Las lecciones o traumas de aquel periodo se manifestaron durante la transición a la democracia. Con las elecciones de 1980 en el horizonte, la construcción de un bloque que garantice la supervivencia del Gobierno a elegirse fue buscada con cierta recurrencia. En 1979, el propio gobierno militar propició la formación de un pacto o alianza entre el PPC, AP y el Apra. Ese mismo año, el primero le propuso a los otros dos ―siempre con marginación de la Izquierda― un Pacto de Punto Fijo similar al venezolano para darse garantías mutuas de lealtad con el sistema. Con el triunfo de Belaunde fue fácil conseguir la participación del PPC en el gabinete y asegurar así un bloque de mayoría tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado. Los fantasmas de las censuras y el obstruccionismo fueron así conjurados, al punto que el segundo belaundismo gozó de facilidades que no le habían sido concedidas 17 años antes: delegación de facultades legislativas, por ejemplo. Solo en sus primeros seis meses, hasta cuatro delegaciones resultaron en más de doscientos decretos legislativos. En aquel quinquenio, los actos de delegación llegaron a sumar cuarenta (CVR 2003b). El Apra llamó a aquello dictadura civil.
Pero lo cierto es que seguía siendo un Congreso que servía de contrapeso al Ejecutivo. Y aunque los ímpetus se habían moderado respecto del pasado, estos surgían incluso en el interior del partido de Gobierno. Por ejemplo, el propio Javier Alva Orlandini, presidente del Senado en 1981, era un activo opositor a la política económica del ministro Ulloa. Era el mismo Senado cuya mayoría ―oficialista― le había negado a su Gobierno la designación de Javier Pérez de Cuéllar como embajador ante Brasil, apenas dos meses antes de que este resulte elegido secretario general de la ONU. Es en esta Cámara de Diputados donde el protagonismo del entonces joven diputado Alan García nace y crece hasta convertirse en el líder de la oposición: es ya memorable su reto al ministro Ulloa durante una interpelación en 1982: dos meses después de se convierte en secretario general de su partido y cuatro después celebraba cumbres políticas con el presidente Belaunde. De hecho, aunque no fue el último congresista que tentó la presidencia (luego lo han hecho, entre otros, líderes como Pease, Alva Castro, Lourdes Flores y Keiko Fujimori), sí es el último que logró convertirse en presidente.
Aunque el abrumador triunfo aprista de 1985 le evitó al Gobierno la necesidad de construir alianzas para asegurar un bloque, el Congreso continuó siendo un espacio donde la oposición conservó cierto margen de maniobra, especialmente la Izquierda, y en asuntos relacionados con la violencia política. Por ejemplo, es un senador de la oposición de Izquierda, Rolando Ames, quien preside la comisión investigadora de la matanza de los penales de 1986, aunque el informe que él suscribió quedó en minoría (por apenas un voto) y la responsabilidad del presidente quedó salvaguardada. Un año después, en 1988, el Senado le encarga a Enrique Bernales que presida la Comisión Especial de Pacificación, dedicada al estudio de las causas de la violencia.
Sin embargo, la presión de la oposición parlamentaria sobre el Gobierno se hizo más fuerte conforme el desgobierno por la violencia política y la crisis económica se agudizaba. La estatización del sistema financiero facilitó el surgimiento de una oposición extraparlamentaria capaz de movilizar ciudadanos en las calles. Aunque esta parte de la historia y su desenlace son harto conocidos, interesa aquí su efecto en el Congreso: ya en 1987 las leyes de la estatización habían encontrado resistencia, sobre todo en el Senado, pero en 1988 ya eran necesarios ciertos artilugios para intentar superar tales barreras (CVR 2003a). La oposición jugó un rol simbólico que fue clave para expresar lo que ocurría en las calles: a los abandonos de hemiciclo, pedidos de información o interpelaciones (la censura al gabinete Larco Cox se discutió por tres días), líderes parlamentarios formalizaron pedidos de renuncia presidencial. La disciplina parlamentaria aprista permitió que este juego de pesos y contrapesos transcurra dentro de los canales institucionales.
Fujimori es, pues, elegido presidente sin mayoría parlamentaria, una circunstancia inusual en tiempos que mal que bien funcionaban pesos y contrapesos entre Legislativo y Ejecutivo. Degregori y Meléndez lo ponen así: “[…[ pues el Congreso, y especialmente la Cámara de Diputados elegida por los departamentos, fue hasta 1992 una de las pocas instancias en las que, en cierta medida, se expresaban demandas regionales y se ejercía cierta rendición de cuentas (accountability) vertical y horizontal” (2007: 46). Pese a que Fujimori construyó un bloque que le aseguraba apoyo parlamentario ―aunque crítico―, su Ejecutivo no fue leal al juego institucional que le planteaba un parlamento fuerte a veces, colaborador en otras. Las circunstancias del país hicieron que este fujimorismo inicial gozara de mayores facultades para legislar que “la dictadura civil” del segundo belaundismo. Mientras aquel había tenido iniciativa en el 57% de la legislación, en 1992, el 74% de la legislación había sido iniciativa del Ejecutivo (Degregori y Meléndez 2007). En contrapartida, el Legislativo conservó la lógica delequilibrio de poderes en el terreno del control político, lo que con una bancada oficialista frágil y a veces rebelde permitía reveses como la censura a uno de sus ministros (el de Agricultura), y hasta el trance de un amago de vacancia votada por el Senado en 1991.
Todo aquello no era más que un añadido a la profunda crisis económica y el general fracaso del Estado, por los cuales a Fujimori no le correspondía ninguna responsabilidad, como no dudaba en recordar para atribuir culpas. No es ningún misterio que, sin esto, la coartada retórica del obstruccionismo de la partidocracia, que era como su discurso entendía al equilibrio democrático, no hubiera podido funcionar.
La pregunta imposible del inicio también puede entenderse como ¿cuánto de aquel Congreso tenemos hoy? La pregunta no es nostálgica ni tiende la trampa de la invención de una Arcadia. Quiere nada más entender las transformaciones o el legado de aquella noche de domingo de hace 20 años, y saber si su legado ilumina el presente o más bien lo ensombrece. No es fácil tomar distancia, sin embargo. Del Congreso se habla todos los días, y se habla mal. Convertido en la piñata del imaginario nacional, se le achaca no representar, de falta de competencia y el estar mayoritariamente habitado por oportunistas en búsqueda de provecho personal.
Puesto el Congreso en perspectiva histórica, en lo siguiente quiero describir dos transformaciones que han tenido lugar en su desempeño bajo el legado de aquel cinco de abril: la despolitización de la tarea legislativa y las coaliciones fluidas y la debilidad de la oposición.
Al Congreso post cinco de abril le prohibieron volver al paraíso y lo condenaron a la maldición terrenal de trabajar. Si en 1980 se buscaba en los acuerdos políticos y la relación entre bloques la conjura al entrampamiento y la debilidad del Gobierno, la realidad posgolpe había vuelto aquello innecesario. Al menos por cinco años, ya no había qué negociar ni quiénes lo negocien.
Si en 1980 se buscaba en los acuerdos políticos y la relación entre bloques la conjura al entrampamiento y la debilidad del Gobierno, la realidad posgolpe había vuelto aquello innecesario. Al menos por cinco años, ya no había qué negociar ni quiénes lo negocien.
Si quedaba alguna duda de la desestructuración social producida por el fracaso estatal (Adrianzén 2009), estaba la política para recordarla: al margen del auge del independentismo, las líneas divisorias que gobernaban el conflicto se hacían borrosas al tiempo que un nuevo consenso modernizador se transformaba en el sentido común del país. La virtual unanimidad que sostenía a Fujimori producía condiciones similares a la simultánea democratización de los antiguos regímenes comunistas de Europa del este. Tanto allá como acá, la economía de mercado, las reformas estructurales y el nuevo rol del Estado parecían salidas obvias para corregir los entuertos de los ochenta. El disenso se atenuaba y en algunas cuestiones entraba en suspenso. Volveré sobre esto luego.
Antes quiero referirme a lo que Degregori llamó la modernización política sin clase política, y tuvo consecuencias en cosas tan sencillas y concretas como: los tiempos para los debates en el pleno, la organización del trabajo en comisiones, la morfología del Congreso (el nuevo unicameralismo, la reducción del número de parlamentarios, etc.). Todo esto correspondía a una nueva forma de hacer política que para operar requería precisamente de su negación. En la retórica golpista, la reconstrucción nacional solo admitía que el Congreso fuese una isla de eficiencia tecnocrática en la que “trabajar” consistía en dejar que la deliberación pública sea convertida en apenas un rito final, concluyente. En este oxímoron residía la clave para entender el nuevo tipo de hombre y mujer que habitaría el viejo edificio de la plaza Bolívar.
La congresista post 1992 pasaría más tiempo en la sala de reuniones y el despacho congresal que en el hemiciclo. Testigos de la época recuerdan fascinados este tránsito, en que practicantes y militantes se duplicaban o triplicaban convertidos en asistentes y asesores, sus sueldos mejoraban y las oficinas se hacían más grandes. A esto Degregori y Meléndez llaman cortesanización, con lo cual aluden al acercamiento de los congresistas a Palacio de Gobierno y su simultáneo alejamiento de sus electores. La idea sugiere una lealtad no necesariamente genuina, la ausencia de mecanismos de encuadramiento entre el líder y la bancada, y que la adherencia de la segunda al primero requería de un vínculo patrimonialista. La idea no le hace justicia al éxito persuasivo del pragmatismo fujimorista, que quizás hoy pueda ser más claro para el observador que hace algunos años. También hoy es más claro que aquella interpretación de la profesionalización de la tarea legislativa fue también instrumento para su despartidización o, dicho de otro modo, para el desmontaje de los fundamentos partidistas en los que se basaba la tradición parlamentaria de los ochenta. El individualismo era, por lo demás, una necesidad práctica entre 1992 y 2000, cuando el Congreso se elegía en distrito nacional y en listas abiertas. Ambos combinados produjeron la desaparición de las fronteras materiales de la representación (i. e. el departamento hasta 1990). La circunscripción departamental ofrecía mayores incentivos para el accountabilityvertical, al darle una referencia geográfica al juicio retrospectivo del voto. Más importante, sin embargo, fue que el distrito único ―sin barrera electoral― aumentaba al máximo posible la proporcionalidad del sistema, y permitía así la entrada de muchos partidos, y muchos pequeños partidos entre ellos, que eran más bien sucedáneos de los primeros. Así, el vínculo entre congresistas y sus partidos se diluía. Estos partidos pequeños parecían más federaciones de independientes, y el Congreso, su confederación. Y ahí estaban las escalinatas del edificio legislativo y sus pasillos, o el set de televisión para confirmarlo: bastaban un micrófono o una cámara para individualizarse.
Aunque la despartidización podría sugerir que la tarea legislativa se profesionalizó y pasó a manos de un ejército de asesores, en realidad nunca antes había sido hecha tanto por el Ejecutivo como entonces. El segundo quinquenio de Fujimori tiene los registros más altos de éxito legislativo en el Perú reciente, comparables a los de algunos sistemas parlamentarios (García Montero, 2009: 93 y ss.)
Coaliciones fluidas y ausencia de oposición
Además de los realineamientos en la estructura social (la informalidad, la transformación urbana), que son señalados como causa de las transformaciones en la representación, y los cambios institucionales formales (la morfología, la metodología legislativa), se alteró la práctica de la competencia por las políticas y la relación oposición-Gobierno, para lo cual el Congreso había servido más o menos de escenario durante los ochenta. Creo que esto ocurrió de tres maneras distintas y sucesivas.
La primera sucedió en el ochenio autoritario (1992-2000), y consistió en la progresiva desaparición de clivajes de competencia política. Como resultado del fracaso de la performance estatal para solventar la crisis económica y social, los programas de ajuste, el rol subsidiario del Estado, las reformas de mercado y otras reformas estructurales se aceptaron como necesarias, incluso por quienes se habían opuesto a ellas durante la campaña electoral, como en el caso de la Izquierda, cuyos representantes formaron parte del primer gabinete ministerial de Fujimori. En esta aceptación tan amplia, que incluía precisamente a la Izquierda que había dado forma a diferencias ideológicas y programáticas durante los ochenta, se produjo la despolitización de la competencia por las políticas. La oposición perdió así espacios para la representación simbólica que la deliberación pública le daba ―la del hemiciclo y los medios de comunicación―, la política se hizo monocorde y el disenso, marginal. El vigor de la oposición se recupera solo hacia el final de la década, y se desenvuelve principalmente en la plaza Bolívar y sus vías aledañas. Sin embargo, cuando esto ocurre, los nuevos ejes de competencia o clivajes sobre los que se planteó la oposición correspondían a los valores democráticos y no a la satisfacción de necesidades materiales o las políticas públicas que ofrecen servicios a los ciudadanos.
El fin del fujimorismo dio lugar al auge de labúsqueda de consensos, los diálogos, acuerdos y pactos. Lo que quedaba de los antiguos partidos y los nuevos pudo discutir la agenda del país en distintos foros, y hubo intentos explícitos para que el Congreso asumiera estos temas.
En un segundo momento, más breve y de transición, y que correspondió a los gobiernos transitorios de Paniagua y de Toledo, se recuperaron los temas y los espacios para el ejercicio de la oposición, pero no hubo conflicto. El fin del fujimorismo dio lugar al auge de la búsqueda de consensos, los diálogos, acuerdos y pactos. Lo que quedaba de los antiguos partidos y los nuevos pudo discutir la agenda del país en distintos foros, y hubo intentos explícitos para que el Congreso asumiera estos temas. No obstante, el reformismo institucional procedió conforme al manual, y se puso manos a la obra en el sistema electoral, la formalización de la actividad de los partidos y la estructura del Estado. Los avances reformistas no abordaron el núcleo de los procedimientos legislativos, sin embargo. Pero, sobre todo, tales reformas apostaron por ideales representativos que encontraron límite en el déficit de agencia en los partidos (Vergara 2007). Este límite se manifestó en particular en la relación de estos con el Ejecutivo y sobre todo con la sociedad, donde nuevos actores habían conquistado espacios, pero sin la estructuración de los ochenta que había facilitado su representación.
Finalmente, el conflicto volvió en la campaña de 2006. Superada la unanimidad de los noventa, la política recuperó cierta lógica de competencia y dinamismo durante la campaña de 2006: la política económica, la distribución de las rentas, la explotación de los recursos y otros temas se vigorizaron con el disenso y parecieron politizarse durante esas elecciones. Como en otros países de la región, la irrupción de la Izquierda abrió espacios para la representación programática y la competencia alrededor de políticas públicas (Luna 2010). Pero este esfuerzo no se proyectó a la arena parlamentaria, y chocó contra el muro de una oposición como la del Nacionalismo, extremadamente frágil y novata, cuyos miembros eran más herederos del pragmatismo individualista de la década de 1990 que de la fuerza programática que ofreció la Izquierda de los ochenta. En estos últimos cinco años, más allá del transfuguismo y la superficialidad individual de sus miembros, el Congreso se movió a través de coaliciones fluidas entre tres fuerzas (el APRA, el PPC y el fujimorismo) de un lado, dejando la responsabilidad de la oposición al Nacionalismo. Este avanzó a trompicones durante la primer mitad del segundo gobierno aprista, y nunca pudo darle contenido programático a las nuevas líneas divisorias en la competencia política que él mismo había dibujado en la campaña electoral de 2006. Durante este tiempo, la oposición exhibió básicamente debilidad en lugar de unidad, y eligió la Comisión de Fiscalización ―otro legado de los noventa para racionalizar el control político― como el terreno para ejercer oposición (Valladares 2010). Esto, en lugar de politizar una agenda pública y construir dimensiones de conflicto, equivalía a la judicialización o criminalización de la acción del Gobierno.
Y entonces, ¿cerraría el Congreso hoy?
La mayoría de peruanos hoy no simpatiza con sus congresistas. Sí aprecia la democracia, no exactamente la suya, pero sí los valores a las que esta aspira. Estos peruanos que hace veinte años conocieron perfectamente el fracaso estatal pueden reconocer hoy un Estado que funciona… mejor.
Sin embargo, aún hoy se corre el riesgo de que algún émulo de Guy Fawkes sea celebrado. Y aunque este ánimo explosivo podría ser explicado mejor por los elementos simbólicos de la crisis de representación, sugiero aquí prestar atención al déficit de competencia por políticas públicas del Congreso.
Las tareas legislativas del Congreso han sido despojadas de los elementos de deliberación que podrían contribuir, en circunstancias ideales, a estructurar la representación de intereses y la formulación de opciones de política. Pudiendo esta ausencia de mecanismos deliberativos ser un factor técnico menor, lo cierto es que también el ejercicio de la representación parlamentaria se ha mostrado incapaz de capitalizar la repolitización de clivajes en la competencia que ocurre en las elecciones a través de grados saludables de diferenciación de programas que inclusive llegan a expresarse en cierta polarización. Sin embargo, estas dinámicas se agotan o diluyen en su tránsito al ejercicio parlamentario. Lo mismo ocurre con los principales agentes de esa diferenciación: los líderes de partidos, portadores de mensajes durante la campaña, tampoco llegan al Congreso.
Como resultado, la oposición se ejerce más en la Comisión de Fiscalización que en la de Salud o Vivienda: privilegia la interpretación reducida e incompleta de su rol, como lo muestra la disciplina y marcada diferenciación que sí se generan cuando se discute la criminalización de la función pública. Esto ocurre más vivamente en las escalinatas o pasillos del edificio legislativo, y muy frecuentemente ante una cámara de televisión. Aunque existe también competencia en la formulación de políticas, esta es aún de baja intensidad, y ocurre predominantemente en oficinas y salas de comisiones.
Un Ejecutivo de ímpetus reformistas o, puestos menos exigentes, con un poco de iniciativa, además de algo de popularidad y apenas un mínimo de movilización, encontraría que del “obstruccionismo” y la “partidocracia” que la retórica del veinteañero 5 de abril usó para cerrar el Congreso apenas quedan unos cuantos líderes, la mayor parte del tiempo muy colaboradores o sin alternativas de política que sean competitivas. Si las puertas del Congreso, de las oficinas de sus miembros y las de sus comisiones quedaron tan abiertas, ni Guy Fawkes se tomaría la molestia de cerrarlas.
* Politólogo, estudiante de doctorado en la Universidad de Essex, Reino Unido.
Referencias bibliográficas
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Cameron, Maxwell y Juan Pablo Luna (2010). Democracia en la región andina. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003a). Anexo 1: Cronología 1978-2000. Lima: CVR.
Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003b). Los actores políticos e institucionales. Tomo III. Lima: CVR.
Degregori, Carlos Iván y Carlos Meléndez (2007). El nacimiento de los otorongos. El Congreso de la República durante los gobiernos de Alberto Fujimori (1990-2000). Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
García Montero, Mercedes (2009). Presidentes y parlamentos: ¿quién controla la actividad legislativa en América Latina? Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas
Luna, Juan Pablo (2010). Desk Review on Programmatic Parties. Estocolmo: IDEA Internacional. Manuscrito.
Mainwaring, Scott (2009). “Deficiencias estatales, competencia entre partidos y confianza en la representación democrática en la región andina”. En Martín Tanaka (ed.), La nueva coyuntura crítica en los países andinos. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, pp. 327-406.
Taagpera, R. y M. S. Shugart (1989). Seats and Votes. The Effects and Determinants of Electoral Systems. New Haven y Londres: Yale University Press.
Valladares, Jorge (2010). “Representación, competencia y unidad en el Congreso peruano”. En Alberto Vergara y Carlos Meléndez (eds.). La iniciación de la política. El Perú político en perspectiva comparada. Lima: Fondo Editorial PUCP, pp. 187-214.
Vergara, Alberto (2007). El choque de los ideales. Reformas institucionales y partidos políticos en el Perú post-fujimorato. Lima: IDEA Internacional.
Muy interesante. Aunque me desconcertó un poco el final.