Portocarrero, Gonzalo, Vich, Víctor y Ubilluz, Juan Carlos (eds.). Cultura política en el Perú: tradición autoritaria y democratización anómica. Lima: Red para el Estudio de las Ciencias Sociales, 2010.
Una advertencia previa para el lector. Comento el libro desde un estilo intelectual y académico distinto al de los editores, quienes generosamente me invitaron a presentarlo a pesar de esta diferencia. Hablo desde una tradición distinta para estudiar la política, más empírica y menos interpretativa que la de los autores. Si nos gusta armar equipos, algo así como un estilo empirista anglosajón frente a corrientes que se nutren de la posmodernidad francesa (aunque en ambos casos estas etiquetas sean ya caricaturas). Siendo una reseña situada desde mi lado de la academia, valoraré lo que encuentro positivo en el libro y que muestra las debilidades de mi propia aproximación; y resaltaré lo que encuentro problemático en los textos por ser insuficiente para mis estándares. Aspiro a que ello pueda servir a los autores para una crítica interna a sus trabajos. Concluyo proponiendo lo que puede ser la mejor forma de construir ese diálogo entre comunidades de estudio de la política que se va iniciando en el Perú.
Antes de la crítica, sin embargo, cabe resaltar un aspecto valioso de la forma en que se ha hecho este libro. Más allá de sus defectos y virtudes, el libro muestra a una comunidad académica en acción, solidaria y autónoma. Como se desprende de los textos, los autores construyen conocimiento apoyándose mutuamente con enorme generosidad. Muchos de sus miembros son jóvenes, preparando sus primeras investigaciones bajo la supervisión cercana de los autores mayores. Esta comunidad, además, elige sus temas guiada por intereses propios. Algo importante en el Perú, donde es difícil investigar y publicar sin depender de financiamientos que limitan la agenda a temas que no siempre son los de mayor interés para los académicos.
Lo más positivo del libro es que presenta ideas muy sugerentes que, desde casos concretos, buscan generalizaciones sobre la cultura política en la sociedad peruana actual. Estos ensayos “vuelan” muy alto; desnudan relaciones de poder, directas o sutiles, que marcan la política peruana a inicios de siglo. Para mi tradición es muy importante esta capacidad de volar, pues andamos demasiado pegados a la tierra, a veces “con las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo”, a decir de Oliverio Girondo. Atrapados en la búsqueda de datos empíricos que sustenten lo que observamos, muchas veces (i) no somos conscientes de que le huimos a temas importantes pero difíciles de evaluar, (ii) dejamos de lado impactos de larga duración al estudiar la política (ideas, cultura, discursos) o (iii) minimizamos la forma en que ciertos fenómenos pueden tener causas múltiples, muy difíciles de individualizar, como pretendemos hacer. El libro no cae en esa ausencia de “vuelo”. Al contrario, tenemos en sus trabajos ideas muy sugerentes y de altitud extrema para entender el Perú político de hoy.
Algunos ejemplos de este vuelo. Víctor Vich avanza una idea muy convincente al señalar que la conducta de los conversadores callejeros de la plaza San Martín, dialogantes que no se escuchan y que descalifican al contrincante sin reconocer sus argumentos, se replica en otros ámbitos de la vida social y política peruana. En cierta forma es normal que los políticos presenten posiciones fuertes, a veces antagónicas. Pero Vich va a algo más profundo: no hay diálogo posible, pues la comunicación importa poco. Sin una dosis de coherencia y reconocimiento mutuo el debate no lleva a cierto aprendizaje, se queda en escaramuza sin construcción de consensos. No hay relaciones estables de confianza mutua sobre temas que no son “canjeables”, sino que siempre están abiertos a ser cuestionados.
Carlos Alberto Adrianzén, por su lado, hace un buen trabajo describiendo el discurso de Hernando de Soto en el El otro sendero como populista de derecha. Parece correcto señalar que De Soto entregó a los sectores informales un discurso que era reconocible y valorado, dejando con poco piso al de carácter clasista de la izquierda, que ya no congregaba adeptos. Sin duda hay mucho más que eso para entender la caída de la izquierda, pero comparto la relevancia del discurso como forma de posicionarse políticamente y la fuerza política de las ideas de De Soto.
Rogelio Scott presenta en su estudio de La Rinconada, poblado de extractores informales de oro en Puno, una metáfora de lo que considera un malestar nacional y de época. En el mundo del capitalismo extractivo, nos dice, estos mineros han construido una “comunidad” sin atisbo de comunidad. Viven juntos hace años sin hacer esfuerzos por establecer vínculos que permitan mejorar su vida en común: sin escuelas, sin seguridad, sin espacios de interacción. La idea es sugerente, pues se aplica bien a las dificultades de construir comunidad política en el país, desde partidos hasta movimientos de alcance nacional. En un escenario en que hay pocos espacios para la cooperación y los estímulos alientan más al individualismo que a la construcción de alianzas estables, se termina reforzando tendencias centrífugas que llevan a la fragmentación y la dispersión.
Juan Carlos Ubilluz ofrece una interesante interpretación sobre Jaime Bayly y un nuevo discurso de la derecha en el Perú. Bayly, con toda su supuesta transgresión y liberalismo social, termina representando, sin querer o queriendo, a una derecha excluyente con un discurso maniqueo. En su programa, el “pobre” emprendedor es aplaudido y resaltado como parte de lo bueno de la nueva sociedad peruana. Pero ni bien ese mismo “pobre” reclama contra el Estado, demanda servicios o exige justicia distributiva, el “emprendedor” se convierte en un “revoltoso” y un “petardista”. ¿Puede construirse un discurso nacional basado en esta dicotomía hipócrita de la derecha? Pareciera que puede servir como un primer paso, al estilo de un comercial patriotero de Telefónica del Perú o boom gastronómico, pero una comunidad política que no reconozca sus debates y tensiones parece que fracasará en lidiar con los temas de fondo y lograr mayor legitimidad. Los problemas se patean hacia delante con la esperanza de no tener que resolverlos. Lo obvio: nos falta política para enfrentarlos.
Hay otras ideas atractivas y lamento no mencionarlas en detalle: la “neutralidad” política de los jóvenes que investiga Tilsa Ponce, las nuevas formas de religiosidad democráticas rescatadas por Félix Lossio en su encantador estudio del centro cultural La Restinga de Iquitos y las no tan ocultas simpatías de los diarios populares con los crímenes contra minorías sexuales que relata Cornejo, por señalar algunas. Sin embargo, considero que la libertad de vuelo tiene un costo que se deja ver en varios artículos, y creo que los autores no tuvieron la precaución de llevar algunos paracaídas en su aventura de alto vuelo. Aquí es donde mi tradición pediría bastante más cuidado en la interpretación y, especialmente, en la generalización.
Un primer tema problemático es la selección de casos de estudio, aspecto clave para la generalización que se busca. Los casos pretenden ser síntomas de males que nos aquejan en el Perú y en el mundo, pero no veo suficiente trabajo para justificar por qué el caso estudiado muestra lo que el autor nos dice que muestra. Ilustra, a veces en forma brutal, pero no confirma la generalización que se pretende. Hay muy poca discusión de los problemas que podrían tener los casos seleccionados para ser equiparados a otros casos. Se presenta lo que tienen de positivo para verificar la idea presentada, pero sin reconocer todo aquello que pueden tener de insuficiente para su generalidad.
Vuelvo a mi artículo favorito: ¿debería sorprendernos que no haya comunidad a 5000 metros de altura en La Rinconada? No lo creo: se trabaja allí, y se envía el dinero a otro lado donde tal vez sí exista una comunidad. ¿No es problemático pasar de entrevistar a un grupo de personas de la plaza San Martín con características muy particulares a hacer generalizaciones sobre toda la sociedad? En mi tradición somos excesivamente pesados en este tema: justificar el caso es central para sacar conclusiones, y eso pasa por debatir ampliamente todo aquello que puede (y no puede) hacerlo generalizable. Pero aquí veo menor cuidado del que considero necesario.
En forma similar, la ausencia de comparación tampoco ayuda en defender la generalización (o particularidad) de los casos. Es necesario situar al Perú frente a otros casos de América Latina cuando menos a fin de determinar si lo hallado es realmente generalizable o particular a nuestra cultura peruana. Por ejemplo, en algunos textos se menciona el clientelismo como un rasgo de la cultura política peruana (Reyna, Vera). Pero ¿es alto el clientelismo en el Perú si lo comparamos con otros países de la región? Me parece que no, al revés: somos tan desarticulados que ni siquiera somos clientelistas en el sentido clásico del término, pues no se logran establecer vínculos estables entre clientes y patrones políticos. ¿Vale la pena señalar este rasgo como uno de cultura política peruana, entonces? Mayor cuidado en la selección y justificación de casos y comparar un poco más el caso peruano ayudarían a hacer estas generalizaciones (o resaltar nuestras particularidades) en forma más sólida.
Además, los textos tienen un ánimo anticapitalista y antiliberal que asume como verdaderos ciertos supuestos sin problematizarlos en forma suficiente. Los argumentos presentados con la fe de que el mundo funciona de una manera determinada terminan siendo casi infalsificables. Parece mucho más productivo poner en duda estos supuestos a fin de determinar cuánto tienen de cierto.
Parte de la culpa de esta forma de proceder es el uso frecuente de citas autoritativas. Que se tome a Sklair, Laclau o Zizek para “explicar” lo que observamos en la realidad, y se asuma como cierto lo que nos dicen, me parece que es conceder demasiado. ¿Por qué merecen tanto crédito estos autores? No creo correcto, como señala Juan Carlos Ubilluz, que estemos ante antifilósofos. Estamos ante filósofos; filósofos de una rama de la disciplina que todavía no ha demostrado si resistirá el paso del tiempo. Pero además cuya novedad no la es tanta: sus críticas a ciertos valores/formas de entender la sociedad y la política se encuentran también desde siempre en la filosofía, desde algunos enemigos de Sócrates hasta Nietzsche. Sin duda ofrecen un poderoso arsenal de sospechas y dudas a las seguridades de la modernidad, su principal víctima. Pero al frente también tienen titanes, liberales, marxistas o filósofos clásicos, que si se leen con justicia, tienen muy poderosos argumentos para cuestionar los fundamentos de la posmodernidad y sus hijos.
Entonces, preferiría la duda y poner en cuestión algunas afirmaciones de estos referentes intelectuales. Asumir citando a Sklair, como se hace en varios artículos, que el sistema capitalista mundial es cerrado y hegemónico, y funciona a nivel local a base de alianzas funcionales para su perpetuación, me parece problemático. Nadie va a decir que la economía internacional no importa, ni negar que existen poderes fácticos más sólidos que otros, pero creo que los artículos ganarían problematizando mucho más las relaciones que plantean entre capitalismo global y conducta política local. Para comenzar, hay abundante literatura que relaciona capitalismo y democracia que los autores no recogen. ¿Acaso es siempre nocivo el capitalismo (o neliberalismo) para la democracia política y la democratización social? ¿No es necesario mirar con mayor cuidado el impacto de los cambios económicos en la sociedad antes de lanzar estas conclusiones? Así como es cierto señalar que es posible que gobiernos no liberales puedan producir más democracia “real”, también es posible sostener que economías capitalistas pueden también construir democracia, especialmente en países donde el Estado es un actor antidemocrático. Abundantes estudios de política comparada problematizan mucho más esta relación y no son citados en los textos. 1
Además, ¿por qué el culpable de cambios políticos percibidos como negativos debe ser el sistema hegemónico neoliberal? En el texto de Ponce, por ejemplo, se concluye que la actual despolitización de los jóvenes es un producto de una ideología triunfante. ¿No podría ser más bien consecuencia de procesos internos que despolitizaron la sociedad tal vez a causa de la excesiva politización anterior? Si miramos la política desde los años cincuenta, los sesenta son más un hipo de activismo político que una situación normal en la región. O, en el texto de La Rinconada de Scott, me parece inadecuado asumir que el Estado “opta” por no crear comunidad, pues le resulta funcional al sistema económico dominante hacerlo. Me inclino a pensar que el Estado en América Latina, sea neoliberal, multicultural o bolivariano, no puede tener presencia en ciertas zonas del territorio aunque quisiera hacerlo.
Más importante: ¿esta forma iconoclasta de ver el mundo no nos hace irresponsables con las palabras? ¿En verdad la democracia liberal es, a decir de Zizek, meramente “la forma política del capitalismo”, con débil capacidad de transformación de una sociedad? (García, p. 128; Ubilluz, p. 314)? ¿Por qué se mira tanto en el texto a Perú, un ejemplo claro de predominio en los últimos años de ciertos actores empresariales, y no casos en la región en que el balance entre la democracia y el mercado han construido propuestas de cambio más o menos armoniosas? No estamos solo entre Perú y Venezuela. El mundo democrático de Brasil, Uruguay, Chile y Costa Rica también existe, y no creo que el balance sea negativo con respecto a la relación entre democracia y reducción de la pobreza. Ojo: no tengo problema a nivel académico si la conclusión es finalmente que la democracia actual no produce desarrollo, o que lo más valioso de un gobierno en términos de resultados sociales es su vocación de cambio igualitario aun cuando se pasen por encima los límites de la democracia política. Un retorno a Acerca del modo de pensar la democracia en América Latina, de Carlos Franco, donde se avanza la misma conclusión, es sin ninguna duda una posibilidad. Pero esta conclusión requiere de mucho más trabajo. Y sospecho que si se pierde, la democracia formal sí se extrañaría. Por ejemplo, ¿le daríamos tan poco peso a la democracia formal si nos gobernara un(a) Fujimori?
Este aspecto de asumir como ciertas interpretaciones de autores con un ánimo anti moderno y anticapitalista, entonces, tiene un costo alto para la argumentación de los textos: saltamos justificaciones necesarias. El sentido de comunidad que alababa antes tiene muchas virtudes, pero puede estar teniendo un efecto nocivo: asumir verdades compartidas y cerrarse a la comprensión externa. Y para una literatura que, según varios autores, desea cuestionar ciertas hegemonías, creo que un primer paso es ser comunicable y convincente.
Opino que sería un error que esta tradición “copie” las soluciones de la tradición de la que provengo para “corregir” algunos de estos problemas. Reproducirían nuestras patologías, que también son muchas, y perderían sus fortalezas. No es eso lo que he querido transmitir. Creo que el poder de esta tradición está precisamente en descuidar algunos de estos aspectos para darle más importancia al vuelo. Pero también espero haber sido convincente al argumentar que también hay espacio para una crítica interna en la línea señalada, y por ello los invito a cargar con más paracaídas en la próxima ocasión.
* Profesor y coordinador de la especialidad de Ciencia Política de la PUCP. Es candidato a doctor en la misma especialidad en la Universidad de Texas en Austin.
Esta reseña ha sido elaborada sobre la base de los comentarios realizados en la presentación del libro, el 6 de mayo de 2010, en el local de la Organización de Estados Iberoamericanos..
- Por mencionar algunos, Barrington Moore, Social Origins of Dictatorship and Democracy (Boston, Beacon Press, 1966); Adam Przeworski, Capitalism and Social Democracy (Cambridge: Cambridge University Press, 1986); Dietrich Rueschemeyer, Evelyn Huber Stephens y John D. Stephens, Capitalist Development and Democracy (Chicago, University of Chicago Press, 1992). Más recientemente, Daron Acemoglu y James A. Robins, Economic Origins of Dictatorship and Democracy (Cambridge, Cambridge University Press, 2005). ↩
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