Artículo publicado en La República, 16 de agosto de 2015
Nos dejó José Matos Mar a los 93 años de vida. Con una trayectoria tan larga y fructífera, hay mucho que comentar: su relación con la generación de Tello y Valcárcel, su relación con San Marcos, su papel en la fundación de la antropología como disciplina en el Perú, su relación con Arguedas, el núcleo político-intelectual que fundó el Movimiento Social Progresista y luego el Instituto de Estudios Peruanos, su manera de concebir y desarrollar esa institución, su alejamiento y estancia en México en el Instituto Indigenista, su terca insistencia en los temas que podríamos llamar de antropología urbana, su optimismo respecto a la “hazaña” protagonizada por la población andina migrante, clave de la democratización del país.
Pero me pregunto aquí por el futuro de la apuesta de Matos. Hace unos años reseñé uno de sus últimos libros, Estado desbordado y sociedad nacional emergente. Historia corta del proceso peruano (2012). En él, Matos cuenta una epopeya cuya primera etapa arranca en década de los años cuarenta del siglo pasado, en la que los pobladores migrantes andinos se convierten de “migrantes a ciudadanos”; en la segunda, que empezaría en la década de los noventa, se consolidaría la posibilidad de construir una verdadera “sociedad nacional” sobre esa base.
La noción de que la población “chola” sería la base de una sociedad “verdaderamente” nacional había sido anunciada por Aníbal Quijano en la década de los sesenta, pero fue Matos quien se mantuvo fiel a esa apuesta política hasta el final. Ese optimismo se basaba en la idea de que los ciudadanos de origen migrante andino llevarían consigo antiguas prácticas culturales, formas de socialidad basadas en el trabajo colectivo, en la reciprocidad y el intercambio, que llevaban a Matos a plantear la posibilidad de un “neosocialismo andino”. Estaríamos hoy en la víspera de una etapa en la que la ciudadanía chola se expresará también en lo político, con lo que lograríamos finalmente una representación más auténtica del país, una institucionalidad reconciliada con la “sociedad nacional emergente y pluricultural”.
Podría decirse que hoy compiten dos imágenes contrapuestas de esa “sociedad emergente”: junto a la optimista que encarnó Matos, hay otra que advierte que en esa misma sociedad lo que prima en realidad es informalidad, vínculos con actividades ilegales, individualismo y pragmatismo exacerbado, resistencia a la autoridad, identidades corporativas. Hugo Neira ha insistido en caracterizar este mundo como anómico.
Podría decirse, sin pretender ser conciliador, que el magma social que tanto entusiasmó a Matos puede tener diferentes maneras de canalizarse, que ninguna está de antemano predefinida, y que el desenlace dependerá de lo que los actores y el Estado hagan en el presente y futuro. Y acaso no quepa como antes apostar por grandes actores colectivos, del sujeto de la revolución o de la historia. Acaso antes que en los sujetos, habría que apostar por las instituciones.
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