El carnaval de Cajamarca, celebrado en la segunda mitad de febrero último, no ha sido ajeno a las tensiones desatadas en esta región, una de las más desiguales del país, en torno a las operaciones auríferas de la cuestionada Newmont Mining Corporation, propietaria de la empresa Yanacocha, conjuntamente con la Compañía Buenaventura, de Roque Benavides y el Banco Mundial, (IFC) en calidad de accionistas minoritarios (Monge 2011). Como es archisabido, el gobierno regional cajamarquino, presidido por el profesor y rondero Gregorio Santos Guerrero (candidato electo del MAS, afín a Patria Roja), ha adoptado una posición beligerante a la expansión de la minería transnacional, en tanto que el Gobierno central, en contra de sus promesas electorales, ha venido intentando imponer la continuidad del modelo extractivista, recurriendo a medidas cuestionables, como el estado de excepción.
Considero que frente a las trilladas llamadas a “fortalecer la institucionalidad democrática”, vale la pena resaltar la ambigüedad de la democracia como proceso y como práctica, tomando como objeto de reflexión el carnaval.
Escribo este artículo con el afán de contribuir a la comprensión de un fenómeno de nuestro tiempo: la perversión del sentido de la democracia, a través de una lógica de soberanía estatal que autores como Giorgio Agamben identifican con la normalización de un paradigma de gobierno: el estado de excepción. Para el mencionado autor, “la violencia del estado de excepción no conserva ni tampoco establece simplemente el derecho, sino que lo conserva suspendiéndolo y lo establece excluyéndose de él” (Agamben 1998: 86); es decir, supone la instauración de una violencia legitimada como política de conservación, orden y pacificación.
En Cajamarca, la declaratoria de emergencia dictaminada por el gobierno humalista en momentos en que se negociaba la solución al conflicto con la minería evidenció que participar en la toma de decisiones políticas relevantes se ha vuelto implausible, pese a los avances estatales en descentralización y en políticas de inclusión. De hecho, la declaración de estados de emergencia es una medida que el Estado peruano ha venido dictaminando desde los años de la violencia política, y que no ha dejado de ejercer en la última década, paralelamente a su “reforma institucional”. Por ende, considero que frente a las trilladas llamadas a “fortalecer la institucionalidad democrática”, vale la pena resaltar la ambigüedad de la democracia como proceso y como práctica, tomando como objeto de reflexión el carnaval, en tanto dramatización de posturas irresueltas, de bandos de “sentimiento y resentimiento”.
Carnaval y estado de excepción: la extracción y la nación contra la región
La figura del estado de excepción es paradójica, porque supone una suspensión del orden legal para defenderlo. En contraste, el carnaval puede aparecer como una apertura al desorden, socialmente tolerada en la medida que es transitoria. En Cajamarca, uno podría preguntarse ¿expresa el carnaval una tregua de la realidad (en este caso, el conflicto minero) o constituye su reflejo paródico? Este enfoque no permite comprender la complejidad de los procesos sociales, pero al menos me dejará definir un eje común entre estado de excepción y espacio carnavalesco: en ambos casos, la “suspensión” de la “vida política” (nadie está fuera de la ley ni del carnaval, con excepción del Estado) refuerza el “orden democrático”, sin excepción de la “vida natural”. Es decir, el Estado mantiene el control legítimo de la vida social y natural, aun en situaciones de excepción militar o lúdica, porque tiene el monopolio de la violencia para imponerse y la obligatoriedad de la ciudadanización para persuadir de que su objetivo es de interés nacional. Esto se puede expresar, siguiendo a Bajtin y Gramsci, como un monólogo autoritario que refuerza un principio hegemónico excluyente (Brandist 1996).
El estado de excepción, dispuesto por Ollanta Humala en las provincias de Cajamarca, Hualgayoc, Celendín y Contumazá, fue el inicio de una campaña dirigida a legitimar la extracción minera como una actividad económica de interés nacional. Con este objetivo, durante los dos primeros meses del presente año, el Gobierno central ha buscado desestabilizar a la autoridad regional con una serie de intervenciones de tipo ministerial y judicial. Pero lo agravante, como se ha venido destacando en varios medios independientes, es el carácter antidemocrático de las medidas efectuadas por el Gobierno para subordinar a la región, presionándola militar, presupuestal y mediáticamente. Para el bando cajamarquino opositor a Yanacocha (incluidos quienes votaron por Ollanta, que lloraron de impotencia durante el estado de emergencia, y que hoy consideran al presidente un “traidor”), estas medidas han sido abiertamente autoritarias (se denuncia, por ejemplo, la existencia de gente herida de bala en el desalojo de las lagunas). Además, hay quienes sospechan que la sorpresiva captura del líder senderista “Artemio” se orientó a minimizar el impacto de la denominada “Marcha por el Agua” (denuncia que al congresista cajamarquino Rimarachin le valió la expulsión de las filas del oficialismo).
Más allá de estas percepciones encontradas, lo cierto es que las bases y dirigencias agrupadas alrededor de Gregorio Santos, Marco Arana y Wilfredo Saavedra no tienen una agenda necesariamente ecológica, así como tampoco responden exclusivamente a consignas subversoras del orden institucional estatal. Más allá de la influencia de la izquierda radical en Cajamarca, lo que está en juego no es simplemente una renovación o rearticulación unitaria de una izquierda intransigente. Se trata, probablemente, de la consolidación de un liderazgo regional que apunta a una representación nacional, que se alimenta de una tradición partidaria y rondera específica, y que busca apropiarse de la agenda “transformadora” que debía cumplir el entonces candidato Humala.
Entender este proceso requiere conocer el impacto del neoliberalismo en Cajamarca. Históricamente, la región posee una importante industria lechera, que combina actividades primarias y de servicios. Pero veinte años de economía de enclave han trastornado los patrones migratorios y las expectativas de vida de la población. Como señala Bury (2007), la región se ha convertido en un punto focal donde convergen redes transnacionales, empleados citadinos y población rural y empobrecida. Todas estas interacciones están alterando los contextos naturales y sociales de la sierra a nivel nacional, pero en Cajamarca se han exacerbado, por la escala y el nivel tecnológico empleado para la extracción del mineral.
En este escenario, la presión del Gobierno central por someter al gobierno regional revela de manera descarnada mecanismos antidemocráticos, de “apropiación y control de la renta”, que se corresponden, según Arellano (2011), con la “nueva estrategia de las industrias extractivas” de coludirse con los Gobiernos para apropiarse del capital natural en desmedro del capital social. En esta perspectiva, el problema no sería la ineficiencia en el gasto de los gobiernos subnacionales, sino el vaciamiento del sentido democrático de la descentralización, dado que las reglas presupuestarias se siguen definiendo centralizadamente. Esto nos lleva al punto nodal del artículo: la experiencia de la desigualdad fomentada por el modelo de exportación primaria en una región del país, expresada a través de una institución de raigambre popular: el carnaval.
Sentimiento y resentimiento carnavalesco: de pintas, coplas y piletas
Roberto Da Matta, en un estudio clásico sobre la identidad brasileña (1997), considera que el carnaval es un espacio ritual que dramatiza facetas de la vida social normalmente ocultas, que se expresan con mayor claridad durante el “caos planeado”, que, en el caso de Brasil, entroniza la duplicidad del sistema. Es decir, el carnaval puede y debe observarse desde una perspectiva de comparación institucional. Con esta premisa, llegando a Cajamarca, quise observar el aspecto emocional, la “risa festiva” (Bajtin 1993) definida por la población cajamarquina como “la alegría”, que alcanza su cúspide en los espacios públicos como celebración de lo popular y como una crítica del poder.
Bajtin, refiriéndose a la obra de Rabelais, afirma que su representación de la risa expresa el optimismo popular. Así, en el carnaval, la risa adquiere un sentido ambivalente, pero profundamente positivo. Por ello no influyen en ella los cambios y acontecimientos de la vida política. Esto no significa que la risa sea ajena a la política real. Se trata, siguiendo a Bajtin, de un sentimiento, de una sensibilidad popular abiertamente liberadora y potencialmente revolucionaria. Sin embargo, podemos agregar que, dada la ambivalencia de la risa, el carnaval también expresa el resentimiento como una racionalización negativa del sentimiento.
Así, pintas, banderas y expresiones artísticas oficiales y no oficiales manifiestan un mensaje dual: el bando de los que quieren la continuidad de la minería y el de los que la rechazan.
De este modo, ambos elementos confluyen simultáneamente en la dinámica carnavalesca, en los espacios públicos capturados por los grupos enfrentados cotidianamente al impacto desigual del desarrollo. Así, pintas, banderas y expresiones artísticas oficiales y no oficiales manifiestan un mensaje dual: el bando de los que quieren la continuidad de la minería y el de los que la rechazan. Al margen de las explicaciones de sus opciones, ambos coinciden en tener “la verdad”. La diferencia es que en el ámbito estatal se ha formado una “zona de disputa” entre el nivel central y el regional, con demandas como un nuevo ordenamiento territorial y una gestión hídrica centrada en las cuencas, y con la conciencia de que no se trata de una lucha reciente, pero sí que será prolongada.
Pese a la amplísima cobertura que ha tenido y sigue teniendo el caso de Conga en múltiples escalas (reconocida por tirios y troyanos como “la batalla decisiva”), durante la celebración oficial del carnaval, el conflicto minero, tan publicitado en los últimos meses por los bandos a favor y en contra del proyecto Conga, terminó minimizado en el corso, en tanto que un sector de la prensa y de las autoridades locales invocaba a “despolitizar” la festividad.
Ciertamente, el rechazo al proyecto Conga estuvo presente en infinidad de registros, desde pintas en calles y paredes, banderas peruanas izadas en los balcones y un gigantesco “No a Conga” escrito en un cerro aledaño, visible desde la plaza de Armas, hasta la performance de las patrullas de distritos como Bambamarca, que elaboraron un carro alegórico, con un gigantesco “Goyo” acompañado de un “demonio de botas blancas” y un híbrido, que representaba a la minería y a la muerte, portando el letrero “Minero ambicioso”, en tanto que algunos carnavaleros lucían polos que enfatizaban: “Sin agua no hay carnaval”. No obstante, estas expresiones fueron minoritarias en los días centrales, principalmente enfocados en recrear los aspectos típicos de los barrios, caseríos, gremios representativos e incluso empresas nacionales participantes. Esto puede admitir otras lecturas, dado que no es un secreto que la minera financia algunas de las actividades de los barrios. Quizás, de manera similar a lo que ocurre en Ancash, se pretende canjear “contaminación por expectativas de desarrollo” (Gil 2009) comprando lealtades y conciencias. Pero esto no necesariamente tiene una expresión carnavalesca, ni sirve para “despolitizar” (desde el punto de vista prominero) la fiesta.
En realidad, lo que pude observar entre el sábado, domingo y lunes de carnaval fue el caos y la evidente irresponsabilidad de la gestión provincial (a cargo de Ramiro Bardales Vigo, alcalde que ha demostrado apoyar institucional pero no personalmente la posición del presidente regional), que permitió, por ejemplo, que un grupo heterogéneo invadiera el sábado 18 de febrero la histórica pileta de la Plaza de Armas y ocasionara graves daños en el patrimonio. Asimismo, la realización de un concierto el mismo día en La Recoleta, por parte del congresista Joaquín Ramírez (autodenominado “JoaKin”, con K de Keiko), dejó como secuela que las piedras de la iglesia quedaran estropeadas por la pintura.
Cabe agregar que las expresiones a favor del proyecto Conga no fueron explícitas, y se manifestaron de manera soterrada, aunque pública. A través, por ejemplo, de agregar un “se” a la consigna “Conga no va”. Así, la ciudad estaba plagada de pintas superpuestas como “Conga no se va” (por “Conga no va”), “Agua sí, oro también” (por “oro no”); así como de frases dispersas, como un furioso “Conga no va carajo”, un virtual “Conga no va xD”, un insultante “Conga va CTM”, un enfático “Conga no va jamás” y un tajante “Conga sí va cholos”, doblemente insultante en la región, en la medida que el reglamento de rondas establece que “nadie es cholo de nadie”. Si bien muchas de estas pintas se realizaron durante el paro regional, lo notable en mi visita a la ciudad era esta superposición de mensajes.
En contraste, el carnaval en el campo se celebra de una manera tradicional, no exenta de violencia. Para apreciar el contraste, el día en que finalizó el corso me dirigí a Piobamba, un centro poblado ubicado a cuatro horas de Cajamarca, en el distrito de Celendín, que goza de una juventud con cierto grado de contacto citadino. La minería no ha llegado a estos parajes, que mantienen una íntima relación con el ecosistema. No obstante, la “modernidad” ha empezado a hacerse presente, y aceleradamente. Así, aunque el poblado no cuenta con luz, el servicio se viene implementando por iniciativa del gobierno regional. Existe una antena para celulares Claro que mantiene comunicados a parte de los comuneros con sus familiares migrantes. El agua llega a piletas instaladas fuera de las casas, a través de un sistema de cañerías subterráneas conectadas a las fuentes naturales de agua, y, gracias al programa Juntos, varios pobladores han efectuado refacciones e invertido en el saneamiento de sus casas, cambiando los techos de paja por calaminas e instalando fosas sanitarias. Cabe añadir que Piobamba cuenta con una hermosa laguna, en cuyo fondo se dice que habitan las madres de la laguna, una serpiente y una pava, ambas de oro, que se aparecen en sueños a algunos. El agua es dulce y muy fría, y el aire se respira limpio y fresco. Hay feria los días jueves.
Durante el carnaval, que suele celebrarse casi todo el mes (empezando con borracheras y terminando con yunsas), los jóvenes y adolescentes de ambos sexos forman grupos que cantan, se reúnen y visitan las casas del poblado pidiendo chicha de jora, a ritmo de violín y guitarra. A diferencia de la ciudad, no se usa pintura y mucho menos aceite, y muy rara vez se echa agua a la gente. De hecho, la fiesta coincide con la temporada de lluvias, en medio de un ambiente cargado de nubes, niebla y espíritu festivo. Los pobladores sostienen que “el carnaval es de todos”, y celebrarlo no implica dejar de realizar las actividades cotidianas. Hay jóvenes, e incluso niños, que cabalgan borrachos, en parejas o en grupos mixtos. Se les denomina “acaballados”. Curiosamente, los temas de las coplas que escuché no hacían referencia al tema de la minería. Únicamente pude escuchar a un grupo de Santa Ana (localidad de Bambamarca, una de las primeras comunidades afectadas por Yanacocha) entonar: “Vengo a pedirte tu chicha, pero no soy sinvergüenza, como el presidente de hoy”.
Para finalizar
En este artículo, he intentando comprender el impacto cultural de la intervención estatal en la vida socioeconómica (calificada por las instancias supranacionales como “reforma institucional neoliberal”) en una región minera interpretando el carnaval cajamarquino como un drama social. Si bien la puesta en escena carnavalesca del poder revela “facetas ocultas por las rutinas, intereses y complicaciones de lo cotidiano” (Da Matta 1997: 54), ello no implica que el lenguaje carnavalesco sea un espejo invertido de la realidad, ni una victoria sobre el miedo que fundamenta al poder. Como indica Bajtin, en la cultura cómica medieval “lo terrible se volvía ridículo […]. Pero tampoco puede generalizarse demasiado ni interpretar el conjunto de la imagen grotesca desde el punto de vista de la racionalización abstracta. Es imposible decir dónde termina el temor vencido y dónde comienza la despreocupada alegría” (Bajtin 1993: 86).
De hecho, en las expresiones “racionalizadas” de rechazo a la minería que el Estado y las clases dominantes etiquetan de “radicalismo”, lo que se evidencia es una absoluta desconfianza ante los mecanismos democráticos.
De hecho, en las expresiones “racionalizadas” de rechazo a la minería que el Estado y las clases dominantes etiquetan de “radicalismo”, lo que se evidencia es una absoluta desconfianza ante los mecanismos democráticos. Si el Estado, las empresas extractivas y los sectores beneficiados por la minería en el país tuvieran una real disposición a dialogar con los representantes subnacionales e incluso con la población local, antes que a imponer su monólogo de desarrollo, a través de recursos técnicos y políticos, se evitaría más derramamientos de sangre, dado que algunos dirigentes plantean que los cajamarquinos “están dispuesto a ofrendar sus vidas para defender el agua y la vida”.
Y en el centro de esta problemática, tal vez el grupo o sector donde más se visibilizan los cambios experimentados en la región sea la juventud, que viene desplazándose constantemente a los centros urbanos, y que incluso ha llegado a Lima. Los jóvenes de Piobamba, por ejemplo, impulsados a buscar empleo, se exponen a accidentes, maltratos y abandono en la ciudad. Y aunque no les gusta salir de su comunidad, tienden a no quedarse en ella. Estos jóvenes expresan actitudes desafiantes y portan símbolos de modernidad. Son los “guapos” y las “lisas” que, no obstante, participan en la cosmovisión y el espíritu del carnaval. Hay una relación muy estrecha con lo sobrenatural más que con lo meramente natural, que se expresa en una serie de personajes como los huacrayos, duendes, demonios, almas y ayapumas, que suelen merodear en las noches, o que habitan en lugares específicos como El Mal Paso o El Salto. No obstante, como me confesó una anciana comunera, debido al incremento del flujo poblacional, estos lugares malditos “se están amansando”.
Y aunque el conflicto minero no fue el actor protagónico del carnaval, no deja de estar presente en el clima social. Pude apreciarlo, por ejemplo, en la radio local, a través de programas como La voz ronderil, e incluso en canciones a favor de la defensa del agua que escuché en la cúster que tomé de Piobamba a Celendín. Pero debo admitir que los temas predominantes eran la competencia entre los sexos y la alegría carnal. Los sentimientos y resentimientos ante la depredación y transformación de la naturaleza y la cultura son cambiantes y complejos, y no pretendo buscar su semiótica en los mensajes superpuestos observados.
Lo que sí puedo resaltar, en el plano de la estatalidad, es que las cosas no estén suficientemente claras para ninguno de los bandos intergubernamentales. Si el Gobierno central presiona demasiado, puede perder legitimidad democrática internacionalmente. Y si el gobierno regional se endurece más, puede desperdiciar la oportunidad de liderar un necesario replanteo del marco institucional neoliberal, heredado de Fujimori y remachado por sus sucesores. Por ello, considero que resaltar las aporías de la democracia a través de instituciones como el carnaval es relevante, siempre que permita avanzar en diseñar e implementar modelos de desarrollo efectivamente democráticos, capaces de conformar un poder de decisión sustentado en instituciones pertinentes. No pretendo que el carnaval sea la piedra de base de ese cambio, pero sí puede constituir un mirador apropiado y quizás convincente. El punto, tal vez demasiado populista para el gusto de los institucionalistas, podría estar en replantear el marco estatal convencional, es decir, el fundamentado en la conjunción entre Estado de derecho y monopolio legítimo de la violencia, apostando por una forma estatal que responda a las necesidades reales de la gente, que la escuche y que participe de lo que las personas consideran “su mundo” antes que oponerse a él. Esto supone un diálogo efectivamente intercultural, que reconozca a la diversidad de instituciones, en un sentido amplio, en la redefinición de los principios hegemónicos vitales.
Retomando las ideas de Agamben, y analizando la “guerra contra el terrorismo”, Žižek califica a Estados Unidos como un “Estado democrático de excepción” (2005: 119). En el caso peruano, tenemos un Estado que se ha sometido a esta lógica de manera irresponsable, con el agravante de socavar la credibilidad en sus instituciones. Si, como indica Agamben, “el campo de concentración es el espacio que se abre cuando el estado de excepción se convierte en regla” (1998: 215), “independientemente de la entidad de los crímenes que allí se cometan y cualesquiera que sean su denominación o sus peculiaridades topográficas” (1998: 221), podemos concluir que lo que viene ocurriendo en las últimas dos décadas en Cajamarca es la institucionalización de una zona de indeterminación, de un campo de concentración. Y con el perdón de Rabelais, esto no es motivo de risa.
* Antropólogo, investigador del IEP.
Referencias bibliográficas
Agamben, Giorgio (1998). Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos.
Arellano, Javier (2011). ¿Minería sin fronteras? Conflicto y desarrollo en regiones mineras del Perú. Lima: IEP, PUCP, UARM.
Bajtin, Mijail (1993). La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Madrid: Alianza.
Brandist, Craig (1996). “Gramsci, Bajtin y la semiótica de la hegemonía”. En New Left Review, nº 216, marzo/abril.
Bury, Jeffrey (2007). “Minería, migración y transformaciones en los medios de subsistencia en Cajamarca, Perú”. En Anthony Bebbington (ed.), Minería, movimientos sociales y respuestas campesinas. Lima: IEP.
Da Matta, Roberto (1997). Carnavales, malandros y héroes. Hacia una sociología del dilema brasileño. México D. F.: FCE.
Gil, Vladimir (2009). Aterrizaje minero. Cultura, conflicto, negociaciones y lecciones para el desarrollo desde la minería en Ancash, Perú. Lima: IEP.
Monge, Carlos (2011). “El reto político de Mina Conga”. En Quehacer, diciembre.
Starn, Orin (1993). Hablan los ronderos: la búsqueda por la paz en los Andes. Documento de Trabajo n.º 45. Serie Talleres IEP.
Žižek, Slavoj (2005). Bienvenidos al desierto de lo real. Madrid: Ediciones Akal.
Este artículo debe citarse de la siguiente manera:
El pueblo peruano, el limeño sobre todo, está castrado de dignidad, orgullo y nacionalismo.
Los Indignados de Cajamarcarnhttp://www.losandes.com.pe/Nacional/20120204/60529.htmlrnCambio16, Madridrn
El Estado promovio el carnaval en Cajamarca como una cortina de humo, esos trucos ya los conocemos. Adem’as, el asunto Conga le quito la careta a Humala como y su esposa, arrojandose a los brazos de la Newmont. yo lei un cartel que decia «de cachaco pobre a millonario» La plata viene sola, dijo A. Garcia.
Por lo que pude observar, el carnaval está perdiendo su carácter tradicional y el control en su organización, pese al interés en promoverlo turisticamente. No obstante, considero errado calificarlo como «cortina de humo», pues sigue siendo un espacio clave en la afirmacion de la identidad regional. No en vano Santos estuvo en persona durante el corso.
yo opino a favor del proyecto minero conga ya que asi podemos mejorara la economia del perurn