La reciente visita de célebres intelectuales a nuestro país, como James Robinson y Francis Fukuyama, ha contribuido al creciente interés por las instituciones por parte de algunos miembros de la prensa y la academia peruana. En claro contraste con la esfera (macro) económica, el panorama político aparece dominado por instituciones débiles e incipientes, incapaces de ser portavoces o vehículos de las preferencias de la mayoría de peruanos. Como en el caso de nuestros más exitosos casos de reforma económica, muchos han visto en experiencias foráneas una posible solución a nuestra triste realidad política. ¿Qué pasaría si nos copiamos las instituciones (inclusivas) de otros países? Las que han tenido éxito, obvio. Aunque no son pocos los columnistas o académicos que defienden argumentos similares, como el decano de la Facultad de Derecho de la UPC y hoy miembro del Tribunal Constitucional, José Luis Sardón, o Gonzalo Zegarra Mulanovich, director de Semana Económica, en las líneas que siguen me limitaré a tomar como referencia un reciente editorial del diario El Comercio, así como una columna en el mismo diario del conductor de La hora N, Jaime de Althaus.
Hay problemas menores con el editorial, como en el penúltimo párrafo, donde se afirma que recomponer el sistema de partidos político es necesario “no solo para asegurar la gobernabilidad y el carácter unitario del Gobierno, sino para reconstruir canales de representación que permitan conectar las necesidades y problemas locales con las instancias nacionales”. Suena atractivo y deseable, pero lamentablemente hay una tensión inherente entre los ideales de gobernabilidad y representación, más allá de que sean objetivos realmente alcanzables a través del sistema electoral. Un sistema bipartidista, como el que fervientemente desea el editorial, es intrínsecamente poco representativo, ya que por naturaleza excluirá fuerzas políticas (especialmente cuanto más descendamos en el nivel de gobierno). En términos claros, la representación se limita a dos voces (piénsese en demócratas y republicanos en los Estados Unidos, y la dificultad de un tercer partido para ganar espacio en el sistema). Por el contrario, un sistema de representación proporcional busca reproducir de manera más fiel la heterogeneidad de fuerzas, ideas, intereses, etc. en un país, a costa o con el riesgo implícito de afectar la gobernabilidad. Lo mismo con las vallas o umbrales de entrada y de salida que establece la ley: mientras más exigentes, mayor será el efecto aglutinador, pero mayor también será la pérdida de representatividad (en términos absolutos) de las fuerzas políticas. En resumen: una cosa es gobernabilidad, otra cosa es representatividad.
Para tener claros los conceptos, si bien es posible afirmar que existen tantos sistemas electorales como países en el mundo, el número de curules o asientos disponibles en un distrito electoral suele diferenciar sistemas mayoritarios de sistemas de representación proporcional. En el Perú, por ejemplo, cada región elige un número de congresistas en proporción con su población: una región como Madre de Dios es en la práctica un distrito uninominal, pues solo hay un curul en disputa, mientras que en el extremo opuesto, en el distrito electoral de Lima, se disputan 36 curules. Así, en realidad, el sistema electoral peruano combina ambos tipos, aunque la mayoría de distritos electorales son de tamaño mediano. La propuesta de tener distritos uninominales implicaría la creación de numerosos distritos electorales de pequeña magnitud en cuanto a densidad poblacional, bajo el supuesto de que su único representante será más receptivo a las demandas de los electores.
Una reciente columna de Jaime de Althaus repite el mismo argumento, presentándolo esta vez como la “gran reforma política”. El conductor de La hora N afirma, sin mayor sustento teórico o empírico, que la introducción de distritos uninominales “reduce el número de partidos, apuntando al bipartidismo; establece una relación mucho más cercana entre los electores y su representante, enraizando la democracia y los partidos; y permite elegir mejor porque se elige entre pocos candidatos”. Vamos por partes. Exactamente cómo este mecanismo electoral transformará un sistema fragmentado en un bipartidismo anglosajón es un misterio. En segundo lugar, si se trata de cercanías, pocas autoridades más cercanas que el alcalde distrital, y a pesar de los incentivos que existen para formar alianzas o juntar fuerzas en los consejos municipales y regionales, los partidos no se enraízan por una norma. Curiosamente, las elecciones municipales y regionales se llevan a cabo con una lógica de distrito uninominal, y ya vemos los resultados. Tercero, también es un misterio por qué se elige mejor si se elige entre pocos, para no mencionar el hecho de que nada garantiza que se presenten pocos candidatos. Salvo que se dieran las condiciones para un voto estratégico, como veremos a continuación.
Estos argumentos en favor de los distritos uninominales se basan en la llamada Ley de Duverger, en honor del académico francés Maurice Duverger (1917- ), quien afirma que sistemas electorales mayoritarios promueven la emergencia de dos candidatos por cada distrito. Es cierto también que distritos electorales de pequeña magnitud (uninominales o de un solo miembro, siendo el caso extremo) favorecen a partidos grandes. Pero de allí no se sigue necesariamente que, frente a la ausencia de partidos grandes, un distrito uninominal dé lugar a uno o dos partidos grandes. El voto estratégico, que es el fundamento lógico del efecto mecánico de la ley de Duverger, requiere de una serie de condiciones presentes en sistemas políticos institucionalizados y difíciles de encontrar en Perú. Quizá la diferencia más notable sea el grado de claridad y validez con el que el sistema transmite información a los actores políticos respecto a sus posibilidades de éxito o fracaso. Frente a la ausencia de dicha información, múltiples candidatos pueden sobrevalorar sus expectativas de triunfo y lanzarse por su cuenta, mientras que los electores tienen dificultades en discernir si realmente su candidato tiene chances de ganar o no. En contextos donde no hay vínculo alguno entre electores y candidatos, y las encuestas de opinión relevantes son escasas, es ingenuo creer que el mecanismo dé lugar a partidos fuertes. Lección más importante: el contexto importa y puede condicionar el impacto de una regla institucional.
La expectativa de que unas reglas electorales influyan en el número de partidos políticos requiere entonces de una serie de condiciones sumamente exigentes para el contexto peruano. Si bien un sistema electoral uninominal debería favorecer la coordinación entre distintas fuerzas políticas, la propia variación en el número de fuerzas sociales no puede dejarse de lado. En el Perú, probablemente el clivaje más profundo hoy sea pro/anti Fujimori, pero incluso es difícil asegurar que ese sea el caso en cada distrito del territorio nacional. En todo caso, se soslaya el hecho de que posiblemente exista un número alto de clivajes sociales. ¿O acaso podemos afirmar que existan pocos asuntos que dividan a los peruanos?
Son los partidos políticos los que eligen los sistemas electorales, y no al revés. Y lo hacen pensando en la forma de cristalizar, consolidar o mantener su posición de privilegio.
Y después vienen las barreras que se presentan a la coordinación en sí. Si solo se necesita veinte o treinta por ciento para ganar una elección, como es el caso de las alcaldías, por ejemplo, y hay información incompleta entre los electores y los propios candidatos sobre quién es favorito, los costos de lanzarse por tu cuenta son menores y los beneficios mayores. Claro, si hay un partido fuerte en tu distrito y solo hay una plaza en disputa, no tiene ningún sentido lanzarte. Más sentido tiene afiliarte a ese partido. Pero ¿es esa la realidad en cada distrito? ¿Existen esas condiciones en el Perú? Como bien dice Josep Colomer (2005: 4-5), profesor de la Universidad de Georgetown, un punto crucial es que estas fallas en la coordinación son más frecuentes bajo sistemas mayoritarios, por los requerimientos de información, negociación y respeto a los acuerdos entre las fuerzas políticas.
Hay otro elemento central: la dirección de la causalidad. Según Colomer, son los partidos políticos los que eligen los sistemas electorales, y no al revés. Y lo hacen pensando en la forma de cristalizar, consolidar o mantener su posición de privilegio. Así, en los países donde pocos partidos dominan las preferencias del electorado, estos establecen sistemas electorales mayoritarios, mientras que países con sistemas multipartidarios anteceden históricamente la elección por representación proporcional. Lo que es perfectamente lógico también. Por eso, cuando se admira el sistema binomial chileno se olvida que fue un artificio dejado por la dictadura de Pinochet para asegurar la representación de la derecha, y más importante aún, refleja el clivaje electoral que divide a la izquierda de la derecha en el país austral. Lo mismo con demócratas y republicanos en Estados Unidos. Incluso en el caso británico, los laboristas solo lograron convertirse en un partido importante con la caída de los liberales. Como reza el título del artículo de Colomer, “son los partidos los que eligen los sistemas electorales”.
El origen de las instituciones
El tema de fondo en esta discusión radica en los límites del trasplante institucional. El prominente sociólogo Alejandro Portes, de la Universidad de Princeton, ha puesto el acento en los obstáculos que elementos culturales y estructurales presentan frente al “institutional monocropping” (monocultivo institucional), o el intento de implantar formas institucionales del mundo desarrollado en países menos desarrollados (Portes 2006: 242). El resultado de esta práctica puede ir desde inocuos cambios cosméticos hasta la destrucción de capacidades institucionales con serias consecuencias. El propio Francis Fukuyama ha llegado a la misma conclusión en más de una ocasión, admitiendo que hay casos en los que es posible tener éxito siempre y cuando existan condiciones sociales y culturales similares a las del país de origen. De forma más reciente, Fukuyama no termina de salir del prefacio a su nuevo libro sin dejar en claro (y también, porque es el prefacio, sacarse el tema rápidamente de encima) con un contundente y vívido ejemplo de los límites del trasplante institucional. Curiosamente, trata directamente sobre sistemas electorales. Fukuyama describe con bastante claridad lo que sucedió cuando Papúa Nueva Guinea y las Islas Salomón (que Fukuyama reconoce como sociedades bastante fragmentadas) implementaron el sistema de distritos uninominales para elegir a sus representantes. El resultado fue caótico: cada distrito eligió a su propio Big Man, y desde luego que nada como un sistema bipartidario emergió (Fukuyama 2004). De Althaus y otros suelen hacer referencia a que los distritos uninominales predominan en Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Francia. Y como allí hay dos o tres partidos, la falaz conclusión es que los distritos uninominales causan el bipartidismo. El caso narrado por Fukuyama muestra que ese no es necesariamente el caso.
De Althaus y otros suelen hacer referencia a que los distritos uninominales predominan en Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Francia. Y como allí hay dos o tres partidos, la falaz conclusión es que los distritos uninominales causan el bipartidismo.
Tampoco hay que irse hasta el otro lado del mundo para buscar ejemplos. En un artículo reciente, el politólogo peruano Alberto Vergara compara los procesos de descentralización llevados a cabo en Bolivia y en Perú bajo criterios muy similares, y con resultados muy diferentes. Vergara concluye que “reformas institucionales similares pueden generar efectos muy distintos dependiendo en el contexto en que se implementan, y que los países no son tubos de ensayo en los que intervenciones similares producen necesariamente resultados parecidos” (2011: 87). Convendría que tengamos este ejemplo presente ahora que se nos ha dado por renegar del proceso de descentralización y de todo lo que sucede afuera de Lima.
Preguntarse sobre el sistema electoral es un claro ejemplo de la importancia de indagar sobre los orígenes de una institución, que usualmente suelen estar asociados a los intereses o preferencias de determinados grupos. No es cuestión de asumir conspiraciones, sino simplemente de reconocer que todo actor, grupo o clase buscará preservar las ganancias que obtiene de un determinado orden. Finalmente, la conclusión a la que ambos académicos llegan es la misma. Cuidado con la fe ciega en instituciones, especialmente si creemos que pueden ser replicadas automáticamente en cualquier contexto.
Conclusión
Estamos ya en un momento en el que la discusión sobre si las instituciones importan o no ha sido largamente superado. La respuesta es claramente positiva. Por la misma razón, no basta con repetir que necesitamos institucionalidad o, peor aún, que la respuesta es la mera importación o emulación de instituciones que funcionan, no sin problemas y críticas, en otros contextos como el anglosajón. Claramente, no toda realidad se presta al mismo tipo de institución. El fracaso en implantar instituciones que han funcionado en contextos ajenos ha sido constatado en múltiples ocasiones, pero ello no es óbice para que se insista hasta el aburrimiento con la panacea de los distritos uninominales.
* Estudiante del doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Texas en Austin. Agradezco los comentarios de Jorge Aragón, Eduardo Dargent y Alberto Vergara, así como del comité editorial de la revista, a versiones preliminares
Referencias bibliográficas
Colomer, Joseph (2005). “It’s Parties that Choose Electoral Systems (or Duverger´s Laws Upside Down)”, Political Studies, vol. 53: 4-5.
Fukuyama, Francis (2004). State-Building. Governance and World Order in the 21st Century. Ithaca: Cornell University Press.
Portes, Alejandro (2006). “Institutions and Development: A Conceptual Reanalysis”. Population and Development Review, vol. 32, n.º 2: 242.
Vergara, Alberto (2011). “United by Discord, Divided by Consensus: National and Sub-National Articulation in Bolivia and Peru, 2000-2010”. Journal of Politics in Latin America, vol. 3, n.º 3: 87.
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