Portocarrero, Gonzalo, Ubilluz, Juan Carlos y Vich, Victor (Eds). Cultura Política en el Perú : tradición autoritaria y democratización anómica. Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales, 2009. 323 páginas.
En un mundo donde la mendacidad es en realidad la gran apuesta para salir victorioso según las reglas del cinismo criollo —el mundo de la política peruana—, la pretensión de los editores de este libro es verdaderamente ambiciosa y desafiante, sobre todo en medio de las diversas crisis de representación política en la actualidad: “Los editores de este libro pretendemos ante todo la veracidad” (p. 7). El objetivo es demasiado alto. ¿Se logra? Vayamos por partes.
Uno de las apuestas importantes del texto y de los editores es la persistencia en una metodología fundamental para entender los nudos políticos contemporáneos: la interdisciplinariedad, con todos los problemas que esto conlleva. Como los seminarios organizados por Gonzalo Portocarrero en ocasiones anteriores, con diferentes colaboradores, aunque siempre con Víctor Vich, Juan Carlos Ubilluz y Santiago López Maguiña, entre otros, este libro fue antecedido por un seminario previo y constante, cuyo propósito fue plantear diálogos entre áreas, generaciones y diferentes experiencias académicas de Lima y otras ciudades del Perú. Creo que los conversatorios previos, las discusiones y hasta las polémicas —alzadas de voz y lo demás— fueron un gran alimento para pensar al Perú como se debe: escuchando al otro académico en su insobornable alteridad.
El libro propone que la cultura política peruana se basa en tres pilares muy problemáticos: autoritarismo, corrupción y hegemonía del discurso neoliberal. Sostienen los autores que esta hegemonía ha exacerbado las dos características anteriores, en lugar de ayudar a desaparecerlas. La capitalización de un sector de la economía peruana ha implicado injusticia, subordinación a la acumulación (recordemos la fallida metáfora del chorreo durante el gobierno de Alejandro Toledo) y postergación del desarrollo humano. Es precisamente a partir de estas tres características que se le atribuyen a la cultura política peruana que se separan los ensayos del libro. Aunque considero que también hubieran podido tener otra clasificación: análisis de los medios, análisis de los conflictos sociales y análisis de los discursos políticos.
Desde mi área, uno de los elementos que más me llama la atención es la presencia de los medios de comunicaciones en casi todas las ponencias como el espacio donde se juegan los imaginarios políticos contemporáneos. El texto de García Llorens, por ejemplo, sobre el perro del hortelano, ese paradigma reactualizado por el presidente de la república en uno de sus acercamientos “intelectuales” a la opinión pública, pone de manifiesto una nueva manera de hacer política inusual en nuestros foros públicos, tan dados a la oralidad. Asimismo, Talía Chlimper analiza la blogósfera peruana como un lugar para ejercer la política y el análisis político con diversas y novedosas estrategias que permiten a voces singulares plantear sus opiniones con mucha mayor libertad que si lo hicieran desde un medio tradicional.
Incluso en la primera ponencia, “Los fantasmas del patrón y del siervo como desestabilizadores de la autoridad legal en la sociedad peruana”, cuya hipótesis principal es que los ciudadanos y las autoridades tienen una percepción cruzada de sí mismos como siervos y patrones, Gonzalo Portocarrero sostiene que la lógica autoritaria no es solo heredera de un autoritarismo histórico, sino sobre todo producto de una visión falseada de esta percepción cruzada que se acrecienta en la imagen que propagan los medios, tanto de las reacciones de los ciudadanos ante la injusticias del Estado —las tomas de carreteras son representadas en todos los noticieros como “pulsiones de la barbarie”— como ante la corrupción de los funcionarios —la descalificación de los políticos es homogénea, no hay matices, se les considera a casi todos unos ladrones que suben al poder para lucrar o llevarse los beneficios, como patrones contemporáneos, abusivos siempre—. Portocarrero matiza estas percepciones y sostiene que mientras el imaginario como estructura siga alimentando la idea de que las autoridades son abusivas, permaneceremos en esta lógica, la cual, según mi opinión, coadyuva a autovictimizarnos. Considero que es muy peligroso persistir en el tema de la victimización para hablar de amplios sectores sociales, sobre todo de aquellos que han sido afectados por el conflicto armado y muchas veces son congelados en identidades subalternas. Como sostiene Portocarrero: “Si nos vemos como víctimas, el otro tendrá que ser el déspota; y si percibimos al otro como déspota, entonces nosotros tendremos que ser las víctimas […]” (p. 21). Pero a su vez el subalterno, aquel que se piensa desintegrado de la nación, organiza la mirada del otro como “déspota”, “patrón”, y son los medios, la prensa y la televisión quienes persisten en mantener una imagen del político como un sinvergüenza y la política como “el reino del cinismo y la inmundicia” (p. 22). Esta tendencia a degradar a los “hombres” públicos —seres humanos públicos debería decirse, siempre hay un toque de género excluyente inconsciente que se perdona— “lleva a legitimizar la transgresión”. Por eso mismo, sostiene Portocarrero, al final el dilema es el mismo en su condición perversa: o nos meten la yuca o metemos la yuca, no se puede ser “inocentón” (p. 25). Extrañamente hay políticos veteranos que vinculan la inocencia con la mujer soltera. Recordemos lo dicho por Bedoya Reyes sobre Lourdes Flores Nano: “Como es solterona es inocentona […]” (y en realidad se supone que la estaba defendiendo). Precisamente el último punto de Portocarrero, un cabo suelto que quizás merecería una reflexión mayor, es que en la base del autoritarismo encontramos como elemento importante “el pánico al homosexual” (p. 27) o al espacio feminizado de lo público, representado por la pasividad del hombre subalterno. Sostiene Portocarrero: “La homofobia en los sectores populares no impide el regreso del homoerotismo bajo formas inesperadas. Por ejemplo, el hombre ‘activo’ en su relación sexual con otro hombre no es considerado homosexual sino que puede ser —incluso— valorado como ‘más hombre’. Así se legitima un cierto homoerotismo […]” (pp. 27-28). No creo que esto se dé de esta manera: la relación sexual de un hombre activo con otro pasivo se legitima porque uno es el que penetra y no el penetrado: el tema álgido no es tanto el sexo de quien se encuentra en la relación sexual, sino el asunto de la penetración. Un “penetrado” es siempre abiertamente feminizado.
Esta reflexión nos lleva a la ponencia de Giancarlo Cornejo sobre otro tipo de construcciones políticas relacionadas con el poder sobre los cuerpos: “Sacando a la bestia del clóset: autoritarismo y homofobia”. Cornejo sostiene que la homofobia es una variedad del autoritarismo, en tanto que los gestos que lo definen son siempre la negación de la alteridad y del reconocimiento del otro. En este sentido, Cornejo aquí califica, un poco peligrosamente, la reacción del régimen de Fujimori al despedir a decenas de diplomáticos considerados “homosexuales” como un acto totalmente homofóbico-autoritario. Considero, en efecto, que el régimen fujimorista tenía demasiadas aristas autoritarias en todo el orden de lo social —recuérdese la forma como se esterilizaron a 300 mil mujeres bajo la careta de la protección de sus derechos—, pero este despido fue parte de una performance autoritaria mayor. Por otro lado, Cornejo también transita por los medios de comunicación para mostrar y demostrar las relaciones entre los imaginarios que alimentan la idea del homosexual vinculado a lo perverso, la muerte y lo abyecto. Para eso analiza varias noticias policiales sobre asesinatos de jóvenes homosexuales en diarios como El Trome u otros pasquines, y llega a la conclusión de que hay un imperativo detrás de estas noticias: todo hombre debe matar a su marica en tanto que la homosexualidad es una condición invivible (p. 71). La represión del deseo homoerótico, pero sobre todo, de lo femenino que podría escaparse en la actuación del rol de un hombre, con mayor énfasis en el espacio de lo público (el amor paternal, el cariño demostrado en público, la cercanía entre dos amigos), debe ser canalizado en función de que lo heterosexual es lo “natural”. El ejemplo de Chiquito Flores, intentando salir infructuosamente de esa imagen en la cual Magaly TV lo había atrapado —con toda la barra del estadio coreando “maricón” ante la televisión—, muestra de manera más uniforme esta relación entre autoritarismo y heterosexualidad normativa, entre lo queer (raro/maricón) como una forma de nominación que incluye una injuria en sí misma y el mandato de la virilidad; en este caso, como en otros, se podría decir, parafraseando un poema de Adrianne Rich, que “la fuente de mis heridas es la fuente de mi identidad”. Por eso mismo, Cornejo propone “sacarle la vuelta” a esta injuria del nombre (maricón) resignificando los nombres, y él mismo. En las páginas posteriores del libro, donde salen las notas “Sobre los autores”, se autodenomina “activista marica”. Esa nominación es algo más que un guiño; es la puesta en práctica de lo que propone en su texto desde una perspectiva teórica: es simplemente ser consecuente.
El tema de los medios también está presente en el texto de Gonzalo Gamio, que trata sobre la configuración malinterpretada de la idea de “reconciliación” que dieron muchos medios de comunicación, sobre todo los relacionados estrechamente con el régimen fujimontesinista. Precisamente, el autor sostiene que Federico Prieto Celi, uno de los periodistas más conservadores e involucrado con sectores corruptos de la prensa peruana, utiliza ciertas premisas cristianas y católicas para justificar el olvido: la memoria no sería en sí un trabajo de los ciudadanos, sino de los historiadores, de un grupo de profesionales, y además no sería tampoco una posibilidad viable desde el cristianismo. Gamio recuerda que la reconciliación no es perdón simplemente, sino interacción. A su vez, también comenta un artículo de Hugo Neira en su faceta de columnista para concluir que, precisamente, por una suerte de frivolidad de ciertos intelectuales en el uso del espacio letrado público —como son las columnas de opinión—, sostienen algunas ideas que quizás en otros espacios podrían profundizar con mayor fundamento, pero que al hacerlo a vuela pluma no terminan de organizar, y pueden ser demasiado polémicas, específicamente sobre el tema de la reconciliación más como un resultado que como un proceso.
El artículo centrado de manera más enfática en el tema de los medios como espacio donde se construye la cultura política es sin duda el que Juan Carlos Ubilluz le ha dedicado a Jaime Bayly: “El Francotirador: sobre humor y la tolerancia como arsenal político”. En él plantea algunas ideas que me parecen sumamente importantes para reconsiderar las formas como se organiza lo popular, las identidades políticas populares y los imaginarios en el Perú contemporáneo. En principio, las supuestas rupturas y transgresiones televisivas de Bayly para Ubilluz son en realidad simulacros, en el sentido que lo plantea Badiou, es decir, no generan un cambio como un “acontecimiento”, sino que se asemejan al cambio solo como estrategia para mantener el statu quo. Para Ubilluz, el populismo de Bayly es jerárquico, esto es, él se presenta ante sus “amigos populares” como Tongo desde una perspectiva del patrón, y el otro, su alteridad radical, Tongo por cierto, sería una especie de siervo-bufón: esta relación le sirve a Bayly para dejar en claro que si Tongo se sobreidentifica con su imagen televisiva, él mismo se distancia irónicamente (p. 157). La subjetividad que promueve Bayly es la del súbdito posmoderno criollo: su anhelo de ascenso se mantiene enlazado a la servidumbre frente al patrón burgués: “Dicho de otro modo, este sujeto persiste en creer que el Patrón es quien da, quien otorga, quien concede, no ya dádivas como en otras épocas, sino mayor remuneración, información privilegiada y también, por supuesto, la fama mediática […]” (p. 158). En realidad, más que ironía se trataría de una especie de cinismo —el de Bayly—, que finalmente es el que revela los límites de su propia tolerancia, que sirven, según Ubilluz, para suturar la apertura a lo político desde una perspectiva más plural. En otras palabras, lo que hace Bayly “domingo a domingo”, como dice el autor del ensayo, es precisamente crear un “sujeto pueblo” que se vincula con la burguesía que representa Bayly desde esta lógica falsaria del doliente, siervo, humillado, tutelado en suma.
No he podido sino comentar un puñado de textos que me han motivado especialmente a partir del análisis de los medios, pero creo que sin duda alguna el libro llega a acercarse a su horizonte, aunque la veracidad siempre esté “más allá”, como el goce lacaniano, y siempre nos exija, entre la niebla y aunque parezca paradójico, una acción constante para reinventarla permanentemente. Hay una hipótesis final del libro que comparto plenamente: la reinvención de lo político/la política debe darse desde la politización de los márgenes, y así surgirán nuevos espacios de discusión de lo público, y por supuesto, búsquedas de salidas creativas y atípicas al malestar social que nos deja la hegemonía de un discurso neoliberal panamericano que, hoy por hoy, es solo un discurso político aburrido, pernicioso, pendejo, cínico y torpemente obsecuente.
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