1e6d74c6-76f8-4473-ad40-cbc77ff67d9e

José Luis Rénique, uno de los historiadores peruanos más prolíficos, ha publicado un útil y provocador libro titulado Incendiar la pradera: un ensayo sobre la revolución en el Perú, el cualaparece bajo un sello que buscar renovar y revitalizar la escena editorial peruana (¿limeña?). Este trabajo logra presentar una narrativa lineal, poco recargada de  excesos del formalismo académico, sobre las convulsiones sociopolíticas que estructuraron la historia peruana durante el siglo pasado. Al hacerlo, toma las licencias propias de un ensayo –tantas veces recalcadas por Cecilia Méndez, evocando el llamado de Alberto Flores Galindo– buscando producir sensaciones heterogéneas, tanto en el lector desinformado como en el  especializado. El resultado es un éxito en ambos frentes.

Aunque el libro está simétricamente estructurado en tres grandes partes con tres capítulos en cada una de ellas, los cuales pueden leerse de manera independiente, se puede identificar una idea motora del texto en conjunto. Rénique propone rastrear la trayectoria histórica de los ideales revolucionarios y del radicalismo peruano de manera genealógica, sugiriendo la formulación de nuevos proyectos radicales como una concatenación de antepasados políticos a riesgo de terminar presentando algo tan patriarcal y patrilineal como las historias nacionales más convencionales.

Rénique propone rastrear la trayectoria histórica de los ideales revolucionarios y del radicalismo peruano de manera genealógica, sugiriendo la formulación de nuevos proyectos radicales como una concatenación de antepasados políticos a riesgo de terminar presentando algo tan patriarcal y patrilineal como las historias nacionales más convencionales.

Incendiar la pradera, a confesión del autor, apareció con otro título y en otro idioma, como parte de un compendio de publicaciones en torno a la idea de revolución. El texto publicado no es, sin embargo, una versión corregida y aumentada sino una original culminada hace casi una década. La vigencia de los argumentos que Rénique desliza, someramente “actualizados” por una revisión historiográfica y una entrevista incluidas como apéndices, hablan también de lo poco que se ha avanzado en los terrenos en los que el autor decanta preguntas y plantea direcciones.

Al hacer este rastreo, el autor nos invita también a repensar la genealogía de la nación peruana desde sus supuestos márgenes radicales. Rénique sugiere, entonces, un carácter mucho menos marginal y mucho más políticamente proactivo y vanguardista en las variadas propuestas revolucionarias: la tradición radical peruana tendría un poder explicativo único para perfilar los senderos políticos que atraviesa el Perú a lo largo del siglo XX. A este poder explicativo, sin embargo, lo rodea un cierto hálito de frustración que se cierne sobre las líneas de varios pasajes y manifiesta  en la “entrevista” final. Si las revoluciones, en otros espacios y tiempos, fueron grandes demiurgos de proyectos nacionales, ¿qué ocurrió en Perú?, ¿en qué momento se jodió la revolución?

La primera parte, Del radicalismo a la revolución, vuelve sobre una amalgama ya formulada en otras instancias, la explicación de aquel tridente que demarcaría la modernidad política peruana que sobreviene al colapso nacional luego de la derrota en la Guerra del Pacífico. Manuel González Prada, Víctor Raúl Haya de la Torre y –acaso más importante– José Carlos Mariátegui son quienes empiezan esa “larga marcha” que recorre la revolución peruana desde los umbrales del siglo XX en pos de encontrar el verdadero Perú. Aunque con ópticas y fórmulas disímiles, propias de las tradiciones intelectuales y periplos personales de cada uno de los integrantes de ese tridente, ese verdadero Perú empezó a cobrar ribetes rurales y rostro indígena. Bien sea en el derrotero de la ciudad letrada al campo o inversamente, del campo a la ciudad, la inmensidad territorial y humana de los Andes peruanos le proveyeron consistencia y textura a este momento de vanguardismo político.

Revolución en la revolución teje un hilado algo menos frecuente en la historia política peruana, vinculando las experiencias radicales en el Perú de medio siglo –desde el momentum Trotskista materializado en la experiencia de La Convención hasta el fracaso de las guerrillas miristas– con un contexto hemisférico que parecía legitimar la vía insurreccional para remediar las desiguales estructuras de propiedad y poder. No es un tridente sino un  binomio  lo que personifica este momento que, a juicio de Rénique, termina convirtiéndose en un tránsito entre el desasosiego material y el político que desemboca en la exégesis Mariateguista y aquel otro ciclo que empieza con el golpe militar de 1968.

En ese tránsito, las figuras de Hugo Blanco y Luis de la Puente Uceda encarnarán la revitalización de la “larga marcha” que conducirá a liderar una auténtica experiencia de reforma agraria “desde abajo” al primero y a una intentona guerrillera foquista que deviene en tragedia al segundo. Tal como había ocurrido con el tridente González Prada-Haya-Mariátegui, este binomio también se nutrió de un internacionalismo que no solo refinaba sus esquemas teóricos y posiciones ideológicas, sino que además moldeaba su accionar político. Intermedia en este acápite el patético episodio de la traición aprista, a la que Rénique le presta atención como principio causal de la génesis de las facciones rebeldes que lideraría De la Puente y que –en virtud del dibujo más grande que intenta trazar y respondiendo a la búsqueda de un punto de inflexión en esa tradición radical– hubiera merecido mayor tratamiento.

De la revolución militar a la guerra senderista, última sección del ensayo, es la parte más desafiante y mejor lograda del libro. Desafiante porque vuelve sobre aquella secuencialidad algo desconcertante en la historia reciente del Perú, la que avecina  el experimento político de una junta militar autoproclamada como revolucionaria con el inicio de la lucha armada del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso. Lograda debido a que  trasciende lo meramente secuencial o causal, proponiendo discretamente un entendimiento dialéctico entre reforma y revolución. Siguiendo el postulado de Steve Stern sobre el carácter antitético a la historia peruana de la insurgencia senderista, la visión de Rénique sobre el ahora llamado conflicto armado interno se entiende a la luz de su naturaleza antagónica, pero a la vez retroalimentante con las reformas del Velascato.

La personificación de este tercer estadio revolucionario estuvo encarnada por Juan Velasco Alvarado y Abimael Guzmán. Además de las reconocidas atribuciones que se le atañe a Velasco y su intelligentsia castrense en tanto logra encapsular y capitalizar décadas de promesas insatisfechas y creciente descontento social, Rénique resalta la participación de la “nueva izquierda” en el proceso de forjar el “blitzkrieg agrario del Leviatán Velasquista” (p. 119). A Guzmán, por otro lado, se le imputa haber ejecutado una versión de esa “larga marcha” –iniciada por González Prada en el ocaso del siglo diecinueve– cuya doctrina entró en franco y abierto desencuentro con el “verdadero Perú”, serrano y ahora campesinizado, el que, por el contrario, debió haberla nutrido.

Sin embargo, es en esta tercera unidad que se inscribe un capítulo dedicado a una “nueva izquierda”, la misma que emerge al amparo del Velascato y en las postrimerías del fracaso mirista  y cuyo rol en la “larga marcha” parece algo problemático. Bien como una paria del proyecto estatal Velasquista, en continuo proceso de reformulación democrática, luego de la transición dubitativa frente a su familiaridad con los postulados senderistas, la “nueva izquierda” nunca logra cuajar históricamente algo que también termina afectando el argumento de Rénique. El autor explica la inconsistencia histórica de esta “nueva izquierda” a la luz de la polarización sociopolítica y económica de la década de los ochenta, en la que el Perú se enfrentó a la posibilidad de fracasar como Estado y Nación. Sin dicha polarización anuncia contrafácticamente Rénique, la “nueva izquierda” peruana se hubiera transformado “en una izquierda moderada y plenamente integrada al sistema democrático” (p. 156). El autor tampoco escatima en críticas al “nuevoizquierdismo”, al que acusa de no haber trascendido la “visión instrumental de la democracia eficaz en el corto plazo” (p. 131) sin proponer algo sustancial para el largo aliento.

El autor explica la inconsistencia histórica de esta “nueva izquierda” a la luz de la polarización sociopolítica y económica de la década de los ochenta, en la que el Perú se enfrentó a la posibilidad de fracasar como Estado y Nación.

Pese a ello, Rénique se esfuerza por intentar identificar una figura patriarcal que se concatene con el derrotero patrilineal de la genealogía radical, figura que pudo haber sido encarnada por Javier Diez Canseco o Víctor Polay Campos. Ambos cumplían con aquel vínculo político patrilineal que los afiliaba a una tradición precedente, Diez Canseco desde las filas de la izquierda “legal” y Polay desde las facciones radicales del aprismo. Los líderes del Partido Unificado Mariateguista (PUM) y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), respectivamente, parecen entonces articular la reactivación de una “mística perdida” en el radicalismo peruano (p. 131). Sin embargo, al PUM le sobrevendría una casi silente disolución luego de las divisiones faccionalistas que tanto caracterizaron a la izquierda “legal”. Al MRTA –protagonista de la toma de rehenes de la residencia del embajador japonés en 1996, un episodio tan simbólico como trágico– le sobrevino, por su parte, la obliteración final, mezcla de “desastre político y humano” (p. 150).

Asimismo, en  la prosa de Rénique existe un hálito de intimidad, una suerte de carácter testimonial en lo que describe con aparente mezcla de frustración y nostalgia,  particularmente en aquellos pasajes en los que toca el tema de la “nueva izquierda”. La generación intelectual del autor,  que se dividiría en libios y zorros, en torno a la validez de la lucha armada, fue en parte responsable del desplome de un horizonte revolucionario alternativo al que se vislumbraba desde “Hunan Andino” que Sendero Luminoso había batido eficientemente.

En esa misma generación radica buena parte de la responsabilidad de haber hecho fracasar el gran proyecto democrático de la oximorónica Izquierda Unida, la que debía consolidar su lugar como segunda potencia política  en las elecciones de 1990. El resultado no pudo ser más distinto y terminó empoderando al candidato “antisistema” que proponía algo diametralmente inverso a lo que culminó ejecutando. Dicho candidato, de apariencia menuda y timorata, se transformaría en un auténtico tsunami que buscaría arrasar con la ruralidad que configuraba el horizonte de la “gran marcha” del radicalismo peruano, a extremos que lindó con  el genocidio .

Breve mención aparte merecen los apéndices incluidos al final del ensayo y que engrosan el volumen del texto. La guerra senderista: el juicio de la historia es un recuento histórico e historiográfico sobre el derrotero intelectual del tratamiento del conflicto armado interno, desde los aportes tempranos y fundacionales de Carlos Iván Degregori (1990) -figura a la que le dedica, justificadamente, varias páginas– hasta la “producción post-conflicto” más reciente, ilustrada por el relato de Lurgio Gavilán y su memoria tripartita como senderista, soldado y seminarista. (2012).

Rénique aprovecha este momento para movilizar someramente el contenido del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003), aunque lo hace de manera poco inquisitiva y sobresimplificando las críticas más agudas, menos políticas y ciertamente académicas, que se le ha formulado a dicho documento. El autor es mucho más crítico con la temprana producción académica –desfasada, superada y poco consultada– sobre Sendero Luminoso publicada en la academia estadounidense, quienes sondeaban con intuición analógica  un modelo que les permitiese “explicar” a Sendero hasta el punto de generar las “narrativas comerciales” tan demandadas por los “mercados norteños” (p. 178).

El autor es mucho más crítico con la temprana producción académica sobre Sendero Luminoso publicada en la academia estadounidense, quienes sondeaban con intuición analógica  un modelo que les permitiese “explicar” a Sendero hasta el punto de generar las “narrativas comerciales” tan demandadas por los “mercados norteños”

Resulta mucho más interesante la revisión que hace Rénique sobre las preocupaciones intelectuales y producciones académicas más recientes, domésticas y fuera del país, constatando una sensación ambivalente. Por un lado, la vitalidad de los estudios sobre Sendero Luminoso dentro y fuera de las fronteras peruanas, los mismos  que  si bien se ha nutrido heurísticamente del proceso iniciado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación, también buscan crear sus propias epistemologías sobre el conflicto. Por otro lado, volver sobre la falta de sintonía entre las preguntas que preocupan a especialistas locales y foráneos, acaso una de las constantes historiográficas más consistentes, síntoma de la unidireccionalidad en la geopolítica editorial y generación del conocimiento, imposible de resolverse simplemente mediante congresos y compilaciones. Finalmente, la entrevista incluida al final del libro, cuyo título recoge uno de los sentires de la intimidad política del autor, responde a aquella conminación por revelar los “lugares” desde los cuales escribe un autor. Sin embargo, la narrativa de la entrevista, la que fue respondida por escrito, según declaración del propio autor, sugiere poco de diálogo y mucho de una aguda reflexión innecesariamente intermediada por “preguntas”. El ejercicio de leer únicamente las respuestas, prescindiendo de las interrupciones del entrevistador y editor del libro, refuerza esta percepción.

Hay algunas inferencias sobre las que conviene volver con algún detenimiento en otra instancia. Salvo Manuel González Prada, ninguno de los patriarcas revolucionarios es limeño. Todos los patricios radicales provienen de núcleos provincianos como Trujillo, Moquegua, Cusco, Santiago de Chuco, Piura y Arequipa. La brega por la “larga marcha” se mueve intelectualmente desde la periferia hacia el centro ¿Son las experiencias provincianas tempranas, la distancia de ese otro Perú tan alejado frente al cual se requería formular alternativas, las que forjan el carácter de una adultez radical? Otra de las conclusiones implícitas en el texto de Rénique es que aquello que se rotula como “campesinismo” y la formación de nuevos mundos rurales articulan al menos dos tercios de la tradición radical, que  en el Perú tuvo un rostro provinciano y una agenda rural que entra en tensión al pensar un país simplemente “desbordado” en torno a una obsesión urbana. El siglo XX peruano fue el siglo del campo.

En suma, Incendiar la pradera es un texto indispensable para diferentes públicos por razones similares y diversas al mismo tiempo. Deberá ser lectura obligatoria tanto para el estudiante universitario como para el especialista. Su difusión fuera de espacios académicos resulta igualmente imprescindible. Seguramente recibirá distinciones y premios, los que en un medio académico como el peruano colocarán al texto en riesgo de ser tratado totémicamente. Flaco favor para un autor dispuesto a escuchar, conversar y debatir permanentemente, entendiendo aquello que Flores Galindo seguramente le recordó a su generación en varias oportunidades, que el discrepar es otra forma de aproximarse.