Conocida y muy antigua es la tendencia de los electores peruanos a reelegir a sus gobernantes. Lo vemos tanto en el nivel de las alcaldías, como en el de la presidencia de la república. En la historia de la república la lista de los presidentes que consiguieron, elecciones mediante, el retorno al poder, supera largamente a la de quienes fracasaron en el intento (ver cuadro 1). Consiguieron la reelección personajes de épocas tan distintas como Ramón Castilla, Augusto Leguía o Fernando Belaunde (para mencionar solo a los difuntos). 1
Cuadro 1: Presidentes peruanos reelectos y no reelectos en la historia de la república
¿Qué ha producido entre nosotros esa costumbre de repetir a los gobernantes? La gracia de la república, ¿no era precisamente poder cambiar al gobernante cada cierto lapso? ¿Acaso nos ha resultado este muy breve? ¿Qué ha provocado que, puesta en nuestras manos la posibilidad de la renovación, prefiramos lo viejo conocido a lo nuevo por conocer? En todos los campos el riesgo de lo nuevo despierta temores; ¿será que estos se acrecientan en el caso de la política y nos hagan así ser conservadores en las urnas?
Habría que empezar señalando que la reelección de los gobernantes es un patrón universal, o al menos latinoamericano. En la medida que los gobiernos prolongados y la reedición de las mismas personas en los puestos de mando parecían traicionar el espíritu republicano, según el cual el gobierno de una comunidad debería rotar y repartirse entre la mayor cantidad de personas, las Constituciones de algunos países han optado por prohibir la reelección de sus gobernantes, incluso la mediata o de saltando uno o más períodos. Quien ya gozó del poder una vez, debe quedar perpetuamente excluido de él. Es el caso, por ejemplo, de México, donde la revolución de 1910 nació con el lema “Sufragio efectivo, no reelección”, para oponerse a las continuas reelecciones de Porfirio Díaz. Las tres décadas de gobierno de este General habían, ciertamente modernizado y acrecentado el dinamismo económico del país, pero al precio de envilecer las instituciones republicanas y acumular el encono de quienes aspiraban a otro tipo de política, o a tener el turno del poder en sus manos. Al embarcarse en Veracruz, desterrado a Europa, Díaz exclamó: “Tarde o temprano los nuevos hombres se darán cuenta de que la única forma de gobernar este país, es como yo lo he hecho.” Los primeros tiempos parecieron darle la razón, pero después México pareció encontrar el camino de la estabilidad, amparándose en el principio de la no reelección.
Una explicación frecuente de la tendencia reeleccionista que dan los expertos es el reconocimiento público del que gozan los ex gobernantes, que los favorece sin duda en una competencia electoral. Difícil competir en “recordación” con quien ya fue presidente.
Una explicación frecuente de la tendencia reeleccionista que dan los expertos, es el reconocimiento público del que gozan los ex gobernantes, que los favorece sin duda en una competencia electoral. Difícil competir en “recordación” con quien ya fue presidente y, por lo mismo, tiene impreso su nombre y su imagen en los corazones y las mentes de la población. El raro caso de ex presidentes que fallaron estrepitosamente en el intento por volver al poder, cual fue el caso del general Francisco Morales-Bermúdez en 1985, estaría expresando una clara oposición de los electores a lo que significó su régimen. Otros que fallaron (Odría y García), lo hicieron en cambio decorosamente, o por muy poco margen. 2
Otra explicación del reeleccionismo tendría que ver con la presencia de redes clientelares en torno a los ex gobernantes. Miles de personas gozaron de cuotas de poder, puestos de trabajo y contratos económicos que podrían reverdecer en el caso de una reelección. Esta masa de aspirantes a ministros, directores, autoridades locales, consultores, embajadores, empresarios y contratistas conforman una tupida malla de apoyo económico y organizativo al candidato y facilitan su triunfo frente a los advenedizos. El paso del tiempo va erosionando y minando la efectividad de esta red, por lo que mientras más reciente sea el gobierno del candidato a la reelección y más prolongado haya sido, mayores serán sus posibilidades. Notable en este sentido fueron los casos de Nicolás de Piérola, Manuel Prado, Fernando Belaunde y Alan García, reelegidos después de más de una década de su salida del sillón presidencial.
Creo que no habido ningún caso en la historia del Perú en que en las justas electorales compitan dos ex presidentes; cuando ha estado a punto de suceder, la contienda ha terminado en guerra civil. 3 Esto ocurrió en 1894, cuando Andrés Cáceres (presidente entre 1886-1890) y Nicolás de Piérola (entre 1879-1881) pugnaban por volver al poder, pero de hecho, a las elecciones de ese año solamente se presentó el primero. Poco antes de las elecciones había muerto el presidente Remigio Morales Bermúdez; debiendo sucederlo el primer Vicepresidente, Pedro Alejandrino del Solar, fue el segundo Vicepresidente, el coronel Justiniano Borgoño, quien, al parecer con el apoyo de Cáceres, se metió primero al palacio de Pizarro y tomó el poder. Piérola consideró que las elecciones no iban a ser limpias y no se presentó, dejando a Cáceres como candidato único. Ya reelegido este, Piérola organizó las montoneras para derrocar al caudillo ayacuchano mediante una revolución. Triunfante esta, se convocó a nuevas elecciones, en las que ya solo corrió Piérola, y naturalmente ganó. En el inicio del gobierno de Piérola se modificó la ley electoral, apartando al poder ejecutivo de la organización de los comicios y excluyendo del voto a los analfabetos. Estos componían en ese momento un 80 por ciento de la población nacional. Cuando en 1979 la nueva Constitución les devolvió este derecho, representaban ya solo un 18 por ciento.
Otra explicación del reeleccionismo tendría que ver con la presencia de redes clientelares en torno a los ex gobernantes. Miles de personas gozaron de cuotas de poder, puestos de trabajo y contratos económicos que podrían reverdecer.
La cultura del reeleccionismo lleva a que mientras más fresco sea el régimen del candidato ex presidente, más posibilidades hay de que su candidatura sea realmente arrasadora, llegando a su expresión máxima en los casos en que, estando permitida la reelección inmediata, el candidato gobernante no tuvo que apearse del cargo durante la campaña electoral (casos de Leguía y Fujimori, amparados en las Constituciones de 1920 y 1993, respectivamente). Incluso con la fuerza popular y el carisma que tenía el fundador del APRA, Víctor Raúl Haya de la Torre, en 1931, no pudo derrotar en las elecciones de ese año al oscuro comandante Luis Sánchez Cerro, quien había dejado el gobierno apenas unos meses atrás, obligado a “bajar al llano” (como también debió hacerlo Odría en 1950, cuyo gobierno sacó a Haya de la Torre de la competencia electoral, enviándolo al destierro). Sánchez Cerro fue apoyado, además, por la clase propietaria, a través de sus periódicos.
En estas elecciones se estaría dando una cierta situación de competencia de ex presidentes. Frente a la candidatura de Alejandro Toledo, está la de Keiko Fujimori, cuyo importante respaldo en gran parte deviene de estar representando a su padre, quien sentenciado y en prisión, está impedido de postular. Contra las posibilidades de la joven aspirante juegan, de un lado, que la red clientelar toledista está más fresca que la del fujimorismo, transcurridos ya once años desde la salida del gobierno de su padre, y, de otro, que el endose de simpatía del padre hacia la hija debe sufrir un serio descuento.
Finalmente, el reeleccionismo también se ve reforzado por el “aura” de majestad que adorna a los ex presidentes. El ejercicio de la máxima instancia de poder los ha ennoblecido y diferenciado del resto. Cuando en la actual campaña electoral el ex presidente Toledo espetó al ex ministro Pedro Pablo Kuczynski, “¡que recuerde quién fue su jefe!”, estaba apelando a esta jerarquía. Por eso no hay nada más incómodo para un nuevo presidente que la presencia viva y en casa de un ex mandatario. Esta situación no sucedía en la época de la monarquía, ya que, como lo recuerda el personaje de la película reciente ganadora del Oscar, el nuevo monarca sucedía a un monarca muerto. El historiador Guillermo Lohmann Villena cuenta en una de sus obras que cuando tocaba un cambio de virrey en la América colonial, la experiencia llevó a desaconsejar que los virreyes entrante y saliente se encontrasen personalmente. La coexistencia de tan augustas autoridades producía desaires para el saliente y la sensación, para la nueva autoridad, una vez instituida, de tener un censor en casa. Así nació la Relación de gobierno: un documento que la autoridad escribía acerca de la labor desarrollada y la situación en que dejaba el reino, para instruir al nuevo mandatario en lo que había menester, sin necesidad de una entrevista personal. 4
Finalmente, el reeleccionismo también se ve reforzado por el “aura” de majestad que adorna a los ex presidentes. El ejercicio de la máxima instancia de poder los ha ennoblecido y diferenciado del resto.
No es que Ollanta Humala no hubiese sabido hacerse del liderazgo de la oposición contra el gobierno de García; es que Toledo lo tenía mucho más fácil: por su condición de ex presidente cualquier crítica suya al régimen cobraba una relevancia que ningún otro podía alcanzar. Por eso el destierro o la persecución política y judicial de los ex presidentes ha sido una vieja práctica en América Latina. Con el incremento de la esperanza de vida, la política latinoamericana deberá acostumbrarse más al escenario de varios ex presidentes en casa. De momento, en el Perú tenemos ya tres (aunque uno retirado de la política y otro en prisión).
Volviendo a la pregunta inicial de por qué esta tendencia política a repetir el plato, cuando podemos cambiarlo, conjeturo que tiene que ver con la ansiedad muy humana por dar con una dosis de certidumbre en el futuro político de la nación. Si algo bueno tenía la monarquía era que el mecanismo por el que los gobernantes se elegían y rotaban en el trono estaba ya decidido y, sobre todo, legitimado, y hasta sacralizado, por la tradición. Que el rey de turno fuese incapaz o deshonesto, sin duda que era un tema que podía provocar crisis e inestabilidad en el reino, pero tenía sus propios mecanismos de solución sin que se alterase el orden establecido (por ejemplo: las cortes o los nobles podían comprar cargos y privilegios y recortar así los ámbitos de competencia del monarca, hasta que viniese la hora de su reemplazo).
En el real régimen republicano que en Latinoamérica hemos tenido por ya casi dos centurias, dicha certidumbre desapareció. Se ignoraba quién sería el próximo gobernante y cuándo y cómo llegaría al poder. El mecanismo republicano fijaba reemplazos en lapsos relativamente breves: cuatro a seis años, contra los treinta que en promedio duraban los antiguos reinados, pero lo más enojoso era que el nuevo esquema de selección y rotación del gobernante establecido en las cartas constitucionales, padeció enormes problemas para asentarse en la compleja realidad social de nuestros países. Menos de la mitad de los presidentes en la historia del Perú desde la independencia han sido elegidos de acuerdo a lo que mandaba la ley, aunque hay que reconocer que en la segunda centuria republicana la tendencia ha mejorado notablemente (ver cuadro 2).
Cuadro 2: Número de gobernantes peruanos por forma de selección
- Usamos el término “reelección” para aludir al triunfo en las urnas de un ex presidente, independientemente de que su presidencia anterior haya tenido un origen no electoral o incluso no constitucional. ↩
- El caso de Valentín Paniagua, quien obtuvo apenas aun quinto lugar, con 5.7 por ciento de la votación, en las elecciones de 2006, fue un poco más enigmático. No puede acusarse de este resultado a que su paso por el poder fue breve (ocho meses), ya que igual de breve fue el de Sánchez Cerro entre 1930-1931. Creo que tiene que ver, más bien, con que Paniagua no ganó la presidencia, sino que le fue concedida por un acuerdo de las bancadas del congreso. ↩
- Excluyo el caso de las elecciones del 2006, en que compitieron Alan García y Paniagua, por la razón anotada en la nota de pie anterior. ↩
- Guillermo Lohmann, Las Relaciones de los virreyes del Perú. Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1959. ↩
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