Los últimos años de la Argentina, mediante la aprobación del matrimonio igualitario y la Ley de Identidad de Género, han evidenciado un avance en materia de derechos y políticas hacia el colectivo lésbico, gay, bisexual y transexual (LGBT). Sin embargo, esta ha sido una ardua conquista para las minorías sexuales. Retomando sendas de trabajo propuestas en mi tesis de maestría y tópicos que allí emergieron, quisiera en las próximas líneas reflexionar sobre los vínculos entre la política y la sexualidad mediante un breve repaso teórico para luego, a la luz del enfoque de las transversalización de género, analizar el caso argentino.

Los cuerpos del poder

la sexualidad es inminentemente una cuestión política…la sujeción de los cuerpos y su sexualidad, la estigmatización de algunos de ellos y la normalización de otros es un tema inevitablemente político.

Resolver el interrogante de por qué la sexualidad es un tema que debe ser tratado desde un enfoque de políticas estatales es, a simple vista, una tarea sencilla: la sexualidad es inminentemente una cuestión política. El sexo no es simplemente una cosa que se juzgue, “es cosa que se administra. Participa del poder público: exige procedimientos de gestión […] la necesidad de reglamentar el sexo mediante discursos útiles y públicos” (Foucault, 2014: 27). En este sentido, la sujeción de los cuerpos y su sexualidad, la estigmatización de algunos de ellos y la normalización de otros es un tema inevitablemente político. Allí históricamente han intervenido —definiéndolo como un problema— dos instancias de poder y decisión: el Estado y la Iglesia; dos instituciones con la facultad de nominar lo correcto e incorrecto y, en consecuencia, lo que se debía (o no) hacer. Por lo tanto, aquellos marginados de la normativa no podrían ser nunca sujetos de derecho (Foucault 1996: 37, 61). Este proceso de diferenciación entre los individuos no ha sido un hecho de la naturaleza, sino un proceso atado a las estructuras sociales e instituciones que identificó a las personas como sujetos de derechos y obligaciones, definiendo así sus posiciones sociales.

Si bien, en su afán de convertirse en una nación, el Estado buscó despolitizar otro tipo de pertenencias e identidades —en el acto de instaurar una identidad ciudadana englobante (identidad nacional) diferente de aquellas prescritas por las pertenencias primarias de los ciudadanos (Déloye 2004: 72-73)—, el hecho de que ciertas personas se posicionaran en el mundo social haciendo culto de una sexualidad y corporalidad considerada diversa es un acto político en tanto acción contenciosa que desafía el ordenamiento preestablecido (Butler 2004). Se trata de un acto de disidencia sexual, pero a la vez política, ya que con su simple existencia socaba o pone en tensión la normatividad hegemónica.

En este sentido, el Estado desde su construcción moderna persiguió el desarrollo del autocontrol por parte de los individuos. El proceso de civilización, que daría lugar al Estado moderno, “da nacimiento al ‘hombre civilizado’ pero también al ‘buen ciudadano’ que sabe gobernar sus pasiones y dirigir sus emociones” (Déloye 2004: 52). Fue así que los Estados recurrieron a una serie de dispositivos para hacerse obedecer y respetar por los gobernados, inscribiendo al poder en el cuerpo, gobernando así las conductas y los sentimientos. De esta forma, el poder se corporizó.

Sin embargo, más allá de ser una instancia donde el poder se ejerce, el cuerpo debe ser entendido como un territorio donde se gesta y plasma la identidad; como un terreno de toma de decisiones. Un modo de ser y estar en el mundo, pero también de absorber y ser penetrado por él. En síntesis, es una manera de situarse en el espacio social ejecutando el rol asignado socialmente al cuerpo ubicado en un sitio en determinado momento o intentar subvertirlo (Bourdieu 2010a). Por estos motivos también el cuerpo es esencialmente —si es que este constructo social presenta algún esencialismo— político (Bourdieu 2010b). No obstante, en ese situarse en el mundo no ocupamos el lugar que se nos antoja, ni desarrollamos todas las acciones a nuestro gusto. En esa ubicación espacio-temporal, investidos de las ataduras sociales, incorporamos y llevamos a cabo una serie de acciones “propias” de nuestro ser-estar en el mundo por el hecho de haber aprehendido las estructuras de poder de cierto orden social.

Por ende, si el problema es político, la solución no podría ser buscada en otro sitio. El interrogante y su respuesta terminan encontrándose en el mismo lugar. Empero, como se anunció, esta podría ser tan solo la respuesta sencilla. La prohibición y censura a determinados cuerpos y sexualidades diferentes es solamente una parte del problema.

Analizar las demandas de las organizaciones sociales de género y sus acciones contenciosas, como me propuse en mi tesis de maestría, 1 me obligó a reflexionar sobre su contenido, descubriendo que estos reclamos trascendían ampliamente la esfera corporal-sexual.

Si bien a la hora de plantear sus reclamos los movimientos sociales parten de una corporalidad, identidad y sexualidad estigmatizada, no todos los reclamos son derechos sexuales en sí mismos, como podría ser, por ejemplo, la despenalización del aborto, donde el cuerpo es a la vez parte de la sujeción, parte del reclamo, pero también podría ser beneficiario de la política. En los casos que he analizado encontramos una superación de los derechos corporales-sexuales. La carencia de derechos por tener una sexualidad o un cuerpo diverso son un puntapié para la demanda de derechos civiles, políticos y económicos, entre otros, por lo que sigue siendo un problema de la esfera política. De esta forma, estamos ante un reclamo por derechos de ciudadanía que tiene como punto de partida cuerpos y sexualidades históricamente estigmatizadas, segregadas y postergadas de la acción estatal. En última instancia lo que está detrás —y no debemos perder de vista— es la discusión sobre cómo gestionar la política, a quiénes atender y contemplar, qué actores serán influyentes a la hora de definir la agenda estatal y qué rol jugarán las organizaciones sociales en esas políticas. Se trata de una discusión de fondo sobre cómo debe ejecutarse la política pública.

En ese sentido, estamos presentes ante las luchas de los “nuevos movimientos sociales”. Una de sus características es que “no constituyen simples intentos por obtener ganancias materiales, sino también —y de manera crucial— luchas por la significación […] intentos por convertir una identidad no estándar en algo aceptable, y al mismo tiempo hacer de esa identidad una identidad digna de ser vivida” (Calhoun 1999: 78).

Hablar de políticas sociales que reconocieran derechos genérico-sexuales fue a lo largo del tiempo pensar en acciones estatales dirigidas a las mujeres, principalmente, madres y pobres.

Empero, la identidad no es algo esencial e inamovible, sino que se encuentra sujeta a contextos concretos donde los y las activistas la negocian y redefinen. La identidad tampoco es algo en abstracto, sino que además de forjarse en y por la lucha no es interno al individuo. Por el contrario, se forma de manera estable en un continuo proceso de actividad social; en un continuo proceso social (Calhoun 1999: 79-80). Por ende, buscar políticas estatales que mejoren la vida cotidiana del colectivo LGBT no deja de ser un tema de la política, ya que es una invención del Estado como problema público, como problema de Estado.

La propuesta de la transversalización de género

A pesar de que a esta altura del relato quede en evidencia que estamos ante un fenómeno político, quisiera señalar por qué sería adecuado abordarlo desde la óptica de las políticas sociales.

En la Argentina de sesgo neoliberal de las últimas décadas, las políticas sociales fueron asociadas casi exclusivamente al plano de la asistencia. Consideradas “residuales”, se abocaron a atender solo a aquellos que no podrían protegerse, ni cubrir sus riesgos sociales, de otra manera que no fuera por medio de la benevolencia estatal. No obstante, y de manera paulatina, asistimos a un periodo de superación de la política social tendiendo a incorporar el paradigma de la “transversalización de género”.

En efecto, lo acotado de las políticas sociales en materia de género trasciende tanto al colectivo homosexual como a las últimas décadas. Hablar de políticas sociales que reconocieran derechos genérico-sexuales fue a lo largo del tiempo pensar en acciones estatales dirigidas a las mujeres, principalmente, madres y pobres. Estas políticas tenían un marcado sesgo focalizador y residual, ya que buscaban conciliar el mundo privado de las mujeres (el espacio familiar) con el mundo público (el ámbito laboral). Por lo tanto, el papel dual de las mujeres —como madres y trabajadoras— fue abordado en términos de políticas compensatorias. De esta forma no se problematizó la relación de poder asimétrica existente en la división sexual del trabajo, ni las desigualdades en relaciones de poder sexogenéricas (Rodríguez Gustá 2008). A su vez, otras minorías sexuales, como pertenecer a la población LGBT, quedaron directamente exentas de la escucha y acción estatal.

En este sentido debe tenerse presente el enfoque de la transversalización de género para la elaboración, planificación y gestión de las políticas sociales. Este paradigma —que busca integrar una perspectiva de género en la totalidad de las políticas públicas— entiende que el Estado es un agente principal en la construcción de un sistema de desigualdad de género, por lo que debe realizarse una transformación cultural y estatal que garantice la equidad. Para tal objetivo se plantea que las dimensiones decisionales del Estado y tareas que se vinculan a la promoción y aplicación de derechos genérico-sexuales sean ocupadas y desarrolladas por profesionales pertenecientes a estos grupos desprestigiados socialmente, motivo por el que las organizaciones han adquirido una creciente participación en la última década en pos de su integración.

Sin embargo, la integración es, más aún al hablar de corporalidades y sexualidades disidentes, un concepto controvertido. Inclusive, nociones como “integración”, “inclusión” y “adaptación” fueron hasta hace algunos años conceptos valorados negativamente por tratarse de sinónimos de adecuación a las normas imperantes. Por tanto debemos tener presente qué connotación tiene pensar las políticas sociales sexo-genéricas desde una perspectiva de la “integración” y si esta se da cercana a los paradigmas focalizadores y residuales de las intervenciones estatales de antaño o si se prioriza el enfoque de la transversalización de género. Siendo más precisos con estos interrogantes tendríamos que preguntarnos por las implicancias que tiene para la diversidad sexual pensar su integración a instituciones sociales —como por ejemplo el matrimonio— históricamente asociadas a la estructura social patriarcal, machista, pensada para otra época y para otros actores sociales, y si se trata en verdad de integrar e incorporar la diferencia o si por el contrario estaríamos eliminándola de raíz y sometiéndola a la adecuación de lo estipulado culturalmente.

Las políticas sexo-genéricas en la Argentina reciente

La integración como ha sido caracterizada en la última década —sobre todo en el contexto en el cual el matrimonio igualitario surge— carece del contenido peyorativo que la identificaba tiempo atrás. El casamiento para parejas del mismo sexo no fue visto por sus actores demandantes como una adecuación al heterosexismo y heternormatividad dominante. No obstante, esto no ha sido siempre así. Tanto las demandas como el modo en que se han intentado llevar adelante fueron cambiando con el tiempo y los marcos sociopolíticos. Por lo tanto, conocer cómo eran las proclamas en otras épocas se convirtió en un aspecto trascendental, permitiéndonos observar tanto la historicidad de los reclamos como el rol desempeñado por el Estado en la elaboración y desarrollo de este tipo de políticas. Siguiendo esa línea, quisiera en este último apartado detenerme en estas cuestiones y también intentar comprender por qué la Argentina ha obtenido en la última década una serie de políticas para las minorías sexuales. Si bien lo más probable sea que no existan recetas para trasformar las sociedades y que cada movimiento deberá ajustar su agenda y programa con la necesidad e idiosincrasia y cultura del medio social del cual es parte, pueden arrojarse algunas pistas del caso argentino.

Aunque el primer antecedente de movimientos sociales LGBT argentinos lo encontremos en 1967 (con agrupaciones vinculadas a las organizaciones de izquierda de la época), sería recién en la última década cuando esta comunidad conseguiría derechos ciudadanos. Entre esta creciente aprobación de derechos debieran considerarse —aunque no sean los únicos— la Ley de Unión Civil (2002), el matrimonio igualitario (2010) y la Ley de Identidad de Género (2012). Estos se debieron en gran parte a la laboriosa e insistente tarea de las asociaciones civiles que buscaron a lo largo del tiempo vincularse a organismos de derechos humanos, pero también, sobre todo los últimos dos, a la predisposición que tuvo el gobierno del matrimonio Kirchner a abordar estas problemáticas, lo cual también se encuentra emparentado al clima de época de la Argentina.

Si uno se detiene a pensar en el año en el que se aprobó el casamiento para parejas del mismo sexo, verá que coincidió con el Bicentenario de la Revolución de Mayo, proceso que el kirchnerismo acompañó de un revisionismo histórico en el que procuró incorporar datos y figuras borradas de los relatos nacionales —entre ellos democratizar espacios de participación y derechos para la comunidad LGBT—. Asimismo, el sesgo benefactor y populista que caracterizó a su gobierno, con medidas de tinte igualitario, fagocitó la aprobación de una medida de este calibre. Así, el “matrimonio gay” no puede dejar de ser pensado a la luz de otras medidas de símil signo ideológico como el plan Conectar Igualdad (que otorgó computadoras portátiles a todos los adolescentes de escuelas públicas), Fútbol para Todos o Automovilismo para Todos (transmisión gratuita de los dos deportes más populares en la Argentina) y reestatización de empresas de servicios públicos, entre otras medidas, que ya en su nominación llevaban la impronta de la equidad y el Estado de bienestar. El colectivo LGBT supo observar esa oportunidad política y logró así filtrar su demanda en la agenda pública.

Si bien no debe omitirse que tanto el machismo como la homofobia aún persisten en la Argentina —lo cual se observa, por ejemplo, en la equiparación de la homosexualidad con la debilidad y el ser “menos hombre”, como así también en la creciente y preocupante tasa de femicidios 2—, por otro lado, lentamente la sociedad parece ir tomando conciencia de problemáticas como la violencia de género y la trata de personas (por ejemplo con la Ley 26.485 de 2009, que busca prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales, al igual que marchas organizadas en múltiples ciudades del país bajo el lema #NiUnaMenos, que busca poner de manifiesto y erradicar la violencia sobre las mujeres). También debe destacarse un crecimiento en materia de derechos para la mujer en los últimos años. A pesar de que sigue siendo una deuda pendiente la despenalización del aborto, ha crecido la promoción de leyes para las mujeres que reconocen su rol en el hogar (otorgamiento de jubilaciones para amas de casa —mujeres sin aportes ni trabajo formal—, logrando así casi un ciento por ciento de cobertura del sistema previsional) y en la familia (como por ejemplo las asignaciones de dinero por hijo para cada familia al margen de la economía formal, o la Ley 26.862, que brinda acceso integral a los procedimientos y técnicas médico-asistenciales de reproducción médicamente asistida, entre otras).

Ausentes a lo largo de la historia en la toma de decisiones, las minorías sexuales comienzan a ocupar paulatinamente cargos en el Estado argentino destinados a la promoción de derechos para sectores vulnerados.

 

Empero, aún resta mucho por hacer. La invención de una política no dice nada por sí misma. Es el modo en el que se aplica y ejecuta la política el que podrá cambiar las cosas. Como hemos querido señalar en otra oportunidad, algunas políticas terminan siendo insuficientes si no se contempla la diversidad (sexual, económica y cultural, entre tantas otras), ni se le consulta a las personas idóneas en la materia (Rada y Crisci 2014). Es allí que el paradigma de la “transversalización de género” se vuelve una importante alternativa para saldar esa deuda.

Palabras finales

A lo largo de estas líneas busqué problematizar el vínculo entre la política y la sexualidad. Primero desde una revisión teórica, entendiendo el rol preponderante que tuvieron las organizaciones sociales en los cambios en la agenda y en su relación con el poder político; en segundo término, incorporando el enfoque de la “transversalización de género” como propuesta política para analizar los límites y alcances del caso argentino.

En este sentido se pudo destacar cómo, a lo largo de la historia, la política estigmatizó determinadas identidades, cuerpos y sexualidades, vulnerándose así sus derechos ciudadanos. Asimismo, la organización política de estos actores marginados buscó revertir esa situación desigual en la que la política los había ubicado y obtener derechos que los beneficiaran. Se trató entonces de reclamos por derechos de ciudadanía que tuvieron como origen corporalidades segregadas y discriminadas de la acción estatal. En síntesis, se buscaba resignificar la política: cómo se ejecutaría y a qué actores se atendería.

Si bien la literatura social suele inscribir a las organizaciones genérico-sexuales en el marco de los “nuevos movimientos sociales”, debido a que no reclamarían por condiciones materiales, deberían ampliarse estas cuestiones desde dos puntos de vista. Por un lado, tomando los aportes del “enfoque de derechos”, se comprende que la vulneración de derechos sociales, civiles o políticos también conlleva situaciones de pobreza. La exclusión sociocultural y política, entre otras, también pueden ser factores que posicionen al sujeto en una “situación de pobreza”, entendida como todos aquellos escenarios que resulten de libertades básicas privadas: “ciertas prácticas culturales […] que promueven la discriminación […] [y] actúan como mecanismos de exclusión social que causan o contribuyen a causar pobreza” (Abramovich 2006: 37). Por este motivo, de manera indirecta, siguen siendo reclamos por ganancias materiales y no solo sexuales. La segunda característica de los llamados “nuevos movimientos sociales” que en este trabajo se pudo observar es que estos no buscan la toma del poder, sino influir en el Estado con sus peticiones. A saber, se trata de un segundo momento político que consiste en su inserción en las instancias de toma de decisión. Es aquí que cobra importancia la propuesta de la “transversalización de género” y cómo se ha estado desarrollando en la Argentina en los últimos años.

Ausentes a lo largo de la historia en la toma de decisiones, las minorías sexuales comienzan a ocupar paulatinamente cargos en el Estado argentino destinados a la promoción de derechos para sectores vulnerados. No obstante, si bien asistimos a un cambio en el modo en que se gesta y aplica la política genérico-sexual en la Argentina, lo cierto es que aún resta un cambio cultural que eche por tierra la discriminación y la violencia de la que son objeto las personas por su condición sexual. Para esto, la invitación de la “transversalización de género” de transformar al Estado —a quien señala como un agente clave en la construcción de un sistema de desigualdad— se vuelve seductora. De esa forma, realizando una metamorfosis estatal, y en consecuencia cultural, estaremos más próximos a garantizar una equidad e igualdad real.


  1. Dicha tesis, cuyo título fue “El movimiento LGBT argentino y su participación en las políticas estatales. Cambios y continuidades en sus demandas, estrategias y memoria colectiva desde sus orígenes a la actualidad”, versó sobre el rol de las organizaciones de la diversidad sexual en su afán por conseguir políticas estatales que los beneficiaran, las alianzas y tácticas utilizadas, las proclamas sostenidas y su relación con el poder de turno a lo largo del tiempo.
  2. Recientes estudios señalan que la tasa de femicidios en la Argentina se aproxima al asesinato de una mujer cada 30 horas. Disponible en: <http://www.lacasadelencuentro.org/femicidios> (última consulta: 05/05/15).

Referencias Bibliográficas

Abramovich, Víctor (2006). “Una aproximación al enfoque de derechos en las estrategias y políticas de desarrollo”. Revista de la CEPAL, n.° 88: 35-50.

Bourdieu, Pierre (2010a). Meditaciones pascalianas. Buenos Aires: Oxímoron.

_____________ (2010b). La dominación masculina. Buenos Aires: Anagrama.

Butler, Judith (2004). Lenguaje, poder e identidad. Madrid: Síntesis.

Calhoun, Craig (1999). “El problema de la identidad en la acción colectiva”. En J. Auyero, Caja de herramientas. El lugar de la cultura en la sociología norteamericana. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, pp. 77-112.

Déloye, Yves (2004). Sociología histórica de lo político. Santiago de Chile: LOM ediciones.

Foucault, Michel (1996). La vida de los hombres infames. Buenos Aires: Editorial Altamira.

_______________ (2014). Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber. Buenos Aires: Siglo XXI.

Rada Schultze, Fernando y Yamila Crisci (2014). “Alcances y límites de la política estatal en la economía social y solidaria. Análisis de dos emprendimientos productivos”. Revista Perspectivas de Políticas Públicas, n.° 6: 207-222.

Rodríguez Gustá, Ana Laura (2008). “Las políticas sensibles al género: variedades conceptuales y desafíos de intervención”. Revista Temas y Debates, n.° 16: 109-129.