Quiero empezar replanteando la interpretación de Sendero Luminoso (SL) como una organización externa al Estado, externalidad que, siguiendo a Wieviorka (1991), es explicada por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) como el despliegue de un antimovimiento social, con organismos generados fundamentalmente en el circuito educativo. El informe de la CVR define desde esta perspectiva a SL como un proyecto sectario y totalitario, que floreció en los escombros de una modernización universitaria abandonada por el Estado, y que como proyecto intelectual y pedagógico, gestado por una capa de mistis radicalizados, se halla inserto en una tradición autoritaria secular, clientelar y caudillista.
SL es ciertamente una organización terrorista, por usar el terror no solo como método, sino como lógica de acción, y estrictamente como lógica de inversión, pero tendría su principal origen en la institucionalización de una nacionalización desigual en la educación peruana, que desprecia la diversidad y celebra el engaño como táctica, pervirtiendo el sentido y la práctica de la ciudadanía. Mi propuesta toma por ello como eje central el papel activo del Estado en la violencia, ya que desde la legitimidad estatal se define a unos actores como defensores de la nación y a otros como despojados de ciudadanía: matar a un ciudadano identificado como terrorista (o como enemigo, en guerra con otro país) es así una condición tácita para preservar la nacionalidad.
Mi aproximación define al docente público como un ciudadano de excepción, con un estatus fundamentado en la superioridad de la cultura libresca y de la disciplina escolar, y busca entender desde esta excepcionalidad la construcción del sujeto radical como un otrodesnacionalizado. En otras palabras, para comprender el radicalismo en el magisterio y su conversión en terrorismo totalitario, cuestiono la legitimidad de la institucionalidad estatal y de su oferta arbitraria de ciudadanía. Si el nacionalismo de los docentes juega un papel fundamental en las estrategias confrontacionales gremiales de interpelación al Estado, estimo que hay que entender a los Sutep en plural, como burocracias paralelas del Estado. En ese sentido, las luchas partidarizadas por el control del magisterio tendrían como trasfondo disputas interestatales por el monopolio del ejercicio legítimo de la violencia y la justicia, y por la hegemonía de la representación glorificada de la nación.
El magisterio peruano es un actor colectivo que reclama y demanda derechos gremiales a un Estado percibido como la patronal, en el marco de las tensiones en el tránsito de un centralismo vertical a una descentralización del poder organizacionalmente cambiante, con una serie de reformas y movimientos que le dan un contenido a lo que las élites intelectuales y políticas denominan como un problema y, recientemente, como un proyecto nacional, en donde la función docente es un elemento central en la construcción de ciudadanía. Pero la docencia pública es una categoría compleja, que manifiesta una ambigüedad de estatus, ya que el maestro es a la vez servidor del Estado, como funcionario, burócrata o intelectual nacionalista, pero hasta no hace mucho era consensualmente reconocido como un servidor del pueblo, en tanto líder social, interlocutor o intelectual localista. Esta contradicción se enraíza en lógicas partidarizadas que despliegan sus estrategias en función de la toma y control del poder estatal.
En este marco, considero que el surgimiento y arraigo de SL en el magisterio peruano coincide y se superpone con una inversión de la función docente, que defino como la racionalización de un resentimiento estamental por la pérdida del estatus asignado al docente en tanto apóstol de la nación. La distorsión histórica de la misión estatal de construir ciudadanía en el Perú encontró un espacio de lucha en el seno del comunismo partidario, cuyas facciones se dividieron en sus percepciones y apropiaciones del denominado sujeto revolucionario, operación que fue de la mano con sus proyectos de hombre nuevo. Pero en los grupos maoístas, la definición del maestro como trabajador en la educación comparte con el Estado una denotación de la vocación como sacrificio, en una operación semejante al modo en que el Estado invoca al sacrificio a sus ciudadanos para defender a la patria en peligro.
Usaré la figura del fundador de SL para ilustrar esta afinidad electiva. Son significativos dos datos de la biografía de Abimael Guzmán: la enseñanza recibida en el colegio La Salle de Arequipa y la enseñanza devuelta en el colegio de aplicación Guamán Poma de Ayala de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga. Quiero centrarme en el segundo dato a partir del testimonio de un exdirigente del SUTE Huamanga, que rememora dos aspectos de la doctrina y de la imagen del entonces profesor Guzmán: su cerrado materialismo y su acendrado racionalismo.
[Guzmán dictaba filosofía y educación cívica:] “¿Qué cosa es educación cívica? La patria, las instituciones, cómo funcionan. En realidad, la superestructura” […]. El profe Guzmán decía: “La mejor educación cívica es tener una posición en filosofía, como ciudadanos que se van a desarrollar” [Tiempo después, un alfabetizador y evangélico norteamericano me contó:] “No acepta para nada la creación del mundo y la existencia del todopoderoso, de Dios […]. No acepta la Biblia. Es materialista. Es marxista-leninista. Piensa en el comunismo, piensa en el socialismo, y quiere hacer la revolución. Así que con ese hombre no se puede conversar ninguna palabra”.
Lo significativo de esta retrospectiva es que, luego de participar en la conformación del denominado Frente de Liberación Nacional, y en tanto líder de la fracción roja del Partido Comunista Bandera Roja, encontremos a Guzmán ejerciendo la docencia pública en Ayacucho, en 1965, con un enfoque marxista ortodoxo, donde todo lo sagrado es profanado; pero también apelando al desarrollo de una conciencia cívica, en un horizonte partidario de formar un nuevo Estado. Retomaré este punto al final.
La glorificación de los mártires de 1969
Voy a sintetizar mis hallazgos sobre el radicalismo ligando la acción colectiva de los sindicatos docentes con las memorias o, más precisamente, con los significados de las marcas dejadas por el Estado en su expansión violenta y descentralizada en un escenario específico como Ayacucho. Empecé mi exploración con dos preguntas: ¿por qué la huelga magisterial del año 2004 tuvo como epicentro violento la ciudad de Ayacucho? y ¿por qué los dirigentes del denominado Comité Nacional de Reorientación y Reconstitución del Sutep (Conare) recurrieron en su convocatoria a los sucesos de junio de 1969?
Un personaje es clave en las narrativas partidarias y gremiales: Germán Caro Ríos, dirigente de Bandera Roja, a quien se atribuye el diseño del símbolo del Sutep. Este profesor falleció en 1971, antes del congreso de fundación del Sutep, pero sus bases, agrupadas en el Frente Clasista Magisterial, lograron fijar como principio del Sutep la lucha de clases en el mencionado congreso, en 1972. En paralelo a esta unificación gremial, Patria Roja señalaba en sus documentos partidarios a la pequeña burguesía como un aliado prioritario, empezando a hegemonizar el magisterio en el transcurso de la década, mientras SL perdía posiciones de poder y se endurecía ideológicamente, en función de dar el salto a la violencia revolucionaria.
Sin omitir esta crucial división —entre la polarización de los grupos maoístas y sus disputas partidarias por los gremios docentes——, la huelga del año 2004 se levantó como una oportunidad para que las trayectorias gremial partidarias confluyeran en la actualización de la memoria de 1969. La denominada lucha por la gratuidad de la enseñanza tuvo un desenlace violento en Ayacucho, y conllevó al establecimiento de una memoria oficial que registró una veintena de muertos, que coexiste con una memoria subterránea que estima en más de un centenar las muertes, y una memoria martirológica relativamente denegada, constituyendo quizás la apropiación de esta última una parte significativa de la renovada estrategia de SL, encaminada a reinsertar a sus miembros y simpatizantes en la arena política, a través de cambiantes organismos o frentes. Entonces, lo significativo de la huelga convocada por Conare en 2004 es que reactivó las memorias de los sucesos de 1969, en el contexto de una descentralización estatal en donde el APRA reapareció como actor clave en Ayacucho, al ganar las elecciones a la presidencia regional y a la alcaldía provincial el año 2002. Sin embargo, también reactivó el estigma del estudiante ayacuchano como terrorista, el cual resultó aparentemente confirmado por la presencia de dirigentes universitarios senderistas en el VRAEM; mientras, Patria Roja prosiguió controlando el Sutep nacional y reforzando con relativo éxito la senda electoral fijada desde los años ochenta. Además, durante la huelga de 2004 se reconstituyó el denominado Frente Único de Estudiantes Secundarios de Ayacucho (Fuesa), organización originalmente ligada a la radicalización juvenil de 1969, y que en el nuevo contexto de descentralización política apareció impulsada por el también renacido Frente de Defensa del Pueblo de Ayacucho. Fuesa se expandió hasta el año 2007, y decayó en la medida que sus dirigentes fueron perseguidos o se dividieron.
Fue en estas circunstancias que, en junio de 2010, la base regional de Ayacucho del Movimiento por Amnistía y Derechos Fundamentales (Movadef) convocó a una romería en conmemoración a la gesta y los mártires de 1969, como parte de su campaña para ser reconocido como partido político, con Walter Humala como candidato a la presidencia regional. Al ser rechazada su inscripción y sus pretensiones electorales, Movadef aparentemente ha desaparecido de la escena regional. Así, este año, la romería del 21 y 22 de junio fue convocada por los Frentes de Defensa de Ayacucho y de Huanta, y por un tipo de emprendedor de la memoria que no responde estrictamente a lineamientos partidarios, sino a un sentimiento profundo de identidad con los mártires. Y en este complejo proceso, lo nuevo ha sido la convocatoria a escolares de primaria, que se movilizaron al cementerio con sus maestros y delegados de aula. El clasismo de los partidos y el nacionalismo de los docentes tendrían entonces en la glorificación de la lucha popular —como recurso para la acción contenciosa y como violencia legítima de los dominados— uno de sus puntos de articulación.
La inversión senderista como duplicación de la violencia estatal
Recapitulando la noción de inversión, he planteado que los radicalismos partidarios rivalizan, con diferenciadas lógicas, en cómo tomar el control del Estado. En este marco, lo específico del proyecto senderista sería invertir, sin éxito, el nacionalismo estatal como paradigma de gobierno, distorsionándolo en su doble sentido de función del Estado para gobernar el país (entendiendo el Perú como un territorio imaginado para ejercer el dominio estatal, mediante representaciones de nación sustentadas en una clasificación formal de la ciudadanía) y de función del docente para gobernar la clase (entendiendo al aula como un espacio primordial para ratificar la nacionalización, mediante prácticas pedagógicas sustentadas en una clasificación consagrada del saber). Con su militarización, SL se atribuyó el monopolio del terror, catalizando cambios dramáticos en la estructura social y estatal peruana.
¿Por qué no hablar de terrorismo de Estado en el Perú? Paradójicamente, tras la derrota militar de SL, el terror se instaló como lógica de gobierno.
Es probable, entonces, que la operación decisiva de la inversión clasista sea replicar o paralelizar el sentido estatal de liberación nacional, cuestionando la independencia del país (en relación con la obsesión intelectual en la identidad nacional) y planteando como horizonte una utopía igualitaria, sin clases (respecto de la tradición radical indigenista), usando como medios una organización partidaria tan estalinista como maoísta (expresada en la persistente autodefinición como el Partido Comunista) y la racionalización del resentimiento de grupos desplazados, silenciados, deslegitimados o excluidos (como parecen serlo algunas capas de docentes públicos). La guerra desatada por el despliegue conflictivo de esta inversión sería así la expresión violenta de una soterrada disputa intraestatal, desenlace de un antimovimiento estatal antes que social, efecto de la radicalización partidarizada de la función nacionalizadora del docente público. Y la incursión senderista en el sistema educativo podría ser una forma extrema de secularizar sin profanar (en el sentido de Agamben 2005: 102) el nacionalismo estatal, resacralizando la función docente y duplicando la violencia estatal, actualizando su potencial de violencia simbólica en violencia legítima.
Cierro con dos observaciones. Si bien la conversión del docente Abimael Guzmán en presidente Gonzalo es una articulación paradójica, la sobredeterminación objetiva de razones de sangre (Portocarrero 2012: 231-232) es también una consecuencia práctica de una forma partidarizada de entender y legitimar la violencia que, en su virulencia discursiva y expansión estratégica, abrió una sangrienta caja de Pandora (Degregori 2011: 76 y 85); pero su pretensión totalitaria tendría que explicarse no solo por un inmanente autoritarismo andino o por la mitificación generacional del progreso, sino en tanto parte de una institucionalización perversa de la violencia en el Perú, como razón de Estado y racionalidad de gobierno. Por ello, para afrontar el arraigo del radicalismo en los docentes juzgo indispensable cuestionar previamente la legitimación de la violencia, y específicamente los mitos, técnicas y símbolos que, desde concepciones y prácticas autoritarias y totalitarias de ciudadanía, legitiman y glorifican la violencia estatal.
Y si SL es producto de una duplicación estatal antes que una distorsión del movimiento social, es decir, si extrema radicalismos partidarizados que buscan sustituir antes que destruir al Estado, ¿por qué no hablar de terrorismo de Estado en el Perú? Paradójicamente, tras la derrota militar de SL, el terror se instaló como lógica de gobierno, con políticas como las esterilizaciones o la represión de los denominados conflictos socioambientales, evidenciando categorías racistas de ciudadanía. En este escenario —percibido desde Lima como posconflicto—, es necesario discutir la categorización jurídica (y equívoca) de la guerra como conflicto armado interno y repensar el nacionalismo estatal como forma legítima (y violenta) de clasificación poblacional y pedagogía patria, en el marco de los efectos de las reformas neoliberales en la institucionalidad estatal peruana.
*Antropólogo de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Este texto reproduce, con modificaciones, una ponencia expuesta en el seminario internacional CVR+10, llevado a cabo en Lima en agosto de 2013. Agradezco al Grupo Memoria del IEP, a Carmen Ilizarbe por su gentil asesoría y a Freddy Gavilán.
Referencias bibliográficas
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2008 El reino y la gloria. Una genealogía teológica de la economía y del gobierno. Homo sacer II, 2. Buenos Aires:
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2010 “Memorias en conflicto. De memorias denegadas, subterráneas y dominantes”. En Problemas de historia reciente del Cono Sur, volumen I. Buenos Aires: Editorial UNGS, Prometeo Libros.
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2011 Qué difícil es ser Dios. El Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso y el conflicto armado interno en el Perú: 1980-1999. Lima: IEP.
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2012 Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso. Lima: PUCP.
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2009 “35 años después. Conflicto y magisterio en Ayacucho”. En R. Grompone y M. Tanaka (eds.),Entre el crecimiento económico y la insatisfacción social. Lima: IEP.
Wieviorka, Michel
1991 [1988] El terrorismo. La violencia política en el mundo. Barcelona: Plaza & Janes.
El término «terrorista» lo usaron los Estados ( de los Nazis a Bush), entonces tu la usas como una categoría de análisis sin cuestionar su génesis o quizás es un comodín semántico para lograr la aceptación de los lectores o de los financistas de tu proyecto? (Bush dixit)