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Este ensayo es un ejercicio de reflexión que propone vínculos posibles entre corrupción y ciudadanía sexual, intersección temática escasamente explorada, probablemente porque se trata de temas que, desde el sentido común más extendido, poco tienen que ver entre sí. El fenómeno de la corrupción se asocia sobre todo con el manejo de los recursos públicos, el funcionamiento de las instituciones y el orden democrático; es decir, es un problema social “serio” y prioritario para la ciudadanía. 2 Por otro lado, aunque las discusiones públicas sobre asuntos relativos a la sexualidad generen gran polémica, esta continúa siendo vista como un campo ya sea esencialmente privado o de reclamos políticos de “poca monta”, vinculados a los derechos de las mujeres y las comunidades LGTB.

Hung-en Sung (2003) propone que es un sistema más democrático y justo lo que genera menos corrupción; que la tradición de pluralismo, justicia y tolerancia de las democracias liberales es la que a la vez permite mayor equidad de género en la participación política y reduce la incidencia de la corrupción.

Las prácticas e identidades sexuales constituyen un eje importante de ordenamiento y exclusión social; un campo político de disputa ideológica, social y jurídica desde el cual se configuran desigualdades estructurales, desestabilizando la dicotomía privado-público. Por ello, consideramos pertinente y relevante pensarlo en relación con temas como corrupción, ciudadanía y construcción de democracia.

Según la definición clásica, la corrupción se entiende como el abuso del cargo público para el beneficio privado, 3 perspectiva normativa centrada en la burocracia estatal y que presenta el fenómeno como universal. En contraste, una aproximación antropológica propone situar el fenómeno histórica y culturalmente, abarcando esferas de la vida cotidiana más allá del Estado. Aquí retomamos ambas perspectivas en lo que cada una nos aporta.

Equidad social como factor preventivo de la corrupción

Una primera hipótesis que ensayamos es que aquellos contextos con alta prevalencia de corrupción son también aquellos en que existen menores condiciones para el ejercicio de una ciudadanía sexual plena.

Estudios desde diferentes entradas corroboran la correlación entre desigualdad, en términos sociales y económicos, y corrupción. Así, a inicios de los años 2000, diversos autores mostraron una correlación entre una mayor participación de las mujeres en cargos políticos y menor corrupción (Nawaz 2009). Un camino explicativo sugirió que esto sería resultado de una mayor integridad e interés en el bienestar público por parte de las mujeres (World Bank 1999, en Nawaz, 2009), perspectiva que fue cuestionada desde varias vertientes argumentativas. Aquí nos interesa aquella que gira el foco explicativo hacia el funcionamiento del sistema político. Así, Hung-en Sung (2003) propone que es un sistema más democrático y justo lo que genera menos corrupción; que la tradición de pluralismo, justicia y tolerancia de las democracias liberales es la que a la vez permite mayor equidad de género en la participación política y reduce la incidencia de la corrupción.

En la misma línea, You y Khagram (2005), en un estudio comparativo de 129 países, concluyen que la desigualdad en el ingreso incrementa los niveles de corrupción. Las personas de altos ingresos tendrían mayor motivación y oportunidad para involucrarse en actos de corrupción, mientras que a mayor desigualdad los pobres serían más vulnerables a la extorsión y menos capaces de monitorear la corrupción de los poderosos. Además, la desigualdad económica normalizaría percepciones de corrupción generalizada.

Hasta donde hemos podido indagar, no existen estudios comparativos que se hayan ocupado de las posibles correlaciones respecto a la prevalencia de desigualdades específicamente en cuanto a derechos sexuales o prevalencia de homofobia y corrupción. Sin embargo, creemos que esta correlación puede deducirse a partir de ciertos elementos transversales a la vinculación más amplia entre desigualdad —económica y social— y corrupción. Si ahí donde hay mayor justicia y equidad, en términos de género y económicos, hay menos corrupción, entonces resulta esperable que mayor justicia y equidad en el reconocimiento de ciudadanía sexual se correlacionen también con menores niveles de corrupción.

el abuso de poder también es ejercido mediante el chantaje y la manipulación, usando información personal y de la vida íntima de personas LTGB, por parte de personas naturales y de funcionarios públicos

¿Qué es lo que hace que sistemas más equitativos y justos, en general, sean menos corruptos? Un argumento central en la literatura sobre corrupción la entiende como una función de motivaciones y oportunidades (You y Khagram 2005). Un primer aspecto que proponemos se refiere a la menor motivación para la corrupción que la equidad genera.

En sociedades más igualitarias, donde las personas se perciben como poseedoras de similares posibilidades de acceso a bienes y oportunidades, con mayor probabilidad se perciben intereses en común con otros y se genera un sentido de pertenencia a un orden social más amplio (Rothstein y Ulsaner 2005: 52). Este sentido de pertenencia común asociado a la equidad social genera además lo que Ulsaner (2003) denomina “confianza social”, la cual define como:

[…] un don, un ideal que conduce a creer que las personas pertenecientes a distintos grupos forman parte de la misma comunidad moral. La confianza mejora la disposición de las personas a tratar con gente muy diversa. Ella se basa en la idea de que existe un vínculo común entre las clases y las razas y en los valores de igualdad (p. 230).

Además, se correlaciona con una variedad de otros aspectos altamente deseables en la convivencia social, como una mirada positiva de las instituciones democráticas, mayor participación en política y menor prevalencia de corrupción (Rothstein y Ulsaner 2005). Entonces, para alcanzar este sentido generalizado de pertenencia común, clave para la prevención de la corrupción desde esta perspectiva, resulta fundamental el reconocimiento igualitario de derechos a todos los ciudadanos, incluidas las personas sexualmente diversas.

Además, condiciones de equidad y justicia previenen la corrupción también porque cuanto más igualitaria y democrática sea una sociedad menor será la vulnerabilidad de grupos específicos, menores los desbalances de poder, mejor la vigilancia y, por lo tanto, menores las oportunidades para la corrupción, aun cuando hubiera motivación.

Ciudadanía precaria: vulnerabilidad a la corrupción

La corrupción se puede considerar como una forma de discriminación en tanto que “los actos corruptos intrínsecamente distinguen, excluyen o prefieren” (Consejo Internacional de Políticas de Derechos Humanos [ICHRP] 2009: 36), permitiendo, por un lado, a quienes cuentan con privilegios (acceso a algún tipo de poder político-burocrático o económico), conseguir sus fines pasando por encima de las leyes que rigen para todos y, por otro, dejando a quienes carecen de estos privilegios más vulnerables a ser víctimas de corrupción.

El ICHRP, en un informe (2009) que intenta ser integral y de largo alcance sobre los nexos entre corrupción y derechos humanos, afirma que la corrupción “perjudica y tiene un impacto desproporcionado sobre las personas que pertenecen a grupos vulnerables (tales como las minorías, los pueblos indígenas, trabajadores inmigrantes, personas con discapacidad, personas con VIH/SIDA, refugiados, prisioneros y personas pobres)” (p.  9).

En el Perú, la lógica del privilegio, subsidiaria del ordenamiento jerárquico que atraviesa la sociedad —y que compite con los ideales de modernidad igualitaria hacia los que en teoría apunta (con deficiencias y contradicciones notables) nuestro sistema político—, determina que una serie de grupos sociales se encuentren más distantes de lograr el ejercicio de una ciudadanía plena y en consecuencia estén más expuestos y sean más afectados por la corrupción. Entre ellos, se encuentran las comunidades LGTB, ya que en nuestro país una de las ciudadanías más pobres es la ciudadanía sexual.

Tal como lo constatan informes de derechos humanos LGTB, uno de los escenarios más frecuentes de violencia y discriminación, incluidos actos de corrupción, por parte de funcionarios públicos hacia personas transgénero en particular son las incursiones de la policía nacional o municipal en espacios de ejercicio de la prostitución (ocupación extendida en esta población, dado el contexto de exclusión laboral que enfrentan). Dichas incursiones no tienen sustento, ya que la prostitución no es ilegal en el país, y por ello las mujeres trans quedan vulnerables a una serie de abusos como la detención arbitraria y secuestro (traslado forzado a zonas lejanas como reprimenda), extorsión por dinero y favores sexuales, y modalidades varias de violencia física; abusos que les son impuestos con la seguridad que otorga la impunidad (Jaime 2010, Instituto Runa 2011), tal como lo evidencia el siguiente testimonio: “El Serenazgo de Los Olivos me detuvo y luego me llevaron a un lugar desolado, donde me quitaron el dinero y la ropa. Posteriormente me obligaron a tener sexo con ellos” (Ronca, 39 años, Los Olivos. Citado en Instituto Runa 2007: 31).

La situación de abuso de poder descrita en el testimonio anterior encaja, en parte, en la definición clásica de corrupción, entendida como el abuso del cargo público para beneficio privado, pero sin duda la trasciende ampliamente. La corrupción entendida como acto individual de funcionarios públicos, foco de la definición clásica, no permite integrar el contexto de violencia estructural (sociocultural y económica) más amplia que está en juego.

De otro lado, en un registro menos evidente que el de corrupción en combinación con violencia física, el abuso de poder también es ejercido mediante el chantaje y la manipulación, usando información personal y de la vida íntima de personas LTGB, por parte de personas naturales y de funcionarios públicos; es decir, desde la amenaza de violación al derecho a la privacidad, posible dado el estigma asociado a la homosexualidad. Al respecto, un informe acerca de derechos humanos LGTB (Jaime 2010) menciona situaciones en las que a estudiantes de instituciones de educación superior se les limitó el acceso a sus centros de estudio debido a sus orientaciones sexuales mediante amenazas de expulsión en un caso y expulsión efectiva en el otro. En ambos casos, los funcionarios de los centros de estudio (uno de ellos la Escuela Técnica Superior de la Policía Nacional) hicieron mal uso de sus facultades, al ejercer sanción por criterios subjetivos que violan derechos diversos: a la educación, a la libertad personal y a la no discriminación, deviniendo además en prácticas de chantaje y acoso.

La escasa cantidad de denuncias en contraste con la constante discriminación apunta a una falta de confianza en el Poder Judicial, considerado como una de las instituciones más corruptas del país. 4 En el caso de la población LGTB, a la falta de confianza por la fuerte percepción de impunidad se suma como limitante el temor a riesgos concretos para quienes deciden denunciar: pérdida de privacidad, exposición a chantaje y trato estigmatizante.

Clientelismo y personalismo: la ciudadanía sexual en juego

Hemos señalado al inicio de este ensayo que una aproximación integral al fenómeno de la corrupción debe situarla en el marco sociocultural en que toma forma. En órdenes sociales jerárquicos como el peruano, esto significa poner atención a las lógicas personalistas y clientelistas que marcan la vida pública; lógicas en las que el privilegio en forma de ciertas relaciones sociales, dinero o prestigio y el intercambio de favores son centrales, desde el uso cotidiano de la “vara” para agilizar un trámite o conseguir un trabajo, pasando por el clientelismo/patronazgo como pauta de relacionamiento regular en la política, hasta lo que en términos propiamente definidos como corrupción llamaríamos, por ejemplo, “tráfico de influencias”. En todas estas situaciones existe un eje común: recurrir a redes sociales, dinero u otros recursos que componen el repertorio personal-social para obtener un beneficio por fuera de la norma.

Desde una perspectiva antropológica, es problemático agrupar asuntos como el intercambio de favores con corrupción, pues se trata de prácticas que se originan en lógicas diferentes. Como dice Da Matta (1984), por un lado está la persona inserta en relaciones sociales y por otro el individuo moderno regido por leyes. La primera se ancla en paradigmas sociales en que la persona existe en relación con el conjunto, y por tanto los intercambios tienen un carácter ineludible; mientras que el concepto de corrupción nace referido al individuo moderno, unidad independiente del todo, determinado por normas abstractas. Aunque conscientes de las relevantes diferencias, creemos válido señalar superposiciones posibles.

El Estado le da a la Iglesia autoridad en el terreno de la sexualidad y la reproducción a cambio de su apoyo político.

La importancia de traer a la reflexión las lógicas personalistas y clientelares para el tema en cuestión es que, constituyendo un sustrato privilegiado en que toma forma la corrupción en el Perú, sostiene a su vez el obstáculo más grande para la ciudadanía sexual en nuestro país: la relación entre Estado e Iglesia.

Relación Estado-Iglesia

La relación entre la Iglesia católica y el Estado constituye un ejemplo paradigmático de la imposición por privilegio más allá de la ley. Consideramos que la lógica jerárquica, clientelista y tutelar que enmarca esta relación permite la reproducción de la desigualdad y la corrupción, en términos materiales y simbólicos, de manera general y se constituye como barrera de primera línea para el avance de los derechos sexuales en particular. Esto último debido a que, en el momento actual, la sexualidad, la reproducción y las relaciones de género son los campos en que las instituciones religiosas buscan ejercer mayor control.

La capacidad de la Iglesia católica para influenciar las decisiones políticas sobre derechos sexuales y reproductivos opera a través de lo que Nugent (2005) denomina “factura moral”, es decir, “una solidaridad selectiva […] algo así como ‘ahora apoyamos tal o cual tema de la agenda, pero a cambio nos dejan libres las prerrogativas tutelares’” (p. 9). El Estado le da a la Iglesia autoridad en el terreno de la sexualidad y la reproducción a cambio de su apoyo político. Al respecto, nos parece pertinente recordar los airados reclamos del cardenal Juan Luis Cipriani en su programa radial cuando se aprobó el protocolo para la implementación del aborto terapéutico en junio de 2014. Reclamaba que el Estado habría incurrido en incumplimiento de un “trato” que él hizo con el presidente Ollanta Humala, cuando era aún candidato, según el cual este se habría comprometido a preservar la línea ideológica católica en políticas referidas a aborto, homosexualidad y educación. Este evento fue seguido, poco después, por la exclusión de la población LGTB del Plan Nacional de Derechos Humanos por parte del Ministerio de Justicia.

Estos episodios, parte de una larga historia de arreglos tutelares, muestran cómo la sexualidad y la reproducción se configuran en espacio privilegiado de transacciones clientelistas al margen de la democracia y la laicidad del Estado, legitimando formas de actuación pública en sintonía con dinámicas de corrupción institucional y cotidiana. Sin embargo, cabe señalar que las estrategias con las que actúan los grupos religiosos vienen intentando adaptarse, en alguna medida, a las demandas de la democracia. Así, la modificación de las leyes a través del lobby y la intervención en políticas públicas es uno de sus objetivos políticos clave (Mujica 2007).

Palabras finales

En el caso de los tres vínculos entre corrupción y la ciudadanía sexual que hemos ensayado en este artículo, el telón de fondo son condiciones de desigualdad social o pautas de relacionamiento jerárquicas a ellas asociadas que urge desmantelar, tanto para garantizar mejores condiciones de vida para las comunidades de la diversidad sexual como para debilitar la prevalencia de corrupción. La corrupción es un fenómeno complejo, y su vinculación con la sexualidad ha sido muy poco explorada; de esta forma resultaría necesario investigar más a fondo el lugar que tiene la corrupción en contextos de violencia estructural y cómo afecta de manera diferenciada el ejercicio de derechos y la ciudadanía de poblaciones específicas, como por ejemplo la comunidad LGTB. En ese sentido, esperamos que las conexiones aquí esbozadas generen interrogantes dirigidas a profundizar en dinámicas más finas y sutiles entre ambos campos. El desarrollo de estudios cuantitativos tanto como cualitativos, especialmente etnográficos, ayudarían a entender cómo estos vínculos —ensayados aquí principalmente de manera conceptual— se actualizan en la vida cotidiana.


  1. Este artículo es una versión resumida de una presentación realizada en el X Encuentro de derechos humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú: ¿A quién le afecta tu corrupción?, llevado a cabo en septiembre de 2014. La versión extensa se encuentra en: http://www.clam.org.br/uploads/arquivo/Motta-Nunez-Curto-Corrupcion%20y%20ciudadania%20sexual.pdf.
  2. Según Proética (2013), la corrupción es considerada como el segundo problema más importante del país.
  3.  Definición promovida por el Banco Mundial a partir de 1997 (Huber 2007).
  4. Ocupa el tercer puesto en corrupción entre instituciones públicas del país (Proetica 2013).

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