La Concertación, por su parte, parece enfrascada en tres discusiones paralelas, pero igualmente estériles respecto a salvar el impasse. Por un lado, intenta zanjar el debate respecto a si el movimiento estudiantil es “hijo de la Concertación” y resultado de un proceso que luego de veinte años logró empoderar a la ciudadanía en pos de la defensa de sus derechos sociales (versión autocomplaciente) o si el movimiento refleja en realidad a los excluidos del modelo (versión autoflagelante). Por otro lado, se discute sobre si preservar el nombre “Concertación” y sobre si es preciso ampliar la coalición hacia otras fuerzas de oposición de cara al proceso electoral de 2013. El problema en definitiva no es el nombre de la coalición, sino lo que ella y sus elencos políticos connotan ante una opinión pública crecientemente alejada de los políticos y la democracia de los consensos (cupulares). En este sentido, la Concertación no parece tener un modelo alternativo que ofrecer, capaz de sintonizar con la demanda ciudadana. Finalmente, se encuentra instalado el debate sobre candidaturas presidenciales, y es la de Michelle Bachelet la única con capacidad de unificar al bloque opositor. Aunque probablemente la mejor carta presidencial a estas alturas, en el tema estudiantil Bachelet carga con el peso de haber liderado el Gobierno que “traicionó” a los “pingüinos”.
Mientras tanto, el nuevo Partido Progresista, liderado por Marco Enríquez-Ominami, se encuentra enfrascado en la formación del partido y ha perdido, posiblemente, una oportunidad irrepetible de ganarse la simpatía del movimiento. Cuando intentó hacerlo ya era tarde, y corría riesgo de ser tildado de oportunista. Mientras tanto, el Partido Comunista es el más cercano al movimiento estudiantil. Dos de los principales líderes del movimiento militan en la Unión de Juventudes Comunistas: Camila Vallejo (Universidad de Chile) y Camilo Ballesteros (USACH). No obstante, los intentos por parte del Partido Comunista y de sus representantes parlamentarios por generar un acuerdo en torno al presupuesto de educación y las demandas estudiantiles no ha fraguado aún en acuerdos firmes. Cuando los acuerdos estuvieron cercanos, ambos líderes estudiantiles han sido desafiados por sus bases más radicales.
El empate actual es consecuencia no solo de posturas encontradas, sino también de la presencia de una fuerte tensión anómica en la sociedad chilena. Las grietas del modelo han fracturado los marcos normativos desde los que se hacía política.
Finalmente, más allá de su éxito e impacto, el movimiento estudiantil también enfrenta desafíos estratégicos serios. Su principal capital es el haber confrontado, sin matices, al establishment político, y haber sintonizado así con una mayoría silenciosa pero significativa de la opinión pública. Allí reside el valor de su capital político. No obstante, extraer concesiones y capitalizar el poder acumulado en reformas concretas, las que serán siempre graduales, requiere negociar con la misma clase política a la que el movimiento ha impugnado. La negociación supone además correr riesgo de que el movimiento sea cooptado por el sistema, y de que su propia base social se desencante con sus líderes. Este es el dilema estratégico fundamental que tiene paralizado al movimiento estudiantil en una postura maximalista. Esto se produce además en un contexto en el que la propia lógica del sistema incrementa geométricamente los costos de mantener la movilización. A modo de ejemplo, aplazar el inicio del segundo semestre por parte de los estudiantes movilizados implica costos económicos muy tangibles para sus universidades (en tanto las instituciones reciben transferencias en función de su matrícula) y para los propios estudiantes (quienes no acceden a beneficios de beca). Tarde o temprano, estos costos terminarán debilitando la capacidad de movilización estudiantil.
En términos tácticos, y especialmente a nivel de propuestas, el movimiento también ha tenido poca claridad y ha promovido posturas inconsistentes. A modo de ejemplo, se plantea la necesidad de cambiar el modelo educativo y político del país, para lo que se impulsa un “plebiscito en contra del lucro en educación”. No obstante, gran parte de la base del movimiento estudiantil no se encuentra inscripta para votar. Por otro lado, se impulsa junto a otras organizaciones sociales una reforma constitucional que promueva medidas participativas y de descentralización política. Al mismo tiempo se sostiene, como una de las propuestas de política fundamentales, la necesidad de desmunicipalizar (y por tanto recentralizar) la política educativa.
En síntesis, el empate actual es consecuencia no solo de posturas encontradas, sino también de la presencia de una fuerte tensión anómica en la sociedad chilena. Las grietas del modelo han fracturado los marcos normativos desde los que se hacía política y formulaban políticas públicas en el país. Ante esta situación, los viejos actores reaccionan con reflejos ritualistas, y aplican viejas recetas ante problemas que son de carácter nuevo. Mientras tanto, la acción de los nuevos actores está pautada por un fuerte desafío medio-fines. El empate no es necesariamente reflejo de la paridad de fuerzas entre ambos bloques, sino de que nadie parece tener claro qué hacer.
Consecuencias políticas: ¿mucho ruido y pocas nueces?
A modo de cierre, y haciendo abstracción de la crisis actual respecto a la reforma del sistema educativo, presento a continuación una serie de escenarios posibles respecto al posible devenir de la política chilena, y especialmente de su sistema de partidos. Dichos escenarios dependen, en buena medida, de las alternativas de reforma política que se terminen implementando (o no) en el país.
El desafío que los partidos políticos enfrentan en el contexto actual es doble. Por un lado, necesitan fortalecerse institucionalmente, como actores colectivos portadores de proyectos programáticos distintivos y con capacidad de convocatoria social. Los partidos chilenos enfrentan entonces el desafío de generar proyectos programáticos capaces de interpretar los nuevos desafíos y conflictos que hoy pautan el devenir de la sociedad en que operan. Esto porque, en términos de agenda de políticas públicas, es claro que los alineamientos en torno a conflictos del pasado (democracia-autoritarismo), todavía movilizados por la Alianza y la Concertación, no son eficientes para movilizar a quienes hoy no participan del sistema (ni a quienes continúan votando al estar inscriptos). Por otro lado, los partidos políticos requieren abrirse a la sociedad, dando lugar a ejercicios de participación política no tradicional (y tal vez no unívocamente partidaria) y articulando múltiples vínculos con una pluralidad de actores portadores de proyectos políticos, pero que hoy desconfían y se sienten alejados de “la política tradicional” (los partidos).
No obstante, en el contexto político actual, el temor al cambio ha prevalecido en la clase política. Esto refuerza la inercia del sistema. En dicho marco, el liderazgo ha avanzado con propuestas de reformas parciales, inconexas y sumamente graduales. El proceso, la aprobación y la implementación (probablemente a medias para las elecciones municipales de 2012) del mecanismo de inscripción automática y voto voluntario constituye un claro ejemplo de esta forma de instrumentar la reforma política. También lo es el proyecto sobre elecciones primarias elevado recientemente por el Poder Ejecutivo al Congreso. En este sentido, la experiencia comparada no permite ser demasiado optimista.
En un contexto similar al que hemos descrito para Chile durante los años noventa, las élites políticas tradicionales de Colombia, Bolivia y Ecuador optaron por introducir reformas institucionales, buscando, entre otras cosas, reconquistar la legitimidad social perdida. Al hacerlo, calcularon mal los efectos que dichas reformas tendrían sobre sus propios partidos. Las reformas introducidas culminaron muy rápidamente con el colapso de los sistemas de partido tradicionales. A modo de ejemplo, tanto la Ley de Participación Popular incorporada a la Constitución boliviana como los mecanismos de participación y descentralización que introdujo la reforma constitucional de 1991 en Colombia velozmente condujeron (en las elecciones que las sucedieron) a la desinstitucionalización del sistema de partidos y a la irrupción de movimientos nuevos que desplazaron a los partidos tradicionales.
En definitiva, los partidos chilenos actuales deben intentar un doble movimiento capaz de reencantar a la sociedad, canalizando y orientando sus múltiples vertientes actuales, y logrando al mismo tiempo fortalecer a los partidos como instituciones políticas portadoras de un proyecto colectivo, capaz de proveer más que un paraguas institucional para liderazgos individuales. Realizar este doble movimiento constituye un proceso difícil y no exento de riesgos.
Independientemente del desenlace del proceso de reformas y sus consecuencias (las previsibles y aquellas que no lo son), pueden vislumbrarse cuatro escenarios posibles. La probabilidad de cada uno depende tanto de las reformas que terminen implementándose, como de la agencia política de distintos actores.
Un primer escenario lo constituye un desborde institucional del sistema. Este escenario resulta poco probable, aun en la situación de crisis que hoy enfrentan los partidos y la clase política en general.
Un segundo escenario, relativamente más probable, es la emergencia de nuevos partidos que desafíen desde fuera a los partidos tradicionales. De hecho, nuevos partidos han emergido en el país y se encuentran en proceso de formación, más allá de los altísimos costos de entrada que genera el sistema institucional. También resulta posible una reconfiguración del viejo sistema, mediante la incorporación de nuevos referentes a coaliciones más amplias (y tal vez ideológicamente más consistentes) que las actuales.
Un tercer escenario lo constituye la consolidación de un clivaje insider-outsider. En este sentido, de consolidarse uno (elites políticas tradicionales vs. nuevos movimientos políticos que desafían al establishment tradicional), es posible que los partidos actuales no logren superar la crisis de legitimidad que hoy enfrentan, y sean barridos por nuevos movimientos que busquen llenar los vacíos de representación del sistema. En algún grado, la potente irrupción de la candidatura de Enríquez-Ominami en 2009 refleja este potencial. También lo hace la creciente irrupción de candidatos independientes a nivel municipal. En este sentido, y de no mediar cambios en el sistema electoral binominal, es posible que el sistema presente estabilidad a nivel parlamentario (donde opera el sistema binominal como candado) y la irrupción de independientes a nivel ejecutivo (presidencial, municipal). Esto eventualmente podría generar problemas y crisis de gobernabilidad.
En otras palabras, la ciudadanía parece reclamar menos técnica y más política. Y a nivel político, un poco más de conflicto y un poco menos de consenso (excluyente) a nivel de la élite dirigente. Por fin, luego de veinte años, el “modelo” ha sido recolocado en la agenda del país.
El cuarto escenario, y tal vez el más probable, es la profundización de un proceso de muerte lenta. El potencial electoral de candidatos con perfil deoutsider, pero con afinidad y cercanía a los partidos establecidos, permitiría la continuidad del sistema. Las posibles candidaturas de Michelle Bachelet y Laurence Goldborne (en la Alianza por Chile) podrían generar este tipo de salida. Si este escenario se consolida, no obstante, y de no mediar cambios sustanciales en sus coaliciones de apoyo social y político, se profundizarán las brechas de representación y probablemente se hagan más frecuentes escenarios de crisis como los de 2011.
Finalmente, cabe cerrar este ensayo con una observación respecto al modelo de formulación de políticas públicas. Chile es usualmente visto en términos comparativos como un modelo en cuanto a la alta calidad de sus procesos de formulación e implementación de políticas públicas. Este rasgo es frecuentemente asociado a la calidad de su sistema de partidos, el que produciría políticas de consenso con fuerte fundamentación tecnocrática. Las movilizaciones de 2011, en mi opinión, no solo desafían a los partidos, sino también a esta lógica de formulación de políticas públicas. En este sentido, la ciudadanía chilena parece estar reclamando mayor acceso y participación en el proceso de decisión, hasta ahora dominado por élites políticas y técnicas con restringida capacidad de representarla.
En otras palabras, la ciudadanía parece reclamar menos técnica y más política. Y a nivel político, un poco más de conflicto y un poco menos de consenso (excluyente) a nivel de la élite dirigente. Por fin, luego de veinte años, el “modelo” ha sido recolocado en la agenda del país.
* Instituto de Ciencia Política, Pontificia Universidad Católica de Chile. Email:
jpluna@icp.puc.cl.
La investigación presentada en este trabajo contó con financiamiento proveniente de los proyectos FONDECYT 1110565 y 1090605. Asimismo, este trabajo se encuadra en el Núcleo Milenio NS100014, “Núcleo Milenio para el Estudio de la Estatalidad y la Democracia en América Latina”
Deja un comentario