáticas a Movadef, el “haber estado ahí” colabora con dicha memoria. De esta manera, tanto la memoria salvadora como la memoria apologista de Movadef comparten —en tanto alternativas para los jóvenes— la polarización, el miedo, la desconfianza y el silencio opresivo. Finalmente, los dos extremos convergen en la idea de la amnistía general. ¿Ha sido la juventud ingenuamente engañada? No, pero, en cambio, la voluntad política que ejercen para vincularse al pasado ha sido constreñida, relegada y condenada. Espacios fundamentales para alimentar la construcción de vínculos democráticos y críticos con la historia reciente, como la escuela, se resquebrajan. Y en este resquebrajamiento influyen condiciones materiales y organizativas: el abandono del docente y de las escuelas, particularmente en zonas rurales, y un proceso de descentralización de las funciones desordenado.
Por último, incorporar las memorias de los estudiantes y las familias en la reflexión del pasado de la violencia es una forma de producción de conocimiento distinta a la tradicional, que debería promoverse en la escuela y el hogar. Se trata de reconocer la capacidad de los jóvenes de crear un sentido propio del pasado, y de cultivar empatía en la alteridad. Esto pasa por reconocerlos como ciudadanos plenos y capaces de crear alternativas a las brechas que configuran a nuestra cultura política. Pero también el trabajar las memorias del conflicto armado debe buscar resarcir esa historia y otorgar a la escuela un rol reparador: hacer del aula un espacio reflexivo, tanto de elaboración y transmisión de esa memoria histórica como de promover valores para la convivencia colectiva que contribuya hacia con cultura política pro derechos humanos. Sin idealismos, es necesario promover en los jóvenes el diálogo y la cultura democrática, y reconocer el papel que juegan en las batallas de la memoria como sujetos responsables de sus vínculos con la historia reciente y de sus compromisos con el futuro.
* Ph. D. en Historia por la University of Wisconsin, Madison.
** Bachiller en Sociología de la PUCP, miembro del Seminario de Estudios sobre Memoria, Instituto de Estudios Peruanos.
Referencias bibliográficas
Hirsch, M. (2008). “The Generation of Postmemory”. En Poetics Today, vol. 29, n. 1
Barrantes, R, Luna, D. y Peña, J. (2009). “De las políticas a las aulas. Concepciones y prácticas de formación en ciudadanía en Huamanga y Abancay”. En Formación en ciudadanía en la escuela peruana. Avances conceptuales y limitaciones en la práctica de aula. Lima: Idehpucp, pp. 19-97.
Ethridge, M. y Handelman, H. (2010). “Politics in a Changing World: A Comparative Introduction to Political Science”. Wadsworth: Cengage Learning.
Degregori, C. (2001). La década de la antipolítica. Auge y huida de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Lima: IEP.
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