Europa está pasando por su peor crisis, lo sabemos. De ella solo han podido escapar con claridad los países bálticos (Letonia, Lituania y Estonia) y Polonia, en buena medida por la marginalidad de sus propias economías/territorios y por no pertenecer a la zona euro, respectivamente. En líneas generales, Europa —al menos los países más convulsos— afrontan cuatro problemas: crecimiento, déficit, desempleo e ineficiencia estatal.
El crecimiento económico no ha sido el fuerte de Europa en la última década, más allá de la solidez de la economía alemana y los casos especiales del “tigre céltico” (Irlanda) y ahora los “tigres bálticos”. La crisis económica actual, en ese sentido, no es de falta de crecimiento, aunque sí resulta un factor contextual importante a considerar.
Más específicamente, la crisis se explica por el alto déficit acumulado del presupuesto de los países, particularmente de los del sur de Europa. Así, la relación entre déficit y producto bruto interno se fue estrechando sostenidamente desde la implementación del euro.
Más específicamente, la crisis se explica por el alto déficit acumulado del presupuesto de los países, particularmente de los del sur de Europa. Así, la relación entre déficit y producto bruto interno se fue estrechando sostenidamente desde la implementación del euro en 1999 a la actualidad. El Pacto de Estabilidad y Crecimiento del euro obligaba a los países miembros a que su deuda pública no superase el 60% del PBI. Asimismo, la deuda pública anual estimada no podía superar el 3% de la deuda pública real. Ninguno de los países de la eurozona cumplió esta última cláusula, y solo algunos acataron la primera. Grecia, el caso más grave de la crisis, acumula una deuda de más del 120% de su PBI. Italia, por su parte, también rebalsa el 110%, según los datos de la oficina estadística de la UE. Este estado calamitoso de las finanzas públicas ha llevado a una elevación de la tasa de interés para contraer deuda de estos países, basada en la desconfianza de que puedan cumplir sus acreencias. Dicha desconfianza es medida por los famosos rankings de las agencias de calificación, que, hoy por hoy, tienen en vilo con cada uno de sus reportes a los países europeos.
No obstante, el déficit público y el casi nulo crecimiento económico han destapado otros problemas a nivel interno menos visibles. El caso más saltante es el de Grecia, cuya crisis reveló el penoso falseamiento de las cuentas públicas que hizo el gobierno de Nueva Democracia, la derecha griega, durante la década pasada. En España, por su parte, la crisis ha puesto los reflectores sobre los tremendos “huecos fiscales” generados por las “comunidades autónomas” (una suerte de departamentos en un sistema político casi federal). Problemas vinculados al gasto público, que en Perú asociaríamos a la insipiencia del Estado, sobre todo a nivel subnacional, se hacen visibles en el caso español: corrupción, construcción de infraestructura sin estudios de viabilidad y comunidades autónomas que no respetan sus proyecciones de déficit.
Sin embargo, la crisis de la estructura macro de las economías no es el factor más dramático que afrontan los europeos. Su principal expresión es el desempleo, el cual estaría llevando a una disminución considerable de la cohesión social en el continente. ¿Cómo se ha traducido la crisis en el desempleo? Este no es un fenómeno cuyas explicaciones sean continentales, sino más bien nacionales, dado que las legislaciones de los países miembros tienen importantes competencias en este tema. En el caso español, el más grave de la Unión, con un 20% de población desempleada (50% en el caso de los jóvenes), se conjugan una serie de factores, entre los que destaca principalmente la intrincada red de protección al desempleo que existía hasta antes de la reforma del nuevo gobierno, inaugurado a fines de 2011. Despedir en España era “fácil pero caro”, tan caro que se encontraba en el top 3 europeo de los costes al despido en 2009. El futuro inmediato es desalentador: las cifras de “paro” —ya ha advertido el nuevo presidente del Gobierno español— empeorarán en 2012, hasta llegar al 25%, todo un récord histórico.
Es aquí donde creo que la metáfora de la latinoamericanización de Europa se quiebra: si bien América Latina combinó en su crisis falta de crecimiento, déficit e ineficiencia estatal, la informalidad y la marginalidad del ciudadano latinoamericano permitieron a fines del siglo pasado que nuestros países afronten la crisis a través de la focalización de la ayuda, pasando las políticas de empleo a un segundo lugar. Europa, hoy por hoy, busca medidas que fortalezcan el empleo como principal paliativo a la crisis; no obstante, sus políticos difieren en los métodos sobre cómo conseguirlo.
Ahora bien: ¿y qué decir de los resultados políticos de la crisis? ¿Son comparables a los latinoamericanos?
Políticas nacionales: indignación electoral a la derecha
La crisis económica en América Latina se tradujo a nivel político en la asunción de gobiernos de corte liberal. Algo similar pareciera estar pasando en Europa, donde la socialdemocracia se ve acorralada por sus pares conservadores (actualmente solo hay gobiernos de izquierda en Bélgica, Eslovenia y Chipre dentro de la UE). Sin embargo, la otra gran transformación de los sistemas políticos latinoamericanos a raíz de la crisis fue la aparición de partidos nuevos en la década de 1990, particularmente en el área andina, como respuesta a las recientes demandas de representación dentro del sistema económico neoliberal.
La crisis económica en América Latina se tradujo a nivel político en la asunción de gobiernos de corte liberal. Algo similar pareciera estar pasando en Europa, donde la socialdemocracia se ve acorralada por sus pares conservadores.
La evidencia sobre este punto en el caso europeo es mixta: en algunos países (Francia, Holanda y Austria) han aparecido formaciones de extrema derecha que le han disputado la preeminencia al conservadurismo moderado. No obstante, este fenómeno es rastreable hacia antes de la crisis de 2008, por lo que estaría vinculado a otro tipo de problemas (como la inmigración). Asimismo, han aparecido básicamente en aquellos países relativamente más ricos, donde la crisis los ha afectado en menor medida. Al sur de Europa, por su parte, la crisis pareciera haber ocasionado más bien un repliegue a los grandes partidos conservadores, pese a que el rechazo a los partidos políticos ha crecido (tal cual lo mostró la efervescencia del movimiento de los “indignados”). Las encuestas en Grecia, por ejemplo, señalan como ganador de las próximas elecciones al partido Nueva Democracia (pese a que en su pasado gobierno se gestó la crisis que hoy vive el país). De otro lado, en España, el recientemente electo gobierno del Partido Popular sigue manteniendo altas tasas de aprobación pese al draconiano paquete de medidas que está llevando adelante. ¿Qué explicaría el mantenimiento del statu quo? Revisemos el caso español.
Es interesante recordar el debate para alcanzar la presidencia del Gobierno de España de marzo de 2008. Se discutió de todo, pero sobre todo acerca de temas “posmateriales”, por decirlo de alguna manera: qué hacer con los partidos políticos ligados a la banda terrorista ETA, con cuántas competencias deberían contar “las autonomías” (particularmente aquellas donde el nacionalismo antiespañol es imperante, como en Cataluña y el País Vasco), qué tipo de modelo educativo propulsar, si uno dirigido principalmente al saber técnico o a la formación ciudadana, etc. Se habló de economía, ciertamente, pero la evidencia era ambivalente: había indicadores buenos y malos, y, por tanto, la elección a presidente de Gobierno, claramente, no pasaría por sobre qué partido gobernaría mejor la economía. En ese clima de estabilidad económica (con tan solo pequeños visos de ralentización del crecimiento), el discurso conciliador de José Luis Rodríguez Zapatero —presidente del Gobierno y candidato a la reelección— se impuso en las elecciones sobre el discurso polarizador del Partido Popular, liderado por Mariano Rajoy.
Poco después de las elecciones de 2008, y con la caída de Lehman Brothers en septiembre, se empezó a gestar la crisis económica que Rodríguez Zapatero calificó inicialmente como una mera “desaceleración”. Estas palabras le costarían caro al gobierno del Partido Socialista, sobre todo cuando las cifras de desempleo empezaron a aumentar y la Unión Europea comenzó a exigirle medidas contundentes de recorte. Es así que un Rodríguez Zapatero cabizbajo en su comparecencia en las Cortes españolas (la Cámara de Diputados) tuvo que aplicar en mayo de 2010 el congelamiento de las pensiones en España, el cual fue seguida de la más grande huelga general de su mandato. Es desde esta fecha que Rodríguez Zapatero se convierte casi en un fantasma de sí mismo: sus comparecencias públicas se hicieron menores y ganaron protagonismos los ministros técnicos. Su índice de aprobación cayó por debajo incluso del poco carismático líder de la oposición, Mariano Rajoy. Casi cuatro años después de iniciado su segundo gobierno, la cifra de desempleados alcanzó una cuota histórica: más de cinco millones.
Es en este contexto que en mayo de 2011 aparece el movimiento de los “indignados”, levantando titulares a nivel mundial por sus denuncias en torno a los excesos del capitalismo, por su masividad, su estabilidad temporal y su carácter antiideológico. Poco después, se produjeron dos elecciones: las autonómicas y las generales (estas últimas adelantadas). Muchos las seguimos con particular interés: sería el estreno “político” del movimiento de los indignados, lo que podría confirmar su verdadero alcance político-electoral y su carácter “no ideológico”. ¿Cabrían alternativas distintas al bipartidismo PP/PSOE que gobierna España desde 1982?
La respuesta fue contundente. El opositor Partido Popular ganó ambas elecciones, y se hizo con el gobierno de todas las autonomías que concurrieron a elecciones, salvo la nacionalista Cataluña y el Principado de Asturias (donde ganó una escisión del PP). Asimismo, ganaron casi todos los ayuntamientos de las ciudades más grandes (nuevamente salvo Barcelona y Bilbao). Posteriormente, en las elecciones generales, obtuvieron la segunda mayoría absoluta más amplia desde el retorno a la democracia en 1978 (solo superada por la primera victoria de Felipe Gonzales, del PSOE, en 1982). Salvo el crecimiento modesto de algunos partidos menores (el centrista Unión, Progreso y Democracia, que recibió el apoyo de Mario Vargas Llosa), la eurocomunista Izquierda Unida y los nacionalistas (a costa del voto perdido por el PSOE), el sistema político español sigue siendo gobernado por el bipartidismo entre derecha e izquierda, que controla el 84.57% de la Cámara de Diputados (lo que no obstante representa una reducción de casi siete puntos respecto de 2008).
La victoria del PP sorprende, en primer lugar, porque la percibida división entre política y sociedad —denunciada por el movimiento de los indignados y corroborada parcialmente por las encuestas— no pareciera haber tenido un correlato electoral claro.
La victoria del PP sorprende, en primer lugar, porque la percibida división entre política y sociedad —denunciada por el movimiento de los indignados y corroborada parcialmente por las encuestas— no pareciera haber tenido un correlato electoral claro. Es un proceso común a países con niveles de desarrollo económico e institucionalidad política media/alta, donde los sistemas políticos son percibidos como rígidos, proclives al statu quo y a la entronización de determinados políticos en las jerarquías partidarias. Juan Pablo Luna (2011) describía este proceso para el caso chileno en la pasada edición de Argumentos. Así, la crisis de desafección de los chilenos se vio reflejada parcialmente en la candidatura de Marco Enriquez Ominami (que alcanzó a tener un quinto del electorado chileno en la primera vuelta). No obstante, nada parecido ocurrió en el caso español. La estabilidad del escenario político español pareciera estar fundada parcialmente en la ingeniería electoral (al igual que en el caso chileno), particularmente en la formula D’Hondt de repartición de escaños a nivel provincial. Sin embargo, y pese a este factor institucional, queda claro que aún en un sistema electoral distinto el respaldo hacia la derecha española se hubiese mantenido.
Me atrevería a decir que la respuesta radica en el abrupto final del gobierno socialista español. El fracaso tan pronunciado del gobierno de Zapatero calzó bien con el ambiente de polarización política que el Partido Popular promovió desde el fin del gobierno de Aznar. Es paradójico, en ese sentido, que la razón de la derrota de Rajoy en 2008 —el extremismo de su discurso contra Zapatero— le haya permitido ganar contundentemente las elecciones de 2011. Literalmente, Rajoy podía exhibir orgulloso ante sus ciudadanos un inequívoco “se los advertí”.
De otro lado, si ya a mediados de 2000 se hablaba de la crisis de la socialdemocracia europea, hoy cada vez se hace más visible su irrelevancia. La administración de los Estados de bienestar se convirtió en el cómodo refugio de los socialistas europeos ante la imposibilidad de plantear cambios dramáticos a la política económica. Hoy, cuando son los mismos socialistas los que desmantelan el Estado de bienestar, ya ni siquiera ese rol les es viable. Así, el socialismo español se halla en una crisis tremenda por lo que han significado sus tamañas derrotas electorales. En su más reciente congreso para la elección de nuevas autoridades partidarias, fue flagrante la confrontación entre el llamado “zapaterismo” (políticos de mediana edad que vieron su auge durante el gobierno de José Luis Rodriguez Zapatero) y la vieja guardia “felipista” (encabezados por el fallido candidato socialista en 2011 Alfredo Pérez Rubalcaba). Finalmente, se impuso esta última corriente, en buena medida por el descrédito de Zapatero. En Francia, la figura de Francois Hollande no despierta el mayor de los entusiasmos, más allá de ser la alternativa a la fallida corrección política de Nicolás Sarkozy.
Reflexiones finales: sobre el fin del gradualismo
Parece evidente que la crisis reconfigurará la oferta programática electoral de los partidos. Los actuales sistemas políticos europeos fueron constituidos sobre la base del gradualismo económico impuesto por la Unión Europea. Dicho gradualismo consistía básicamente en una economía de libre mercado con sólidos indicadores macroeconómicos cuyas políticas específicas serían monitoreadas permanentemente por la Unión Europea. Izquierda y derecha acataron este mandato y lo pusieron en práctica por más de veinte años. Desde el ingreso en la UE de cada uno de estos países, solo Reino Unido aplicó un cambio de paradigma tan brusco con el gobierno de Margaret Thatcher a fines de los setenta. Los demás países experimentaron cambios dramáticos de sus sistemas económicos antes de su ingreso a la UE, precisamente por los requisitos de la Unión. En otras palabras, el impacto histórico de la crisis económica en la política nacional de los estados europeos radicaría en que reformula dramáticamente los discursos y programas de los partidos. El caso más saltante de esto es Francia, donde el Partido Socialista —favorito para ganar las próximas elecciones— se ha rebelado contra el “Comité Ejecutivo Merkel-Sarkozy”, y amenaza con tumbar el acuerdo fiscal recientemente aprobado por todos los países de la Unión, algo que solo hubiésemos imaginado, hasta hace unos años, de un gobierno del afiebrado ultraderechista antieuropeo Jean Marie Le Pen.
Hoy por hoy, cuatro años después de oficializada la crisis, el gradualismo sobre el que se fundó la UE ha sido enterrado por el mismo gobierno comunitario de Bruselas y por el poder económico de Alemania.
Hoy por hoy, cuatro años después de oficializada la crisis, el gradualismo sobre el que se fundó la UE ha sido enterrado por el mismo gobierno comunitario de Bruselas y por el poder económico de Alemania. Las reformas parciales del gobierno de Rodríguez Zapatero de mayo de 2010 ya mostraban su insostenibilidad dada la magnitud de la crisis. Lo ha entendido bien el gobierno de Mariano Rajoy, que en menos de 50 días ha erigido en coordinación con Bruselas un paquete de reformas durísimo en la lógica de lo que Weyland (2002) describió para el Perú bajo la teoría prospectiva: una vez que estás en el hoyo de la crisis, las personas son capaces de aceptar las reformas más draconianas con mediana tranquilidad. Por todo ello, será muy pertinente seguir el destino de estos países en los próximos años, muy particularmente si la izquierda europea se rebela contra la UE y una percibida “revolución conservadora”.
Curiosamente, dentro de este escenario, no parece haber una crisis continental. Salvo la acostumbrada renuencia del Reino Unido a ceder más competencias a la Unión Europea —que quedó escrito en piedra en el famoso “No, no, no” de Margaret Thatcher a Jacques Delors hace más de dos décadas—, esta ha logrado mantener posiciones sobre la base de una jerarquía clara encabezada por Merkel, secundada de cerca por Sarkozy y tercerizada por la irrelevancia de Gobiernos, en su mayoría de derecha, que —ante la imposibilidad de cualquier innovación— se refugian en temas secundarios, como la condena a la inmigración. La amenaza del retiro de Grecia del euro, el escenario más temido para el futuro de la UE, no cuenta con el apoyo ni de los propios griegos —a quienes beneficiaría en el corto plazo—, y más pareciera una espada de Damocles que sectores del gobierno de Angela Merkel utilizan para llamar al orden a Grecia.
Inicié este artículo haciendo un símil entre la América Latina de los ochenta con la UE de hoy. ¿Es comparable? Moises Naim ensayaba una respuesta hace poco en torno afirmativo. Sin embargo, diseccionadas sus consecuencias, la crisis en América Latina se dio en Estados con aparatos de bienestar que no pasaban de ser papel mojado y que no tenían mayor cohesión social que proteger. El abanico de posibles soluciones en ese sentido era muy amplio frente a una Europa con muy pocas soluciones distintas a la de generar empleo. Las consecuencias políticas, por su parte, parecieran hablar de cierta indignación —medida por una fuerte desafección hacia la clase política— que de momento beneficia a los partidos de derecha, tanto en sus versiones centristas como extremas. El repliegue de la izquierda en Europa se basaría en su incapacidad para compatibilizar las medidas impuestas por el gobierno comunitario de Bruselas con la prédica de la defensa del bienestar sobre la que se sostuvieron en los últimos treinta años.
* Politólogo, investigador del IEP.
Referencias bibliográficas
Naim, Moisés. (2011). “La latinoamericanización de Europa”. El País, 5 de noviembre.
Weyland, K. (2002). The Politics of Market Reform in Fragile Democracies: Argentina, Brazil, Peru, and Venezuela. Princeton: Princeton University Press.
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