Son varias las décadas en que se ha experimentado con la promoción del desarrollo rural, incluido en ello la visión ambiental. ¿Cuánto habría contribuido el ingrediente cambio climático a poner en práctica medidas y políticas sensatas y efectivas, en específico, desde el punto de vista de las poblaciones afectadas? Las siguientes líneas brindan sencillas reflexiones sobre este conjunto de procesos antes que rigurosas evidencias y demostraciones, pues más bien son hartas las interrogantes que se abren en el serpenteante trayecto del desarrollo… sostenible.
“No queremos que nuestros hijos sufran como nosotros, trabajando en estas tierras”. Esa es una versión sintética, que corresponde a un mensaje recibido una y otra vez por quienes hemos recorrido el área rural, hablando con sus pobladores e intentado comprender las disyuntivas y avatares de su vida cotidiana. Otra idea recurrente en esos diálogos consiste en que ni debido a ello las personas aceptan tan fácilmente ser definidas como pobres. Empero, se admite que, cuando llega algún foráneo a ofrecer algo, lo mejor es colaborar, en la perspectiva de mejorar su magro aunque variado portafolio de activos.
Han transcurrido unos sesenta años con intervenciones desde los Estados nacionales o la sociedad civil, con fondos propios o de cooperación internacional, por medio de las cuales se ha intentado terciar en aquellas circunstancias de vida; lapso de tiempo prudente como para acumular variadas experiencias, por ejemplo, sobre metodologías y sistemas de extensión rural. De esas experiencias se han derivado diversos enfoques, los cuales, a su vez, se han plasmado en renovados diseños de intervención, y de política. Así, este conjunto de experiencias nos permiten hoy día hablar de algunas circunstancias incontrovertibles.
Una sobresaliente circunstancia indica que no ha sido posible establecer un modelo úni-co, dirigido a promover el desarrollo del área rural, por más variado y heterodoxo que fuere su diseño de intervención. Más bien, una y otra vez se patentiza que cada territorio requiere la prueba y validación de diseños ad hoc. En paralelo, una siguiente circunstancia indica que se han invertido magníficas cantidades de recursos, la mayoría públicos, en promover ese desarrollo rural, sin que se haya conseguido unanimidad, en algún momento, respecto a si aquel se encuentra, al menos, cercano. Más bien, da la impresión de tratarse de un bien enigmáticamente esquivo.
Una secuencia del desarrollismo para el área rural
En medio de los procesos que caracterizaron la evolución de las intervenciones y políticas para promover el desarrollo rural, aparecería en determinado momento un enfoque que vale la pena ahora traer a colación: el desarrollo sostenible. A partir de ello se entendió que no bastaba con promover el crecimiento de la producción (fundamentalmente agropecuaria para el caso), ni tampoco con fortalecer las capacidades de las personas, sino que, además, a fin de asegurar el sustento de las futuras generaciones, ese fomento debía contemplar un uso racional de la base material de recursos naturales que caracteriza a cada territorio.
Hoy se admite que, entre los aportes de las metodologías para promover el desarrollo agropecuario y las novedades del enfoque de desarrollo sostenible, se notó manifiestos avances, ante todo, cuando se trabajaba junto con las poblaciones rurales medidas adecuadas a cada territorio. Esta forma de entender la promoción del desarrollo para el área rural coincidirá con el diseño de nuevas prácticas para la promoción, que fueron genéricamente conocidas como metodologías de tipo participativo.
Aquella fue la aparición en escena del factor participación: ¡cómo era posible que se interviniese sin consultar a los intervenidos! Se levantó así una ingente información sobre las visiones y expectativas de los pobladores rurales. Estas consultas pudieron ser realizadas con mayor o menor esmero y detalle, pues se ha comprobado que no en todos los casos se fue igualmente consecuente en el empleo del instrumental participativo.
Inmediatamente posterior al paradigma participativo, es identificable una evolución complementaria, que ha sido conocida como el enfoque de demanda. Este enfoque plantea un principio orientador de mercado para toda prestación de servicios subsidia-dos, sea con fondos públicos o privados: responden a una demanda claramente identificable y debieran evolucionar hasta formar la actitud favorable al pago en los usuarios. Si es así, se daría lugar a una evaluación del servicio, que derivaría en continuar su aceptación, en desistir de este o en cambiar de proveedor.
La reflexión que surge ahora parte de algo que podría llamarse la calidad de las innova-ciones o los aportes que efectivamente trae cada nuevo enfoque consigo, pero termina en otros factores clave. Así, contemplando lo sucedido a la distancia, los avances de uno u otro enfoque se habrían quedado en la escala micro, sin alcanzar impactar a una escala mayor, pues no se observó un cambio paralelo en la orientación de las grandes decisiones de intervención. En otro términos, podrían generarse experiencias y aprendizajes valiosos y puntuales, pero los decisores de las políticas no dejarán de guiarse de acuerdo con lo que aparecía como políticamente correcto en cada momento, por tanto, no cambió mucho el destino que se le daría a los recursos disponibles para estas tareas.
Caracterizándose los procesos vividos de aquel modo, no es difícil de imaginar que las formas de entender el desarrollo en los territorios no llegasen a acercarse en términos constructivos. Simplificando: por un lado, se tiene la visión de los diferentes tipos de agentes intervinientes; por el otro, están las expectativas de las poblaciones intervenidas. Sugestivamente, aquella diferencia no ha impedido que las intervenciones dejen de darse, ante todo porque sí se ocupan de algo que es ventajoso para ambas partes de la relación: los actores intervinientes aseguran ocupación y legitimidad ejecutando medidas cada vez más visibles, los actores intervenidos reciben subvenciones, con condiciones en aumento, pero subvenciones al fin, que siempre sirven para complementar activos.
Pero a estas alturas del camino cabe preguntarse qué ha cambiado en los territorios como producto de las intervenciones realizadas, independientemente de los enfoques metodológicos empleados con mayor o menor consistencia, desde los años en que se inducía al cambio tecnológico como la solución per se para los problemas de calidad de vida de sus poblaciones hasta la época en que se pensó que más bien el problema se encontraba en el desarrollo de mercados para la producción rural y, finalmente, al momento en que se asumió que la dificultad estaba en el manejo inadecuado de una dotación decreciente de condiciones naturales, fuertemente afectadas por la acción humana.
Se ha transcurrido desde un productivismo simple hacia un manejo más pensado de los recursos territoriales, y quizá, con un poco de suerte, hasta se ha alcanzado el desarrollo de mercados regionales.
Se llega así, en la práctica, a periodos delimitados, con diferentes imaginarios sobre lo que estaba mal, o no marchaba bien, o debiera corregirse por algún motivo. Las visiones de los protagonistas que intervienen divergen también cuando se habla acerca de cómo hacer para superar eso que es entendido como el problema central. Sea el sector público, la sociedad civil, la cooperación internacional o a quien le corresponda, se dispersan así las intervenciones con diferente tipo de medidas, aunque explícitamente no perdían la expectativa de que se llegaría a impactar en los comportamientos de las poblaciones de esos territorios.
Tratando de observar a la distancia el panorama de lo acontecido, es posible asumir que, de este modo, se ha transcurrido desde un productivismo simple hacia un manejo más pensado de los recursos territoriales, y quizá, con un poco de suerte, hasta se ha alcanzado el desarrollo de mercados regionales y, por qué no, algo más allá, aunque sin poder llamar exitoso al conjunto de lo actuado o, si se quiere ver de otro modo, el desarrollo del área rural sigue siendo pertinazmente escurridizo.
Un rumbo para las variables de clima y territorio
Es posible aceptar que hay unanimidad respecto a que el factor climático ha sido una variable central al momento de ponderar escenarios para el desarrollo de los territorios, algo especialmente válido para el área rural. De igual modo, se acepta que las poblaciones han desplegado secularmente modalidades para enfrentar los desafíos climáticos y los vinculados a otros factores territoriales.
Aceptado aquel origen, la experiencia disponible en los años recientes ha permitido establecer que ya no serán suficientes las prácticas consuetudinarias de cambio y ajuste, sino que las vicisitudes ocasionadas por las variaciones climáticas más contemporáneas serán de tal magnitud que habrá de tomarse medidas expresas, y que estas medidas involucran igualmente cambios en las modalidades y metodologías para promover lo que se conocía como el desarrollo en el área rural, con énfasis en lo agropecuario.
Tal parece que el enfoque del desarrollo sostenible, que devino en una suerte de paradigma sensato de lo moderno, habría seguido evolucionando, de modo que ya no bastaría con las medidas conocidas para el cuidado de los recursos naturales y del ambiente, sino que se hacía urgente incidir en un enfoque de análisis y en una práctica que, por lo visto, inicialmente no se habrían pronosticado tomando en cuenta esa dimensión: la denominada adaptación al cambio climático (ACC).
De esta suerte, si los productores rurales o las políticas públicas tenían usualmente en consideración contingencias climáticas, ahora se haría necesario prevenir efectos cier-tamente devastadores del clima en la actividad económica central del área rural, lo agropecuario y, más aún, en la seguridad alimentaria del conjunto de las poblaciones. Esto se haría mucho más urgente para territorios secularmente marginados de los grandes procesos de desarrollo, en la medida que son considerados como especialmente vulnerables, sea por razón de los escasos activos aprovechables por la población o por la mayor velocidad en la degradación de la base de recursos naturales disponibles.
Todo indica que un escenario de aquella naturaleza es algo que no se debiera subvaluar. Bajo esa consideración, se han venido observando renovados diseños de política y de intervención, orientados hacia la promoción del desarrollo rural, que brindan una secuencia lógica que se deja sintetizar apretadamente del modo que sigue: transmisión de conocimientos y fortalecimiento de capacidades para tecnologías que adaptan los sistemas de producción, facilitación de activos tangibles e intangibles requeridos para la producción adaptada y acceso a facilidades financieras, en caso fuere precisado con el mismo fin.
¿Cómo hacer para que esta circunstancia, ahora llamada cambio climático, contenga el estímulo suficiente como para inducir cambios efectivos en los paradigmas de la promoción del desarrollo?
Recapacitando sobre aquel tipo de diseños, salta inmediatamente a la mente lo sucedido en los últimos decenios, y que fuera sintetizado en los párrafos iniciales. Por algún motivo, surge la sensación de que se estaría empezando a recorrer, por enésima ocasión, el camino de la promoción del desarrollo rural. Ciertamente, aquello puede acontecer con mayor o menor participación de las poblaciones destinatarias de las medidas, que ahora son llamadas de adaptación. Por tanto, no tiene por qué tratarse en todos los casos de un recorrido inexperto. Sin embargo, tampoco es descartable una preocupación central, que retorna al mismo punto de razonamiento: ¿quiénes y para quién se toman las decisiones de lo que se hará?, ¿cómo se decide finalmente hacerlo? y ¿qué tan inclusivas resultarán estas renovadas propuestas?
Nótese que con estos comentarios no se está poniendo en duda el hecho fundamental, consistente en que se requiere evolucionar hacia sistemas de producción que sean más amables y resilientes frente a los cambios acaecidos en el planeta, independientemente del grado de causalidad humana en esos cambios. Lo que llama la atención es más bien cómo será posible enfrentar esos cambios sin reproducir los variados síndromes del desarrollismo que se han impuesto en las acciones y políticas prevalecientes hasta la fecha.
Asoma entonces una sugestiva pregunta para la indagación: ¿cómo hacer para que esta circunstancia, ahora llamada cambio climático, contenga el estímulo suficiente como para inducir cambios efectivos en los paradigmas de la promoción del desarrollo y, por tanto, para buscar y hallar soluciones consecuentemente concertadas en cada territorio?
Si se asume que las fluctuantes condiciones de los mercados mundiales no brindarán precisamente un contexto macroeconómico favorable, puede entenderse que el reto es doble, pues lo políticamente correcto no dejará de presionar por orientar los escasos recursos disponibles hacia actividades de retorno más inmediato. La labor es intensa; en consecuencia, pues, habrá que convencer no solamente acerca de la mayor vulnerabilidad como hecho real y que ya genera pérdidas evitables, sino sobre el apremio por dedicar recursos o activos hacia territorios secularmente marginales.
Es probable que en medio de este conjunto de presiones y procesos se llegue a una situación límite, que obligue a dejar de concebir, en definitiva, las medidas de política en forma sectorial, pasando a entenderlas como esfuerzos de un Estado nacional. Más aún, podría generarse un inesperado contexto en el que se retome de forma efectiva el cambio institucional, tan mentado en los últimos tiempos, pero nunca llega a saberse (o aceptarse) cómo inducirlo. Cabría inclusive la posibilidad de que se comprenda que no se requiere para ello de un instrumental del todo innovador, sino puntualmente de determinación y coraje. Sí, así es, lo central a estas alturas es más bien contar con una decisión efectiva para poner consecuentemente en práctica lo disponible.
Los devaneos entre la promoción del desarrollo rural y los hallazgos del cambio climá-tico convergen, a la postre, en el lado más humano de los procesos aquí relatados. Y precisamente pensando en ello cabe la reflexión que se acaba de realizar, en el sentido de que no se tiene que concebir un nuevo enfoque o un diseñar un procedimiento meto-dológico completo, sino, ante todo, se debiera tomar la decisión de recuperar experiencias y aprendizajes de décadas tratando de promover —hoy se dice estimular— los comportamientos de las poblaciones en los territorios, para así alentar espacios más hu-manos y ambientalmente sostenibles. Intervenciones de todo tipo, aunque principalmente desde el sector público, habrán de preocuparse por ello, a fin de no atascarse en las seculares inconsistencias que las han caracterizado de modo contumaz.
* Sociólogo por la PUCP, con un doctorado en asuntos agronómicos por la Universidad Humboldt de Berlín. Consultor independiente, jheredi@pucp.edu.pe.
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A tenor de los disímiles modelos de desarrollo rural promovidos por actores públicos y privados en las diferentes regiones y a diferente escala territorial, en no pocos casos más que tramas han generado traumas-distorsiones en la población rural. Y hoy en día frente al CC y la necesidad de la adaptación, los agentes del desarrollo deben analizarlo como un fenómeno complejo que exige de planificación y un abordaje multidisciplinario, intersectorial y participativo.