Lo que pensé elaborar como un balance de lo que fue puesto en agenda en este debate pasó a ser el desafío de dar alguna inteligibilidad a un campo de reflexión en el cual todo se puso en movimiento, de modo que a cada intento de fijar algunas ideas estas quedaban desbordadas por su propia dinámica. Provisionalmente he llegado a cierta inteligibilidad que paso a exponer.
Es mi impresión que las políticas han determinado las contribuciones intelectuales mucho más que al revés, y ello creo encontrarlo también en mis interlocutores: nadie se siente prorracista o neutro frente al tema.
Las diversas contribuciones al debate muestran que hay dos grandes campos cuyas relaciones recíprocas son vitales para la conformación de cada uno, así como del conjunto, en un movimiento múltiplemente determinado. Se trata de un lado de las prácticas y políticas antirracistas y, del otro, de las contribuciones intelectuales sobre el tema, tal como unas y otras se han desarrollado después del colapso del nazismo. Este desenlace —en sus múltiples dimensiones: militar, política, ideológica y cultural— enmarca a cualquier otro hecho en relación con el tema de las razas en el presente. Es mi impresión que las políticas han determinado las contribuciones intelectuales mucho más que al revés, y ello creo encontrarlo también en mis interlocutores: nadie se siente prorracista o neutro frente al tema. Para Nelson Manrique, el racismo consiste en la naturalización de diferencias que no tienen un origen natural; este traslape no viene a ser solamente falso en términos cognitivos, sino política y moralmente pernicioso. Para Paulo Drinot, siguiendo a David Goldberg, el Estado peruano es racial —como vienen a ser todos los Estados, según la misma tesis de Goldberg—, y no debería serlo.
Ahora bien, todos estamos en un mundo intelectual y moral enmarcado por parámetros tales como la dignidad peculiar del ser humano y su traducción en derechos humanos que se proclaman universales. Que la existencia humana debiera posibilitar el libre despliegue de las culturas y grupos sin ninguna forma de discriminación es un horizonte tan imposible de realizar como de renunciar. Seguramente nada desearíamos más Drinot, Manrique y yo, que tales horizontes fuesen alcanzados. ¿Pero qué es lo que puedo hacer al respecto en tanto intelectual?
En el debate, Drinot ha salido en defensa de movimientos y prácticas antirracistas, pues ha sentido que deben defenderse de mí. Manrique, por si no me hubiera enterado, me informa de muchos actos racistas que ocurren en Perú. Para mí el problema es que no sabemos de qué se trata, aunque aparentemente no haría falta: ¡son racistas!, ¿qué más hay que saber?; por tanto inadmisibles, perniciosos, condenables sin más. Al menos en este punto la investigación y la búsqueda de comprensión se subordinan a la práctica, y a una práctica represiva y punitiva. Yo sigo empeñado en saber de qué se trata, y ahora me es más claro aún cómo esta comprensión puede ayudar a prácticas y políticas antirracistas.
De la inevitabilidad del racismo
Definir al racismo como la naturalización de diferencias de carácter no biológico sino cultural es muy claro desde un punto de vista nominal, pero a mi modo de ver no nos lleva lejos como instrumento de análisis. Implica un sistema de clasificación de fenómenos que hace un neto deslinde entre biología y cultura; el racismo se produciría ante una atribución indebida a lo biológico en desmedro de lo cultural. Pero es claro que las situaciones que el racismo ha generado no pueden atribuirse a una mala clasificación de rasgos. Esta definición no explica cómo ni por qué ese sistema clasificatorio debiera existir y operar. En todo caso, llevaría a concluir en la normalidad del racismo, pues la no invasión de lo cultural por lo biológico dependería de un conjunto de expertos a los que nadie tendría por qué hacer el menor caso. Mientras tanto la transgresión de estas fronteras sería la norma, y no la excepción. Más aún, ¿en nombre de qué exigir el respeto a dichas fronteras?
Por otra parte, si, de acuerdo con Goldberg, el Estado sería por definición una instancia de poder que tiende a la homogeneidad, en consecuencia el racismo le es inherente. Ergo, el racismo no solamente sería imposible de evitar, sino que sería particularmente difícil encontrar un principio de fuerza similar para oponérsele. ¿Cómo fundamentar, pues, políticas antirracistas que tengan alguna base que no sea una moral arbitraria y una elevada dosis de voluntarismo? Esto nos lleva a la pregunta, de importancia crucial tanto para la investigación como para la política: ¿por qué los racistas y los antirracistas se comportan como lo hacen?
Aceptando como ciertas las tesis de Manrique y Goldberg, ellas nos debieran llevar a un programa de investigación en extremo importante: ¿cómo sobre estas bases se producen los fenómenos concretos de racismo, tan diversos entre sí? y ¿cómo ha podido aparecer su recusación? Aquí la pregunta deja de ser ¿cómo es posible el racismo? y pasa a ser la inversa ¿cómo es posible que haya aparecido su condena?
Al respecto, nuestro debate ha definido varios puntos de referencia que deben seguir siendo discutidos y desarrollados. Uno de ellos es la ubicación del racismo por Manrique en el mundo de la cultura, la mentalidad, el imaginario y la ideología —términos que se intersectan sin identificarse—. Esto conferiría al racismo una gran estabilidad: la larga duración propia de las mentalidades. Pues bien, ¿qué sabemos de cómo surge y cómo cambia una mentalidad? A menos que podamos responder a estas preguntas, se comprenderá que, al colocar al racismo sobre tales bases teóricas, una política antirracista que fuese centralmente punitiva no podría llegar lejos (por supuesto, aquí reaparece otra pregunta “académica” que ya hemos formulado: ¿cómo habría podido surgir un punto de vista antirracista que haya llegado incluso a apoderarse del Estado, una instancia para Goldberg inherentemente racista?).
¿Qué nos dice un testimonio tan dramático como las expresiones de un(a) anónimo(a) internauta que cita Manrique, dirigidas contra la artista Magaly Solier? No lo sé a ciencia cierta, pero calificarlo de racista pone al análisis en riesgo de tropezar y naufragar en lo más elemental.
Sin embargo, lo adelantado por Manrique incluye un punto que no se ajusta bien con la óptica de las mentalidades: el racismo trae consigo relaciones de poder, las cuales, como hemos visto en el debate, son de una extrema variedad y diversidad. Aquí Manrique agrega un elemento crucial: para consolidarse el racismo requiere que los discriminados acepten, asuman la discriminación. Esta línea me parece mucho más prometedora que la anterior, tanto teórica como prácticamente, pues en lugar de fenómenos que parecen surgir y evolucionar por sí mismos, como las mentalidades y los imaginarios, nos encontramos ante relaciones sociales; es decir, ante sujetos en circunstancias históricas definidas, y finalmente ante prácticas. La introducción de sujetos lleva a preguntarnos por los discriminados. ¿Qué ocurre en ellos respecto a la discriminación? ¿En qué medida la aceptan, la rechazan, buscan evadirla, aprovecharla —discriminar a otros a modo de compensación— o todo eso a la vez? En términos prácticos, ¿es posible empoderar a los discriminados para resistir la discriminación? ¿Qué efectos traería para ellos las diversas formas de resistencia? ¿Cuál sería a su vez la reacción de los discriminadores?
Es claro que también debemos preguntarnos por estos últimos. ¿Qué está en juego en ellos cuando discriminan? ¿Ventajas en la estructura de poder, miedo, odio? ¿De dónde surgen tales sentimientos, cuándo crecen, cuándo se aplacan? En otras palabras, tanto discriminantes como discriminados —y se puede estar en ambos lados a la vez— deben ser vistos como sujetos; es decir, debemos entender por qué actúan tal como lo hacen. ¿Qué nos dice un testimonio tan dramático como las expresiones de un(a) anónimo(a) internauta que cita Manrique, dirigidas contra la artista Magaly Solier? No lo sé a ciencia cierta, pero calificarlo de racista pone al análisis en riesgo de tropezar y naufragar en lo más elemental, cuando debemos preguntarnos qué resortes están ahí actuando y de qué dependen. Es evidente que ahí hay miedo y odio, ¿pero qué sabemos acerca de quién es el portador de tales sentimientos y a qué se deben? ¿Es Magaly Solier representante de algún colectivo realmente existente? , ¿lo es el discriminador? ¿De qué estamos hablando?
Por supuesto, lo último que pretendo con esto es dar lecciones a mis interlocutores. Asumo que ellos saben de todo esto sin que nadie se los recuerde; con estas reflexiones no pretendo más que llevar adelante una línea de análisis en forma coherente hasta sus últimas consecuencias, sorteando los múltiples riesgos que tiene el análisis social, donde puede terminar traicionándose al menor descuido.
¿Discriminar entre las discriminaciones?
¿Cuándo una discriminación es racista y cuándo no lo es? En un artículo, Wilfredo Ardito refiere distintos casos de humor dirigido hacia grupos específicos, como hipsters, sanisidrinos y vecinos de Lima Norte. ¿Cuándo el humor es racista y cuándo no lo es?, ¿qué ocurre cuando se incide en estereotipos donde el elemento “raza” puede ser muy elusivo? Por ejemplo, ¿estereotipar a los pobladores de Lima norte como pandilleros, ebrios e informales sería humor racista, como dice Ardito? ¿Por qué lo sería? Y agrega: “¿No es también carácter racista colocar fotos de personas blancas para hacer comentarios burlones?”. Me pregunto si hay una respuesta precisa a tales interrogantes.
Por eso sigo pensando que la mejor solución es tratar las manifestaciones racistas como unlenguaje. De ahí que suscribo las posibilidades que da el término “racialización” empleado por Drinot: las más diversas discriminaciones pueden adoptar, también, un lenguaje racial, sin que necesariamente lo racial tenga más sustancia que dicho lenguaje. Si lo tiene será cuestión de demostrarlo concretamente.
Cualquier forma de discriminación choca contra uno de los parámetros ideológicos del mundo contemporáneo: la igualdad. Vivimos en la era de la igualdad, o mejor dicho, de la igualación. Según ese criterio, todos debiéramos ser evaluados por nuestros méritos y no por características adscritas. Pero al mismo tiempo esta es también la era de las cuotas, la era de las minorías, generalmente asociadas a rasgos adscritos. Es también, en el Perú, una era de multiplicación de instancias institucionales de poder, lo cual a veces implica su fragmentación. Richard Webb listaba entre ellas: países extranjeros, ONG internacionales, organizaciones mafiosas (curiosamente Webb no menciona a los grandes capitales), organismos multilaterales, tribunales internacionales y una jerarquía de instancias nacionales, desde el anexo de comunidad hasta el gobierno regional, donde muchas veces se apela a acuerdos internacionales. No sería de extrañar que en esta miríada de fragmentos, propios y extraños sean definidos también con rasgos raciales o étnicos. Para mí la pregunta sigue siendo ¿cuál es su centralidad?
Un “jurasic theoricist”
Tanto de parte de Drinot como de Manrique he sido calificado de algo así como un “jurasic theoricist”, portavoz de teorías tan obsoletas como heteróclitas: el excepcionalismo (específicamente norteamericano) y el marxismo. Respecto a lo primero, asumo como razonable pensar que toda sociedad tiene algo de excepcional. Pero además algunas sociedades creen serlo, y ello puede constituirse en una parte muy importante de su ¿imaginario? Como dice Manrique, aludiendo al célebre “teorema” de William Thomas: “Si un hecho es tomado como real, es real en sus consecuencias”. Sin embargo, reconocer determinados hechos no obliga a asumir también las interpretaciones asociadas a ellos, y eso es lo que sucede en mi caso con el excepcionalismo, como ocurre ahora con el racismo: asumo los hechos, pero no sus interpretaciones.
En cuanto al materialismo histórico, mis interlocutores me han atribuido operar desde el esquema base/superestructura, y me han desafiado a que desde él explique el racismo. Es algo parecido a su demanda de que dé mi definición de este último: debo así entrar en sus marcos de referencia, cuando justamente estoy fuera de ellos.
Lo que digo es que hay una experiencia histórica peruana que se funda en un hecho colonial que convierte a la población nativa en “forasteros en su propia tierra”, a la vez que los nuevos dominadores la requieren para explotar un territorio que desconocen y no entienden. Los colonizadores ingleses en cambio expulsaron y casi exterminaron de veras a la población nativa, sin servirse de ella para explotar ese territorio. Así pudo surgir el credo americano o el destino manifiesto. Estas diferencias coinciden con las formas que tomó el trabajo excedente en uno y otro caso. Se trata de experiencias históricas que condensan imaginario y relaciones de producción. Los componentes raciales van por dentro de las relaciones que así se establecen. La frase clave es “relaciones de dominación”, no simplemente imaginarios, sino imaginarios que deben ser actuados.
Mis conclusiones
Como parte del mundo occidental moderno, nos movemos en una ontología que Philippe Descola denomina naturalismo. Es solo dentro de ella que se traza la distinción, que manejamos como si fuese obvia, entre la naturaleza y lo humano. Según el naturalismo, la mente de los individuos es la que los diferencia de lo no humano; también la mente distingue a los individuos y a las culturas entre sí, mientras que materialmente hay pocas diferencias entre ellos. Descola identifica otras tres ontologías, que son sustancialmente ajenas a esa distinción, si bien las cuatro se definen por referirse a una interioridad y a una exterioridad. En el totemismo hay una continuidad entre determinadas unidades sociales y ciertos objetos naturales a partir de un origen común; el ser totémico es un pariente. En el animismo en cambio hay una cultura común a todos los seres, diferenciados por sus cuerpos a modo de ropajes (un jaguar sorbiendo la sangre de su víctima está tomando masato). Por su parte, en el analogismo hay entidades cósmicas que ejercen influencia sobre los hombres, y viceversa (la astrología viene a ser un ejemplo pertinente). ¿Qué desprendo de todo esto?
Los componentes raciales van por dentro de las relaciones que así se establecen. La frase clave es “relaciones de dominación”, no simplemente imaginarios, sino imaginarios que deben ser actuados.
Pienso que el racismo, estrictamente hablando, solo sería posible en la ontología naturalista de la modernidad. Ella al mismo tiempo coloca las bases para el racismo al separar mente y cuerpo, y para el antirracismo al definir al ser humano sustancialmente por la mente, considerando al cuerpo como un mero soporte para ella.
Hoy la distinción entre naturaleza y cultura se encuentra en plena crisis ante el desarrollo de la biología y la psicología evolutivas, la primatología, las neurociencias, la filosofía de la mente, etc. Sin embargo, lo crucial es que el mundo occidental moderno ha estado muy mal preparado para afrontar el problema del cuerpo; vale decir, de lo más visible del ser humano, al mismo tiempo que colocaba el sentido de la vista en un lugar privilegiado. En la misma línea, las ciencias sociales que se consolidaron a fines del siglo XIX lo hicieron luchando contra diversos determinismos y materialismos extrasociales —explicar la sociedad no por la geografía, el clima, la raza, la herencia biológica, etc., sino por lo social—, con lo que expulsaron de su campo toda traza de esos elementos y redujeron lo social a la interacción entre mentes incorpóreas (¿y qué es lo social?).
Este horror al cuerpo, o al cuerpo que se presenta como pura materia biológica —es decir, los cuerpos otros—, sería, pues, constitutivo del Occidente moderno. Tales serían las bases de muy distintos racismos, proclividad que por tanto le sería inherente y en consecuencia inextricable. Pero el Occidente moderno —¿quizá porque lo conocemos desde adentro?— nos muestra también la peculiaridad de la reflexión crítica: la ardua lucha por tomar distancia frente a sí mismo, la búsqueda del observador imparcial, el colocarse fuera del centro en un proceso sin fin. Al menos hay el intento de hacerlo. Es desde ahí que surgen las bases para cuestionar el racismo cuando este se confronta con parámetros como la libertad, la igualdad y una concepción universal del ser humano que lo sitúa por encima (o fuera) de la naturaleza animal.
La historia del Occidente moderno no podría entenderse si no se la ve también como fruto de principios en oposición: la proclamación y la negación de la dignidad humana, de libertad e igualdad, de las antinomias entre ambas; la proclamación de la universalidad occidental y el reconocimiento de su particularidad. En un país como el Perú heredamos y procesamos todos estos bagajes en una historia llena de diminutos excepcionalismos o peculiaridades.
Va a sonar cruel, pero los inmensos dramas del racismo no vendrían a ser así sino pequeñas historias tejidas en medio de los avatares de una ontología que encierra tanto un tenor fundamentalista como otro que no lo es. Espero que estas reflexiones ayuden a entenderlo, discutiendo qué se puede y qué no se puede hacer frente a él, y por qué.
* Sociólogo, profesor (retirado) de Sociología en la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Agradezco a Guillermo Salas y a Ramón Ponce Testino por los materiales e ideas que me han sido muy útiles para preparar este escrito. Por supuesto, son totalmente inocentes frente a estos resultados.
Este artículo debe citarse de la siguiente manera:
Deja un comentario