Mayer, Enrique. Cuentos feos de la reforma agraria peruana. Lima: IEP: CEPES, 2009.
A la memoria de Guillermo Figallo Adrianzén
Este año 2009, en que se publica Cuentos feos de la reforma agraria peruana del economista y antropólogo Enrique Mayer, se cumplen 40 años de la promulgación de la ley 17716 de reforma agraria, y se cumplen en medio del silencio; quizá porque, como ocurre con algunas personas, los grupos dominantes envían al subconsciente sus temores, remordimientos y miedos más profundos. Eso sucede con las transformaciones inesperadas y traumáticas que afectan el modo de vida, los intereses y las convicciones de los que tienen poder, propiedad, orgullo o dinero. El silencio de hoy a los cuarenta años de la Reforma Agraria es la mejor demostración de su importancia. La movilización de los pueblos indígenas desde la Amazonía, los Andes y las regiones hace pocas semanas dice bien de cuánto hemos cambiado desde junio de 1969 y cuánto no han cambiado quienes, hoy como ayer, responden a las protestas con amenazas, descalificaciones, prisiones y hasta con balas y sangre.
El general Velasco, que había tomado el poder por un golpe de estado apenas ocho meses antes, decía en su discurso de promulgación de la ley de reforma agraria, aquel 24 de junio de 1969, con voz enronquecida por el excesivo uso de cigarrillos negros:
Compatriotas:
Este es un día histórico. Y bien vale que todos seamos plenamente conscientes de su significado más profundo. Hoy día el Gobierno Revolucionario ha promulgado la Ley de la Reforma Agraria, y al hacerlo ha entregado al país el más vital instrumento de su transformación y desarrollo. La historia marcará este 24 de junio como el comienzo de un proceso irreversible que sentará las bases de una grandeza nacional auténtica, es decir, de una grandeza cimentada en la justicia social y en la participación real del pueblo en la riqueza y en el destino de la patria.
Recordemos el Artículo 2° de aquella ley:
La Reforma Agraria como instrumento transformador formará parte de la política nacional de desarrollo y estará íntimamente relacionada con las acciones planificadas del Estado en otros campos esenciales para la promoción de las poblaciones rurales del país, tales como la organización de una Escuela Rural efectiva, la asistencia técnica generalizada, los mecanismos de crédito, las investigaciones agropecuarias, el desarrollo de recursos naturales, la política de urbanización, el desarrollo industrial, la expansión del sistema nacional de salud y los mecanismos estatales de comercialización, entre otros.
Transcribo este artículo para recordar que, en la mentalidad de sus iniciadores, la reforma agraria formaba parte un proceso integral de transformación del país. Era un eslabón de una cadena de reformas que no se llegó a realizar; y, como tal, no puede ser explicada encerrándola dentro de su ámbito. Como se la ha criticado por su presunto colectivismo al buscar economías de escala organizando gigantescas empresas, vale la pena recordar que las Cooperativas Agrarias de Producción (CAP) o las Sociedades Agrícolas de Interés Social (SAIS) eran, en efecto, prioritarias. Sin embargo, se decía expresamente en la ley que tanto la mediana propiedad como la pequeña propiedad serían respetadas y apoyadas.
Estamos ahora frente a los cuentos feos de esa reforma, contados por Enrique Mayer. Según mi opinión se trata, deliberadamente, del relato personal de otros relatos. Mayer también se siente tocado por la reforma, por razones familiares y profesionales, y por su identificación con el país. Él, como otros antropólogos y científicos sociales de la época y de antes de la reforma, es también un personaje y no puede sustraerse al examen. Es analista; pero debe ser analizado y uno puede seguir sus sentimientos, agrados, asombros y malestares, nostalgias y angustias, a lo largo del texto. Su libro es una confesión colectiva; centra su enfoque en los relatos de las personas que la reforma afectó de distintas maneras. Pero es él quien elige y cuenta lo que otros cuentan.
Cuentos feos de la reforma agraria. Desfilan Mallares, Cahuide, Túpac Amaru, Antapampa, como proyectos, creaciones humanas; Piura, Cusco, Junín, Andahuaylas como escenarios. Hablan los hacendados despojados, los administradores fracasados a pesar suyo, como el de Mallares, que hicieron lo posible por salvar la situación y fueron derrotados por la fuerza de las circunstancias; los gerentes como Max Gamarra de la SAIS Túpac Amaru, que resistieron hasta el final. Los líderes campesinos que dividieron las empresas: Esteban Puma, Germán Gutiérrez. Admitámoslo: es difícil encontrar espacio suficiente para que hablen todos, incluyendo a los autores de los diseños empresariales, aquellos que redactaron la ley, los funcionarios de la reforma agraria o del Sistema Nacional de Movilización Social (SINAMOS), los líderes campesinos que estuvieron contra la parcelación; o quienes tuvieron que aceptarla contra su voluntad. Por eso tenemos, a través del texto, una imagen muy detallada de una parte del proceso, pero no de la totalidad. ¿Se puede pedir todo o, al menos, una visión integral? Como Mayer dice, está pendiente de hacer la historia completa.
Digamos entonces, para empezar, que esta es una historia parcial. De alguna manera es un desfile de las imágenes que cada quien ha trazado de su adversario, a veces para justificar psicológicamente su propia conducta ante sí mismo y ante los demás.
Como lo dice en su prólogo, Mayer trata de superar las abstracciones del estructuralismo y el marxismo y sale de cualquier pretensión de ciencia pura; pero, nuestra primera impresión es que las fuentes basadas en las personas no son menos dudosas que el cientificismo abstracto porque nos trasmiten subjetividades, sentimientos, heridas que son además demasiado recientes para haber sido procesadas por el tiempo. Nos encontramos entonces frente al problema de la parcialidad o imparcialidad, la pasión aún existente en quienes reprochan, olvidan o silencian.
Y aquí surgen mis primeras preguntas. Pancho Guerra y Hugo Neira, uno es entrevistado y el otro es mencionado. Ambos estuvieron en el SINAMOS, venían de la universidad y del periodismo, pero también en cierta manera, de la política. Estuvieron en la institución más discutida y atacada de lo que llamábamos “el proceso”: el SINAMOS. Pero ¿por qué no Guillermo Figallo, Benjamín Samanez Concha o José Matos Mar? Los dos primeros fueron, uno en las afectaciones y expropiaciones y el otro en la parte legal, los hombres clave de la reforma. Matos Mar, que estuvo estrechamente vinculado al gobierno militar, fue el antropólogo que nos dio la imagen más cercana de lo que sucedía en el campo antes de la reforma. Samanez Concha o Figallo hubieran podido decir por qué y cómo se decidió. Betty Gonzales, la trabajadora de Huando. ¿Y por qué no Zósimo Torres, autor además de una excelente autocrítica de su rol en aquel tiempo, o Pablo Torres? Esteban Puma, de Anta. ¿Y por qué no Vladimiro Valer, activista estudiantil, primero organizador como muchos otros jóvenes cusqueños de los sindicatos campesinos y después constructor de la Federación Agraria Revolucionaria Túpac Amaru Cusco (FARTAC) desde el SINAMOS del Cusco; promotor de la mayor manifestación indígena que recuerde la historia cusqueña cuando millares de campesinos antes marginados y apartados, como el mismo Mayer cuenta, tomaron prácticamente la histórica plaza de armas el 4 de abril de 1974 para celebrar la fundación de la FARTAC? Por supuesto, Mayer tiene el legítimo derecho de elegir. Claro, ellos y otros habrían contado los cuentos lindos, o bellos, o complejos, o como se los llame. Probablemente habrían contado también los problemas, las deficiencias, las limitaciones históricas y los errores, la esperanza y la desesperanza de quienes participaron en el proceso, no de quienes se enfrentaron a él.
Mi otra impresión es que el libro de Mayer también podría llamarse Cuentos feos de lacontrarreforma agraria. Porque se refiere más a los tiempos posteriores a 1975, después de la caída de Velasco, después que el general fuera puesto contra la pared por el informe de las fuerzas armadas sobre la reforma agraria que en 1975 recogió todas las quejas de los expropiados, las hizo suyas y constituyó el primer paso para el golpe militar contrarrevolucionario de agosto de ese año. Porque lo que se conoce poco es la resistencia interna que los afectados por la reforma hicieron dentro del régimen, aprovechando sus estrechas vinculaciones con oficiales de las fuerzas armadas, desde el mismo comienzo, pero cada vez más, a medida que el proceso avanzaba y propiedades menores en la costa central y la sierra, eran afectadas. Esposas, familiares, amigos de altos y medianos oficiales de las tres armas tenían parientes o eran ellos mismos perjudicados. Una permanente tensión interna pasaba por el servicio de inteligencia y llegaba al mismo Consejo de Ministros donde Velasco, basado en las prolijas informaciones de la Dirección de Reforma Agraria a cargo de Samanez Concha, decidía a favor de los campesinos; y arriesgaba todos los días, en beneficio de ellos, el apoyo militar que tanto necesitaba. Debo decir que esos años me enseñaron a apreciar el coraje y la entereza de quienes defienden decisiones que tienen que ver con su entorno más cercano. Es distinto hacer oídos sordos a un pariente a hacer discursos en la plaza pública contra un abstracto enemigo de clase. Era el peso de la justicia que ganaba las voluntades de las gentes honestas de aquel tiempo, quienes querían de verdad un país más justo y mejor. Entre los cuentos lindos de la reforma agraria está la experiencia diaria de los militares de alta y baja graduación que, como Velasco, descubrieron su identificación con el pueblo. Y eso no sucedió solamente con el ejército. Tuvimos jóvenes que ayudaron, aliados al movimiento campesino, a la expropiación de los bienes de sus propias familias. O las personalidades como don Edgardo Seoane, quien entregó el fundo de la familia a la reforma agraria. No todo fue fracaso y desesperanza; fue también ilusión, utopía y cambio de actitud personal, sentirse recompensado solo por la bondad de la propia acción. Creo que fue la única vez en que se sintió que había un partir de aguas entre un pasado de abusos y un futuro que se quería fuese de justicia, en el mismo seno del poder.
Pero, finalmente, el cerco se cerró y podemos decir que la reforma agraria había terminado el 29 de agosto de 1975; y que hasta hoy, en que ha empezado otro proceso de reconcentración de tierras, no tuvimos otra cosa que 34 años de contrarreforma agraria que borraron los seis de reforma inicial. La historia no ha terminado, ha vuelto a empezar.
Uno podría aplicar un zoom que se acerca y se aleja de los acontecimientos. Si nos aproximamos tomamos el corto plazo, pero las causas y consecuencias históricas, los antecedentes que explican los acontecimientos y los efectos que permiten hacer el balance, se nos escapan. Si nos alejamos, perdemos los detalles que nos ayudan a entender la situación. Necesitamos ambas distancias. Mayer usa la lupa parcial del antropólogo, pero no el lente del sociólogo y menos el telescopio del historiador. No es su culpa. Lo que pasa es que el balance está pendiente.
En el gran zoom de los siglos vemos desfilar sucesivamente los ayllus precolombinos, las reducciones coloniales, las composiciones de tierras, los decretos de Bolívar, vemos formarse las haciendas republicanas. Entonces así, a una distancia interplanetaria, la reforma agraria de 1969 marca la división entre dos etapas: la de la servidumbre y condición disminuida del indio en una etapa y la de la libertad, en la otra. Pero tenemos la obligación de decir que, aunque los poetas le canten y sea ella misma una bella palabra, la libertad nunca fue hermosa, tiene también sus cuentos feos. Los tuvo la manumisión de los esclavos y la abolición de la esclavitud; aquí y en todas partes, todas las revoluciones causaron destrucciones, retrocesos, estropicios y violencias inútiles que, frecuentemente, acabaron con los propios libertadores. Por supuesto que eso no nos justifica. Pero la libertad no es otra cosa que un desafío a decidir, no trae necesariamente ni bonanza ni bienestar y menos riqueza, sino nuevas obligaciones y tareas más complejas. Aquí la libertad de los siervos, pongos, yanaconas y comuneros produjo migrantes desarraigados, pobres urbanos, pequeños empresarios, minifundistas libres o agricultores angustiados. También produjo un nuevo tipo de miseria extrema y anómica que antes no teníamos. El régimen de hacienda ha desaparecido, pero ha sido reemplazado por otros regímenes de dominación. La lucha por la libertad nunca termina. Por eso algunas constituciones y entre ellas la peruana de 1979, dicen que la reforma agraria es un proceso permanente.
Se trata de que el crecimiento de la población no es acompañado de un crecimiento de las tierras cultivables ni de las aguas disponibles. La tierra y el agua siguen siendo en el Perú bienes escasos. Y entonces, la única solución racional es la gran propiedad que acumule y distribuya no tierra sino beneficios. En manos de los hacendados, el trabajo gratuito semiesclavo y diversas formas de explotación, eran funcionales a un sistema que necesitaba costos bajos. Era el hacendado el que concentraba aunque no siempre acumulaba, sobre todo en el agro tradicional. Bajo la forma colectiva, son los trabajadores los que deben cooperar y administrar. Los costos aumentan con los derechos: la libertad y la justicia son caras. Por eso, esa fórmula, siendo racional y justa, no resultaba histórica a no ser que todo un conjunto de elementos sociales y culturales la acompañaran. Chocaba con los egoísmos humanos, la falta de educación, el retraso técnico. Los campesinos querían parcelar porque para ellos la justicia estaba en un pedazo de tierra. No tenían todavía idea de los bienes públicos como concepto y realidad sino apenas habían hecho la experiencia del trabajo comunal, inevitable para subsistir. Preferían la aparente seguridad del minifundio. Pero el minifundio asegura la pobreza. Los campesinos fueron héroes para los indigenistas y los izquierdistas en cuanto eran pobres y víctimas de la explotación. Pero eso no los convertía en buenos y solidarios. El hecho de ser pobres y explotados no los hacía necesariamente agentes de cambio, y eso se vio cuando solo en casos muy aislados pudieron trabajar colectivamente en nombre de un bien común. Tendieron a la división y eso podía prolongarse hasta el infinito, hasta la pulverización misma de la tierra. Detrás del fracaso de las fórmulas asociativas está el desencuentro entre los diseñadores idealistas, los funcionarios realistas y los campesinos desconfiados que necesitan y quieren lo prometido ahora, no para más tarde ni mañana.
Y esto en relación con la tierra, esconde un problema fundamental que los peruanos como muchos otros asuntos, no nos atrevemos ni a mencionar. Si en el Perú el problema de la tierra no tiene solución a través de la creación de grandes empresas estatales o cooperativas, porque demandan un tipo de funcionarios, de trabajadores o de Estado que pueden existir en la teoría, pero es posible que nunca existan en la práctica, tampoco la distribución física es una solución porque nos lleva a la generalización de la pobreza y a la reconcentración de la propiedad para la reproducción de más abusos e injusticias. En realidad, aceptémoslo: es un absurdo que la tierra deba pertenecer a alguien que traza sus linderos excluyentes, sea la propiedad pequeña o grande, cuando la tierra no alcanza para todos. Como el agua y el aire, la tierra debería ser un bien público y pertenecer a todos los peruanos y peruanas en uso racional y profesional, técnicamente sustentado para quienes quieran vivir de ella y en ella. Debería ser dada en uso a quienes puedan usarla con justicia y eficiencia. Pero ese es otro cantar.
En realidad, recurriendo al telescopio y dejando la lupa, estamos hablando de una sucesión de despojos. Primero, el gran despojo conquistador contra las poblaciones precolombinas. Luego, el despojo de los indios por los hacendados. La negación de los derechos de los campesinos eventuales por los estables. La corrosión de las cooperativas por sus propios socios. La parcelación. La reconcentración de los fundos medianos. Falta el proceso posterior: la reconcentración de la tierra por los exportadores y los bancos.
De toda esa secuencia, la reforma agraria de Velasco es vista como un intento irreal de manejar colectivamente la tierra, que choca con los intereses pequeños pero concretos de los campesinos y perece cuando estos son liderados por la izquierda antivelasquista. El libro nos deja la amarga visión de gente que, al pretender combatir a la burocracia y el militarismo, entró con entusiasmo a destruir las cooperativas y las SAIS. Pero no tuvo ni ideas ni proyecto ni recursos suficientes para hacer frente a la caótica situación creada. Y abandonó a los campesinos a su suerte, luego de utilizarlos políticamente para su fugaz éxito electoral en la Constituyente. A eso siguió, para sorpresa de la izquierda, según dice García Sayán citado por Mayer, la desmovilización de las federaciones campesinas que habían sido organizadas al calor de la agitación. La moraleja es: los campesinos usaron a la izquierda para conseguir las fracciones de tierras que anhelaban con justicia; y después, le dieron la espalda. Y la izquierda usó a los campesinos para sus éxitos partidarios y electorales y después, los abandonó. Fue un matrimonio temporal y de conveniencia, no una alianza histórica. En Junín y Andahuaylas después vino Sendero. Y a la destrucción de las cooperativas siguió el asesinato selectivo de los dirigentes, promovidos como consecuencia de la reforma agraria, incluidos los alcaldes campesinos. En vez de abrir grandes proyectos comunes que utilizaran, en el buen sentido del término, el espacio abierto por Velasco para nuevas alternativas políticas democráticas, políticamente integradoras, el apoyo popular fue parcelado en beneficio del minifundismo político. Y así, mientras la gran propiedad de nuevo tipo (primero por la vía de proyectos empresariales capitalistas y luego bancaria, exportadora, para biocombustibles, soya, etc.) retornó al campo, así también, corroído el apoyo popular a los militares revolucionarios, no quedaba otra cosa que el retorno a la gran propiedad política de la derecha, vía la “democracia” excluyente de siempre.
En realidad, una reforma agraria socialmente justa y técnicamente eficiente es un resultado de la conciencia colectiva, del respeto por los bienes públicos y de la concreción de la ciudadanía. La idea de la existencia de los bienes públicos, cuya necesidad no es entendida aún hoy, pero de la que depende cualquier proyecto democrático. Si no, el país depende de un precario balance de egoísmos e intereses en los cuales predominan siempre los más poderosos o los más avezados.
Una antropología progresista, pero dominada por los criterios, las categorías y los métodos de Cornell; una sociología estructuralista y parsoniana; una economía cepalina puramente estatista cuando no conservadora; unos ingenieros educados para administrar haciendas pero no empresas asociativas; unos campesinos que habían luchado contra el gamonalismo pero anhelaban solo tierra. Y una izquierda presa de distintas formas de resentimiento y egoísmo, no eran los agentes sociales más adecuados para producir el tipo de reforma justa en derechos, eficiente en rentabilidad que todos hubiéramos querido, cuando vemos las cosas desde hoy. La autogestión, la sociedad civil, los derechos humanos, la ciudadanía, la democracia directa eran todavía ideas iniciales. Se requiere ubicar aquellos hechos en su contexto. Algo que hemos aprendido también en los últimos años es que los procesos sociales se dan a la manera de su tiempo y hay que juzgarlos en esa medida.
Un nuevo esquema de propiedad, tenencia y producción deberá gestarse en el futuro como resultado de fuertes tensiones, pulseos de poder y enfrentamientos. Pero ahora ya no son poderosos gamonales enfrentados con indefensos campesinos. Los poderes populares de diversos tipos siguen creciendo y planteando nuevos desafíos. Ahora están enfrentándose a los nuevos conquistadores transnacionales, exigiendo negociar con los ministros, paralizando las ciudades y cortando las carreteras. La realidad ha cambiado. La reforma agraria ha fortalecido al campesinado, dice Mayer, cuando se pensaba que desaparecería. Ahí están sus hijos y sus nietos. Desde luego, probablemente el nuevo país que surge no guste a idealistas y utópicos como nosotros. Pero es y será distinto.
Y ahora algunas amables anotaciones finales.
Me permito discrepar con Enrique Mayer en parte de sus conclusiones cuando dice:
Lamentablemente la utopía tecnocrática de Velasco fue anodina, mal definida y desabrida. En la acción se alimentó más de la venganza y el odio que en la construcción de un mañana de solidaridad (…). Los lugartenientes de Velasco solo ejecutaron planes fríos sin contenido emocional o sin una imaginativa visión de las cosas que están por venir. Del mismo modo, el líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, nunca esbozó cómo sería su “estado de una nueva democracia”. Ambas fueron revoluciones sin humor, ambas se alimentaron de odio y ambos definieron enemigos de clase (Pág. 330).
Por lo menos para mí, sobran comentarios.
Segunda observación. Ese otro exilado brasileño, un amigable matemático cuyo trabajo, me dijeron, era construir un modelo matemático de la revolución peruana (pág.71) era probablemente Oscar Varsavsky, físico y científico argentino, gran latinoamericano, que formuló algunos de los primeros modelos matemáticos aplicados desde las ciencias sociales a los procesos de cambio.
Y la observación final. El autor del calificativo ogro filantrópico (pág. 330) refiriéndose al Estado, no es Julio Cotler sino Octavio Paz. Octavio Paz llamaba al Estado mexicano «el ogro filantrópico». Es el título de su libro escrito en 1979 y editado por Seix Barral.
En resumen, un libro complejo. Una contribución a la comprensión de la reforma agraria. Necesariamente parcial. Parte de un gran balance que todavía está pendiente. ¿Lo tendremos alguna vez?
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