Corresponde reflexionar una vez más sobre los avances y el impacto de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en la sociedad peruana. Si lo que se busca son grandes cambios, sería sencillo y precipitado concluir que todo fue un fracaso y que los últimos acontecimientos de la política nacional confirman esta afirmación. Ni la justicia aparece más justa, ni la política es más incluyente, ni existe propósito de enmienda. Por el contrario, las palabras “derechos humanos” tienden a convertirse nuevamente en malas palabras.

Sin embargo, hay otra forma de valorar los impactos de la CVR, que son los logros de estos años. Los hechos son por todos conocidos: el juicio a Alberto Fujimori; las sentencias definitivas en relación a los casos Castillo Páez, Chuschi y Lucanamarca; las dos sentencias en primera instancia por el caso La Cantuta; la del periodista Hugo Bustíos. Todas ellas son muestras de que algo cambió en el país en estos años. ¿Cuántas condenas por violación a los derechos humanos tuvimos antes de que el Informe Final se publicara?: ninguna.

Otro tanto ocurre con las exhumaciones de Putis, Cabitos y Santo Tomás de Pata, en las que se ha mostrado el horror y la barbarie con que las Fuerzas Armadas y Sendero Luminoso atacaron a la población civil y torturaron y asesinaron a quienes eran inocentes y también a quienes eran sus contendores en el conflicto. Antes de la comisión, no hubo ni una.

Temas pendientes: las reparaciones y las reformas institucionales

De otro lado, hasta antes de la CVR, el Estado no había reconocido a sus héroes ni a sus mártires ni a las víctimas del conflicto. Hoy, el Consejo de Reparaciones ya ha registrado como víctimas a la mayoría de asesinados en las masacres de Uchuraccay, Soccos, Vinchos, Acomarca, Cayara, Lucanamarca, Huancasancos, Santa Bárbara, Cashahui, Chumbivilcas, Lucmahuayco, Tarata, La Cantuta, etc. Lo mismo ha ocurrido con la mayoría de autoridades asesinadas y con un significativo número de miembros de las fuerzas del orden. Ello ha sido producto del silencioso y paciente trabajo del Consejo de Reparaciones. Al mismo tiempo, se han ido implementando también las reparaciones colectivas desarrolladas por la Comisión Multisectorial de Alto Nivel (CMAN) que, con todas sus limitaciones, empiezan a ser percibidas por algunas comunidades como una atención que el Estado les brinda por haber sido afectadas por el conflicto armado.

Ciertamente, no se puede decir lo mismo de las reformas institucionales, donde todo se bloqueó muy anticipadamente, en especial los cambios que planteaban transformaciones radicales en instituciones como las Fuerzas Armadas, las Fuerzas Policiales, el Poder Judicial y en el sistema educativo. Para realizar grandes reformas, se necesita cierta clase de líderes, de instituciones y de voluntades con las cuales este país no cuenta. Además, era más que evidente en 2003 que tanto el presidente Toledo como los partidos políticos presentes en el Congreso habían dado por concluido el proceso de transición y  no tenían el menor interés en producir algún tipo de reforma. En ese sentido, el Informe Final y sus recomendaciones llegaron demasiado tarde.

Es por ello que los impactos no alcanzaron la significación que se busca y esperaba, sino que, más bien, van avanzando por los resquicios que la misma transición generó. El tema es que estamos llegando a un punto de quiebre en el cual los sectores que tienen cuentas pendientes con el pasado avanzan hacia la construcción de un consenso sobre la necesidad de cerrar el asunto y llegar a un acuerdo por la impunidad. Para ello, tienen una enorme ventaja: la ausencia de referentes políticos que enarbolen la bandera de los derechos humanos. ¿Cómo se logra una reforma institucional de magnitud si ni siquiera se cuenta para ello con aliados en el Congreso? Estamos, en este tema, peor que en el 2003, ya que no hay ninguna organización política que esté pensando en la mencionada reforma. Sin una auténtica derecha liberal ni una socialdemocracia ni una izquierda que afirmen los derechos humanos, vamos a seguir atrapados entre autoritarismos de un cuño o de otro.

El predominio de un discurso hegemónico que dificulta entender lo ocurrido

La teoría de las brechas profundas no ayuda a explicar por qué se desató una guerra campesina, por ejemplo, y tampoco explica la derrota de Sendero Luminoso en Puno a manos de otros actores políticos nacionales y regionales. En realidad, la brecha lo que explica es nuestra ignorancia profunda sobre lo que ocurría en algunas regiones del país. Nada más que eso.

Una pregunta que sería bueno hacernos es qué se esperaba del Informe. ¿Dijo algo que no se supiera sobre la sociedad peruana? Ciertamente, puso énfasis en las profundas brechas que existen en la sociedad peruana, brechas que han sido señaladas innumerables veces como la causa de nuestros grandes problemas. Pero, ¿fue eso lo que generó la violencia? En mi opinión, esta explicación de carácter estructural terminó siendo la opción que predominó entre otras de carácter más político. Puede pensarse con fundamento que la profunda brecha que existe entre nuestras elites y el resto de la población no explica la guerra ni su magnitud, sino la pobre respuesta que las elites dieron al conflicto. Y es por ello que el discurso de la CVR, que busca englobarnos a todos en la indiferencia de las elites, tiene un problema serio en la base. ¿Acaso no se sabía que una enorme violencia se había desatado?, ¿acaso no se señalaba con energía que las Fuerzas Armadas eran las principales violadoras de los derechos humanos? Que no se hayan conocido matanzas como la de Putis no reduce la magnitud de aquellas que sí conocimos y a las que nos acostumbramos, así como nos acostumbramos a inicios de los ochenta a los constantes apagones en la ciudad de Lima. Entonces, la teoría de las brechas profundas no ayuda a explicar por qué se desató una guerra campesina, por ejemplo, y tampoco explica la derrota de Sendero Luminoso en Puno a manos de otros actores políticos nacionales y regionales. En realidad, la brecha lo que explica es nuestra ignorancia profunda sobre lo que ocurría en algunas regiones del país. Nada más que eso.

Lo grave de todo esto es que las elites, en su mayoría, han optado por mantenerse no solo en la ignorancia –a pesar de las enormes evidencias que el Informe Final nos dejó– sino en una indiferencia mayor a la que tuvieron hace veinte años. En mi opinión, esto ocurre porque, a lo largo de la década del noventa, estas mismas elites en el poder construyeron un poderoso discurso que cerró con el pasado reciente y que sigue siendo hegemónico, además de haber sido asumido por la mayoría de víctimas del conflicto. Este discurso –que de vez en cuando nos los recuerda Jaime de Althaus en el Comercio, y el diario La Razón casi todos los días– consiste en afirmar que la alianza entre el gobierno de Fujimori, las Fuerzas Armadas y la población permitió la derrota de Sendero. En resumen, la tesis del soldado amigo de la que nos habla la mayoría de los testigos en el juicio a Fujimori y que de alguna manera capitalizó electoralmente Ollanta Humala en los territorios afectados por el conflicto como Ayacucho y Huancavelica donde sacó altísimas votaciones el año 2006. En este discurso, los muertos son daños colaterales; las violaciones a los derechos humanos, excesos aislados; y los que las denuncian, terroristas. Ese discurso, que el fujimorismo nos repitió una y otra vez, es más poderoso que la explicación estructuralista sobre el conflicto. En ese sentido, es pertinente la pregunta de si a la gente, más que saber las razones profundas de la historia, le interesa conocer solo algunos hechos y el final de la historia. Pues bien, en esta historia, el fujimorismo nos dijo que la razón de la guerra era la existencia de unos villanos llamados Abimael Guzmán, Víctor Polay y el último Néstor Cerpa, que querían apoderarse del poder y nadie sabía cómo derrotar hasta que llegó Fujimori y ordenó absolutamente la situación en todos sus términos. Y, en esta construcción narrativa, es fundamental el rol que la mayoría de los medios de comunicación masiva han jugado, tanto cuando estuvieron sometidos a Fujimori como después de su caída.

Los testimonios ausentes

La escena es casi siempre la misma: llega la columna senderista, congrega a la población en la plaza y ajusta cuentas con el juez de paz, con el presidente de la comunidad, con el alcalde o el agente municipal, (…) e impone su nuevo orden sin mayor deliberación. Así murieron miles de peruanos y así se les enseñó a los actuales ciudadanos de esos pueblos cómo se ejerce el poder. La contrapartida era más o menos similar: la llegada de la patrulla del Ejército que decide en asamblea entregarle el cargo a alguien luego de haber ajusticiado a los senderistas. Y así ocurrió desde 1980 hasta 1993, mientras elegíamos en tres ocasiones a presidentes, en cuatro a congresistas y en cinco a alcaldes y regidores. Sobre las tumbas de esas autoridades es que se ha construido el nuevo poder local.

El Informe de la CVR no tiene la culpa de que las elites sean tan conservadoras y la ciudadanía se encuentre tan poco interesada en su versión de los hechos, y es que simplemente no coinciden los registros de unos con los registros de los otros. Quizás uno de los más gruesos errores de la Comisión fue no haber hecho públicos los testimonios de las víctimas, lo cual sigue siendo una de las mayores demandas de quienes testimoniaron ante la CVR. Por qué no lo hizo es algo que hasta ahora no consigue llegar a una explicación válida. Pero la importancia de los mismos es central para que empecemos a entender la historia de otra manera. Qué mejor manera de comprender la enorme brecha entre el mundo oficial y el mundo real del que habla la Comisión que cuando uno lee testimonios en los que se explica que la causa de la muerte de varias personas fue que no entendieron las órdenes que el oficial del Ejército o la Marina les dio en el idioma castellano que ellos no conocían.

Pero esos no son la mayoría de los testimonios. En la mayoría se ve que la guerra se desarrolló en varios idiomas en simultáneo y con crímenes cuyos patrones no han sido lo suficientemente discutidos en la mayoría de eventos en los que se trata el tema de la guerra interna. Conviene detenerse en uno de ellos: el asesinato de autoridades comunales o municipales. La escena es casi siempre la misma: llega la columna senderista, congrega a la población en la plaza y ajusta cuentas con el juez de paz, con el presidente de la comunidad, con el alcalde o el agente municipal, con el gobernador y el teniente gobernador e impone su nuevo orden sin mayor deliberación. Así murieron miles de peruanos y así se les enseñó a los actuales ciudadanos de esos pueblos cómo se ejerce el poder. La contrapartida era más o menos similar: la llegada de la patrulla del Ejército que decide en asamblea entregarle el cargo a alguien luego de haber ajusticiado a los senderistas. Y así ocurrió desde 1980 hasta 1993, mientras elegíamos en tres ocasiones a presidentes, en cuatro a congresistas y en cinco a alcaldes y regidores. Sobre las tumbas de esas autoridades es que se ha construido el nuevo poder local y es en ese escenario donde los descentralistas hemos promovido las formas más modernas y sofisticadas de democracia participativa, como si la historia anterior no existiera.

La recurrente victimización y la falta de hitos simbólicos

Otro de los grandes problemas de los que nos dejó la CVR es esta imagen de la víctima como un ser doliente a quien debemos atender. Es lo que yo llamo la victimización del afectado. Es evidente que en toda guerra hay víctimas, pero en toda guerra también hay hechos notables, hombres y mujeres sorprendentes en su coraje, y por supuesto mucha miseria. Se puede encontrar a estos hombres y mujeres valientes en los testimonios de los que sobrevivieron y en los avatares que tuvieron que seguir en la búsqueda de la justicia. Pero nada de eso hay en el discurso de quienes trabajamos en este tema, salvo en el caso La Cantuta y en el de las señoras de Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP). Poco se ha analizado lo que significó la lucha contra Sendero en la sierra peruana y las derrotas que la misma población le infligió. Quizás el hecho de que los Comités de Autodefensa hayan cometido tantas violaciones a los derechos humanos los hace despreciables a nuestros ojos, pero cuando uno ha leído los testimonios y ha conocido el nivel de vesania de Sendero, entiende perfectamente la barbarie de la otra parte. ¿Eso hace que dejen de ser héroes a su manera? ¿Acaso no liberaron efectivamente a sus pueblos de Sendero Luminoso? ¿Cuándo va a reconocer la elite progresista peruana este hecho? Ciertamente, existen perpetradores conocidos que han llegado a ser alcaldes, pero no todos los miembros de los Comités de Autodefensa son criminales de guerra.

Si uno quiere construir un discurso hegemónico sobre una guerra tiene que haber mártires, héroes y fechas que conmemorar. No es gratuito que nuestra principal fecha de conmemoración sea la del Informe mismo, lo que le da un tinte autocelebratorio que no contribuye, por cierto, a la construcción de una memoria más incluyente.

Si uno quiere construir un discurso hegemónico sobre una guerra tiene que haber mártires, héroes y fechas que conmemorar. No es gratuito que nuestra principal fecha de conmemoración sea la del Informe mismo, lo que le da un tinte autocelebratorio que no contribuye, por cierto, a la construcción de una memoria más incluyente. ¿Alguien se ha preguntado cuál podría ser esa fecha? ¿Y cuál podría ser ese calendario cívico en el que nos podamos reconocer poco a poco todos? ¿Alguien recuerda el día de la caída de Fujimori? ¿Por qué no celebramos más la fecha en la que fue detenido Abimael Guzmán? ¿No valdría la pena hacer una encuesta sobre cuándo terminó el conflicto armado interno? Esto último resulta clave porque, si de pronto nos damos con la sorpresa de que para la mayoría la guerra terminó antes del 95, entonces lo que vino luego es la posguerra que aún no ha terminado. Es por ello que la inclusión de los últimos años del fujimorismo en el Informe conduce a un atolladero del cual no se sabe cómo salir. Creo que, en parte, esto explica por qué el mensaje de la CVR no llega a sus destinatarios, ya que mezcla diversos procesos que, si bien tienen relación, no necesariamente son parte del conflicto. Lo cronológico no es gratuito y mucho menos cuando se habla de una guerra. ¿Celebran acaso los ayacuchanos la salida del ejército en enero de 2000, luego de 17 años de presencia? Ni lo recuerdan, pero no olvidan la poderosa figura del General Noel que marcó el inicio de la presencia militar en la región. Al parecer, esta es una historia a la que no hemos sabido encontrarle un final.

El lugar de los derrotados

Un tema difícil de enfrentar y que siempre reaparece en las cacerías de brujas que cada cierto tiempo se desatan contra quienes trabajaron en el Informe y en el movimiento de derechos humanos es el lugar de los derrotados: los miembros de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Ambos perdieron y la mayoría de sus miembros fueron condenados a prisión, primero en juicios sumarios e ilegales por tribunales militares sin rostro y luego en procesos formales en el Poder Judicial. Sin embargo, las largas condenas poco a poco van llegando a su fin y la sociedad peruana que sigue viviendo en la memoria hegemónica de los noventa no es capaz de entender que estas personas, al quedar libres, deben recuperar la plenitud de sus derechos y –aunque   nos  moleste a muchos–, en los casos en que sufrieron tortura o violación sexual, el Estado tendría la obligación de reconocerles su condición de víctimas. La sociedad peruana, y sobre todo sus elites, no está preparada todavía para reconocerles esa condición. La pregunta en este extremo es cuánto peso le dio la CVR a este tema. Realmente muy poco, en verdad, ya que al dar prioridad a una reconciliación del Estado con la sociedad, cualquier otra cosa se terminó diluyendo dentro de esta enorme apuesta que la CVR propuso. Justamente, el debate originado por la sentencia de la CIDH para incluir en el memorial El Ojo que Llora el nombre de varios líderes senderistas víctimas de la matanza del Penal Castro Castro mostró lo poco que hemos avanzado y cómo la estigmatización continúa. La reciente entrega de un premio literario a Alberto Gálvez Olaechea volvió a poner sobre el tapete este tema, mientras la detención indefinida de Roque González es una expresión más de esta situación. Estamos hablando de personas, no de movimientos, de personas que fueron animalizadas durante los años noventa, que fueron mostradas tras las rejas en una actitud de venganza que no tiene justificación más allá de la violencia de ambos movimientos y de la crueldad particular de Sendero Luminoso. Creo que la CVR, a pesar de haber recogido los testimonios e incluso difundido el de algunos de sus líderes en una audiencia, no dio ningún tipo de recomendación frente a estos actores de la guerra ante los cuales había que plantear fórmulas para su reinserción en la sociedad. Los hechos posteriores han demostrado que sigue siendo un tema tabú, incluso entre quienes por su defensa de los derechos humanos deberían ser más sensibles a este tema.

Lo más grave es que no se ha continuado con la labor de pesquisa e investigación exigente que los descubrimientos que dejó el Informe requerían. Así, quisimos reemplazar la memoria hegemónica con una nueva memoria única, cuando justamente el Informe Final nos mostraba en su interior una diversidad de historias regionales y locales que anunciaban la existencia de muchas memorias a lo largo y ancho del país, las cuales teníamos la obligación de reconocer y asumir.

Otro tema que me parece importante plantear es la manera como hemos asumido el Informe desde un determinado sector intelectual del país. En mi opinión, lo hemos tomado como un punto de cierre, como su mismo nombre lo dice: Informe Final, como si la historia verdadera y única del conflicto fuera la que uno puede leer en sus páginas. El problema de esa toma de posición es que, frente a los ataques de diversos sectores, los que asumen las razones de la CVR se han convertido en los defensores acríticos, en una suerte de guardianes de una verdad en la que muchos ni siquiera creen del todo. Y de otro lado, lo más grave es que no se ha continuado con la labor de pesquisa e investigación exigente que los descubrimientos que dejó el Informe requerían. Así, quisimos reemplazar la memoria hegemónica con una nueva memoria única, cuando justamente el Informe Final nos mostraba en su interior una diversidad de historias regionales y locales que anunciaban la existencia de muchas memorias a lo largo y ancho del país, las cuales teníamos la obligación de reconocer y asumir.

 

La historia que no cesa y los cierres arbitrarios

Son pocos los que han hecho este viaje de retorno a los territorios afectados por los caminos de la memoria de aquellos a quienes el Informe Final lamentablemente, al no difundir sus nombres, mantuvo en su condición de NN. Sin embargo, estas memorias siguen construyéndose y pugnando con la versión hegemónica así como con nuestra versión del Informe Final,  tratando de encontrar un lugar en la compleja trama de la posguerra que se inició hace casi quince años y que aún no termina. Por ello, es fundamental el trabajo de recuperación de la memoria colectiva y de reparación simbólica que en diversas comunidades y distritos viene siendo promovido por sus propias autoridades, organizaciones y unas pocas ONG. Es por ello, también, que es tan importante el trabajo del Consejo de Reparaciones que, con su registro, va dando paso a una auténtica política de reconocimiento de la ciudadanía de quienes perdieron la vida y la dignidad durante el conflicto. Es por ello que es tan importante el trabajo de exhumaciones que se está haciendo en Ayacucho, Huancavelica y Huánuco, donde esos NN van recuperando su identidad, gracias al trabajo de los antropólogos forenses, y se vuelve a poner sobre el tapete la barbarie y la vesania con la que fueron asesinados.

Por las mismas razones son tan importantes, pese a todos los intentos por detenerlos, los procesos y las condenas a 14 años de prisión para el ex oficial Collins Collantes Guerra y 6 años para el ex alférez Luis Mariano Juárez por la desaparición del alcalde de Chuschi, Manuel Pacotaype Chaupín, del secretario edil, Martín Cayllahua Galindo, del teniente gobernador, Marcelo Cabana Tucno y del menor Isaías Huamán Vilca en 1991; la condena a 16 años de cárcel al coronel PNP (r) Juan Mejía León y a los suboficiales Manuel Arotuma Valdivia, Carlos de Paz Briones y al cabo Juan Aragón Guibovich a 15 años de cárcel por la desaparición forzada del estudiante de la PUCP Ernesto Castillo Páez.; la sentencia en primera instancia a 17 y 15 años de prisión respectivamente al comandante EP Víctor La Vera Hernández y al capitán Amador García Sanbento, por el asesinato del periodista Hugo Bustíos en Huanta en 1988; las sentencias en primera instancia al general del Ejército Peruano, Julio Salazar Monroe –ex jefe del Servicio Nacional de Inteligencia– condenado a 35 años, al coronel Alberto Pinto Cárdenas condenado a 20 años y a los suboficiales José Alarcón Gonzáles, Fernando Lecca Esquen, Orlando Vera Navarrete y Wilmer Yarleque, condenados a 15 años por el secuestro, desaparición  y asesinato de los estudiantes de la Universidad La Cantuta: Luis Enrique Ortiz Perea, Armando Richard Amaro Cóndor, Bertila Lozano Torres, Dora Oyague Fierro, Robert Edgar Teodoro Espinoza, Heráclides Pablo Meza, Felipe Flores Chipana, Marcelino Rosales Cárdenas, Juan Gabriel Mariños Figueroa y el profesor Hugo Muñoz Sánchez. Y por eso también es importante la sentencia a Abimael Guzmán y a la cúpula de Sendero Luminoso por el asesinato de 69 pobladores de Lucanamarca y otros crímenes de lesa humanidad. Y también es trascendental que esté de vuelta para confrontar a la justicia uno de los dos responsables directos de la masacre de Accomarca, Juan Rivera Rondón, y que esté a punto de retornar el otro y más conocido: mayor Telmo Hurtado.

Estos pocos pero enormes logros desarrollados sobre todo desde la comunidad de derechos humanos no hubieran sido posibles sin la existencia de la CVR, ya que a partir de la ruptura del pacto de silencio y del quiebre del miedo que significó su existencia se pudo dar un salto cualitativo en la lucha contra la impunidad en el Perú. Es a través de estos esfuerzos, que siguen siendo reducidos frente a la enorme tarea que la CVR nos dejó, que se están reordenando de otra manera las piezas del rompecabezas que el Informe Final intentó armar, y llenando los vacíos que ella no pudo resolver. Cuanto más avancemos en ese sentido, más cerca estaremos de la posibilidad de que la memoria hegemónica de la guerra vaya cediendo paso y recién entonces podremos pensar en hacer las reformas institucionales necesarias para que esta historia no se repita.