El progreso económico siempre es motivo de celebración. Más es mejor, hasta estar satisfechos, no hay forma de argumentar contra ello. Pero detrás de las llamadas “enfermedades del crecimiento” –que los beneficios de la bonanza no lleguen a todos a la velocidad deseada o que el tránsito al progreso material genere fricciones objetivas y subjetivas “en el corto plazo”– se encuentran realidades más complejas que el invicto optimismo económico nacional persiste en ocultar: ¿es sostenible esta forma de crecer? ¿Es la única? ¿No existen mejores? ¿Por qué el continuo malestar micro a pesar de la bonanza macro?
Compitamos con Chile
El mito es que del populismo dimos el salto al liberalismo. Es de sentido común referirse en términos positivos a la versión siglo XXI del presidente García, el gran líder político que habría aprendido las lecciones de la historia de terror económico de la que fuese actor principal. El populismo es cosa del pasado, se dice, y hoy tiene el país en el mando a un estadista responsable. El Perú disfrutaría por ello de los buenos resultados económicos de una administración seria y tecnocrática: 9.84% de crecimiento en el 2008, ni el más optimista. No se llegó a los dos dígitos por la crisis mundial, observó el mandatario al presentar las elocuentes cifras.
Junto a los números de hoy, el cataclismo nacional de hace dos décadas es fundamental para entender la euforia económica de las elites del Perú de García. Con expectativas tan bajas y miedos tan altos –los últimos solo superados por la emergencia del outsider nacionalista Ollanta Humala en las últimas elecciones– encontrar un régimen que respeta los principios básicos de estabilidad macroeconómica y el ambiente proinversión de políticas es inequívocamente superlativo para los inversionistas.
Junto a los números de hoy, el cataclismo nacional de hace dos décadas es fundamental para entender la euforia económica de las elites del Perú de García. Con expectativas tan bajas y miedos tan altos –los últimos solo superados por la emergencia del outsider nacionalista Ollanta Humala en las últimas elecciones– encontrar un régimen que respeta los principios básicos de estabilidad macroeconómica y el ambiente proinversión de políticas es inequívocamente superlativo para los inversionistas. Más aun, el presidente García ha tenido una activa labor de cortejo a la dirigencia empresarial y a lo más conservador de la derecha política, en busca de recuperar la confianza perdida. Desde su inicio, connotados líderes de gremios han participado del gobierno, sobresaliendo personalidades en el directorio del Banco Central y en la reconstrucción del terremoto del sur.
Las cifras macroeconómicas y la complacencia de los analistas de mercados hablan entonces, de un cambio de rumbo profundo. Perú se mira en el espejo de su vecino del sur y el presidente demanda: “compitamos sanamente con Chile”. Perú y Chile tienen importantes paralelos en sus procesos históricos de heterodoxia y pánico económico (Allende y García-1), seguidos por el liberalismo económico y el autoritarismo político (Pinochet y Fujimori), y proyectos de ‘terceras-vías’ democráticas (Concertación y Toledo/García-2). Pero las diferencias entre los procesos nacionales son más notorias que lo que una mirada comparativa superficial de economía y política nos haría suponer.
Chile goza de un Estado e instituciones políticas que contrastan con la anomia estructural que sufre Perú. Esas diferencias de capacidades y formas de organización de Estado y sociedad no son producto del neoliberalismo temprano en el Pacifico Sur. La economía de Milton Friedman recomendaba reducir al mínimo indispensable el activismo estatal; la herencia institucional chilena, sin embargo, enmarcó el espíritu reformista de los “Chicago-boys” en los años setenta y ochenta. Ya hubiesen querido las personalidades del centro progresista de la transición de Paniagua haber heredado el tipo de “estado neoliberal” que recibió la Concertación chilena en 1990. Con la vuelta a la democracia, Chile recuperó las viejas tradiciones políticas junto a nuevos liderazgos tecnocráticos en la construcción de un nuevo ‘Consenso de Santiago’ (estabilidad macro, tipo de cambio competitivo, libre comercio y nuevo estado de bienestar), un proceso que ha sufrido sin duda de grandes desgastes. Los cambios ocurren dentro de la continuidad de un aparato público competente, preocupado por la gran política.
El estado peruano fue siempre más pequeño y menos “técnico”, uno de los grandes temas de la obra de Jorge Basadre. Cuando los vientos de la Alianza para el Progreso llegaron a América Latina en la década de 1960, el Perú estaba en la cola de las capacidades institucionales de planificación, lo que nos da una buena pista de por qué procesos como la reforma agraria tuvieron menor coherencia en la ingeniería de políticas que la observada en otras latitudes. El fracaso continuo en la creación de un servicio civil, la endémica inestabilidad, y la bancarrota estatal de los años ochenta son procesos que han definido la paupérrima institucionalidad estatal peruana de la posguerra.
Los otros senderos
En contraste con el desbordante optimismo de las élites nacionales por aparentemente haber redescubierto la fórmula mágica del crecimiento sostenible, los académicos dedicados al tema han agotado una discusión con más dudas que certezas. El crecimiento económico es consecuencia de la acumulación de capital y las mejoras de productividad, pero, el primer mecanismo tiene en principio un techo, mientras que del segundo, sabemos poco. El neoliberalismo extremo – no confundir con teoría económica alguna -, sostiene que los mercados libres resuelven en forma automática estos problemas, y cualquier otro, dirigiendo los capitales donde las rentabilidades son y serán mayores; visión ideológica ingenua que ignora los problemas de información y mercados imperfectos. De ahí que el nuevo Consenso de Washington pareciera ser que “las instituciones importan”, en tanto permiten lidiar mejor con un mundo marcado por la incertidumbre. No hemos llegado al fin de la historia, como ha venido argumentando el mismo Francis Fukuyama, y existen múltiples caminos en lugar de opciones bipolares. 1
En la discusión contemporánea sobre el crecimiento económico destaca también la preocupación por la sostenibilidad del uso de la naturaleza y la calidad ambiental del progreso material. Los académicos y actores de centros y periferias debaten hoy sobre la conservación de los bosques y la biodiversidad, la calidad de vida en las ciudades, los impactos ambientales de las industrias –las extractivas en particular—, y la re-inversión de la renta de los recursos no renovables. Sobre el último de los puntos, se sostiene que el crecimiento puede resultar empobrecedor si se basara en reemplazar un activo natural por consumo, en lugar de ahorro. De lo que se deduce que hay que felicitarse por el crecimiento minero y petrolero en el corto plazo, pero también hay que evaluar cómo se invierten los beneficios que genera y cómo se enfrentan los pasivos socio-ambientales. El largo plazo importa, pero tiende a ser olvidado, como subraya la literatura sobre “la paradoja de la abundancia.”
La mirada escéptica que muchos tenemos sobre el boom económico peruano tiene en buena parte que ver con la poca atención que se presta en el país a estos ejes centrales del debate contemporáneo. Las mentalidades se quedaron congeladas en la Guerra Fría, y las élites todavía discuten como si el problema nacional fuese elegir entre el sendero del dirigismo y el sendero de los mercados, el ‘Otro Sendero’, en tiempos en que el mundo cuestiona los falsos dilemas de Thatcher y Reagan.
Para García-2 políticas de estado equivalen a fuegos artificiales. Confunde reforma educativa con evaluaciones docentes, al tiempo que el Ministerio de Educación vende sus instalaciones para repartirse en los pasadizos de tres locales públicos distintos. La política tecnológica parece un tema de ciencia ficción en un gobierno orientado a enfrentar la semana política. (…) El maltrato a las instituciones públicas es un problema sistémico del régimen. El ‘Consenso de Palacio’ es que las instituciones no importan.
Los paradigmas de García y compañía son los de la más rancia derecha norteamericana, la que todavía no despierta y grita por menos Estado para enfrentar la crisis financiera global. Habiendo decidido el país político en su conjunto hace casi dos décadas sobre la centralidad de la iniciativa privada para el progreso económico, las lecciones más profundas de la historia siguen esperando ser estudiadas. Las “enfermedades del crecimiento,” como el establishment peruano gusta llamar a los altos niveles de conflicto que el país ha vivido en estos años de bonanza, tienen en buena parte que ver con una institucionalidad estatal sin capacidades básicas para resolver siquiera las tareas asignadas por Adam Smith a la administración pública: preservar la ley y garantizar los derechos de propiedad.
Lo que quiero sostener, sin embargo, es que el Perú necesita de mucho más instituciones que juzgados y policía, si es que ha de disfrutar de un crecimiento que valga la pena celebrar. Esa idea central se desprende, por ejemplo, del informe que hiciera el Banco Mundial en el 2006, Perú: La Oportunidad de un País Diferente. ¿Qué ha hecho el gobierno en la primera mitad de su mandato para mejorar educación, políticas tecnológicas y salud ambiental, para citar tres áreas críticas de larga maduración? Poco o muy poco.
Para García-2 políticas de estado equivalen a fuegos artificiales. Confunde reforma educativa con evaluaciones docentes, al tiempo que el Ministerio de Educación vende sus instalaciones para repartirse en los pasadizos de tres locales públicos distintos. La política tecnológica parece un tema de ciencia ficción en un gobierno orientado a enfrentar la semana política. El Ministerio del Medio Ambiente fue creado de la peor de las formas: por sorpresa, sin local, sin presupuesto, sin funciones. Si pasamos revista a lo ocurrido en FORSUR, la Contraloría General de la República, FONCODES, INEI, el Ministerio del Interior o el Ministerio de Salud veremos con claridad que el maltrato a las instituciones públicas es un problema sistémico del régimen. El ‘Consenso de Palacio’ es que las instituciones no importan.
Populismo bueno, populismo malo
La lógica de la política pública de Alan García es que la retórica del miedo y la mano dura, junto a los interminables conejos que salen del sombrero presidencial, funcionan mejor que las salidas institucionales y los consensos políticos de largo plazo. Las debilidades del Estado, por ello, se seguirán solucionando con salidas de efectismo mediático, sistemáticos anuncios grandilocuentes con mínima coherencia, soporte y articulación (Pacto Social, ONA y FORSUR), globos de ensayo para amenguar la quincena política a cambio de debilitar más la imagen y capacidades estatales.
Estas carencias de visión estratégica y de vocación institucional en el segundo gobierno de García no son casualidad, constituyen características centrales de una manera de entender la política y el desarrollo del país. El Presidente cree en el desarrollo como mesianismo y retórica: no se requiere de instituciones sino de caudillos; las obras hablarán por sí solas, como lo hace hoy el 10% de crecimiento. El público en palco aplaude con entusiasmo, la efervescencia en la popular es más volátil y recelosa.
Estas carencias de visión estratégica y de vocación institucional en el segundo gobierno de García no son casualidad, constituyen características centrales de una manera de entender la política y el desarrollo del país. El Presidente cree en el desarrollo como mesianismo y retórica: no se requiere de instituciones sino de caudillos; las obras hablarán por sí solas, como lo hace hoy el 10% de crecimiento. El público en palco aplaude con entusiasmo, la efervescencia en la popular es más volátil y recelosa. Esta es la fórmula culturalmente arraigada de hacer política en el país, aquella que sostiene que sólo el caudillismo pragmático y amoral salvará al Perú.
La crisis de la deuda de los años ochenta trajo el sentido común del quiebre latinoamericano entre el pasado populista/estatista y el futuro liberal/de mercado, a pesar de que afectara a regímenes de todo color político y persuasión económica.
Asimismo, los tintes demagógicos y clientelistas que acompañaron las “reformas de mercado” de Collor de Mello, Menem y Fujimori en la década de 1990 dieron vida al concepto del neo-populismo latinoamericano. El Fujimori populista, autoritario y libre-mercadista, sin embargo, tiene su antecedente umbilical en Odría (1948-56), con lo cual la novedad aparente no es tal. El “neo-populismo” peruano, el de Fujimori y García-2, es más continuidad que cambio. García es hoy heredero de ese imaginario del progreso que ha encandilado a un sector mayoritario de las élites nacionales desde que hubo que pelear por los votos de la gente: manejo clientelista y fiscalmente responsable del gasto público, mano dura, y mínima intervención estatal. El chorreo y los mercados perfectos se encargarán del resto.
Sigue viviendo el Perú, entonces, en la inmediatez de los ciclos de euforia y decepción, en la anomia política y el manejo cínico de las instituciones públicas. No es una receta feliz para un país cuyo crecimiento depende fuertemente de los vaivenes de los precios internacionales; un país, sobre todo, caracterizado por profundas desigualdades de oportunidades, y consecuentes bajos niveles de confianza y cohesión social; una ecología política inestable para cualquier agenda de gobierno, independiente de su tinte ideológico y solidez programática.
Contrario al mito del blindaje, Perú no venía compitiendo con Chile en precaución macroeconómica. Hacienda en Chile apostó por menor crecimiento y apreciación cambiaria a cambio de mayor estabilidad, constituyendo un fondo que ahorró casi el integro de los ingresos fiscales del cobre en el boyante 2007. El MEF en Perú fue bastante menos precavido, a pesar de que la minería venía creciendo hasta representar la cuarta parte de los ingresos del fisco, con los consecuentes riesgos que ello supone.
En el segundo tiempo de su segunda oportunidad, García tendrá que enfrentar una coyuntura diferente de precios internacionales, que traerá consecuencias en el empleo de trabajadores y en las rentabilidades de productores. Contrario al mito del blindaje, Perú no venía compitiendo con Chile en precaución macroeconómica. Hacienda en Chile apostó por menor crecimiento –y apreciación cambiaria—a cambio de mayor estabilidad, constituyendo un fondo que ahorró casi el integro de los ingresos fiscales del cobre en el boyante 2007. El MEF en Perú fue bastante menos precavido, a pesar de que la minería venía creciendo hasta representar la cuarta parte de los ingresos del fisco, con los consecuentes riesgos que ello supone. Cierto es que la diversificada canasta peruana decommodities ofrece hoy, como en 1929, el ‘salvavidas natural’ del oro a la macroeconomía. Pero, ¿por cuánto tiempo?
Los resultados que obtenga el gobierno en esta nueva coyuntura internacional, sin embargo, no afectan el sentido de nuestra evaluación. A la versión conversa de García le vemos muy poco de estadista innovador y demasiado de populista tradicional; de populista de derecha esta vez, demagógico y clientelista, pero amigo de la inversión privada y la responsabilidad fiscal en años no electorales. No existe propuesta nueva, entonces, es la vieja receta de la mano invisible para la economía, y la mano dura y clientelar para la política. Difícil unirse al coro de aplausos para tan repetida y poco inspirada película.
* Economista. Estudiante de Doctorado en Desarrollo Sostenible por la Universidad de Columbia.
- Ver por ejemplo Fukuyama, Francis, “What Do We Know about the Relationship between the Political and Economic Dimensions of Development” en Banco Mundial, 2008, Governance, Growth, and Development Decision-making. Disponible en . http://siteresources.worldbank.org/EXTPUBLICSECTORANDG OVERNANCE/Resources/governanceandgrowth.pdf ↩
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