El día 11 de septiembre de 2012, fiesta nacional de Cataluña, una manifestación multitudinaria recorrió Barcelona, transcurriendo por el Paseo de Gracia, para luego dirigirse hacia el Parque de la Ciudadela. Las estimaciones de los asistentes —entre 600.000 y 1.500.000 personas en datos de la delegación del Gobierno o de la policía local— la sitúan como la mayor manifestación de toda la democracia española. Un único lema la presidía, “Catalunya nou estat d’Europa”, con un sinnúmero de banderas estelades portadas por quien quisiera y por doquier. La manifestación había sido convocada por una plataforma cívica independentista, la Asamblea Nacional de Catalunya, si bien en los días anteriores, ante el cariz que iba tomando, todos los partidos del arco parlamentario catalán, excepto el PP, PSC y Ciutadans, se sumarían a ella, además de varios miembros destacados del socialismo a título personal.
Los ciudadanos de Cataluña salieron a las calles en un tono festivo, en grupos familiares intergeneracionales, de amigos, vecinos o de un mismo pueblo. Eran gentes de Barcelona o llegadas en innumerables autocares desde el último rincón del país. Destacaba el aire diverso de los participantes. Unos provenían de generaciones de catalanidad, otros de las migraciones de los años veinte y treinta —murcianos o del levante—, de las de los años sesenta —andaluces o extremeños— y de las últimas posteriores a los noventa, hablando en catalán o en castellano, pero sobre todo una mayoría de gente joven nacida en la democracia, que acudía, como el resto de participantes, al lema de “tenemos derecho a decidir el destino de una Cataluña independiente de España”.
En las siguientes semanas, los hechos se fueron sucediendo con cierta rapidez. Un rotundo fracaso culminó las conversaciones entre Artur Mas (CiU), presidente de la Generalitat de Cataluña y portador de una moción del Parlament de Catalunya, y el presidente del gobierno Mariano Rajoy (PP) para sustituir el actual sistema de financiamiento autonómico por un pacto fiscal bilateral entre el Estado y la comunidad autónoma, a la manera del que ya disfrutan el País Vasco y Navarra. Al cerrarse cualquier negociación fiscal, Artur Mas optó por dar por concluida la legislatura autonómica y convocar a elecciones anticipadas para el 25 de noviembre, unas elecciones que en cierto modo han devenido plebiscitarias, ya que se votará fundamentalmente por el derecho a decidir sobre el propio destino, ante lo cual se ha trazado una clara línea divisoria, entre los partidos más o menos soberanistas, que defienden el derecho de los catalanes de votar en referéndum si quieren o no la independencia, los partidarios de reformar la constitución en un sentido federal y los partidos “constitucionalistas”, que consideran que no se puede ni debe reformar la constitución, ni puede convocarse a un referéndum en Cataluña, o que en última instancia deberían responder a tal pregunta el conjunto de los ciudadanos españoles.
La gravedad de la situación ha sido percibida cabalmente por todos los políticos, y ha relegado en parte el debate sobre cómo afrontar la aguda crisis económica, pero a la vez ha demostrado que no era posible transitar por esta sin que se remecieran los cimientos del estado autonómico surgido de la transición.
La diada nacional, l’11 de setembre
En 1980, el parlamento de Cataluña iniciaba su andadura legislativa declarando el día 11 de septiembre como fiesta nacional. Se conmemoraba la derrota y toma de Barcelona el 11 de septiembre de 1714, luego de ser duramente bombardeada por las tropas de Felipe V, comandadas por el jacobita duque de Berwick. Era el desenlace de la Guerra de Sucesión, un conflicto abierto tras la muerte sin herederos del rey Carlos II, entre los partidarios de su sucesión por Felipe V o por el archiduque Carlos de Absburgo, en el que parte de Cataluña tomó partido por la causa austriacista, en defensa de los antiguos fueros y de una monarquía compuesta hispánica.
Sería en la década de 1880 cuando se iniciaría, auspiciada por círculos políticos catalanistas y culturales de la Renaixença, la conmemoración de la derrota de las libertades y la pérdida de los fueros. Entre ventanas y balcones engalanadas con banderas catalanas, la jornada tiene desde entonces dos momentos destacados: la ofrenda floral ante el monumento a Rafael de Casanovas, conseller en cap de Barcelona durante el asedio borbónico, y cuando la situación política lo determina, generalmente al atardecer del que todavía es un día de verano, una manifestación reivindicativa nacionalista.
En la memoria de la reciente democracia, la gente de mi generación recuerda o ha asistido a las manifestaciones singulares del 11 de septiembre de 1976 en Sant Boi, pero sobre todo a la de 1977, en Barcelona, que aglutinó, según la prensa de la época, a más de un millón de personas, y discurrió bajo el lema Llibertat, amnistia i estatut d’autonomia, y que fue determinante para que el entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, negociara el retorno a España de Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat en el exilio, y se estableciera provisionalmente el autogobierno catalán.
Sin embargo, para comprender la manifestación más reciente, debe añadirse la del 10 de julio de 2010, bajo el lema “somos una nación, nosotros decidimos”, en protesta por la sentencia del Tribunal Constitucional que recortaba sustancialmente el vigente estatuto de autonomía de 2006, previamente refrendado por el Parlament de Cataluña, el de España y por el pueblo catalán en referéndum.
Una mirada atenta a las manifestaciones que se han sucedido en Barcelona en las más de tres décadas transcurridas desde el inicio de la transición política e instauración de la democracia nos indica que ha variado su composición y los símbolos esgrimidos. En los años setenta acudieron mayoritariamente sectores provenientes del catalanismo político, tanto conservador como de izquierdas, con participación destacada de sectores de clases medias urbanas y de comarcas generalmente de origen catalán. Entonces las banderas eran la catalana de las cuatro barras rojas sobre fondo gualda, enarboladas por los políticos de las diversas asociaciones, partidos y sindicatos, junto a una gran diversidad de pancartas de las distintas instituciones y asociaciones participantes. Las manifestaciones más recientes mantienen la misma composición mayoritaria de sectores de clases medias, pero han sido organizadas por asociaciones culturales o plataformas cívicas —Omnium Cultura en 2012, Asamblea Nacional de Catalunya en 2012—. En ellas han hondeado innumerables banderas, pero ahora predominan las estelades, que incorporan las cuatro barras y el triángulo con una estrella, aunque la inicialmente de color amarillo y rojo, y vinculada a movimientos independentistas de izquierda, ha sido arrinconada por un mar de estelades blaves —blancas sobre fondo azul—, en clara alusión a las banderas de Cuba y Puerto Rico, en recuerdo de su independencia en 1898.
Nacionalismo catalán versus nacionalismo español
La autonomía política ha permitido, entre otros efectos, normalizar la lengua y la cultura catalanas. En parte se debe a la apuesta por un modelo unificado educativo, en el que se optó por considerar al catalán la lengua vehicular y la inmersión lingüística como el modelo que permitiría culminar la educación secundaria con un óptimo registro de las dos lenguas oficiales, el catalán y el castellano, consolidando una sociedad de vocación bilingüe, fuera cual fuera la lengua materna de cada uno de los ciudadanos. El proyecto se completaba con la promoción, desde la Generalitat, de una red de canales de televisión y de radio nacionales que emitieran solo en catalán, en defensa de la lengua considerada en minoría y amenazada en su pervivencia. Se trataba de un proyecto de salvaguarda de la lengua propia, marginada durante los cuarenta años de dictadura franquista de las aulas y el espacio público, pero sobre todo de una apuesta por evitar el modelo de escolarización dual —en castellano y euskera, por la que se optó en el País Vasco— y situar la escuela en el eje de la integración de la migración, que se había convertido en uno de los componentes sustanciales de la sociedad catalana.
En buena parte, son las generaciones nacidas y educadas en la democracia las que en estos momentos son mayoritariamente partidarias de la independencia y muestran un alto activismo político en tal sentido, sea cual sea su origen personal o familiar.
Se trata de un proyecto que ha sido asumido por distintas generaciones y que ha tenido dos consecuencias sustanciales. La sociedad catalana mantiene un carácter inclusivo respecto de la migración, al mismo tiempo que sectores mayoritarios de esta se han integrado en igualdad de condiciones asumiendo como propios y compartidos los rasgos culturales de la sociedad de acogida. El resultado es que, en buena parte, son las generaciones nacidas y educadas en la democracia las que en estos momentos son mayoritariamente partidarias de la independencia y muestran un alto activismo político en tal sentido, sea cual sea su origen personal o familiar.
En España, la democracia construida desde la transición ha sido considerada bajo dos perspectivas: para unos fue un proceso impecable, mientras que para otros fue el resultado del temor a la reedición de la Guerra Civil (1936-1939) y de la tutela o presión de fuerzas involucionistas, como mostraría en su momento el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 o que no se haya resuelto cabalmente la memoria histórica de la represión durante la guerra y la posguerra. Sin embargo, no hubo consenso ni se han podido consolidar símbolos nacionales o fiestas cívicas o patrióticas que pudieran ser interiorizadas por el conjunto de los ciudadanos españoles. Baste solo mencionar que el himno nacional carece de letra o la inexistencia de un acuerdo claro de si debe priorizarse como fiesta nacional el 12 de octubre, fiesta de la hispanidad, o el 6 de diciembre, día de la promulgación de la Constitución.
Tras el aparente fracaso hay un cúmulo de realidades. Para algunos, siguen vigentes los símbolos de la Segunda República: en menor medida el himno de Riego y de forma cada vez más visible la bandera tricolor rojo-amarillo-morado, que de hacerse notar en manifestaciones más o menos espontáneas y minoritarias en las plazas de varias ciudades el 14 de abril de cada año, se ha mostrado cada vez de forma más destacada en las manifestaciones contra los recortes impuestos durante la crisis y ante el descrédito en que se ve inmersa la casa real, consecuencia del enjuiciamiento del yerno del rey o el viaje de este a cazar elefantes en plena crisis económica. Para otros, sobre todo en lo que se refiere al 12 de octubre, nada hay que celebrar, y por ejemplo, este año en Cataluña ha habido una amplia campaña para cuestionar su carácter de feriado e ir a trabajar como cualquier día laborable. A pesar de que durante el gobierno de José María Aznar se instaló una inmensa bandera española en la plaza Colón de Madrid, es difícil ver a ciudadanos en cualquier contexto que no sea celebrando las victorias futbolísticas de la Roja portando la bandera, y recordemos que no existe tradición de la escarapela en España.
En el fondo se trata de la incomodidad ante el legado franquista de los símbolos patrios, la complejidad para que estos sean asumidos en un contexto democrático y la negativa a enlazar la actual etapa democrática con el legado de la Segunda República, pero sobre todo de la dificultad de encontrar un relato histórico que nos defina a los españoles como “nación de naciones”, un término utilizado durante la transición, y luego obviado, como el de “pueblos de España”, incluido en el preámbulo de la Constitución, contra el sugerente, mítico si se quiere, pero eficaz relato divulgado por los nacionalismos históricos, como Cataluña, cuyo himno metafóricamente sí tiene letra, conocida por cualquiera, y que remite a la revolta dels Segadors de 1640, a cuyas resultas y del Tratado de los Pirineos los territorios de la Cataluña Norte serían segregados y transferidos a Francia. Cuando el ministro de Educación, José Ignacio Wert, declaró recientemente en la sede parlamentaria que su objetivo era españolizara los niños catalanes, en realidad asumía el fracaso del proyecto nacional español, el Estado-nación homogéneo soñado e impuesto, pero no asumido por el conjunto de la ciudadanía.
Un poco de historia del problema catalán
El 11 de septiembre de 1714 tuvo su continuidad en el decreto de Nueva Planta de 1716 que vino a abolir las cortes y el derecho privativo catalán y a marginar del espacio público y administrativo la lengua catalana, y abrió el camino al centralismo político y cultural del estado borbónico, con la excepción del País Vasco y Navarra, que conservarían sus fueros, al punto que las Cortes de Navarra se reunirían hasta 1829. La Constitución de 1812 puso las bases de la construcción de España como Estado-nación, organizado desde el centralismo y sobre la base de la homogeneidad cultural en torno al legado político y cultural castellano.
Los dos siglos posteriores han estado dominados por varios episodios y periodos de reconocimiento de las diversas identidades culturales y de ciertos grados de descentralización política. El federalismo fue defendido por Francisco Pi i Margall durante la breve Primera República (11/2/1873-29/12/1874). Sin embargo, sería el nacimiento de los nacionalismos contemporáneos catalán y vasco los que podrían en la escena política, sobre todo después de las pérdidas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898, la necesidad de tratar de forma diferenciada lo que la actual constitución denomina las nacionalidades históricas, y que en ocasiones se citan como los nacionalismos periféricos. A principios del siglo XX, la Mancomunidad (1914-1925) fue la primera institución de autogobierno catalana, liquidada por la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930).
La Segunda República (1931-1939) dio lugar a un proceso de reconocimiento del estatus especial de Cataluña, el País Vasco y Galicia. En realidad, el mismo día que se finiquitaba la monarquía, el 14 de abril, Francesc Macià, de Esquerra Republicana de Cataluña, proclamaba la república catalana dentro de la Federación de Repúblicas Ibéricas. Un proyecto efímero, pero que daría paso, tras relegarse la opción federalista, al primer Estatuto de Autonomía (1932). La insurrección de octubre de 1934 llevó a su suspensión, hasta que la victoria del Frente Popular permitiría de nuevo la actuación de la Generalitat de Cataluña.
El franquismo no solo liquidó cualquier forma de autogobierno, sino que persiguió encarnizadamente cualquier signo político o cultural catalán. Así, y tras ser detenido en Francia y deportado, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, fue fusilado (1940), mientras se prohibía la educación bilingüe y se imponía “la lengua del imperio”.
El fin del franquismo y la transición política fueron a la par de las reivindicaciones catalanistas: la Asamblea de Cataluña y las ya mencionadas manifestaciones del 11 de septiembre de 1976, pero sobre todo la de 1977, en Barcelona, fueron determinantes para que la España de la transición caminara hacia un modelo de Estado de las autonomías, fijado en la Constitución de 1978 por una doble vía de acceso, según se tratara de las nacionalidades históricas —Cataluña, País Vasco, Navarra, Galicia— o del resto de regiones; sin obviar que se pusieran barreras al nacionalismo mediante la limitación del uso del término “nación” a España y el reconocimiento de Cataluña o el País Vasco solo como nacionalidades, en un intento de diluir su fuerza reivindicativa. Terminaría imponiéndose un modelo de organización del Estado que ha sido conocido como el “café para todos”, por el cual se reconocía un parecido estatus de autogobierno a todas las regiones, aunque con un tratamiento diferencial en aquellas comunidades históricas con lengua propia o de absoluta independencia fiscal para el caso del País Vasco y Navarra, una realidad fruto de la necesidad de superar las fracturas abiertas por las tres guerras carlistas del siglos XIX, en las que amplios territorios se levantaron en defensa de la sucesión de Carlos a su hermano Fernando VII, bajo el lema de “Por Dios y los fueros”.
El modelo fiscal español supone una suerte de modelo redistributivo entre los ciudadanos —quién más tiene, más paga, con amplias limitaciones y abundantes desgravaciones y figuras contributivas— y los territorios, de tal forma que las regiones con mayores ingresos devienen contribuyentes netos, mientras que las de menores ingresos son en la práctica regiones fuertemente subsidiadas, con recursos interiores, pero también con fondos estructurales europeos.
Uno de los reclamos recurrentes de Cataluña ha sido que se tienda a un modelo que permita dedicar mayores inversiones a la propia región y limite las transferencias a otras zonas. En la sociedad civil ha calado con fuerza la idea de un tratamiento discriminatorio.
Uno de los reclamos recurrentes de Cataluña ha sido que se tienda a un modelo que permita dedicar mayores inversiones a la propia región y limite las transferencias a otras zonas. En la sociedad civil ha calado con fuerza la idea de un tratamiento discriminatorio. La existencia de un persistente déficit fiscal que grava el progreso económico y social, visto como un agravio comparativo, ha sido uno de los consensos clave en la actual Cataluña. De ahí la idea fuerza transversal en la sociedad catalana de la necesidad de pedir un nueva relación con el Estado español, que comporte un acuerdo bilateral —el denominado concierto fiscal—, que siguiendo el modelo vasco permita definir un modelo de hacienda propio y recaudar los impuestos directamente sin intermediaciones.
En 2006 se aprobó un nuevo estatuto, reformado tras un largo proceso y debate, iniciado por el presidente socialista catalán Pasqual Maragall, defensor de un cierto “federalismo asimétrico”, que permitiera reconocer las particularidades catalanas y aumentar sus cuotas de autogobierno. A lo largo de su debate y aprobación en los parlamentos catalán y español, se desató una agria campaña a su favor y en contra, en la que sobre todo destacaron dos hechos: una intensa campaña anticatalana, que se focalizó en el boicot a los productos catalanes, y el recurso presentado ante el Tribunal Constitucional por parte del PP, que llevó a que este impugnara varios de sus artículos, sobre todo en lo referente al carácter preferente del catalán como idioma oficial, a un poder judicial propio —Cataluña tiene un derecho civil particular y distinto del español— o un sistema fiscal diferenciado.
¿Y dónde estamos?
La convocatoria de elecciones anticipadas para el 25 de noviembre nos sitúa ante un escenario plebiscitario, con una escisión clara entre los soberanistas o los defensores del derecho a decidir, los federalistas y los constitucionalistas. Se dirime el derecho de convocar un reférendum en la próxima legislatura para que se vote si se quiere o no la independencia. Las referencias a realidades coetáneas se hallan a la orden del día, si bien el espejo que durante muchos años ha sido de gran eficacia política, el Quebec, ha sido substituido por Escocia. Pero no nos llevemos a engaño, el espectro político catalán es de una gran fragmentación y diversidad. Actualmente, el Parlament tiene diputados de siete formaciones distintas: Convergencia i Unió (CiU), Partir Socialista de Catalunya (PSC), Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), Iniciativa-Verds (ICV-EUiA), Partido Popular de Cataluña (PPC), Ciutadans (C’s) y Solidaritat per la Independència (SI). Las encuestas dan como probable que el conjunto de grupos obtendrán escaños, y queda por ver si no se sumarán agrupaciones como Candidatura de Unitat Popular (CUP) —asamblearia e independentista, con significativa presencia en gobiernos locales— o la xenófoba Plataforma por Cataluña. Estarían dentro del bloque soberanista CiU, ERC, CUP, por el derecho a decidir ICV-EUiA y PSC, y como constitucionalistas PP, C’s y PSC-PSOE.
El matiz entre el PSC y PSOE puede ser una de las claves de los resultados electorales, ya que en estos momentos el PSC, fruto de un pacto en la transición entre el socialismo español y el de tradición catalanista, vive un profundo conflicto interno, en parte herencia de la pésima gestión de dos gobiernos tripartitos (del PSC, ERC, ICV, los periodos 2003-2006 y 2006-2010), pero sobre todo de la fractura entre el sector catalanista y españolista-constitucionalista, que camina a la par de una sangrante pérdida de electorado, como muestran sus sucesivas debacles electorales consecuencia del fracaso del proyecto y gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero.
Convergencia i Unió, que hasta el presente gobierna en minoría, si bien busca la mayoría absoluta y capitalizar la ola independentista, sufre las tensiones de su propia realidad, al tratarse de una federación entre Convergencia, actualmente muy escorada al soberanismo, y Unió, democratacristiana de posiciones mucho más tibias respecto a la independencia de Cataluña.
Al mismo tiempo que se tensaba la política, se convocaban elecciones anticipadas y se defendía el derecho a un referéndum proindependencia, el gobierno de CiU pedía al Estado el rescate económico por un importe superior a los 5.000 millones de euros. La situación venía condicionada por un grave endeudamiento, con una prima de riesgo situada en el entorno del bono basura que le cerraba el acceso a los mercados de crédito, con obligaciones perentorias de devolución de los que en su día fueron denominados “bonos patrióticos” —bonos de la deuda interna— y con problemas mensuales de caja que condicionan y retrasan el pago de servicios sociales básicos, medicinas e incluso salarios de los funcionarios o sus cuotas de la seguridad social, a pesar de los ajustes de corte neoliberal que se han impuesto, especialmente duros en educación y sanidad. Cataluña es una sociedad asolada por una tasa de paro superior al 22,56 %, con 840.000 parados, según la EPA, o 646.306 para el registro de las oficinas de empleo, sobre una población de 7.565.603 habitantes según el censo de 2012, y donde los desahucios son la cara más amarga del estallido de la burbuja inmobiliaria, la crisis del sistema bancario y el fuerte endeudamiento familiar en un contexto de agudo paro y caída de salarios y poder adquisitivo.
Ante tal realidad, el debate actual amaga la creciente fractura social y el empobrecimiento y pérdida de derechos sociales y laborales que hicieron de la España democrática una sociedad altamente redistributiva y equitativa. Por el contrario, en las páginas centrales de la prensa y los noticiarios de radio o televisión, las tomas de posición, declaraciones y manifiestos sobre cómo debería ser o no ser la organización territorial de España están a la orden del día.
España como nación es el eje del debate y del discurso, pero para unos la pregunta es cómo pudo ser que se haya fracasado en españolizar a los ciudadanos, y en consecuencia, tratan de identificar a los responsables.
España como nación es el eje del debate y del discurso, pero para unos la pregunta es cómo pudo ser que se haya fracasado en españolizar a los ciudadanos, y en consecuencia, tratan de identificar a los responsables —y señalan, según sus intereses y preferencias, a gobiernos autonómicos nacionalistas, modelo educativo, grupos multimedia como el Godó a través de 8TV, RAC.1 y el periódico de mayor difusión en Cataluña, La Vanguardia— y de poner remedio para revertir la situación —unificar el relato histórico político (Cataluña nunca fue independiente, nunca fue reino) o eliminar la capacidad normativa de las autonomías en materia educativa o su capacidad propagandística e ideológica a través de los canales televisivos o de radio propios.
Para otros, reconocer el fracaso del Estado de las autonomías lleva a repensar su modelo de organización, y donde al parecer no los había florecen los que defienden la España plural, federal, confederal, y su contrapunto, los que quisieran una política recentralizadora; y ante todos ellos están los que buscan radicalmente caminar hacia la independencia en Cataluña, pero también en el País Vasco, por la vía democrática. A la contra, están quienes les niegan su capacidad de decidir porque no son una nación, y como solo lo es constitucionalmente España, solo a los ciudadanos españoles en su conjunto les cabe resolver en referéndum quién puede o no ser independiente, todo ello amenizado con la propagación de temores e incertidumbres sobre las consecuencias que comportaría un proceso de independencia que conduciría a situar a Cataluña fuera de la Unión Europea, mientras los independentistas sueñan con un futuro promisorio de Cataluña como nuevo estado de Europa.
En fin, ¿alguien se creía que una crisis económica no iba a ir acompañada de una crisis política? ¿O que en política no sería determinante la fiscalidad y cómo se parte y reparte la hacienda pública? Déjenme terminar, como historiadora, con una reflexión de Hipólito Unánue, ministro de Hacienda de Simón Bolívar: “Sin hacienda no hay Estado, porque esta es el alimento y la sangre del cuerpo político”.
* Profesora titular de Historia de América, Institut de Recerca Històrica, Universitat de Girona.
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